Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: El rey de la laguna de oro.

El rey de la laguna de oro.
Así es como yo me acuerdo que me contaron en neuquén, una vez, cuando
era chico. Es una historia que tiene de todo un poco: un muchacho
viajero, un chivo como no hay dos, una laguna mágica y problemática, un
rey mañero y una chica hermosa.
Aquella vez –era una noche de invierno, para darles más datos– mi abuela
me hizo saber que hace una punta de años un muchacho salió de viaje a
recorrer el mundo. a pie iba, porque ni caballo tenía, y no llevaba más
que una bolsa con algo de ropa. lo acompañaba un chivo que le habían
dado los padres cuando no era más que un cabrito, pero que ahora estaba
crecido y fuerte, con sus buenos cuernos y su barba larga.
Pasaron los meses y el muchacho fue conociendo lugares. trabajaba un
tiempo –por ejemplo, en una cosecha de fruta, arreglando un cerco o
cargando bolsas– y, después de juntar un poco de plata para mantenerse,
seguía el viaje.
Así poco a poco se fue alejando cada vez más de su tierra y un día la
gente de un pueblo le habló de un reino que se conocía solo de oídas,
perdido en algún valle de la cordillera. Fue escuchar eso y querer
encontrar el lugar, así que a la mañana siguiente salió con la bolsa al
hombro y el chivo compañero, y rumbeó para donde le habían dicho.
Días enteros caminaron, bordeando cerros donde no vivían más que
pájaros, lagartijas que se escabullían entre las piedras y, a lo lejos,
algún venadito que cada tanto se escapaba corriendo entre arboledas.
El rey de la laguna de oro.
POR fin, al meterse en un valle muy verde, empezaron a encontrar chacras
sembradas de trigo; manzanos cargados de fruta; huertas con zapallos,
cebollas y ajíes; y por último una majada de ovejas. Con los animales
venía un pastor, que se acercó enseguida, muy alborotado porque era la
primera vez que veía llegar a un forastero a la zona. y así fue como el
muchacho se enteró de que esa era justamente la tierra del rey de la
laguna de oro.
–¿Y por qué se llama así la laguna? –quiso saber el visitante.
–¿Y por qué va a ser, pues? –le contestó el otro–.
¡Porque es de oro líquido!
Después le explicó cómo llegar al pueblo y siguió con sus ovejas. El
muchacho rumbeó para donde le habían dicho y se fue topando con cada vez
más gente. y así como a todos él les llamaba la atención porque nunca
habían visto desconocidos –y menos, acompañados por un chivo que los
siguiera como un perro–, a él le extrañaba ver a muchas personas a las
que les faltaba algo: una mano, un dedo, un pie, una pierna...
Preguntó y le explicaron que cualquier cosa que tocara la laguna se
volvía de oro. El problema era que el rey decía que todo lo que fuera de
oro le pertenecía ¡y entonces mandaba que lo cortaran y se lo llevaran a
la casa! En el palacio tenía una estantería llena de manos, dedos, pies,
piernas y hasta narices de oro.
“¡Qué cosas más raras pasan acá!”, pensó el muchacho, aunque no dijo
nada para no pasar por un atrevido que recién llegaba y ya se ponía a
criticar las costumbres locales. Siguió camino, llegó al pueblo y, en el
centro, junto a una plaza, apareció el castillo. Era de piedra, pero
tenía puertas con manijas de oro, y ventanas con marco de oro, y
soldados con casco de oro. y cuando miró para arriba, en un balcón –sí,
con baranda de oro– vio a la chica más linda que había visto en toda la
vida. En el mismísimo momento, ya se había enamorado.
Uno que pasaba le explicó que esa era la princesa y él, ni lerdo ni
perezoso, decidió que la tenía que conocer, así que golpeó la puerta.
Cuando le abrieron dijo que andaba buscando trabajo, con la esperanza de
que lo dejaran entrar. le contestaron que esperara y al rato apareció un
hombre con cara de mandón, que era el capataz del rey, y le dijo que sí,
que lo contrataban. Pero todo no estaba tan bien como el muchacho creyó
al principio, porque el trabajo no sería ahí, sino junto a la famosa
laguna, donde todas las noches tendría que hacer guardia. El hombre le
indicó cómo llegar y le dio órdenes de que cuando cayera el Sol
reemplazara al guardián del otro turno.
De guardia.
A la tardecita encontró la laguna, que brillaba con las últimas luces
del día. tomó el lugar del otro guardián y se sentó en la orilla. En ese
momento, un chingolo –uno de esos pajaritos parecidos a gorriones– quiso
sacarse la sed antes de ir a dormir; bajó volando, a saltitos se acercó
a la laguna y metió el pico.
¡Ahí mismo le empezó a brillar, transformado en oro puro!
“Era cierto nomás lo de la laguna –pensó el muchacho–.
¡Espero que a este no lo vea el rey, o ya me imagino el piquito en su
colección!”.
Se hizo bien de noche y al fin el nuevo guardián, que estaba rendido por
tanto que había andado ese día, se acostó en la playita y se quedó
dormido. Por desgracia, tenía sueño inquieto, era de esos que patean
mientras duermen, y dan vueltas y vueltas. En uno de los tumbos, rodó y
metió la nuca en el borde de la laguna.
Cuando se despertó, sintió rara la cabeza. Se tocó la parte de atrás y
se dio cuenta de que estaba dura, como si fuera de una estatua. ¡Se le
había hecho de oro!
–¡ay, madre mía! –dijo–. Estoy perdido. El rey me va a querer rebanar la
nuca.
Entonces pasó algo que lo dejó con la boca abierta: el chivo habló.
–Bueeeno , no teee preeeocupeeees –Dijo con una voz baladora–.
Cortameeee un poco de lana y peeeegátela, eeeeen la cabeeeza para tapar
eeeel oro.
Y no solo eso: el animal también buscó hasta encontrar una planta que
quería y le explicó cómo cortar los tallos para sacar un jugo pegajoso
que le sirvió de pegamento.
Cuando el muchacho volvió al pueblo, tenía un gran mechón blanco en la
nuca, medio lanoso, pero que tapaba bien toda la parte dorada. y eso
justamente llamó la atención de la princesa, que por primera vez lo vio
desde su balcón. Verlo y quedar enamorada fue una sola cosa.
El desfile de los candidatos.
Muy bien, ahora estaban los dos enamorados, pero él no podía entrar en
el castillo y decirle así nomás al rey que quería noviar con la hija. lo
iban a sacar a patadas. no sabía qué hacer. Fue ella quien encontró la
solución ideal. Buscó al padre y le dijo que había llegado el momento de
casarse. Para eso, siguiendo la tradición del reino, todos los solteros
tenían que pasar montados frente al palacio y la princesa iba a elegir.
Cuando viera al que quería, le tiraría una naranja (antes esto se hacía
con una bola de oro, pero como hubo elegidos que acabaron con la cabeza
partida, se cambió por esa fruta, que desde lejos parecía lo mismo y no
era peligrosa). la cuestión es que se avisó a todos y una semana
después, a media mañana, empezó el desfile de candidatos a marido.
Primero pasaron los ricos, unos más jóvenes y otros más viejos, pero
todos luciéndose con ropas finas y los mejores caballos. uno por uno
fueron mostrándose bajo el balcón de la princesa, que estaba acompañada
por el padre y tenía la naranja en la mano. Cada tanto, el rey la
codeaba con disimulo, alentándola para que eligiera a alguno que le
gustaba a él, pero ella no le hacía caso.
Después siguieron los paisanos comunes. El padre ya estaba disgustado;
¡nunca se había visto que una princesa no eligiera a uno de los
principales del pueblo! Pero ella tampoco mostraba preferencia por
ninguno de los que estaban pasando ahora.
Al final de la fila, venía el muchacho que, como no tenía caballo,
montaba tranquilamente a su chivo. apenas lo vieron, todos largaron la
carcajada, pero él no se achicó y avanzó, con la frente en alto,
mientras el chivo hacía un trote compadrón y movía la cabeza de arriba
abajo como si fuera un caballo brioso. Siguieron como si nada entre las
risas, hasta que de repente se hizo silencio y enseguida hubo un
“¡ooooh!” de todos: un naranjazo le acababa de pegar en el pecho al
último candidato.
El rey se puso pálido. ¡Qué ocurrencia la de su hija! ¡Elegir a un
rotoso que quién sabe quién era, habiendo tantos excelentes muchachos de
familias ricas! Pero no se podía oponer: la ley mandaba que la princesa
elegía, y punto.
La enfermedad de la reina.
El padre dijo entonces al gentío que miraba:
–Bueno, ya se ha hecho tarde, así que ¡cada uno a su casa! Que el
elegido pase mañana por acá, así arreglamos los detalles del casamiento.
El rey corrió a ver a su mujer y le contó la novedad. ahí nomás
empezaron a discutir, echándose la culpa uno al otro: que si vos la has
malcriado, que si no le enseñaste bien las cosas, que esto y aquello. al
fin, la reina sacó una conclusión:
–Hay que encontrar una excusa para suspender este casamiento.
–¡Ya sé! –le contestó el marido–. Vamos a inventar que te enfermaste y
hay que esperar a que te cures.
Al otro día, ordenó que tocaran las campanas de oro del palacio para
reunir a la gente y cuando estuvieron todos, salió al balcón y anunció,
con cara compungida:
–¡Hermanas y hermanos de mi reino! los he llamado para darles una mala
noticia –y acá se interrumpió un poco, para crear suspenso, se pasó la
mano por los ojos, como si llorara, y siguió con voz quebrada–. la
reina, nuestra querida reina, está gravemente enferma. tanto, que ni se
puede levantar de la cama. desgraciadamente, hay que suspender la boda
de mi hija. ¡ah! y si alguien sabe cómo curar a mi esposa, que lo diga.
Entonces hubo un nuevo desfile, pero ahora de médicos. Bueno, la verdad
es que no fue un desfile muy impresionante que digamos, porque en todo
el pueblo y sus alrededores no había más que tres.
El primer día llegó uno que revisó a la reina, no le encontró nada, pero
le recetó un tónico que la mujer, por supuesto, ni probó.
A la semana, como no había mejora, vino otro, que le mandó tomar unas
píldoras fortificantes, que fueron a parar, claro, a la basura.
Como aparentemente la reina seguía sin fuerzas para levantarse de la
cama, apareció el tercer médico, que le hizo friegas con un menjunje que
él mismo preparó. lo único que consiguió fue que la mujer se riera como
loca, porque la aplicación del remedio le daba cosquillas.
El rey volvió a reunir al pueblo frente al palacio y ahora anunció, con
cara de gran tristeza:
–Hermanos y hermanas de mi reino, mi esposa no se sana. Vamos a tener
que dejar el casamiento para más adelante, cuando se cure sola.
Entonces, a un comedido se le ocurrió llamar a un viejo de la sierra,
que era curandero. El hombre vino y tampoco supo qué hacer, pero
disimuló y dijo:
–A esta mujer le ha entrado un olor malo y eso es lo que la dejó así.
Hay que conseguir un perfume que se lo saque.
Ahí nomás siguió un ajetreo de personas que ofrecían los perfumes que
tenían en la casa, pero –como era de esperar– ninguno servía para nada.
unos cuantos hicieron experimentos.
Hubo quien machacó rosas y las mezcló con agua, otro juntó flores del
campo y las puso en remojo, y algunos probaron con cortezas y raíces.
Pero la reina olía todo, muy lánguida, meneaba la cabeza y decía que no
podía levantarse.
Entonces, el chivo volvió a hablar y le dijo al dueño:
–Esteeee reeey y esta reeeina eeeestán macaneeeando. yo teeee digo cómo
teneeeeés queee haceeer.
Y le susurró algo al oído. El muchacho se rió mucho y se fue para el
campo. al día siguiente se presentó en el palacio con su bolsa, que
tenía un bulto movedizo, y dijo que traía el perfume capaz de hacer
levantar a la enferma. lo llevaron al dormitorio de la mujer y del
envoltorio él sacó un zorrino, que apuntó a la cama y largó su chorro
hediondo. apenitas la reina sintió la rociada, dio un brinco y salió
corriendo a meterse en la bañera para refregarse. los sirvientes
salieron al balcón y empezaron a gritar:
–¡Una cura milagrosa! ¡Si supieran cómo corre y hasta salta la reina!
¡la curó el futuro yerno!
Ya no hubo más que hacer y los dos enamorados se casaron.
¿Qué pasó con el chivo? Se convirtió en paloma y se fue. unos dicen que
era un ángel guardián del muchacho. Si sucedió así, fue un ángel
ocurrente.