Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: Irás y no volverás.

A partir de estos cuentos, son como una truchada, seudo adaptación y
amientación de cuentos tradicionales y nada originales.
Lo aviso antes de que se me reclame.

Irás y no volverás.

Parece ser –según cuentan– que una vez y hace mucho tiempo hubo un
hombre que se ganaba la vida pescando en el río. todas las mañanas, bien
tempranito, tomaba unos mates con la señora, comía unas galletas,
juntaba sus líneas de pesca, montaba una yegua blanca que tenía y se iba
a probar suerte.
Pero si no hubiera sido por la chacrita donde sembraban zapallos y
verduras, la verdad es que se hubieran muerto de hambre, porque el río
donde el hombre pescaba no era gran cosa; sería lindo, sí, pero no
llevaba mucha agua. Era poco más que un arroyo, y de ahí los pescados
que salían nunca eran muchos ni muy grandes que digamos.
Por eso se extrañó un día, cuando la línea empezó a dar unas sacudidas
bárbaras y para recogerla tuvo que hacer una fuerza tremenda. ¡no lo
podía creer! ¡Había enganchado algo grande! tironeó y tironeó, y al fin
asomó en la orilla la cabezota de un pez enorme. Era un bagre, pero del
tamaño de una persona. El pescador lo arrastró afuera del agua y en ese
momento el animal abrió la boca bigotuda y le habló. tenía la voz rara,
como de persona disfónica, pero se le entendía bien:
–Mirá, hermano, si vos me dejás ir, yo te voy a ayudar –dijo–. Soltame y
te cuento dónde vas a sacar mucho pescado.
–¡Está bien! –contestó el hombre, porque le parecía un buen trato y
además lo impresionaba un poco la idea de comerse a un bagre conversador.
Le sacó el anzuelo con cuidado, el pez dio un coletazo y cayó al agua,
pero enseguida se volvió a asomar y siguió hablando:
–Gracias, pues. Bueno, ahora seguí corriente abajo hasta que veas un
sauce grande, donde el río hace una curva. ahí hay un remanso, un pozo
bien hondo donde el agua da vueltas despacio y se juntan muchos peces.
No dijo más, se zambulló haciendo un remolino espumoso y se perdió de
vista en el agua.
El hombre anduvo por la orilla hasta que encontró el sauce y ahí, como
le había prometido, pescó hasta cansarse.
Al otro día fue igual. y al otro, y al otro. Pero a la semana empezó a
volver a la casa con la bolsa cada vez más vacía. Hasta que una tarde,
cuando ya se estaba por ir, el anzuelo enganchó otra vez al bagre charlatán.
–Ah, sos vos –dijo el pescador–. tus promesas fueron pan para hoy y
hambre para mañana, como quien dice, porque se acabó la pesca. Voy a
tener que comerte.
–Si me soltás, te digo dónde vas a encontrar más pescado.
El otro le hizo caso y el pez le dijo que fuera río arriba hasta
encontrar una piedra grande y de color verdoso en la orilla. Ese era el
buen lugar.
La historia se repitió; hubo una semana de pescar sin parar y después,
nada. Hasta que un día el bagre hablador volvió a quedar prendido en el
anzuelo.
–Mirá –le dijo ahora con su voz rasposa–, no te voy a macanear. ya has
sacado casi todo el pescado del río, así que comeme a mí, nomás. Pero
haceme caso una vez más.
Guardá mis dos costillas más grandes y plantalas en el suelo. así fue.
después de comer al bagre, el hombre clavó las costillas en la tierra, y
al poco tiempo alrededor le creció un jardín lleno de flores de todos
los colores.
Enseguida, la señora quedó embarazada. y la yegua quedó preñada, igual
que la perra de la casa. Cuando llegó el momento, la mujer tuvo dos
mellizos varones, idénticos, a los que pusieron de nombre Juan y Roque.
la yegua tuvo dos potrillos blancos, igualitos. y la perra, dos
cachorros también blancos, exactos.
Pasaron los años y los hermanos se hicieron grandes. después de cumplir
los veinte, un día Juan se despertó y le dijo a Roque:
–Tuve un sueño raro. un bagre enorme sacaba la cabeza entre las plantas
del jardín y me decía que ya era hora de que me fuera a recorrer el
mundo. Que en casa iban a saber que estaba bien mientras las flores
estuvieran lindas. y mirá vos, le voy a hacer caso al sueño.
–¡Yo te acompaño! –dijo Roque.
–No, vos quedate a cuidar a los viejos.

La trampa del vaso.
Roque se puso triste porque nunca se habían separado, pero Juan estaba
decidido. Ensilló uno de los dos potrillos blancos, que ahora eran
caballos grandes, se despidió de todos y se fue. lo acompañó uno de los
perros mellizos, que ahora ya eran perrazos, pero nunca envejecían.
Pasaron los días. Juan andaba por lugares que nunca había visto, y cada
mañana Roque se levantaba y lo primero que hacía era ir a mirar las
flores. Como las veía cada vez mejor, se conformaba pensando que el
hermano la estaba pasando bien.
Y así era nomás. Porque conoció a una chica y se enamoraron; tanto, que
quisieron casarse enseguida. El padre de ella tenía una estancia muy
grande y, como quería a la hija con locura, le daba todos los gustos y
aceptó que se casara de la noche a la mañana con ese muchacho pobre,
pero tan simpático.
Unos días después, la pareja salió a pasear y desde lo alto de un cerro
vieron a lo lejos un humo largo y finito, que subía muy derecho.
–¿Qué es eso? -quiso saber Juan.
–¡Ah! a eso le decimos Irás y no Volverás –explicó ella– porque muchos
fueron para averiguar qué era, pero ninguno ha vuelto. así que a nadie
se le ocurre acercarse.
–¡Yo voy a ver qué pasa y vuelvo! –dijo el muchacho, confiado por lo
bien que le había salido hasta ahora la aventura.
Fue inútil que la mujer y el suegro le pidieran que no se metiera en
problemas. al otro día ensilló el caballo y se fue.
Como siempre, lo acompañaba el perro. Encaró para donde se veía el humo
y trotó hasta el mediodía. y de pronto descubrió de dónde salía la
humareda: de la chimenea de una casa bastante grande. Cuando se acercó,
apareció una viejita, baja y de rodete blanco.
–¡Buenos días, señora! –la saludó.
–¡Buenos días, m'hijito! –le contestó–. ¿no tenés sed, con este calor?
En ese momento, Juan se dio cuenta de que le acababa de dar una sed muy
grande.
–Sí, doña, me vendría bien un vaso de agua.
–Ya te doy, ¡bien fresquita! desmontá, nomás –dijo la vieja. Se metió en
la casa y volvió a salir pronto, con un vaso de agua. Pero cuando Juan
se inclinó para que se lo diera, la mujer lo agarró de una oreja. apenas
sintió los dedos que lo apretaban, se quedó sin fuerza y sin voluntad, y
ella, que era una bruja, sin soltarlo lo metió en la casa.adentro había
un corredor lleno de puertas, casi todas cerradas. Eligió una abierta,
metió a Juan de un empujón en una pieza oscura y le echó llave.
–Ya te va a llegar la hora de comer –le avisó por el agujero de la
cerradura–. Por si no entendés, te aclaro: la hora de que yo te coma,
pavote –y lanzando una carcajada, lo dejó solo.
Mientras, afuera el perro ladraba, enojado. la bruja no se preocupó;
salió, sacó un poco de polvo rojo que tenía en una bolsita, se lo tiró y
lo dejó convertido en ceniza. Con una escoba, lo barrió y lo echó en un
fogón que tenía en el patio. después le tiró otro puñado de polvo
colorado al caballo, y lo dejó hecho una montañita de arena. la juntó
con una pala y la agregó a un montón de arena que había a un costado de
la casa.

En busca del hermano perdido
Al día siguiente, Roque se levantó y fue como siempre a ver las flores
del jardín. Estaban tan mustias que daban pena.
–A Juan le pasa algo malo –supo–. ¡Voy a ir a ayudarlo!
No perdió tiempo. Ensilló el otro caballo y le dijo al otro perro que
buscara a su hermano. El animal pegó el hocico al suelo, encontró el
rastro y empezó a correr, con Roque atrás, al galope.
Después de unos días, siguiendo al perro llegó a la estancia. la mujer
de Juan corrió a abrazarlo apenas él se acercó a la casa:
–¡Juan! –gritaba–. ¡Por fin volviste! ¡Creí que no te iba a ver más!
Apareció el suegro, muy contento, y le dijo:
–¡Ah, muchacho loco! ¡Qué yerno me ha tocado!
“Se ve que mi hermano se ha casado con esta chica –pensaba Roque– y ella
ahora cree que yo soy él; ¡claro, como somos idénticos y hasta andamos
con caballos y perros iguales...! no parece que esta gente le haya hecho
daño a Juan, porque está claro que lo quieren y se ponen contentos
cuando creen que ha vuelto de vaya a saber dónde. Mejor que me sigan
confundiendo con él, a ver si puedo averiguar qué pasó”.
Cuando le preguntaron por qué había tardado tanto, salió del paso como
pudo, diciendo cualquier cosa... que había querido venir antes, pero se
había desorientado... que después el caballo se había espantado y lo
había perdido de vista unos días... en fin, la cuestión es que le
creyeron. Para no tener que seguir hablando ni arriesgándose a meter la
pata, dijo que estaba cansadísimo, comió y se acostó a dormir enseguida.
Al otro día, invitó a la mujer a pasear, para ver si veía algo que le
hiciera saber qué pasaba con el hermano. y así fue como al rato subieron
al cerro y desde ahí vio el humito largo a lo lejos.
–¿Qué es eso, che? –quiso saber.
–¿Cómo? ¿te olvidaste? ¡Eso es Irás y no Volverás! ¡Si ahí acabás de ir!
–¡Pero no llegué! ¡así que voy a volver! –dijo Roque.
–¡No, por favor, que te puede pasar algo! –se desesperó la recién casada.
–Quedate tranquila, que enseguida vuelvo.
Y fue inútil insistirle. Se fue, con su caballo y el perro compañero.
De a ratos al trote y de a ratos al galope, al fin llegó a lo de la
viejita, que salió a recibirlo.
–¡Hola, muchacho! –dijo, muy amable–. Bajate del caballo y tomate un
vaso de agua, que tenés sed.
“Es verdad –pensó Roque–; pero ¿cómo sabe? Ha de ser bruja”. le contestó:
–Y bueno, doña, ya que me ofrece...
Se bajó del caballo y, mientras ella iba a buscar el agua, él se puso a
hacer como si acomodara la montura y con disimulo sacó el lazo. Cuando
la vieja se le acercó con el vaso, él no le dio tiempo a nada. le saltó
encima, la agarró del rodete y en un momento la había atado a un poste,
como un matambre. Enseguida sacó el facón y se lo puso en la garganta.
–¡Decime dónde está mi hermano, bruja, o te degüello acá mismo!
–Tu hermano... claro, ya me parecías cara conocida... Está encerrado en
la casa. En el bolsillo tengo las llaves. Pero no me hagas nada.
Roque hurgó en el bolsillo del delantal de la vieja y encontró un
llavero. Se metió en la casa y empezó a abrir todas las puertas.
En cada pieza había un prisionero. todos estaban pálidos de tanto
encierro, y débiles porque los tenían sin comer hacía días. Iban
saliendo como podían, despacio, medio mareados, apoyándose en las
paredes. El último en aparecer fue Juan, que estaba en la pieza del fondo.
Después de abrazarse contentísimo con el hermano que lo había salvado,
preguntó por su perro y su caballo. Entonces, Roque volvió adonde estaba
la bruja, le puso de nuevo el cuchillo en el cuello y le dijo:
–¿Qué has hecho con los animales? ¡Hablá ya mismo, que estoy furioso!
Y la mujer le explicó que junto a la puerta, pero del lado de adentro, y
colgada de un clavo en la pared, iba a encontrar una bolsita con un
polvo rojo y mágico. tenía que echar una pizca en la ceniza del fogón y
otra en el montón de arena de atrás de la casa.
Eso hicieron los hermanos y así fue como del fogón apareció el perro y
de la arena un montón de caballos: el blanco de Juan y los de los otros
hombres.
Después, Roque le tiró un puñado de polvo colorado a la bruja, que quedó
hecha un montoncito de algo que parecía harina. Sopló el viento y se lo
llevó.
Los demás hombres agradecieron mucho a Roque y se fueron cada uno por su
lado. Juan quiso saber cómo había hecho el hermano para encontrarlo sin
que la bruja lo agarrara. El otro le contó que había encontrado a la
cuñada y se había hecho pasar por él para averiguar dónde estaba. Justo
entonces, el viento trajo una pizquita de la bruja hecha polvo, que le
pasó por la nariz a Juan y lo puso loco:
–¿Pero cómo? –gritó–. le hiciste creer a mi mujer que eras yo, ¡me has
traicionado!
Ahí mismo, sacó el cuchillo y se lo clavó al mellizo, que cayó muerto.
Enseguida, fue como si Juan se despertara:
–¡Qué hice! –gritaba llorando y tirándose de los pelos. En ese momento,
de entre los yuyos salieron peleando dos lagartijas que se mordían y se
revolcaban, hasta que una tiró un zarpazo al cogote de la otra y la dejó
muerta. Entonces corrió hasta una planta que crecía ahí cerca, arrancó
una hoja y la puso en la boca de su rival, que resucitó enseguida. Juan
hizo lo mismo con el hermano, que se levantó como después de una siesta.
La historia se acaba, por suerte para los mellizos, que ya habían tenido
bastantes líos. Juan se quedó con su mujer y no volvió a irse de
recorrida. Roque regresó con sus padres. y los dos se hicieron famosos
por unas rarezas que nadie entendía: nunca aceptaban un vaso de agua y
cuando veían a una lagartija, se apuraban a saludarla y decirle:
“¡Gracias, amiga!”.