Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: Las 3 hijas del diablo.

Las tres hijas del diablo.

En general, es una ventaja ser muy habilidoso en algo. Podrá resultar
muy útil en la vida o no servir para nada pero, al menos, mal no hace.
Eso es así la mayoría de las veces... pero no siempre. Porque hay casos
en que una habilidad no trae más que problemas. así le pasó una vez en
Salta a un muchacho que se llamaba Blas. Si les interesa la historia,
acá va.
Este Blas del que ahora les hablo era un tipo querido por todos. ¡nada
había para criticarle! trabajador, criterioso y buen hijo, siempre
dispuesto a dar una mano al que lo necesitaba, amable, respetuoso con
todo el mundo era. y además, simpático. y buen bailarín. y nada malo
cuando hacía sonar la guitarra. Gracias a eso, la gente lo invitaba
siempre a su casa y estaba lleno de amigos.
Hasta que una vez, en una mala hora, a uno de esos muchos amigos –¡vaya
a saber cuál! – se le ocurrió enseñarle algo que él no sabía: jugar a
las cartas. y aprendió enseguida, porque parecía hecho para esto; en un
día le había pescado la vuelta a todos los juegos y no había quién le
ganara con los naipes en la mano. tenía suerte y calculaba a toda
velocidad qué cartas podían tener los demás, cuáles le podían tocar a
él, cuándo le convenía apostar y cuándo había que irse al mazo.
Y como le gustó tanto el juego, se acabó fastidiando porque no hallaba
ningún rival a su medida; no había vez que no ganara y entonces se
aburría. Por eso, una tarde se fue al pueblo vecino y se puso a jugar en
el boliche, pero tampoco encontró a nadie capaz de ganarle. después se
fue a otro pueblo, y a otro y otro más, meta jugar a las cartas y
llenarse de plata, porque jugaba por dinero y, fueran moneditas o
billetes grandes, siempre le iban a parar al bolsillo. Pero se
impacientaba, porque no le interesaba tanto la ganancia como una buena
partida con algún jugador que valiera la pena.

Desafío al demonio.
Así fue como una noche, en el boliche de un pueblito perdido en los
cerros, después de darles una lección a los mejores jugadores de la
zona, salió a la calle oscura y dijo en voz alta:
–¡Qué cosa! Se ve que soy capaz de ganarle al mismísimo diablo. ¡ah, si
lo encontrara, me gustaría hacer la prueba!
¡Para qué lo habrá dicho! Estaba terminando de hablar, cuando lo
encegueció un fogonazo y después hubo una humareda amarillenta. Cuando
el viento se llevó el humo, en el lugar había quedado un tipo muy alto,
de sombrero aludo y poncho negro.
–A tus órdenes, Blas –le dijo.
El muchacho se quedó con la boca abierta, pero al fin consiguió preguntar:
–¿Y vos quién sos?
–Vos ya sabés quién soy. ¡Si me andabas buscando! ¿una partidita? ¿o
ahora no te animás?
–¡Cómo que no! –se encocoró él–. ¡Vamos al boliche!
El primero en darse cuenta de quién entraba fue el gato, que dormía en
el mostrador. Se paró enseguida, se arqueó todo, bien erizado, pegó un
maullido y salió disparando de un salto. a la luz del farol –porque no
había luz eléctrica– se le vio la cara al recién llegado: tenía los ojos
colorados, las cejas peludas y una barbita rojiza en punta. Miró a todos
muy sonriente y saludó con la cabeza, pero en un momento no quedaron más
que él y Blas; los cuatro paisanos del lugar se fueron apurados y hasta
el dueño desapareció por la puerta del fondo.
Los jugadores se sentaron a la mesa y empezaron la partida. la primera
vuelta la ganó Blas y la segunda también, pero entonces el diablo se rió
y dijo:
–Bueno, ahora vamos en serio. y ganó y ganó y ganó y ganó.
Peso tras peso, se fue la plata de Blas. Cuando no le quedó ni una
moneda, apostó el anillo. lo perdió también. ya se paraba para irse,
cuando el diablo le dijo:
–No te vayas, que está lindo. Mirá, te doy la revancha.
–Es que ya no tengo nada.
–Tenés el alma.
Blas volvió a sentarse. y jugaron. y perdió. El diablo dijo:
–Me ha dado tanto gusto el juego, que te devuelvo la plata. a mí no me
interesa. y además, te dejo el alma por un año. ¡Mirá qué generoso! Pero
tenés que venir a entregármela en donde vivo, en la laguna Zupay. y no
te atrases ni un minuto, porque si te tengo que ir a buscar, ahí sí que
me voy a enojar y la vas a pasar mal de veras.
–¿Y dónde queda eso?
–Para el lado donde sale el Sol. Preguntá, arreglátelas. y si querés un
consejo, empezá a caminar ya, no pierdas tiempo,
porque el camino es largo. nos vemos. después, desapareció.
–¡Qué loco he sido! –pensó Blas–. Esto de ganar siempre me hizo
fanfarrón. Bueno, paciencia.

En busca de la laguna Zupay.
A la mañana empezó el viaje. Iba preguntando a uno y a otro, y nadie
tenía idea de dónde quedaba el lugar, pero él seguía para el lado donde
sale el Sol.
Dejó atrás los cerros, se metió en una selva, después cruzó unos
arenales y pasó por pueblos chicos y grandes. Meses enteros se le fueron
así, hasta que un día vio un ranchito y se acercó a preguntar. lo
atendió una viejita, arrugada como pasa de uva.
–¿Qué anda haciendo por estas soledades, mozo? –quiso saber.
–Busco la laguna Zupay, doña.
–No sé dónde queda eso, pero puede ser que mi hija menor sí. Siga ese
caminito y va a encontrar la casa. Se va a dar cuenta porque ella es la
Madre de las aves Chicas y hay un montón de pajaritos. no se puede perder.
Blas siguió por donde le habían dicho y al rato empezó a escuchar una
orquesta de trinos y píos. Se apuró y encontró una casita casi tapada de
pájaros de todo tipo, posados en el techo y en las ventanas, caminando
alrededor y volando por encima. Golpeó las manos para ver si había
alguien y salió una mujer menuda, de nariz respingona, que se movía muy
rapidito.
–Buenos días –saludó Blas–, me manda su mamá. ando buscando la laguna Zupay.
–¡Ah!, no sé. Pero la que puede decirle algo es mi hermana, la Madre de
las aves Medianas. Siga derecho.
Al rato, Blas oyó un cotorreo y encontró una casa con el techo lleno de
loros, urracas y otros pajarracos. Salió una mujer vestida de verde, de
ojos grandes y nariz ganchuda.
–¡Ah!, no sé. Pero la que lo puede ayudar es mi hermana, la Madre de las
aves Grandes. Siga derecho.
Blas le hizo caso y bastante más allá apareció otra casa, medio tapada
de águilas, cóndores y palapalas, como se les dice a esos cuervos de
cabeza pelada. otros volaban por encima, muy arriba, dando vueltas.
Salió una mujerona alta, vestida de negro, con nariz grande y afilada.
Cuando escuchó a Blas, le contestó:
–Sí, yo sé dónde es eso. Pero queda lejísimos. a pie, no llega más. dio
un chiflido largo y del cielo bajó un águila negra, grande como una persona.
–A ver vos, llevalo al joven a la laguna Zupay.

Las tres plumas.
En un momento Blas estuvo volando a caballo del águila. abajo veía pasar
arboledas y cerros, ríos y lugares donde no había nada.
El águila hablaba y era muy curiosa. Quiso saber para qué iba Blas a la
laguna y cuando él le contó, comentó:
–¡Qué macana!
Al rato dijo que tenía hambre y él le metió en el pico un pedazo de
carne seca que traía en la bolsa. El bicho se lo tragó, pero al rato
quiso más.
–Es que volar tanto me da hambre–explicó. y así, Blas le fue dando todo
lo que tenía, hasta que se quedó sin nada.
–Si no como un poco más, no voy a poder llegar –dijo el águila.
Entonces él se arremangó el pantalón, sacó el cuchillo y se cortó una
lonja del muslo. al rato el animal empezó a bajar y al fin se posó en la
tierra.
–Bueno, llegamos. a una cuadra está la laguna –le avisó.
El animal pensó un poco y se le acercó, le tocó con el ala la pierna que
él se había cortado y la carne le volvió a crecer, como si nada. después
le dijo:
–Te voy a ayudar. Si te escondés cerca de la orilla, vas a ver llegar a
tres palomas: una negra, una rojiza y otra blanquita. Son las hijas del
diablo. Se van a sacar las plumas y entonces verás que se hacen mujeres
y se bañan en la laguna. las dos primeras son las mayores y tan malas
como el padre, pero la otra es buena. Vos robale tres plumas sin que te
vea y se va a quedar a buscarlas. Cuando estén solos, pedile auxilio.
El águila se fue. Blas le hizo caso y se acurrucó entre unas matas que
crecían en la orilla. al rato hubo un aleteo y vio bajar a las tres
palomas. Se empezaron a sacar las plumas con el pico y de pronto se
convirtieron en muchachas y corrieron a zambullirse. Él se arrastró con
cuidado y sacó tres plumas del montón blanco.
Al rato, las chicas salieron del agua, se empezaron a poner las plumas y
se volvieron palomas, menos la menor, que miraba para todos lados
buscando las que le faltaban. las hermanas se fueron y ella se quedó,
muy afligida.
Blas salió de entre las matas, tranquilizándola para que no se asustara,
y le dio las plumitas.
–¡ay, gracias! –dijo ella–. Es que si pierdo una, ya no me puedo hacer
paloma cuando quiero. ¿y vos qué hacés acá?
Él le contó su historia y a ella le dio pena. Pena y algo más, porque
Blas le gustó enseguida. y a él, ella le encantó desde el primer momento
en que la vio desempalomarse.
–Yo te voy a ayudar –prometió la chica. lo agarró de la mano y lo llevó
a una casona que había un poco más allá.

Perdonado, pero…
Cuando entraron, vieron al diablo en un sillón. la chica corrió a
sentársele en las rodillas y empezó a hablarle en voz baja. Cada tanto,
el padre miraba a Blas. al fin padre e hija se pararon y él le dijo al
muchacho:
–Cumpliste, Blas. Me gustan los buenos pagadores, y mi hija quiere que
te perdone. Pero tratos son tratos, así que no te la vas a llevar de
arriba. Si no, ¿adónde va a parar mi fama? Si me prestás un servicio, te
llevás tu alma.
–¿Qué servicio?
–Encontrar un anillo de oro que perdí hace como diez años. te doy una hora.
Blas salió preocupado, pero la chica lo siguió y lo calmó:
–Tomá –dijo dándole algo con disimulo–. Si mirás por este tubo mágico,
lo vas a encontrar.
Él fue por el campo mirando por el tubito, hasta que vio una luz dorada
que salía de unas piedras. ¡Era un anillo gordo! Volvió contento a ver
al diablo.
–¡Muy bien, Blas! –se sorprendió el otro–. ahora, una apuesta. Si
encontrás el peine de oro que perdió mi abuelo hace cien años, te llevás
el alma y te casás con una de mis hijas. Si no, vas al Infierno. y si no
aceptás la prueba, también.
Y allá fue Blas con el tubito. no encontró nada hasta que llegó a la
laguna y vio la luz dorada en el fondo del agua. Se zambulló y volvió
con el peine. El diablo se rió:
–Me ganaste, che. Bueno, ahora te casás.
–Yo quiero a... –empezó a decir Blas.
–¡No se puede elegir a una! –bramó el otro–. Sería un desprecio a las
demás. te van a vendar los ojos y lo único que te dejo es tocarles una mano.
Vinieron las hijas y el padre les explicó todo. Blas miró a las mayores
y le dieron miedo. no eran feas, pero tenían ojos y sonrisas de diablas.
En cambio la otra...
–Yo le tapo los ojos, papá –saltó justamente la más chica.
Y mientras hacía tiempo doblando el pañuelo que iba a ponerle como
venda, le dijo en voz baja que con el cuchillo él le marcara una uña.
así fue como al tocar las manos de las tres, reconoció a la que quería.
Blas salvó su alma y volvió casado al pueblo. de ahí en adelante, ¡ni
las cartas que traía el cartero quiso tocar!