Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mar de arena: relato.

 
El mar de arena.
 
 
Asida al macilento seno de su madre trataba de extraer unas gotas de su único alimento, leche. Se esforzó en succionar hasta que sus esfuerzos la agotaron,
lloró moviendo manos y pies, tratando infructuosamente de despertar a su madre, necesitaba comer; sus llantos fueron desoídos cuanto ignorados sus movimientos.

Se llamaba Darya, que significa mar, pues un mar de arena la rodeaba. Había nacido en Nad Ali, en Afganistán, en su parte occidental cercana al desierto,
su familia estaba conformada por tres hermanos varones y sus padres, todos pertenecían al más ortodoxo movimiento talibán.

Su madre había dejado ya de esperar una hija mujer, la deseaba más que a nada en el mundo, aún sabiendo lo que ser mujer significaba en su país, el solo
pensar en parir una niña la atemorizaba, la engendraría con temor, la educaría con horror, cualquier desviación en su camino podría costarle la vida. Más
fuerte aún, era su anhelo por tener una compañía, un hombro donde apoyar sus blancos cabellos cuando el tiempo pasara y sus hijos formaran sus familias,
tendría nueras que se ocuparían de ella, pero, necesitaba una hija, para compartir sus tristezas, ahogar sus lágrimas calladas durante toda su vida. Sabía
que su deseo era egoísta pero, no le importaba, había renunciado a sus sueños escondidos bajo llave en un rincón de su corazón, un marido indiferente,
tres hijos varones despóticos, una vida miserable donde su perro tenía más derechos. Deseaba una hija para que fuera libre, lo único que ella no pudo ser,
lo único a lo que siempre había aspirado. Luego de tres varones llegó su más ansiado milagro, una niña, mirada con desdén por su marido e hijos. Recordaba
ese día, parió con dolor, el que se disipó apenas acunó en sus brazos a Darya, su marido esperaba la noticia, cuando supo el sexo dio la espalda a la puerta
detrás de la cual una mujer cumplía su más recóndito deseo, marchándose a sus labores, una nueva boca que consumiría pero, nada aportaría si no la casaba
con alguien de dinero, lo que considerando su pobreza, era imposible. Estaba fastidiado preguntándole a Alá porque lo había maldecido. Su esposa loaba
al mismo Dios por la bendición otorgada, largamente esperada.

Darya creció en belleza cuanto en carácter, cuando arribó a su pubertad debió cubrirse con el burqa, opuso su primer resistencia, se sentía bella no deseaba
taparse, infructuosos fueron los ruegos de su madre para evitar lo inevitable, los golpes que le propinaron los miembros masculinos de su familia, pues
una mujer talibana carece de derechos, solo es tenida en cuenta mientras procrea o satisface las necesidades sexuales masculinas.

Solo podía salir con su mahram, inútiles fueron sus esfuerzos por aventurarse por las calles de su barrio sin compañía, sin guardia. A sus diez años había
comprendido que su destino sería el de su madre, las cuatro paredes que la enjaulaban. Solo podría viajar con su imaginación, la que era fomentada por
su progenitora, ambas recorrían mundos y mares, amores imposibles, realidades solo oídas, jamás vistas, cuando indiscretamente escuchaban las conversaciones
de los hombres. Como eran pobres la educación no formaba parte de su cotidianeidad, su vida consistía en servir a sus hermanos, a su padre, limpiar, cocinar;
sus noches, rezagadas en la limpieza de la cocina, eran compartidas por madre e hija, las más bellas historias inventaban, fantaseando con libertades desconocidas,
hablando en susurros, solo ellas se escuchaban, solo ellas compartían las desdichas de una vida indiferente para con las mujeres. No sentía afecto por
los integrantes masculinos de su casa solo adoraba a su madre, sufriendo con ella todas sus frustraciones y dolores.

Cierta mañana su padre arribó sonriente a su casa, había recibido la dote por la venta de su hija a otro talibán de igual pobreza, poco había recibido,
pero, al menos se había sacado a Dayra la que se iría a vivir a la casa de sus suegros. Tenía tan solo trece años, horror en su mirada, lloró, suplicó,
sufrió convulsiones, cayó, pero nadie la ayudó, solo su madre quien con igual insistencia se arrodilló a los pies inmisericordiosos de su marido a rogarle
clemencia por esa hija que tan poco había podido disfrutar. Sus llantos fueron en aumento hasta que los azotes no se hicieron esperar, en un charco de
sangre Dayra daba de beber, mientras limpiaba, a su madre sangrante, doliente, quien decidió morir para no sentir la culpa que laceraría su vida, por su
egoísmo y crueldad, pues tanto había deseado una hija que se había olvidado de que la misma no podría escapar jamás a su destino, como no lo pudo hacer
ella en sus treinta años de matrimonio.

Sin fiesta, ni banquete padre e hijos llevaron arrastrando a Dayra a su nueva morada, después de dejarla volvieron para sepultar a su esposa, a su madre
quien había ido contra las leyes del Corán, ella no tenía derechos, no podía desobedecer las decisiones de su marido. No merecía recordatorio, el olvido
sería su última morada.

Muhammad tomó con fuerza a Dayra, la tiró en el lecho con brusquedad sació sus necesidades, yéndose después. Nadie ayudó a esa niña que yacía con la mirada
perdida, un ardor en sus partes íntimas, envuelta en sangre, con el nombre de su madre en su garganta, y lágrimas en sus ojos. Deseaba morir como lo hiciera
su madre. Pasados unos eternos minutos entró su suegro, tomándola de un pulso la llevó a la cocina, ese sería su lugar. Su suegra era implacable, tanto
más cruel que los hombres de esa familia. La repudiaba, cuanto había rechazado a su progenitora.

Pasaron dos años, Dayra estaba seca por dentro, cuanto lo estuviera por fuera, no procreaba, su marido la rehuía, de nada le servía una boca por mantener,
una mujer que no engendrara hijos, que no extendiera su extirpe. La repudiaba, los maltratos se sucedían a diario, toda la familia reía de ella, era menos
aún que mujer alguna. Nunca más había visto a sus hermanos ni a su padre. Esa indigente casa era su vida, su jaula, su nada.

Tenía dieciocho años, relegada, olvidada en algún rincón de la casa, pronto se olvidaron de ella, su lecho matrimonial había sido sustituido por su marido
y su nueva esposa, ya embarazada, lejos de molestarla la alegraba, no debía soportar más las manos ásperas y mugrientas de Muhammad, sus bruscas maneras,
sus golpes a destiempo, sus imposiciones sexuales, debiéndolo siempre agradar, más ella jamás gozar.

Transcurrían los días ella notaba como nadie la controlaba, como su presencia se había transformado gradualmente en una ausencia para el resto de los integrantes
de la casa. Con la burqa puesta comenzó a salir, sus salidas eran frecuentes ajustándose al movimiento del hogar, las mujeres ayudaban a Benazir, con sus
solos doce años y su abultado vientre, la maltrataba en cada ocasión que se le presentara, ella era la primera, su descendencia reforzaría su ya ganada
posición. Lejos de molestar este hecho a Dayra, la alegraba, soportaba con cansancio sus rechazos, ganando su pequeña libertad. Cuando menos lo había esperado
su puerta hacia su liberación se había abierto, sus primeras salidas fueron tímidas, temerosas, controlaba las calles por las que circulaba, no deseaba
encontrar a ningún conocido quien con seguridad contaría sobre sus excursiones a su familia política, costándole a ella la vida.

En sus deambulares había conocido a Amir, recién llegado al pueblo, era un comerciante quien no era seguidor del movimiento talibán, sentía repudio por
el mismo, pero sus negocios progresaban gracias a esos extremistas islámicos. En el recodo de una calle se había topado con Dayra, ella lo había mirado
implorante a los ojos mientras, como ordenaba su religión se había apartado de su camino, Amir había quedado prendado del dolor y sufrimiento de esos ojos
negros como la noche, sufridos como el desierto, temerosos como una virgen apenas desvirgada. Siguió con la vista el camino de ella, pero decidió no perseguirla
sabía que Nad Ali carecía de secretos para sus habitantes.

Dayra llegó a la casa de su esposo con el corazón palpitante, sus mejillas rosadas, sus ojos negros como noche estrellada, pues irradiaban brillo. Pronta
se puso a cocinar. Los siguientes días volvió a salir, apenas se le presentaba la ocasión,  tratando de volver al mismo recodo en busca de aquel cuyo corazón
había enjaulado. Los días pasaban, su esperanza se desvanecía con ellos, hasta una mañana en que desde lejos se vieron, no pudiendo evitarlo, se citaron.
En una calle oscura a las vistas indiscretas se amaron, saciaron su pasión sellando con la misma su destino. El prometió volver a buscarla, ella le creyó.

Los meses se sucedieron, Amir no volvió más, su vientre aumentaba día a día, Dayra estaba embarazada, sabía cual sería su suerte cuando Muhammad lo supiera,
hacía años que no yacía con él.

Su embarazo estuvo bañado por la alegría, surcado por el dolor, marcado por el destino. Poco comía, menos dormía. Su suegra la observaba de soslayo, sus
ojeras, su vientre mal disimulado, la ausencia de sus reglas, la falta de apetito, su cansancio. La vigiló como león con su presa. Pronto llegaría su venganza,
ella tiraría la primer piedra.

Una noche de invierno comenzó su trabajo de parto, mientras todos dormían huyó, corrió cuanto sus fuerzas le permitieron, su destino fueron las dulces
dunas del desierto.

Parió con dolor, tomó entre sus brazos a su hija a la que bautizó con el nombre de Gulzar, que significaba “Jardín de Rosas”, sabía que ninguna de las
dos sobreviviría, ella estaba bañada en una hemorragia, su debilidad la ausentaba por momentos en los que recordaba a su madre, sus ansias de libertad,
la misma libertad que deseaba para su hija. En su mundo solo podría conseguirla siendo lapidada por el adulterio cometido o dejándose morir en las dunas
del desierto. Su nombre significaba ”mar”, el desierto que la circundaba era su mar, el único conocido. No sería su tumba, sería su renacer pues en ese
mar renacería a una nueva vida en la que se reencontraría con su madre, gozando ambas de Gulzar, su jardín de rosas.

Desvariaba su hija lloraba exigiendo saciar su apetito, ella no podía satisfacerla, nueve meses de terror, mal nutrida, tratando de esconder su voluminoso
vientre la habían marchitado, agostado su leche, nada podría darle a su hija, pero ella si podría con sus llantos llamar al pueblo, el que no tardaría
en encontrarlas, ambas morirían entre dolores y tormentos. Con sus últimas fuerzas tomó a Gulzar entre sus brazos, asfixiándola contra su pecho, mientras
saladas lágrimas surcaban sus mejillas, en un silencioso susurro, como silenciosa había sido su vida, murmuró “Allah-u-Akbar”, Alá es grande, mientras
su mentón se depositaba suavemente sobre la cabeza de su hija, murió.