Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: El hermano menor.

El hermano menor.

Como todo el mundo sabe –porque acá no estamos inventando nada–, a veces
los hermanos se llevan muy bien; eso, claro, resulta muy bueno y es como
tiene que ser. Pero otras veces, también pasa que son como perro y gato,
y eso es muy malo. En Mendoza, por ejemplo, cuentan la historia de tres
hermanos que se llevaban bien y mal.
¿Cómo era eso? Muy simple: porque eran tres. los dos mayores andaban
siempre juntos y se ponían de acuerdo en todo, se entendían con una sola
mirada y tenían los mismos gustos. El menor se desesperaba por estar con
ellos, pero los otros vivían sacándoselo de encima. les fastidiaba, no
querían que los acompañara a ninguna parte y lo tenían todo el tiempo
con “no molestés, mocoso” y “andate” y “dejanos tranquilos”.
Desde chicos fueron así, y cuando crecieron y se hicieron muchachos, no
cambió nada. ¡Imagínense entonces el lío que se armó cuando los dos
mayores decidieron salir de viaje para conocer un poco el mundo y el
menor quiso ir también!
–¿Quién te invitó a vos, nos gustaría saber? –le contestaron–
Sos demasiado chico y zonzo, y no serías más que un estorbo. además,
seguro que ni siquiera entenderías nada. Mejor quedate en casa, que
nosotros después te contamos lo que vimos.
Pero el menor no se conformó. después de que ensillaron los caballos y
prepararon dos mulas cargadas con provisiones para el viaje, decidió
seguirlos. ¡ya lo iban a aceptar si insistía!
Los dejó ir y enseguida buscó su caballo, le puso la montura y se fue
detrás de ellos. al rato lo vieron y de lejos le gritaron que se mandara
a mudar. Él hizo como si les obedeciera, pero dio un rodeo y les siguió
el rastro.
La primera vez que se detuvieron a descansar, se les apareció y lo
volvieron a echar. Esa noche durmió solo, junto a un olivo viejo de copa
grande.
Al otro día los hermanos siguieron viaje por una zona de viñedos.
Al fin, las viñas se acabaron, saltaron una acequia de riego y pasaron a
un arenal cada vez más seco, amarillento y solitario, donde solo crecían
unas pocas matas de jarilla. a mediodía encontraron un manantial junto
al que crecía un poco de pasto para los caballos y las mulas, y después
siguieron camino.
A la tardecita llegaron a unos cerros bastante verdes y ahí acamparon
antes de que cayera el sol. En ese momento, vieron venir al más chico.
–Bueno, está bien –dijo el mayor–, ya que llegaste hasta acá, ahora
seguí con nosotros. Pero nos vas a hacer de sirviente. Vas a cocinar y
buscar leña y cebar mate y ensillar los caballos.
Y así fue como el muchachito, muy contento, se puso a encender fuego
para preparar la comida. a la noche, como no sabían si en esa zona
desconocida había algún peligro, decidieron turnarse para hacer guardia.
Fue una buena idea.

Un encuentro peligroso.
Esa primera vez, se quedó vigilando el mayor. a mitad de la noche,
sintió el ruido de algo que se arrastraba despacio, y a la luz de la
luna vio un bulto. Parecía una cosa larga que se escurría entre el pasto
y al fin levantó la cabeza. Era una víbora, pero ¡qué víbora! Esta era
una boa gigante, gorda como las dos piernas de un hombre –o más– y de
unos diez metros de largo. Sacó la lengua, larga y dividida en dos en la
punta, la movió rápido de arriba abajo, tres o cuatro veces, y se oyó un
silbido largo, como un “¡Shhhhhh!”. Enseguida apareció otra cabeza
igual, que hizo “¡Shhhhh!”. y después otra más, y una cuarta y una
quinta y una sexta y una séptima, todas con ese chiflido susurrado.
¿Siete boas? no, señor; una sola, pero con siete cabezas. y se le
acercaba al muchacho. al principio, él se quedó duro del susto. Pero
reaccionó a tiempo, sacó una daga larga que llevaba y empezó a repartir
tajos y puntazos.
En un ratito el viborón se dio vuelta y se escabulló despacio por donde
había venido. ¡Si le costaba tanto trabajo conseguir un bocado, no le
valía la pena insistir! ya encontraría algo más manso para comer.
Al otro día los hermanos siguieron viaje, con más cuidado que antes, y
se fueron metiendo por un bosque que subía entre los cerros. El hermano
menor se esforzaba por quedar bien con los otros, se ocupaba de las
mulas cargueras, juntó leña en el camino y lavó la olla y los platos
después de la comida que él solo preparó.
A la noche siguiente se quedó de guardia el hermano del medio. y al rato
largo, cuando ya se iba amodorrando, le hizo dar un respingo el ruido de
un algo que se arrastraba entre los yuyos. y sí, era la boa de siete
cabezas, que volvía. Estuvo por llamar a los otros, pero después pensó
que no iba a ser menos que el mayor, así que se levantó muy decidido a
pelear solo. Repartió puntazos y tajos y al rato, igual que la noche
anterior, el animal se dio vuelta y se fue por donde había venido.
Al otro día siguieron viaje sin encontrar a nadie. Esa noche fue el
turno del menor como guardián. Se emponchó bien porque hacía bastante
frío y se puso a tomar mate para despabilarse y no quedarse dormido. al
rato, cuando ya hacía mucho que los otros roncaban, vio moverse el pasto
y apareció el viborón.
El muchachito se preparó a pelear. Sacó un machete, se enrolló el poncho
en un brazo para usarlo como escudo y atacó a la víbora. Pero él resultó
mucho más rápido que los hermanos, porque después de un par de amagos,
¡zas!, le cortó limpita una de las cabezas. En un momento hizo volar
otra por el aire y enseguida una más. la boa siguió tratando de morderlo
con las cuatro cabezas que le quedaban. ahora estaba furiosa; ya no sólo
se trataba de comerse a alguien. Pero no hubo nada que hacer. El chico
era una luz con el machete y en un ratito rodó por el suelo la última
cabeza.
Bajo el resplandor de la luna, miró el cuerpo de la boa. y entonces se
acordó de que, según le había contado un curandero viejo, de una víbora
se podían sacar muchos remedios. ¿Qué parte serviría? Eso no lo sabía.
Probó de arrancar un colmillo, pero estaba muy prendido y no pudo.
Entonces pensó que las lenguas debían de servir, y además eran fáciles
de llevar. así que las cortó, las envolvió en un pañuelo y se las guardó
en el cinturón. Estaba contento. ¡Se iba a lucir con los hermanos
mayores! Pero en ese momento se dio cuenta de que, antes de acabar la
pelea, la víbora había dado un coletazo al fuego y lo había apagado.
Cuando buscó los fósforos en el bolsillo, no estaban, y supuso que se le
habían caído durante la lucha. al rato los encontró en un charco, empapados.
–¡Ya me parece oírlos a estos dos! –dijo hablando solo–. En vez de
felicitarme por haber acabado con el monstruo, van a empezar: “¿no ves
que sos un pavo? arruinaste los fósforos. ¿ahora cómo cocinamos y
calentamos agua para el mate?”
Pensó que, con un poco de suerte, encontraría alguna casa para pedir un
fósforo, y salió muy decidido y al tranco largo hacia una arboleda que
veía a lo lejos.
Y tuvo suerte, nomás, porque atrás de una fila de álamos muy altos
apareció un castillo de piedras blancas. Estaba rodeado con una
empalizada de troncos.
“¡Seguro que esto lo han hecho para que no pase el viborón!”, pensó. Se
acercó y por una rendija entre los palos vio que, sentados junto al
portón del castillo, había dos guardias armados con lanzas, sables y
pistolas. Mucha arma, sí, pero dormían profundamente, uno con la cabeza
caída sobre el pecho y el otro con la cara para arriba y la boca abierta.
El muchacho abrió la puerta de la empalizada.
Cuando llegó a los hombres, no se animó a despertarlos y decidió entrar
en el castillo, buscar la cocina, sacar unos pocos fósforos y no
molestar a nadie. Pero bueno, un castillo no es un rancho donde todo
está a mano ni un lugar que uno pueda recorrer enseguida. Encontró un
salón grande, alumbrado con una vela, y pensó en llevársela, pero se dio
cuenta de que afuera el viento la iba a apagar, así que la usó para
iluminarse en el camino y pasó a un corredor largo. Subió por una
escalera y arriba vio otro pasillo con tres puertas. abrió una y entró.
Era un dormitorio y en la cama dormía una princesa.
–Esto no me lo van a creer mis hermanos –dijo. y para mostrarles que era
cierto, agarró un anillito que estaba en la mesa de luz, entre un montón
de otros anillos, aros y collares, y se lo guardó.
Volvió al corredor y abrió la segunda puerta. Era otro dormitorio, y ahí
también había una princesa dormida. Se llevó un diamantito que había en
la mesa de luz, entre rubíes gordos, esmeraldas y otras piedras preciosas.
La tercera puerta era de otra pieza, donde dormía una princesa más
jovencita que las anteriores. Esta era la chica más linda que él había
visto en su vida; no pudo contenerse y le dio un beso.
Después de dar muchas vueltas por pasillos y escaleras, descubrió la
cocina, juntó un puñado de fósforos y volvió muy apurado al campamento
donde seguían durmiendo los hermanos. llegó cuando clareaba, prendió el
fuego y puso la pava para el mate. los otros se despertaron.
–No se imaginan lo que tengo para contarles –les dijo apenas abrieron
los ojos.
–Y vos no te imaginás lo poco que nos interesa –le contestaron–.
¿Todavía no está listo el mate? ¡Qué inútil!
Así que no les contó nada. al rato, pasó un soldado del palacio a
caballo, los vio y se fue; pero volvió muy pronto con otros para
anunciarles que su majestad, el rey, los mandaba llamar.
–Acá nunca llegan forasteros, así que está impaciente por conocerlos
–les dijo.
Y así fue como los hermanos llegaron al castillo. El rey estaba con la
esposa y las tres hijas, y les preguntó quiénes eran y de dónde venían.
después les explicó que se aburría bastante y quiso saber si tenían algo
interesante que contarle. Pero que no fueran cuentos, dijo; él quería
algo verdadero.
–Bueno, majestad –dijo el hermano mayor–, sin ir más lejos, hace tres
noches se me apareció una boa enorme con siete cabezas.
–¡El viborón! –dijo el rey–. ¡locos nos tiene! Se come el ganado y ha
tragado a todos los soldados que lo enfrentaron. ¡ah, pero hay una linda
recompensa para el que lo mate!
–Bueno, yo lo peleé y lo hice escapar –siguió explicando el mayor.
–¿Ah, sí? ¿y qué pruebas tiene?
–Bueno... pruebas, ninguna... Pero se lo conté a mis hermanos, que no me
dejan mentir.
–¡Bah! –contestó el rey, fastidiado–. y ellos, ¿qué van a decir? además,
no lo vieron. Para mí que está diciendo macanas.
Entonces quiso escuchar al hermano del medio, que le contó lo mismo,
pero tampoco podía probarlo.
–¡Otro cuentero y para colmo sin imaginación! –bufó el de la corona–.
¡Por lo menos hubiera sido más original! a ver, que hable el muchachito.
–¡Pero qué le va a contar este, si es muy chico! –saltaron los dos mayores.
–Ustedes se callan –dijo el rey–. Que me cuente.
–Majestad, yo también luché con el viborón. Pero lo maté y le corté las
siete lenguas. Vea, justamente las tengo acá.
–¡Qué maravilla! –aplaudió el rey cuando el muchacho desenvolvió el
pañuelo y se las mostró–. ¡y qué curioso! ¡El primer forastero que entra
en el castillo en muchísimos años, viene con esta novedad!
–¡Ah!, pero yo ya estuve antes acá.
–¿Cuándo, que no me acuerdo?
–Anoche mismo, pero todos dormían.
–Ahora sí que estás inventando –dijo el otro, con cara de desconfiado.
–No; y también tengo pruebas para que vea que le digo la verdad. Mire,
yo necesitaba unos fósforos y entré. Pasé por este salón y me metí por
ese corredor. al fondo hay una escalera, ¿no? y subiendo, uno encuentra
tres puertas, ¿verdad? la primera es la del dormitorio de esa señorita
–dijo señalando a la princesa mayor–. y vea, esto lo saqué de ahí para
mostrarle a mis hermanos, que nunca me hacen caso. Pero pensaba traerlo
de vuelta, sin falta, cuando pasara por acá, ¿eh? Y enseñó el anillito.
–¡Devolveme mi anillo! –gritó la princesa y corrió a agarrarlo.
–La segunda puerta es de la pieza de esa otra señorita, que también
dormía y ni me oyó. de la mesa de luz saqué esta piedrita tan brillante.
–¡Devolveme mi diamante! –dijo la segunda princesa y saltó para sacárselo.
–Y la última puerta es la del dormitorio de esa chica. Perdone,
majestad, la vi tan linda que le di un beso. Pero de eso, no tengo pruebas.
Y en ese momento la princesita, que no era nada lerda y estaba
comiéndose al muchacho con los ojos, gritó:
–¡Devolveme mi beso!
Saltó, le echó los brazos al cuello y se le prendió en un beso largo.
–Ejem... bueno... –dijo el rey–. la recompensa por matar al viborón era
casarse con una de mis hijas, y me parece que ya está decidido cuál va a
ser.
Y así fue como el muchacho se convirtió en príncipe y más adelante en
rey, y los hermanos, muertos de bronca, le tuvieron que decir “Su
majestad” toda la vida.