Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos para leer sin rimel: Cumpleaños.

Cumpleaños

A Mamá, mi abuela.

Este año no cumple años la abuela.

Dando vueltas alrededor de esta fecha, me doy cuenta exacta de su muerte. (Un año más, dicen los chicos; un año menos, piensan los viejos.) Después de
todo, era una muerte que se esperaba. Y sin embargo, llega octubre y no me resigno a que falten los ruidos de su fiesta: las claras vocecitas de los biznietos,
las manos pequeñas limpiándose en el terciopelo ciruela de las sillas, los altos techos iluminados por las arañas de caireles transparentes, los nietos
huyendo de los saludos protocolares, igual que cuando éramos chicos... .

Los hijos encaneciendo.

Una fiesta en la que me sentía como amparada y protegida, devuelta a la niñez, detenida en un tiempo de trompos y chocolates y entrar a hurtadillas para
sacar un scon del plato, sobre la mesa de la cocina. ¡Qué alta era la abuela entonces! ¡Qué imponente, con el cabello recogido y las almidonadas puntillas
de su jabot!

Al mover los brazos sonaban como campanillas sus dos esclavas de oro, chocándose, y el movimiento expandía en el aire un olor agradable a lavanda. Un olor
que impregnaba todas las cosas y le daba a la casa un sello de personalidad.

Todas las casas tienen su olor y su luz particular. La casa de mi abuela tenía olor a jabón de lavanda y un color permanente de siesta de verano: ese tenue
resplandor que se cuela por las celosías y dibuja arabescos en los techos.

¡Qué alta era la abuela cuando yo era pequeña!

La sentía como a un árbol: erguida, fuerte, capaz de soportar los embates del viento y la tormenta, y capaz, también, de ampararme bajo su ramazón espesa,
siempre llena de hojas y siempre florecida.

Ella sabía elegirme las ciruelas más dulces, los duraznos maduros; yo admiraba sus sabias manos, capaces de adivinar el almíbar dentro de las frutas, y
de hacerme unas trenzas que no se deshacían hasta que yo les desataba los moños por las noches. Cuando murió mi madre, ella me amparó con su ternura y
le dio a mi inocencia un ángel de la guarda para que me llevara de la mano.

Su costurero fue, para mi asombro, un cofre de piratas con secretos tesoros: innumerables botones de distintos materiales y colores despertaban mi codicia
de niña. Yo inventaba con ellos largas filas de hormigas, soldados alineados, pirámides de nácar, torrecillas de esmeraldas. Después los devolvía a su
cesto redondo. Si me los hubiese regalado hubiesen perdido para mí todo su encanto. Pero como eran de ella yo les atribuía historias fantásticas y propiedades
mágicas.

Porque la abuela bailó con largos trajes, envió mensajes cifrados con leves movimientos de abanico, conoció el lenguaje amoroso de las flores.

Yo le pedía: -Contame lo de los abanicos. Decime lo de las rosas amarillas, lo de las rosas rojas, lo de los jazmines.

-Mamá -todos la llamábamos “mamá”-, ¿y ese pretendiente que pasaba a caballo frente al balcón de tu casa?

Y la abuela, que no recordaba dónde había puesto su dedal hacía un instante, contaba con memoria prodigiosa, sin olvidar ningún detalle, sus historias
de joven veinteañera.

Este año no cumple años la abuela.

En su jardín de rosas han levantado un edificio de departamentos. Arrancaron de cuajo el jazminero que llenaba de aroma las noches de verano. Se llevaron
la verja de hierro negro, por cuyos barrotes mi niñez se escapaba a la calle.

Con mi abuela se ha ido una niña pequeña, una niña amparada por mil alas de ángeles, una niña que tenía mi nombre, el color de mis ojos, mis manos diminutas.

Una niña pequeña que yo reencontraba cada vez que mi abuela amasaba scones y yo los comía en la mesa del té.

Una niña que yo reencontraba cuando ella me hablaba y decía mi nombre en diminutivo.

Este año no cumple años la abuela.

Los cumplo yo, de pronto, definitivamente.