Texto publicado por Germán Marconi

el largo adiós de los últimos soldados

Leyendo el diario La nación, de Buenos Aires (Argentina) encontré este pequeño tesoro en letras.
Recordé entonces a misabuelos y a mis tíos. También a mi madre y a mi padre.
Y me recordé ayer, quejándome por un dolor,debido a un movimiento que hace unos años hubiera sido de lo más normal, y entonces le dije a un amigo: Cris, no envejezcas nunca, es terrible.

ahora me doy cuenta de que no lo es tanto por las molestias y los dolores que vienen de adentro. Lo trágico son los que viene del afuera.

Seguro que a los amigos de nuestra querida Europa esta historia les va a llegar más que a otros, pero invito aleerla a todos.

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El largo adiós de los últimos soldados

Por Jorge Fernández Díaz | LA NACION

Era un anciano vigoroso con un andar desgarbado de gigante en retroceso y una cara rubiona y tallada por ochenta y cinco años de intemperie y de lucha. Vi que lo maltrataba de manera indolente, sin siquiera mirarlo, la empleada de Informes. Estábamos en la sala abarrotada de un sanatorio de Palermo que alguna vez tuvo buena reputación, y que ahora parecía un hospital público del conurbano bonaerense. El viejo sacó su número y se me sentó enfrente: sus piernas eran tan largas que debí encogerme un poco para no rozarlo. El ritmo de atención resultaba lento y agónico, y en ese momento calculé a vuelo de pájaro cuánto nos faltaba: una hora y media si teníamos suerte. Yo había cometido la imprudencia de aventurarme sin un libro en esa lejana mañana fría. El viejo me miró con ojos acuosos y claros, tirando a verdes, y sonrió con algo de cansancio. Me obligó entonces a alzarme de hombros y a comentar el martirio. Para consolarme, me ofreció unos caramelos de miel. Ninguno de los dos había sido convocado en ayunas para esa revisión médica, así que acepté y no pude evitar enredarme en una conversación. El hombre me inspiraba simpatía, su voz era viril pero amigable, un tanto castigada, y llevaba con dignidad de hidalgo la ropa y los zapatos vetustos recién lustrados. Detrás del tono argentino asomaba un antiguo sesgo indefinible. Pronto me enteré de que era un inmigrante polaco y que descendía de una familia de herreros. Le hablé de mi propio abuelo Nicasio, que tenía el mismo oficio y que murió en el desembarco de Normandía. Mi interlocutor era un sobreviviente: fue enemigo precoz de los nazis, se escapó por poco del gueto y se plegó a la resistencia en Varsovia. Corrió allí cientos de peligros y peripecias, aprendió las artes del combate, y al terminar la contienda emprendió como muchos huérfanos y escaldados el camino de la América. En Buenos Aires conoció a una española que había sido "una niña de la guerra": hija de comunistas, a ella la habían enviado para salvarla con otros chicos a través de Europa, y había vivido tres años en una casa de las afueras de Moscú que manejaba con cariñoso rigor un matrimonio del partido. Su padre viajó para rescatarla; quisieron regresar pero fue imposible: decidieron vivir el exilio en la tierra prometida.

El herrero la recordaba con dulzura, la extrañaba, ella había muerto cinco años atrás. Era más grande que él, y mucho más bajita. Un gigante silencioso y una enanita graciosa y dura, tomados de la mano por los senderos del desarraigo.

Fueron felices a pesar de los infortunios. Tuvieron hijos y nietos; creí entender que uno de ellos no regresó de Malvinas. Otros dos emigraron por falta de oportunidades. Hubo de todo: una chica con problema de drogas, épocas de aprietos económicos, un asalto violento que lo tuvo en coma varios días. Me mostró sus manos con tristeza. Eran garras enormes y nervudas; habían perdido algo de fuerza pero todavía tenían mucha. Estaba jubilado pero no había sido capaz de retirarse de la artesanía de los fierros. Y le seguía dando una rabia infinita haberse dejado madrugar aquella vez por dos energúmenos. En sus buenos tiempos, el muchacho de la resistencia los hubiera reducido con una uña.

Han pasado unos cuantos años desde aquel breve y fortuito encuentro con el herrero, pero sigo pensando lo que pensé mientras me contaba su historia: se están despidiendo para siempre los últimos ejemplares de esta raza de héroes anónimos, de trabajadores incansables y honrosos, que vinieron a enriquecer la patria. La épica de los inmigrantes no goza de buena prensa en estos tiempos de nacionalismo vacuo. También me pregunté qué seríamos ahora sin ellos, y por qué barrimos tantas veces bajo la alfombra lo que habían hecho. A continuación, pensé en la vejez.

Al herrero le decían, en la intimidad, el "soldado". Porque seguía siendo una guerrero de la vida y porque nunca había perdido la templanza del resistente. Cuando finalmente me llamaron para atenderme, no pude menos que cambiarle el número para que pasara antes. Me acarició la cara. Lo recibió una enfermera joven y altanera, que mascaba chicle. Oí que le decía, despectivamente: "Dale, abuelito, dale". Admito que tuve deseos de que el viejo soldado la acogotara con una de sus manos. Hubiera podido hacerlo, y yo (Dios me perdone) habría testificado en su favor..

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1753606-el-largo-adios-de-los-ultimos-soldados