Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: El conejito ayudante.

Dicen que una vez había uno al que llamaban Pedrito el tonto. así le
decían los que lo conocían de vista nomás, porque la verdad es que
tontería era una cosa de la que él no tenía ni un poquito así.
arece que un día la mujer de Pedro se puso pesada y lo empezó a
cargosear mucho: que hacía falta arreglar el techo de la casa porque
goteaba cuando llovía, que la cama tenía una pata rota, que precisaban
frazadas nuevas porque se venía el invierno y las que tenían estaban
todas apolilladas, y que si esto y que si aquello otro. y le echaba en
cara al marido que era un vago, que se la pasaba tomando mate tranquilo,
panza arriba, todo el día sin trabajar, y por eso ellos sufrían tantas
necesidades.
Hasta que Pedro se levantó –porque estaba tomando mate tranquilo panza
arriba nomás– y le dijo que no se pusiera nerviosa, que él ya iba a
conseguir plata para todo lo que hacía falta y les iba a sobrar también.
agarró un bolsito, juntó un poco de ropa, se despidió de la mujer y se
fue a buscar ganancias.
Al otro día, Pedrito llegó a un campo y vio un letrero que decía: “Se
venden chanchos y lechones”. abrió la tranquera, entró, pasó junto a un
corral donde había varios de estos animales olorosos y se acercó a la
casa. Golpeó las palmas de las manos para avisar que estaba y así fue
como de adentro salió un hombre, muy grandote y con cara de mal humor:
–¿Qué andás buscando, rotoso? –le dijo como saludo.
Pero Pedrito no se ofendió. Se sacó el sombrero, se inclinó para saludar
y le dijo, muy humilde, que quería trabajar. El otro lo miró de arriba
abajo, frunciendo las cejas peludas, y le dijo:
–¿Y entendés de chanchos, vos?
–Me he criado haciendo eso –le contestó.
–Mmm... a ver, te vamos a probar.
–¿Y cómo es la paga?
–Según cómo trabajés. ¡a ver, menos pretensiones y a moverse!
Y así fue como Pedrito empezó a trabajar con ese hombre. En una semana
le tocó hacer de todo: dio de comer a los animales, arregló un
alambrado, fue de compras al pueblo, limpió un gallinero, instaló una
cañería nueva que traía agua desde el molino, pintó el galpón... y cada
vez que preguntaba cuánto le iban a pagar, el otro le decía:
–Ya vamos a ver. te tengo que probar mejor. ¡Menos pretensiones y a moverse!
A las dos semanas, el dueño del criadero ya le había encargado todo el
trabajo, pero todavía no le había pagado un peso. un día, a la mañana,
le dijo:
–Me voy a visitar a unos parientes. Vuelvo a la tarde. Vos encargate de
todo y no pierdas tiempo, abriboca –y se fue.
Al rato de haberse quedado solo, Pedrito abrió la puerta del chiquero e
hizo salir a todos los chanchos. después los fue arreando para la
tranquera, la abrió y se los llevó del campo. Caminando, caminando, al
ratito estaba en el pueblo y se fue derecho a ver al carnicero.
–¿Necesita chanchos y chanchitos? –preguntó.
–Justamente sí, porque vienen las fiestas y tengo muchos pedidos de
lechones y chorizos.
–Bueno, tengo lo que necesita y se lo dejo a mitad de precio si me paga
ya y me deja las colas.
Al carnicero le pareció raro, pero el negocio le convenía y aceptó.
Pedrito volvió al campo con mucha plata en el bolsillo y un manojo de
colas en cada mano. una cuadra antes se puso en cuclillas, junto a un
barreal que se había formado a un costado del camino, y ahí se entretuvo
plantando los rabos uno por uno, bien prolijamente. después, se fue
silbando bajito para la casa del patrón y esperó junto a la tranquera a
que volviera.
Cuando el otro apareció, Pedrito puso cara de angustia, se retorció las
manos y se le acercó lloriqueando:
–Ay, ¡qué desgracia! –decía, haciendo fuerza para soltar unas lágrimas–.
¡tanto que los he cuidado!
–¿Qué pasa? –preguntó el hombre, alarmado.
–¡Los chanchos! ¡usted dejó mal cerrada la tranquera, ellos se han
escapado y salieron disparando como locos al camino!
Y después se han caído en el barreal y se han hundido. las colitas
asoman, nomás.
El dueño salió corriendo y cuando vio las colas enruladas que asomaban
del barro, agarró una y tiró con todas las ganas. Claro, se quedó con el
rabo en la mano y cayó sentado. Se paró y probó con otra, pero siempre
le pasó lo mismo.
–Es que usted ha tirado con mucha fuerza –le dijo Pedrito, meneando la
cabeza–, y el chancho es un bicho más delicado de lo que parece. ¡ahora
sí que nos embromamos, don!
–¡Mirá, mandate a mudar ya mismo, inútil, que has dejado que los
animales se escaparan! ¡no te quiero ver más! ¡y no vas a cobrar un peso
de sueldo!
Pedrito puso cara de compungido y se fue, diciendo:
–¡Como usted mande, patrón!
Después de eso, pasó por su casa, le dio la plata a la mujer y le dijo:
–Mandá a hacer los arreglos que quieras y comprá todo lo que se te
antoje. yo voy a seguir haciendo negocios.

La planta de virtud.
Antes de irse, se llevó un frasco de cola de pegar y una maceta, y de
paso cortó una rama del árbol que tenía junto al rancho. Era un
jacarandá, que en esa época del año no tenía las flores azules tan
bonitas, sino los frutos nomás, que son unas vainas redondas y chatas.
Lejos de la casa y junto al camino, llenó de tierra la maceta, plantó la
rama, le cortó con mucha prolijidad la mitad de las vainas y en cada uno
de los cabitos que quedaban pegó una moneda. después, se sentó a esperar.
Al rato pasó un hombre que por la ropa se notaba que era de la ciudad, y
en ese mismo momento Pedrito se puso a llorar. El otro se paró.
–¿Qué te pasa? –quiso saber.
–Que mi abuelo el brujo me ha dejado acá olvidado. Me puso a cuidar su
planta de virtud y no ha vuelto.
–¿Qué es eso de la planta de virtud? –se rió el otro.
–Una planta mágica –le contestó–. Que convierte las vainas en monedas.
–¿A ver, che? ¡Pero es cierto! ¡acá salieron cinco monedas! ¿Y cuántas da?
–Uh, cada cuarto de hora sale una de un peso, y dos veces al día larga
una de esa cosa blanca... ¿cómo se llama? Brillante es.
–¿Plata?
–¡Eso! –dijo Pedrito.
“Este es el zonzo más zonzo que he visto”, pensó el otro.
–Y también da otra moneda grandota de eso amarillo, ¿cómo se dice?
–¿Oro, será?
–¡Eso! Pero es un clavo esta planta; a mí me tiene harto, porque hay que
andar regándola todo el tiempo.
–Yo te la compro.
–No, que se va a cansar de ella, como yo.
–La quiero.
–No, que mi abuelo se va a enojar.
–Despreocupate, porque yo te la voy a pagar bien.
Y tanto porfió el hombre, que al fin él aceptó dársela a cambio de todos
los billetes que tenía, el anillo, el reloj y una cadenita de oro que
llevaba colgada al cuello.
Se separaron y Pedrito corrió a su casa.
–¡Hice más negocios, ahora con plantas!
–Le dijo a la mujer, dándole la plata.
Entonces revolvió en la casa hasta que encontró un calentador chiquito y
una pava vieja, y se los llevó.
Se fue al campo, a un lugar por donde siempre pasaban arrieros con
ganado, hizo un pocito, encendió el calentador adentro y le puso arriba
la pava con agua. al rato vio la polvareda que levantaban dos que venían
a caballo con muchas vacas. Pedrito se apuró a tapar el calentador con
tierra y dejó encima la pava.
Cuando los hombres se acercaron, él empezó a pegarle despacio con una
ramita.
–¿Qué andás haciendo? –quisieron saber los arrieros.
–Preparando el agua para unos mates.
–¡Jua, jua! –se burlaron–. ¿y no será mejor si prendés fuego?
–No, ¿para qué? no hace falta. Esta es mi pavita hervidora y calienta
agua sin brasas ni llamas. Hay que pegarle unos golpecitos, nomás. ¡Como
que me llamo Pedrito!
Los hombres se hicieron muecas divertidas entre ellos y uno se bajó del
caballo.
–¿A ver, che? ¿ya está lista? –pero apenas puso la mano, la sacó
enseguida. Se había quemado.
–¡Es verdad! –le dijo al otro–. ¡Vieras cómo está de caliente!
–Esto es practiquísimo para la gente que viaja mucho. ¡no hay que andar
perdiendo tiempo en encender fuego! Se llena con agua, se le dan unos
golpecitos con cualquier palo y listo. ah, lo que es yo, ¡ni loco me
deshago de mi pavita hervidora!
Resumiendo: tanto se entusiasmaron los arrieros, que le dieron tres
terneros gordos a cambio de la pava. Él se las dejó con la recomendación
de que esperaran dos horas para hacer la prueba, porque si no, se podía
descomponer.
En ese tiempo, vendió los animales en un campo, se escondió la plata en
las alpargatas y se fue muy satisfecho para la casa. Se había hecho de
noche y él iba tranquilo y distraído, cuando de entre unos árboles
saltaron dos hombres y lo agarraron. ¡Eran los arrieros, que lo habían
seguido, furiosos!
–Muchachos, por favor, les suplico, háganme cualquier cosa menos tirarme
al río, que me da miedo –les pidió.
–¡Qué buena idea nos das! –le contestaron–. ¿Ves? Eso es justo lo que
vamos a hacer mañana, cuando salga el Sol, para ver bien cómo te hundís.
Montaron a caballo, llevándolo a él atado como un matambre, y fueron
hasta el río. ahí desmontaron, lo metieron en una bolsa, desensillaron
los animales y se echaron a dormir. Pero Pedrito consiguió soltarse y
salir de la bolsa. Entonces agarró las dos monturas de los hombres y las
puso en su lugar. ató la bolsa y sin hacer ruido cruzó el río nadando
para esconderse en la otra orilla.
Al amanecer, los arrieros agarraron la bolsa y la revolearon al agua,
mientras gritaban:
–¡Adiós, Pedrito el tramposo!
Y él desde el otro lado se dejó ver y gritó:
–¡Adiós, monturas hermosas!
Después de eso, corrió como loco, muerto de risa, escuchando a lo lejos
los gritos de los dos arrieros.
Volvió a su casa y la mujer se quedó de nuevo admirada con sus ganancias.
Pero la suerte a veces se acaba y así fue como un día le contaron en el
pueblo que cuatro forasteros lo andaban buscando: uno muy grandote y de
cejas peludas, otro con pinta de hombre de la ciudad y dos más que
parecían gente de campo.
Pedrito pensó un poco y decidió hacer la mejor jugada de su vida. Sin
perder tiempo, fue a ver a una señora que criaba conejos y le compró
cuatro igualitos, todavía chiquitos, todos blancos.
Después, fue a la disparada hasta la pulpería del pueblo y le dijo al
dueño: –Voy a venir con cuatro amigos. Cuando lleguemos, usted sirva una
buena picada con aceitunas, maníes y cubitos de mortadela y queso. le
dejo todo pagado.
Enseguida, corrió a la casa y le dijo a la mujer: –En un rato vengo con
cuatro amigos. Prepará unas buenas empanadas.
De paso, se puso una campera y guardó los conejitos en los bolsillos,
que eran bien grandes; por eso, de afuera no se notaba que ahí estaban
los animales. Entonces fue a lo de un vecino que vendía sandías y le
pidió: –En un par de horas vengo a buscar una sandía. téngala bien fría.
acá se la pago.
Por fin fue al pueblo y se sentó debajo de un árbol a esperar. al rato
aparecieron los que lo buscaban. Como pensaba, eran el chanchero –al que
se le había ocurrido escarbar en el barro con una pala y había
descubierto que allí no había ningún chancho enterrado–, el comprador de
la planta de las monedas y los arrieros.
–¡Te encontramos, Pedrito de porquería! –gritaron, rodándolo y sacando
unos cuchillos enormes–. ¡ahora no te vas a burlar más de nadie!
Él bajó la cabeza y les dijo: –Señores, yo sé cuando he perdido. Pero a
todo condenado se le concede un último deseo. Quiero comer una picadita.
no me voy a escapar, vengan conmigo, que yo convido.
Y ahí sacó un conejito y le dijo: –a ver ayudante, vaya a ver al pulpero
y dígale de mi parte que prepare una picada para cinco.
Lo soltó y el animalito se perdió de vista corriendo por el pasto
crecido de un baldío.
–Vamos a la pulpería.
Los otros esperaban cualquier cosa, pero se quedaron con la boca abierta
cuando entraron en el negocio y vieron que el pulpero estaba poniendo en
el mostrador unos platos con mortadela, queso, maníes y aceitunas.
–Su pedido está listo –dijo.
–Esto es una casualidad –contestó el hombre de la ciudad.
–Esto es saber entrenar a un animal –contestó Pedrito–. acompáñenme en
mi última picada.
Mientras comían, el hombre de los chanchos dijo:
–No te creo.
–Hagamos otra prueba –y entonces Pedrito sacó el segundo conejo.
–¿Cuándo volvió, que no lo vimos? –le preguntaron.
–Ah, es que este conejo es más rápido que el ojo. Bueno, ayudante, corra
y dígale a mi señora que voy con gente y que prepare empanadas.
Fue a la puerta y soltó al conejo, que salió corriendo para cualquier parte.
–¿No me creen? Bueno, vamos a mi casa.
Y fueron, nomás. Cuando entraron, la mujer dijo:
–¡Ah, llegaron las visitas! Pónganse cómodos, que ya traigo las empanadas.
Todos comieron, pero el chanchero dijo:
–Yo sigo desconfiando.
–Hagamos una prueba más –y sacando el tercer conejo, le mandó.
–A ver, conejito ayudante, corra a decirle al vecino que prepare una
sandía bien fría, que voy para allá.
Lo soltó y el conejo se fue disparando para cualquier parte.
Cuando llegaron a lo del vecino, en una fuente ya estaba esperando una
sandía bien helada y cortada en tajadas.
–Este conejo es una maravilla –dijo el hombre de la ciudad–. te lo compro.
–¿Y para qué quiero plata si me van a matar? –contestó
Pedrito, encogiéndose de hombros y sacando el último conejito del bolsillo.
–Esas bromas son cosas del pasado, quedan olvidadas –le aseguraron.
–No lo vendo, le tengo mucho cariño –dijo Pedro, dándole un beso al
animalito.
Pero los otros le ofrecieron más y más plata, y él aceptó.
Decidieron pagarlo entre todos y después resolver quién se lo quedaba.
Pedrito volvió a la casa lleno de plata y le dijo a la mujer:
–Me parece que es hora de mudarnos a otra provincia.
Y así fue. Pasaron los años y Pedro se hizo muy viejo. un día se murió y
su alma fue al Infierno. Golpeó la puerta y un diablo le abrió:
–¡Pedrito! –exclamó al verlo. Pero de adentro salió una voz que decía:
–Acá no lo queremos. Es demasiado embrollón. Se fue al Paraíso y San
Pedro le abrió la puerta:
–¿Pedrito? ¡no, m’ hijo, con tantos pecados usté acá no entra!
Pero él se le escabulló por abajo del brazo y se metió corriendo.
–¡Convertite en piedra! –gritó el santo portero.
–¡Pero que sea con ojos para ver y oídos para escuchar! –alcanzó a
agregar Pedrito y así fue como al final de cuentas acabó disfrutando en
el Paraíso.