Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: El mono y el yacaré.

Selección y adaptación: Miguel Ángel Palermo Ilustraciones: aldo Chiappe
y alberto Pez

El mono y el yacaré.

Cuentan los guaraníes que hace mucho, pero muchísimo tiempo, cuando el
mundo estaba recién hecho y la selva crecía por todas partes, había un
hombre con un hijo jovencito que se llamaba Caí. Era un muchacho menudo
y parecía que no se quedaba quieto ni cuando dormía. Estaba siempre
muerto de risa, era simpático y bromista, pero bastante cabeza hueca,
distraído y a veces imprudente. Esto preocupaba al padre, que era un
tipo serio, pensativo y responsable.
Un día, el hombre llamó a Caí y le dijo:
–yo tengo que hacer, hijo, así que hoy vas a ir a revisar las trampas
que puse y ver si cayó algún animal para comer. Pero escuchá bien: andá
por el caminito que sale del pueblo, pero cuando encuentres un tronco
atravesado, no sigas, porque más allá pasan cosas raras y peligrosas.
¡acordate y no hagas macanas!
Poniendo cara de aburrido, Caí le dijo:
–¡Sí, papá! Voy a hacer caso, papá. ¡Me voy, papá!
Salió corriendo, se metió en el senderito que iba entre los árboles y
fue revisando las trampas. Estaban vacías. al rato, llegó al tronco
caído que le cortaba el paso.
–yo sigo –dijo–. ¿Qué puede pasar? ¡Este papá, siempre preocupado por todo!
Caí saltó el tronco. del otro lado el camino estaba lleno de pisadas. Se
agachó para verlas mejor y dijo:
–Mmm... por acá han pasado pecaríes.
El pecarí es un chancho salvaje, y Caí tenía razón: había huellas de
muchos de estos animales, que se metían en la selva. así que decidió
seguirlas. Caminaba rápido, sin levantar la vista del suelo, y pensaba:
“¡Ja! Voy a volver a casa con un pecarí gordo para la cena. ¡Ja! todos
me van a felicitar. ¡Ja! y ya va a ver papá que...”. y ahí paró de
pensar porque al dar vuelta a un árbol muy grueso, pegó la cara contra
algo grande. Grande y peludo. Peludo y con un olor que volteaba.
–¡Grunf! –hizo la cosa grande, peluda y olorosa, y se dio vuelta. Era un
pecarí, pero enorme, tan enorme que le puso el hocico contra la nariz a Caí.
–¿Quién es el atrevido que se lleva por delante al jefe de los pecaríes?
–dijo con una voz carrasposa mientras hacía retroceder al muchacho,
empujándolo con la trompa hasta dejarlo de espaldas contra un árbol.
–yo... soy Caí, un chico nomás... y...
–¡¿y por qué andás molestando acá?! –le gritó el otro en la cara.
–Buscaba pe... –dijo Caí, nervioso, y se dio cuenta de que estaba por
decir “pecaríes”, así que siguió:
–Pe... seos. Paseos, digo. Quería pasear.
–Bueno, ahora sí que vas a pasear. Seguime –mandó el jefe de los pecaríes.
–otro día, cómo no –le contestó Caí–. Pero ahora tengo que volver a casa
y...
–¡y a mí qué! –bufó el chancho, y le enseñó los colmillos. Caí no tuvo
más remedio que hacerle caso. Caminaron un rato y entre unas palmeras
apareció una manada de pecaríes, que corrieron a saludar al grandote con
gruñidos de alegría.
–¡Hija! ¿dónde estás? –dijo el jefe. y cuando una hembrita se abrió paso
entre los demás, él le explicó:
–Este es Caí. Va a ser tu novio y te vas a casar con él.
–¿Eh? yo, señor, mire, todavía soy joven y no pensaba... –dijo Caí.
–¿Cómo, cómo? –se sulfuró el otro–. ¿no te gusta esta belleza de hija
mía? ¿nos estás despreciando a mí y a ella?
–¡No, no, para nada, al contrario, estoy muy contento y la voy a hacer
muy feliz! –se
apuró a decir Caí, asustadísimo.
–¡Ah! Bueno, más vale así. Y ahora, mi yerno, nos vas a ayudar mucho.
Para empezar, huelo que allá arriba de las palmeras hay unos ricos
coquitos, pero están altísimos. así que te vas a subir y nos los vas a
tirar para que comamos.
Caí, ágil como era, se subió en un momento a una palmera y después a
otra y otra más, para darles el gusto a los chanchos.

A la disparada.

Los pecaríes se fueron por la selva, cada vez más lejos, y siempre que
encontraban un árbol con fruta, hacían que el muchacho trepara para
bajárselas. Cuando llegó la noche, estaba agotado.
–¿Así me voy a pasar la vida? –pensaba–.
¡Para colmo, estos no se llenan más! ¡yo me escapo apenas pueda!
Los animales se acostaron a dormir, y él quedó apretujado entre la novia
y uno de los hermanos. al rato, empezaron a roncar, pero Caí levantó la
cabeza y vio que el jefe de los pecaríes estaba de guardia, tirado en el
piso con los ojos bien abiertos. Esperó y esperó. ya amanecía cuando
unos ronquidos fuertísimos le avisaron que el grandulón se había
dormido. Entonces él se paró despacito, sacándose de encima una pezuña
que lo abrazaba y separándose con cuidado de los cuerpos peludos.
después, en puntas de pie se empezó a ir, esquivando chanchos dormidos y
con el corazón palpitando como loco. ya se alejaba, pero pisó una rama
que hizo ¡crac! y el jefe levantó la cabeza.
–¡Se escapa! –gritó. todos los otros se pararon de un salto y, después
de un momento de dar vueltas, confundidos por el sueño, vieron a Caí y
corrieron hacia él.
los pecaríes eran rápidos y casi lo alcanzaron, pero el muchacho se
subió a un árbol. desde arriba, les hizo burla. no fue una buena idea,
porque los chanchos se pusieron furiosos y empezaron a sacudir el tronco
entre todos. arriba, Caí se agarraba como podía, pero se dio cuenta de
que lo iban a hacer caer. Entonces, pidió ayuda a Ñanderú, el dios que
está en el cielo. y Ñanderú lo escuchó. de pronto al muchacho empezaron
a crecerle pelos y una cola larga y se convirtió en un mono, el primero
que hubo sobre la tierra (por eso, ahora la gente le dice “caí” a un
tipo de monos de la selva).
Como así era mucho más ágil que antes, Caí dio un salto impresionante y
se pasó a otro árbol y de ese a otro y a otro y a otro más. los pecaríes
quedaban abajo y atrás, pero igual oía los gritos del jefe, que decía:
–¡ahí lo olfateo! ¡Va para allá! –y todos lo corrían. Caí se divertía
saltando entre los árboles, hasta que se le acabaron, porque había
llegado a un río muy ancho.
–¡Soné! –dijo–. ahora llegan y tiran abajo este último árbol. tengo que
cruzar el río.

Se bajó y llegó a la orilla, muy decidido, pero en ese momento se acordó:
–¿Qué estoy haciendo? ¡Si yo no sé nadar!
Entonces, pasó nadando una tortuga y él le pidió:
–¡tortuga, cruzame a la otra orilla!
–Soy muy chica, nos vamos a hundir –dijo la otra y siguió de largo.
Pasó nadando un pato:
–¡Pato, cruzame a la otra orilla!
–Soy muy chico, nos vamos a hundir –dijo el otro y siguió de largo.
ya se oía a los pecaríes que venían corriendo, cuando pasó nadando un
yacaré con sus hijitos.
–¡yacaré, cruzame a la otra orilla!
–le pidió. El otro ni le contestó.
–¡Adiós, señor de piel suave y ojos que brillan como estrellas! –probó Caí.

–¿Cómo? –preguntó el yacaré, que nunca había escuchado que le dijeran
algo así.
–¡Señor de piel suave y ojos que brillan como estrellas!
–repitió.
–¿de dónde sacaste eso? –quiso saber el dientudo, acercándose a la orilla.
–Lo dicen todas las chicas de mi pueblo –inventó el mono.
–No te creo –dijo el otro. Pero quería creer, porque salió del agua. los
yacarecitos también, y, sin hacer caso de la charla, fueron a lamerle
las patas a Caí.
–¡Papá, parece rico! –le dijeron.
–¡Cállense, que estamos hablando los grandes! –contestó el yacaré, y
siguió preguntando:
–¿Qué es lo que dicen las chicas?
–Ando apurado, pero si me hacés pasar al otro lado, te cuento bien.
–Vení que te llevo –dijo el otro. Caí se le subió al lomo y el yacaré
empezó a nadar.
Justo cuando se iban, llegaron los pecaríes a la orilla. Caí les hizo
morisquetas desde lejos y se rió al verlos tan enojados. la risa se le
fue cuando los yacarecitos volvieron a lamerlo y empezaron a cargosear
al padre:
–¡Papá, parece rico! ¡Papá, parece rico! –insistían.
–Déjenme hablar con su papá, chicos –dijo el mono, preocupado de que el
yacaré les hiciera caso.
–¡Eso, contame che! ¡y ustedes, déjense de embromar! –Intervino el padre.
–Bueno, las chicas suspiran y dicen: “¡ay, qué lindo es ese señor de
piel suave y ojos que brillan como estrellas!”.
El yacaré sonrió y nadó con ganas. Pero al rato quiso escucharlo de nuevo:
–¿Cómo era que decían?
–¡Ay, qué lindo que es ese señor de piel suave y ojos que brillan como
estrellas!
–¿Y suspiran, che?
–Y, suspiran, sí. Suspiran mucho.
El yacaré sonrió más. Pero enseguida le volvió a preguntar. y así una
vez más y otra y otra. Hasta que al llegar a la orilla opuesta, el mono
vio que pasaban junto a las ramas bajas de un árbol, se agarró de una,
se trepó a la planta y desde arriba gritó:
–¿Sabés qué dicen? “¡ay, qué horrible ese lagartón de cola de serrucho y
ojos chiquitos!” –y se escapó.
Pasó el tiempo y los hijos del yacaré les contaron esta historia a sus
propios hijos y estos a los suyos, y por eso hasta el día de hoy los
monos se cuidan mucho cuando bajan a tomar agua al río, porque siempre
hay algún yacaré preparado para tragárselos de un bocado.