Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: Mariquita cenicienta.

Fue una vez hace muchísimos años, cuando allá por angaco, en San Juan,
una señora muy vieja y que se llamaba doña Ramona me contó la historia
de Mariquita. y ahora yo la traigo a mi modo, para que un día otros se
la pasen a sus nietos, como la recuerden y les guste, y así nunca se pierda.
Parece ser –según decía doña Ramona– que una vez un hombre se quedó
viudo, solo, con su hija Mariquita, que ya era muchacha. Pasó un par de
años y un día el padre conoció a una mujer que también era viuda.
Palabra va, palabra viene, se empezaron a ver a cada rato y al fin
decidieron casarse. todo muy bien, si no fuera porque ella era malísima
–aunque lo disimulaba– y tenía dos hijas un poco mayores que Mariquita,
que eran de lo peor: envidiosas, vagas, egoístas y criticonas. Como se
dice, ¡de tal palo, tal astilla!
Por eso, enseguida se le acabó la tranquilidad a la pobre chica. apenas
las tres se instalaron en lo del hombre, la madrastra entró en confianza
y empezó a aprovechar cuando el marido se iba a trabajar para darle
órdenes a Mariquita. al principio, dijo que ella estaba ocupada
acomodando con las hijas toda la ropa que habían traído, y por eso la
primera semana la muchacha hizo sola la comida para todos, lavó, ordenó
y planchó.
Después fue el pretexto de que como hacía poco que vivían en la casa, no
sabían dónde estaban las cosas y no era cuestión de andar revolviendo
todo para buscar la escoba, por ejemplo, o una olla. una semana más
tarde salieron con que no iban a ser confianzudas:
–Ay, m'hijita –dijo la madrastra–, no queremos parecer unas atrevidas
que recién llegan y ya se están metiendo entremedio cuando hacés las
cosas de la casa.
Y mientras Mariquita fregaba, ellas se peinaban o se pintaban los ojos.
y cuando pelaba papas, las otras tres se probaban vestidos. y en el
momento en que ella lavaba los platos, madre e hijas dormían la siesta.
Y el padre, ¿qué decía? Estaba siempre en babia y no abría la boca. así
que la mujer se fue entusiasmando y la chica hasta tuvo que
apantallarlas mientras sesteaban. después, la madrastra decidió que no
podía ser que sus hijas durmieran las dos en una sola pieza y Mariquita
le tuvo que dejar el cuarto a una de ellas. ¿adónde iba a ir? a la
cocina, naturalmente, dijo la mujer. Que se armara la cama en el fogón;
era un buen lugar y así apenas se despertara iba a estar lista para
hacer el desayuno.

La cenicienta.
La primera mañana que Mariquita despertó en la cocina, se levantó del
fogón con la cara sucia de ceniza. Cuando la vio una de las
hermanastras, frunció la nariz y le dijo a la otra, que se mató de risa:
–Ay, mirala a la cenicienta, ahora no solo es fea, sino también sucia.
¡Gran mentira, porque la muchacha era muy bonita! Pero desde ese día le
cambiaron el nombre por Mariquita Cenicienta, y a veces Cenicienta, nomás.
A partir de ese momento, las tres le perdieron todo respeto, se la
pasaron dándole órdenes sin ningún ocultamiento y hasta se fueron
quedando con sus mejores vestidos, que se arreglaban para ellas. la
chica andaba toda rotosa, con ropa vieja.
Un día, le mandaron a hacer una comida que les encantaba, un guiso de
tripas de cordero.
–Pero lavalas bien –dijo la madrastra.
–Y en la cocina no, que es un asco –dijo la hermanastra mayor.
–Sí, limpialas en el arroyo, movete, no seas haragana –dijo la menor,
que nunca hacía nada más que pintarse las uñas.
Allá fue la pobre con un fuentón lleno de tripas, caminando cinco o seis
cuadras hasta el arroyo.
Estaba limpia que te limpia cuando de repente vino un golpe de agua y se
las sacó de las manos. Mariquita corrió por la orilla, desesperada,
tratando de ver si las podía agarrar antes de que se las llevara la
corriente.
–¡Las tripitas! –gritaba–. ¿Qué me van a decir si las pierdo?
Y corriendo, corriendo, se llevó por delante a un viejito que estaba
sentado junto al agua, con un canasto al lado.
–¡Ay, perdón, señor! ¿lo lastimé?
El hombre levantó la cabeza y la miró. tenía todo el pelo canoso, la
barba bien blanca y cara de muy bueno. lo único feo era que tenía en los
ojos unas lagañas verdosas.
–No, querida, no –le contestó.
–¿Puedo ayudarlo en algo?
–Bueno, ya que sos tan amable, sí. ¿no me podrías limpiar los ojos, que
los tengo medio enfermos?
A otra le hubiera dado asco, pero Mariquita era muy servicial, así que
sacó un pañuelito, lo mojó en el arroyo y le enjuagó los ojos.
–Ah, gracias –dijo el viejito–. Mirá, en premio por ser tan buena, te
voy a regalar esto –y le dio algo que sacó del canasto. Parecía una
ramita común y silvestre, bien descortezada, pero nada más.
–Muchas gracias, ¡qué linda! –agradeció la chica, porque era muy bien
educada.
–No pienses que estoy chiflado –se rió entonces el hombre– y que te
estoy dando una pavada. Esto es una varilla de virtud. Se le dice así
justamente porque tiene la virtud de conseguir lo que se le pida. Eso
sí, tenés que decirle antes unas palabras. acercate, que te las digo al
oído.

La varilla mágica.
Al rato, Mariquita Cenicienta estaba volviendo a la casa, cuando se
acordó de las tripas de cordero.
–Probemos la varilla –quiso, y dijo en voz alta:
Varillita de virtud, por la virtud que Dios te dio, por la salud que me
das y por la que me darás, que las tripitas perdidas tenga yo.
En ese mismo momento aparecieron, bien limpias y acomodadas en una
fuente. y ahí fue que ella se dio cuenta de que el viejito era dios, que
la quería ayudar.
A la tarde, vio que la madrastra y las dos hijas se probaban ropa, muy
alborotadas. les preguntó si estaban por salir y le contestaron:
–Lo que pasa es que vos siempre estás metida en la cocina, que es donde
tenés que estar, y no te enterás de las cosas que hace la gente. Va a
haber tres días de fiesta en el palacio real, porque el príncipe no
encuentra ninguna princesa que le guste, así que invita a todas las
solteras a un baile, para ver si consigue una buena novia.
–¡Huy! ¿y yo qué me pongo? –se preocupó Mariquita.
–Vos, lo que te ponés es a preparar la cena –le contestó la madrastra–.
¡Qué ocurrencia! ¡Quiere ir al baile! ¡Cuando hagan uno de harapientas
vas a ir!
Las hijas le festejaron la gracia con unas carcajadas guarangas y
siguieron en lo suyo. a la noche se fueron las dos hermanas muy
emperejiladas, con la madre, que iba muy paqueta, acompañándolas.
Pero Mariquita se cansó de hacerles caso y cuando se quedó sola porque
el padre se fue a dormir –y aunque estuviera despierto daba lo mismo–,
buscó su varilla y le dijo:
Varillita de virtud, por la virtud que Dios te dio, por la salud que me
das y por la que me darás, que ropa como para el baile tenga yo.
En el momento se vio con un vestido de seda blanca adornado con piedras
preciosas, peinada de lo mejor y con unos hermosos zapatitos de oro en
los pies. Sí, zapatitos, no zapatos, porque ella tenía los pies bien
chicos, muy delicados.
Después le pidió a la varilla un coche con cuatro caballos blancos y un
cochero de uniforme. Fue a la puerta y ahí lo tenía. Se subió muy
contenta y el hombre, sin preguntar nada, tomó el camino que iba al
palacio. Cuando llegaron, ella guardó la varilla bajo el asiento y entró.
En el salón principal había una orquesta y mucha gente bailando. a un
costado se veía una mesa larga, llena de fuentes con las comidas más
finas. Contra la otra pared, había una fila de sillas, con muchachas y
sus madres que las acompañaban. Entre ellas, estaban sus parientas.
Mariquita se fue para el otro lado y se dio vuelta para que no la vieran.

El príncipe encantador
De pronto, se oyeron aplausos de bienvenida al príncipe, que acababa de
entrar. Era un muchacho lindo, y Mariquita vio que las hermanastras se
paraban en puntas de pie para que las viera al pasar. Pero él siguió de
largo, caminando despacio y sonriendo amablemente, y así recorrió el
salón. Cuando llegó frente a Mariquita, se detuvo de golpe, abrió los
ojos y se puso colorado. la chica estaba hermosísima y él se notaba que
era medio tímido. Pero entonces un ayudante viejo y bigotudo que lo
acompañaba le dio un codazo con disimulo y el joven se adelantó para
invitarla a bailar. de a poco se fue animando –y ella también– y
estuvieron bailando toda la noche. El príncipe no le llevó el apunte a
ninguna otra.
Mariquita estaba muy contenta, pero cuando los músicos pararon de tocar
y empezaron a guardar los instrumentos en las fundas, se preocupó
bastante. Pensó: “Si a la salida me ven las tres brujas de casa, me van
a sacar la varilla y no voy a poder volver mañana”. así que de repente
le dijo adiós al muchacho, salió corriendo, se trepó al coche y, cuando
las otras estuvieron de vuelta, ya no había más vestido de seda ni
zapatitos de oro y ella dormía con su ropa vieja y tiznada.
A la noche siguiente, gracias a la varilla, Mariquita volvió a ir al
baile en el coche, muy elegante. El príncipe no se le despegó un momento
pero, igual que antes, cuando la fiesta acababa, ella se escapó corriendo.
El príncipe se lo contó al padre. Estaba desesperado porque tenía miedo
de no verla más, pero el rey le dijo:
–No te preocupes, hijo, que esta vez no se va a escapar. ¡A alfredo se
le va a ocurrir algo!
Chasqueó los dedos y apareció alfredo, que era el ayudante viejo y
bigotudo. Cuando le dijeron qué pasaba, los tranquilizó:
–Yo me ocupo.
Esa noche Mariquita volvió al baile y, cuando terminaba, salió corriendo
como siempre. Entonces pisó una plasta de pegamento que alfredo había
puesto en la salida y se le pegó uno de los zapatitos de oro. Claro, el
bigotudo no pensó que la chica iba a hacer lo más lógico: dar un tirón,
dejar el zapato donde estaba e irse con un pie descalzo.
El príncipe y el rey se enojaron con alfredo, pero él les aseguró:
–Yo me ocupo; pero mañana, porque a esta hora...

Casa por casa.
Al otro día, salió temprano, con el zapatito en una caja. Iba pensando:
“la verdad, si al príncipe le interesa tanto la chica, podría buscarla
él... ¡Pero qué vamos a hacer! Es así, un poco lerdo, pero un pan de
dios... ¡Si lo conoceré yo, que fui su ayudante desde que era chiquito!”.
Y con paciencia, fue llamando a la puerta casa por casa, pidiendo que
vinieran las muchachas a probarse el zapato.
A todas les quedaba chico.
Cuando ya casi se hacía de noche, llegó a lo de Mariquita. le abrió la
madrastra que –rápida para pensar como era– dijo que el zapato era de
una de las hijas. Se lo quiso poner la mayor, pero no le pasó de los
juanetes.
–¿Ve? –le dijo la mujer al viejo alfredo–. le va justito.
–Justito en el dedito gordito –contestó el otro, fastidiado por tanto
caradurismo.
Se lo probó la otra. la madre trajo un calzador, pero por más que
forcejearon y bufaron, le quedó como a la otra.
–Es de ella, pero ahora tiene el pie hinchado por el calor.
–Calor debería darles macanear así –dijo el otro–. ¿Qué otra joven hay
en la casa?
–Nadie que importe.
–Que venga.
–Pero es Cenicienta, la sirvienta.
–Que venga.
El zapatito de oro le calzó perfectamente.
Así Mariquita volvió al palacio y esta vez, siguiendo el consejo de
alfredo, el príncipe no dio más vueltas y le pidió que se casara con él
ese mismo día. Ella aceptó. El rey quiso saber su historia; cuando les
contó, el ayudante dijo:
–Yo me ocupo.
Y se ocupó, por un lado, de organizar una fiesta de casamiento
inolvidable. y por otro, de conseguir para la madrastra y las hijas un
lindo empleo de fregonas en el chiquero real. El padre se salvó, porque
la princesa Mariquita pidió por él. y bueno, ¡era la hija!