Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La guarida de la muerte: Alberto Gil.

La guarida de la muerte

-Yo sé dónde hemos de buscar. Allá donde la ciudad pierde su casto
nombre. Entre las callejuelas que mueren en los puertos, en los
antros donde los desheredados de la vida se juegan el tiempo a la
única carta que les queda por jugar, la de la traición. Allá donde
arrojan los dados de su futuro sobre el tapete del delito y la
pendencia. Ya sé, para ti, ésos son lugares prohibidos. Tú siempre
fuiste tan fino. Pues yo te lo diré... hazme caso y manda a alguien
adecuado para encontrar al hombre idóneo. ¿Qué digo hombre? Despojo.
Sí, aquél que nada temerá porque nada tendrá que perder, que todo lo
entregará porque ese todo es su única posesión.

-Bien, tú sabes dónde. Pero ¿y el qué? Sí, hasta ahora desconocemos
qué forma tiene. Estamos de acuerdo en que el reto no es pequeño. Dar
con el lugar en el que habita la muerte, su guarida. Sabemos que su
condición la hace inmortal, sí, ya ves, la muerte es inmortal. Pero lo
demás nos resulta desconocido: ¿qué aspecto tiene la casa? ¿Dónde
vive? ¿Qué hace con los cadáveres que nunca se cansa de amontonar y
amontonar sin que le importe cuántos ni cuáles sean?

-¿Qué te lleva a afirmar que sea una guarida? ¿Y si fuera un palacio?
¿O un chalet en la playa? ¿O un piso de barrio? ¿Y si fuera un
castillo derruido o un caserón abandonado? Un cementerio no ha de ser,
pues de los cementerios es de donde más se nutre. Estoyh segura de que
la solución al enigma será otra. Nos va a costar, pero si nos hacemos
con unas buenas imágenes, conseguiremos la mayor de las exclusivas y
pasaremos a la Historia.

Así dialogan una mañana de lunes en el despacho del director de La
Tribuna de Madrid, un hombre trajeado, cargado de espaldas y con
ojeras, y la veterana redactora que aún mantiene incólume su fe en un
periódico que durante años dominara el panorama informativo del país y
que ahora se ha visto relegado al triste papel del sensacionalismo y
la crónica de sucesos. No supieron adaptarlo a los nuevos tiempos
tecnológicos y los costes de las viejas rotativas que apenas ya nadie
sabía cómo reparar, los antiguos métodos y la distribución anacrónica
le han abocado a una supervivencia agónica. Si no tienen suerte, su
suerte estará echada definitivamente. Habrán de echar el cierre de
manera irremisible. Esta es la realidad que pretenden torcer en esa
reunión crítica.

Maruja Tejada ha propuesto una alocada idea a su jefe y amigo, el
bueno de don Ramón Bocanegra. Es una locura, pero es genial y si lo
logran, todo cambiará para ellos. Remontarán el vuelo, volverán a
tomar la delantera a los nuevos diarios digitales, a los nuevos medios
que, tanto daño, les han hecho.

-Bien, adelante. Tampoco tenemos nada que perder. Siempre me he fiado
de tu criterio. Además si continúas a bordo de este buque que se hunde
sin remedio, mereces que confíe en ti. Siempre tuviste las mejores
fuentes. Seguro que a alguien conoces. Por algo me estás proponiendo
esta quimera. Sólo tenemos un problemilla, ja. No queda más tiempo. Si
a fin de mes, no hemos conseguido esa exclusiva que nos dé la
salvación, habremos de cerrar definitivamente. Ya no tenemos más
crédito. Nos embargarán y los buitres se repartirán la carroña. Tú
encontrarás otro trabajo, como escritora o tertuliana. Yo me retiraré
para cuidar a los nietos y morirme lentamente, esperaré a esa Dama
cuya morada te has empeñado en encontrar en vida.

Dos días después, en una céntrica cafetería del Paseo de Recoletos,
Maruja le ha contado a uno de sus confidentes más leales el trabajo
que le pide. Varias jarras de cerveza sobre mesa de mármol son
testigos del encargo.

-Jefa... ¿sabe lo que me pide? Habla de un puerto, ¿de qué ciudad? ¿Cómo
habré de saberlo?

-Ratón, eres muy listo. Sabrás encontrar el hilo que te conduzca al
ovillo. No puedes fallarme esta vez. Habla con tus ratitas amigas y
poneros a husmear. En una semana necesito algo. Nos volveremos a ver
en este mismo sitio y a esta misma hora.

Ratón no deja de ser un mote de alguien al que hace honor por su
aspecto. Enclenque, de mirada febril y dientes salidos conoció a la
buena de Maruja el día aquél en que le iban a condenar a 30 años de
prisión por un delito del que no era culpable y, en el último momento,
el testimonio de la periodista le salvó. Desde entonces le ha servido
sin doblez ni medida, proporcionándole jugosas informaciones que a
Maruja le han valido para llegar a la cima.

-Jefa, le traigo algo. Ya sé cuál es el puerto en el que pescar. Me
han dicho que un marinero que pasó por aquí, en dirección a
Torremolinos, buscando nuestro sol y nuestra buena vida, disfrutó de
la noche entre los brazos de una de mis ratitas, como usted las llama.
Le contó que conoció, en la Calle del Faro del Nieuwe Waterweg de
Roterdam a una misteriosa mujer que presumía de ser la Muerte y que
iba a embarcar en un barco chatarrero que haría escala en cierta isla
del Báltico, que allá se encontraba su casa. Tengo los datos de aquél.
Usted sabrá si merece, o no, la pena el gasto de pagarme el billete
hasta allí y si se arriesga a que lo que, en realidad, nos encontremos
es con un farsante o con un borracho influido por esas historias del
Holandés Errante y demás buques fantasmas a las que los tipos de esa
calaña son tan aficionados y que suelen remojar con el ron y la
ginebra.

-Nada, nada. Vete para allá que yo me haré cargo de los gastos. Lo
que sí quiero que tengas claro es que necesitaré imágenes, no me
valdrá con palabras. El público, hoy día, no se conforma si no le das
material gráfico que les dé certezas, como si creyeran que las
fotografías no mienten, ja.

-A sus órdenes, jefa.

¿Qué será lo que los madrileños madrugadores escuchen el 30 de aquel mes?

"¡Extra extra! ¡Localizada la guarida de la muerte! ¡Toda la
información en la Tribuna!

Así es. Ratón no defraudó las espectativas de Maruja, como ésta
tampoco lo hizo con las de su jefe.

Lo que los lectores del periódico pudieron leer al adquirir uno de los
ejemplares, en 2 horas se agotaría la primera edición, fue que en la
isla Stadsholmen, la más antigua de la capital sueca, cerca de la
Plaza Mayor de la Ciudad Vieja, se alzaba una casa de piedra con dos
alturas y buhardilla, además de un jardín con pozo, a la que se entra
tras atravesar una herrumbrosa verja de hierro.

Las imágenes anunciaban unas salas modestas y el jardín parecía bien
cuidado. El relato que las acompañaba exponía las peripecias para dar
con el hogar de la Vieja Dama y cómo había comenzado la pesquisa. Todo
un reportaje ilustrado con fotografías a color. No faltaban, como
decoración, los muebles de conocida empresa del sector, Faltaría más.

Del éxito pronto se pasó a la decepción. Los lectores esperaban
contemplar cadáveres amontonados, instrumentos propios de semejante
señora, esa guadaña, esa horca, esas insignias de calavera y tibias.
Nada de eso. Todo era de lo más normal y cotidiano. El morbo quedó
desvaído entre la tinta y la cotidianeidad. Sólo una puerta cerrada
estimuló la imaginación. En ella sí se observaba algo de lo esperado.
Tenía forma de ataúd y daba entrada a un sótano. No habían sido
capaces, ni Ratón ni el viejo pirata de encontrar la llave para
abrirla.

Muchos compraron la Tribuna aquella mañana de finales de mes. Y, entre
ellos, también lo hizo una señora. Esa señora, de garras como manos y
mirada mortal se enojó vivamente al ver cómo su casa, a la que tanto
protegía, era objeto de escarnio. Entonces lo tuvo claro. Supo quiénes
serían los próximos a los que acogería en su seno mortal. Tal vez
aquel periodicucho resucitara, pero que se fueran olvidando de verlo
los encargados del milagro.

Y que se cuidaran muy mucho de acercarse a su casa alguno de aquellos
cochinos cotillas. Ella les aguardaría con los brazos bien abiertos
para cerrarlos sobre sus gargantas.