Texto publicado por Germán Marconi

De lo que estoy leyendo - 12 años de esclavitud, de Solomon Northup

A últimos de agosto comienza la temporada de cosecha del algodón. En esa época, a cada esclavo se le da un saco. Lleva sujeta una correa que le pasa por la nuca, lo que mantiene la abertura del saco a la altura del pecho, mientras que el fondo roza el suelo. A cada uno se le da una gran cesta en la que cabrán cerca de dos barriles. Esto sirve para meter el algodón dentro cuando el saco está lleno. Las cestas se llevan hasta el campo y se colocan al comienzo de las hileras.
Cuando se envía a un bracero nuevo, que no tiene ninguna experiencia, por primera vez al campo, se le azota con sensatez y ese día se le obliga a cosechar tan rápido como le sea posible. Por la noche, se pesa lo que recoge para conocer su pericia en la cosecha de algodón. Debe llevar el mismo peso cada noche siguiente. Quedarse corto se considera una prueba de que ha estado holgazaneando, y conlleva un mayor o menor número de latigazos de castigo.

Un día normal de trabajo equivale a doscientas libras. A un esclavo acostumbrado a cosechar se le castiga si consigue una cantidad menor. Hay una gran diferencia entre ellos en relación a esta clase de trabajo. Algunos de los esclavos parecen tener un talento o una destreza naturales que les permite cosechar a gran velocidad y con ambas manos, mientras que otros, cualquiera que sea su práctica o aplicación, son completamente incapaces de alcanzar el nivel normal. A tales braceros se los aparta del algodonal y se los emplea en otra labor. A Patsey, de quien hablaré más adelante, se la conocía como la cosechadora de algodón más notable de Bayou Boeuf. Cosechaba con ambas manos y con una rapidez tan sorprendente que para ella no era infrecuente recolectar quinientas libras en un día.
Por tanto, a cada uno se le asigna una tarea conforme a su habilidad para cosechar; sin embargo, a ninguno para no llegar a las doscientas libras de peso. Yo, como siempre he sido torpe para esa tarea, hubiera contentado a mi amo si hubiera conseguido dicha cantidad, mientras que, por el contrario, seguramente hubiesen dado una paliza a Patsey si hubiese logrado dos veces más.
El algodón crece de cinco a siete pies de alto y cada tallo tiene muchísimas ramas, que brotan en todas direcciones y que se comban unas a otras hacia la acequia.
Hay pocas cosas más agradables de ver que un vasto algodonal cuando está florecido. Ofrece un aspecto de pureza semejante a una extensión cubierta de nieve liviana y recién caída.
Algunas veces el esclavo cosecha un lado de una hilera y se vuelve hacia la otra, pero, con más frecuencia, hay otro al otro lado recogiendo todo lo que ha florecido y dejando las cápsulas sin abrir para una cosecha posterior. Cuando se llena el saco, se vacía en la cesta y se prensa con el pie. Es necesario ser extremadamente cuidadoso la primera vez que se cruza el algodonal, con el fin de no romper las ramas de los tallos. El algodón no florece en una rama rota. Epps nunca se olvidaba de infligir el escarmiento más severo al desdichado siervo que, por descuido o por accidente inevitable, fuera mínimamente responsable al respecto.
A los braceros se les exige estar en el algodonal con el primer rayo de luz de la mañana, y, a excepción de diez o quince minutos que se les concede a mediodía para tragarse su ración de beicon frío a toda prisa, no se les permite estar ociosos ni un momento hasta que está demasiado oscuro para ver, y cuando hay luna llena, a menudo trabajan hasta bien entrada la noche. No se atreven a parar ni siquiera a cenar, ni regresar a las cabañas, por muy tarde que sea, hasta que el mayoral da la orden de detenerse.
Una vez terminada la jornada en el algodonal, «se arrean» las cestas o, en otras palabras, se transportan a la desmotadora, donde se pesa el algodón. Por muy fatigado y exhausto que pueda estar, por mucho que desee dormir y descansar, un esclavo nunca se acerca a la desmotadora con la cesta de algodón sino asustado. Si se queda corto de peso, si no ha realizado toda la tarea que se le asigna, sabe que debe angustiarse. Y si ha rebasado el peso en diez o veinte libras, con toda probabilidad su amo evaluará la tarea del día siguiente en consecuencia. Así que, ya sea por tener demasiado o por tener demasiado poco algodón, se acerca a la desmotadora siempre con miedo y temblando. Con mucha frecuencia tienen demasiado poco y, por tanto, no están ansiosos por abandonar el algodonal. Después de pesar, vienen los latigazos; y luego se llevan las cestas al almacén de algodón, y su contenido se acumula como el heno, pues se envía a todos los braceros a pisarlo. Si el algodón no está seco, en lugar de llevárselo de la desmotadora enseguida, se coloca encima de tarimas de dos pies de alto y alrededor de seis de ancho, cubiertas de tablas o planchas, con estrechos pasillos entre ellas.
Hecho esto, las labores del día no terminan ahí, de ningún modo. Cada uno debe ocuparse de sus respectivas faenas. Uno da de comer a las mulas, otro al cerdo, otro corta la madera, y así sucesivamente; además, el embalaje se completa a la luz de las velas. Por último, avanzada la noche, los esclavos llegan a las cabañas, somnolientos y derrotados por un largo día de quehaceres. Entonces hay que encender un fuego en la cabaña, triturar el maíz con el molinillo de mano y preparar la cena y la comida para el día siguiente en el algodonal. Lo único que se les concede es maíz y beicon, que se les reparte en el granero y en el ahumadero los domingos por la mañana. Cada uno recibe, como ración semanal, tres libras y media de beicon, y suficiente maíz como para hacer un montón de comida. Eso es todo: nada de té, café, azúcar, y, salvo una pizca escasa de vez en cuando, nada de sal. Puedo decir, tras diez años de estancia con el amo Epps, que es poco probable que ninguno de sus esclavos padezca de gota por excederse con la buena vida. A los puercos del amo Epps se los alimentaba con maíz sin cáscara, eso les soltaba a sus negros al oído. Los primeros, pensaba él, engordarían más rápido si se le quitaba la cáscara y se remojaba en agua; los últimos, si se les trataba de la misma manera, tal vez se pusieran demasiado gordos para faenar. El amo Epps era un fino contable y sabía cómo administrar a sus animales, sobrio o borracho.
El molino del maíz se encontraba en el patio bajo un tejadillo. Es semejante a un molino de café corriente, aunque la tolva tiene capacidad para seis cuartos de galón más o menos. El amo Epps concedía un privilegio sin restricciones a todos los esclavos que tenía. Podían triturar su maíz de noche, en cantidades tan pequeñas como sus necesidades diarias requiriesen, o podían triturar la ración de toda la semana de una vez los domingos, como ellos prefirieran. ¡Qué hombre más generoso era el amo Epps!
Yo guardaba mi maíz en una cajita de madera; la comida, en una calabaza seca; y, por cierto, la calabaza es uno de los utensilios más convenientes y necesarios en una plantación. Además de sustituir cualquier pieza de la vajilla en la cabaña del esclavo, se utiliza para llevar agua a los campos de labranza, o incluso la comida. Con ella se prescinde de la necesidad de cubos, cazos o tazas, y de todas las trivialidades de hojalata y madera semejantes.
Cuando se tritura el maíz y se hace fuego, el beicon se baja del clavo del que cuelga, se corta una tajada y se echa en los carbones para asarla. La mayoría de los esclavos no tiene un cuchillo, ni mucho menos un tenedor. Cortan el beicon con el hacha en el montón de leña. La harina de maíz se mezcla con un poco de agua, se pone en el fuego y se cuece. Cuando «se dora», se raspan las cenizas, y, tras ponerlo encima de un trozo de madera, que hace las veces de mesa, el inquilino de la cabaña de esclavos está listo para sentarse en el suelo a cenar. Para entonces, suele ser medianoche. El mismo miedo al castigo con el que se acerca a la desmotadora se adueña de ellos otra vez al tumbarse para descansar un rato. Es el miedo a quedarse dormido por la mañana. Tal crimen llevaría aparejado, sin duda, no menos de veinte latigazos. Con una oración en la que se pide estar en pie y bien despierto al primer toque de corneta, se sume en su letargo cada noche.
No se encontrarán los divanes más mullidos del mundo en la mansión de troncos del esclavo. Aquel en el que me recliné año tras año era un tablón de doce pulgadas de ancho y diez pies de largo. Mi almohada era un trozo de madera. La ropa de cama era una manta áspera sin un mal jirón ni trapo. Se podría utilizar musgo si no fuera porque enseguida hierve de pulgas.
La cabaña está construida con leños, sin suelo ni ventana. Esta última es totalmente innecesaria, las rendijas entre los leños dejan pasar suficiente luz. Cuando hay tormenta, la lluvia penetra a través de los leños, volviéndola incómoda y extremadamente desagradable. La puerta, tosca, cuelga de unos goznes de madera. En un rincón hay una chimenea torpemente construida.
Una hora antes de que salga el sol se toca la corneta. Entonces se levantan los esclavos, se preparan el desayuno, llenan una calabaza con agua, en otra meten la comida, beicon frío y torta de maíz, y se apresuran al campo de labranza de nuevo. Es un crimen, que se paga con latigazos, que le encuentren a uno en las cabañas después del amanecer. Entonces comienzan los miedos y los trabajos de otro día, y hasta que termina no hay respiro. El esclavo tiene miedo de que lo cojan rezagado a lo largo del día; tiene miedo de acercarse a la desmotadora con su cesta cargada de algodón por la noche; tiene miedo, cuando se acuesta, de quedarse dormido por la mañana. Esa es la descripción fiel, fidedigna y sin exageraciones de la vida diaria de un esclavo durante la época de cosecha del algodón a orillas de Bayou Boeuf.

Del Capítulo XII, de "Doce años de esclavitud", de Solomon Northup