Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: El gigante de piedra.

El gigante de piedra

Ahí donde se acaba tierra del Fuego y todavía más allá, desparramados
por las islas e islitas que brotan en ese mar tan frío y ventoso,
vivieron durante muchos siglos los yámanas; y nadie en ese tiempo pudo
llegar más al sur que ellos.
…En canoas, familias enteras se animaban a viajar a cada rato, de playa
en playa, acampando unos días en cada una y quedándose sólo mientras
encontraban mejillones en la costa o lobos marinos, y peces en el mar
para comer, porque esa era su manera de vivir. y era una manera
peligrosa, claro, entre tormentas, olas y naufragios; pudo haber sido
por eso que muchas de sus historias fueron terroríficas. de noche,
apretujados en las chocitas de ramas mientras el viento soplaba afuera,
siempre había uno que tenía algo para contar junto al fuego. algo sobre
monstruos enormes que se escurrían bajo la superficie del mar, o sobre
demonios escondidos entre los árboles del bosque. o sobre lo que había
pasado con el gigante de piedra… esta historia empezaba con una nena y
un juego.
Contaban los yámanas que una mañana, las mujeres de un campamento habían
salido a buscar mejillones en la orilla del mar. una de ellas iba una
con su hijita. y mientras la madre trabajaba, la criatura también
escarbaba entre las piedras; a veces encontraba un mejillón y se ponía
contenta de ayudar, pero la mayor parte del tiempo, lo que hacía era
jugar. Hasta que vio una piedra rara. Era alargada, de un gris más
oscuro que las otras y tenía la forma de un bebé con los brazos y las
piernas encogidas; se le notaba la cabeza, con una manchita por cada ojo
y otra más grande en el lugar de la boca. ¿El tamaño? Más o menos como
la mano estirada de una persona grande. la nena se quedó encantada, la
levantó, la abrazó y le empezó a cantar despacito, como se les canta en
todas partes a los bebés. después, cuando volvieron a la casa, se la
llevó y la tuvo todo el día en brazos.
A la noche, le pareció que la piedra se movía sola y se lo dijo a la
madre, pero la señora pensó que estaba jugando y siguió preparando la
comida. Por desgracia, la nena tenía razón.
Al rato, el muñeco había separado los bracitos y las piernitas, y su
dueña vio cómo abría los ojos y la boca. de repente, la mordió, con
mucha fuerza. la chica pegó un alarido y soltó el juguete. la madre y el
padre corrieron a ver qué le pasaba a su hija, que lloraba desconsolada,
y en ese momento una tía descubrió al bebé de piedra, que se retorcía en
el suelo, y lo levantó con cuidado. Era duro, áspero, frío y gris; lo
único que tenía suave, blando y rosado eran las plantas de las manos y
de los pies. a la tía le dio pena y aunque el dueño de casa estaba
preocupado, insistió en que ella lo iba a cuidar.
Al día siguiente, ya se paraba solo y estaba el doble de grande. la
mujer lo alzó y... a ella también le dio un terrible mordisco, que la
hizo sangrar. después el bebé de piedra caminó, medio a los tropezones,
hasta donde había un pedazo de carne y se lo tragó en dos bocados. los
días siguientes fueron peores. Crecía y comía sin parar: pescado,
mejillones, carne de lobo marino y de pingüino... todo le venía bien.
Pero en lugar de estar agradecido, mordía a quienes se le acercaban.
Hasta que el dueño de casa se hartó.
–¿No ven que esto no es un chico sino un monstruo? –les dijo a los
demás–. Hay que sacárselo de encima.
Y de un salto lo atrapó y lo metió en una bolsa de cuero.
Entonces, sacaron la canoa al agua y, con las mujeres remando como
hacían siempre, se fueron mar adentro. Bien lejos de la orilla, el
hombre agarró la bolsa y la revoleó lejos. después, dieron vuelta y
regresaron a la costa. Pero cuando faltaba poco, vieron que el
monstruito los seguía, nadando. y cuando ellos saltaron a la playa, él
salió del agua, ya casi tan alto como un adulto. lo tuvieron que
espantar a pedradas.

La pesadilla sin fin.
Al día siguiente volvió, y al otro y al otro también, cada vez más
grande, más fuerte y más malo. Muchos hombres vinieron a ayudar a la
familia, pero los garrotazos, las pedradas y los flechazos rebotaban, y
se les hacía cada vez más difícil echarlo. al fin, dijeron:
–Hay que acabar con esta pesadilla. Vámonos de esta zona y no volvamos más.
Pero no pudieron vivir en paz, no, porque él los encontró. En un par de
meses se había convertido en un gigante fuertísimo y que atacaba los
campamentos para llevarse mujeres, a las que tenía secuestradas,
encerradas como esclavas en una isla. Las había obligado a hacerle una
choza enorme de ramas y cueros, y la debían mantener en buen estado,
además de limpiar y cocinar para él.
Todo se los ordenaba por señas, porque no hablaba. Para conseguir
comida, a veces las llevaba a la costa y las hacía juntar mejillones,
pero también salía solo y volvía con lobos marinos, pingüinos y otros
animales que atrapaba.
Varios hombres trataron de liberar a las pobres mujeres, pero el gigante
de piedra ya era demasiado fuerte y todos acabaron aplastados. Hasta que
apareció Omonga.
Omonga era un hombrecito muy menudo, pero muy veloz, fuerte y corajudo,
que siempre andaba de viaje. Por eso, sólo aparecía cada tanto en la zona.
Cuando se enteró de lo que pasaba, fue a la isla del gigante, se
escondió en el bosque, esperó a que el monstruo se fuera y habló con las
prisioneras. así se enteró de las costumbres de su enemigo y pensó un
plan, que les hizo saber a las mujeres.
al día siguiente, afiló unas astillas de madera y las dejó con las
puntas para arriba en el lugar por donde siempre pasaba el gigante de
piedra. y así fue como este, que tenía las plantas de los pies blandas,
se clavó una.
Llegó rengueando y desesperado de dolor a la casa; las mujeres, que
esperaban eso justamente, le dijeron que le iban a sacar la astilla. lo
hicieron acostar en el suelo y empezaron a trabajar, pero en lugar de
hacer lo que habían prometido, empujaron cada vez más la astilla adentro
del pie. El otro bramaba de dolor, pero ellas le decían que ya faltaba
poco, que tuviera paciencia, mientras le iban abriendo un agujero cada
vez más grande.
Cuando les pareció que ya era bastante, hicieron una seña a Omonga, que
las miraba escondido entre los árboles, salió corriendo como una flecha
y clavó en la herida un palo puntiagudo.
El gigante dio un grito y se desmayó. Entonces, le empezaron a apilar
encima muchas hojas secas, leña, los palos de la choza... en fin, todo
lo que pudiera quemarse, y encendieron fuego.
Las llamas hicieron crujir y humear la madera y envolvieron al gigante
de piedra. omonga y sus compañeras siguieron agregando ramas y troncos,
y el calor se hizo insoportable. Hasta que de repente, con un estampido
tremendo, el monstruo estalló y los pedazos saltaron por el aire. Pero
cuando fueron a verlos, descubrieron que cada uno se movía y tomaba la
misma forma del gigante, aunque en miniatura. omonga no daba abasto para
juntarlos y tirarlos de nuevo al fuego, donde volvían a reventar y
multiplicarse. Por fin, entre las llamas vio algo más oscuro: era el
corazón del gigante, que seguía latiendo. le echó leña encima y le
arrimó muchas brasas. Entonces hubo un estallido más grande que el
primero y todo acabó. los pedazos del gigante quedaron desparramados
como simples piedras.
Las prisioneras pudieron volver a sus casas y todas las familias
hicieron una fiesta para agradecer a Omonga. después, él no se quedó,
sino que otra vez se fue de viaje, como siempre, y volvía a veces por
unos días, de visita nomás. y así sigue hasta ahora, porque se convirtió
en picaflor, y desde entonces los omongas, como nombraban los yámanas a
estos pajaritos, llegan cada tanto a tierra del Fuego.