Texto publicado por Leo Ben-Zákhary

El loco del pueblo

El loco del pueblo

Soy lo que escribo o soy lo que escribe. Si soy lo que escribe, ¿cómo puedo trascender la dimensión enunciativa del acto comunicativo? Ósea, ¿qué quiero decir cuando lo digo como lo que escribe o quien escribe?

Si soy lo que escribo, ¿cómo puedo darle una unidad de significado a lo verdaderamente ente factible y efectivo que suscribe su pensamiento desde un contexto determinado en el tiempo de su propia enunciación? Y, no obstante, sin poder evitar el lenguaje como ese lugar que secuestra la idea, porque cuando el pensamiento busca la caña y el anzuelo del lenguaje para capturar al pez del significado por ello mismo le da vida al sujeto de la enunciación, al yo del logos, al autor del texto, al cual las más de las veces no advierte quien desee ejercer la comunicación con sus semejantes. Por supuesto que ya no soy yo mismo. Este soy es un juego del lenguaje, una astucia de la metáfora. Un agujero de gusano entre las formulaciones físicas del universo y sus sistemas de referencia.

Hay una historia de la locura que desconocen las sociedades modernas. Por supuesto que eso no va a ser tema de este comentario, pero no quisiera dejar pasar el hecho de que durante los siglos 19 y 20 el surgimiento de toda una discursividad sobre la historia de la locura, como por ejemplo el psicoanálisis freudiano y sus variantes se limitaron a construir una historia del hombre loco a partir de la neurosis. Esta construcción fue mucho más evidente entre los conductivistas con sus hipótesis de la manifestación de la construcción social de la realidad llevada a cabo por el individuo o su contraria, la represión.

Pero la pregunta que nos hacemos los locos, y, muy especialmente yo, continúa abierta. ¿es el terreno de la locura una dimensión edificada entre lo expresable-manifiesto y normativo-aceptado?
La respuesta es corta. Si así fuera, ¿cómo explicar la obra de arte, es más cómo explicar esa enorme masa de gente, que, estando dentro de las normas de lo socialmente sano, no obstante, no pierden el elemento contemplativo que les lleva a gustar y experimentar placer ante una obra?

Antes de ayer salí de mi casa portando todo lo necesario para el itinerario que tenía trazado con varios días de antelación, pero en la acera frente a la puerta de entrada se apoderó de mi un gran desamparo. Ya sé lo que me sucederá si dejo que esa sensación me acompañe. Se me olvidaron los pensamientos. Mejor no salir. Además va a llover. Tengo pereza. Además el café que venden a una cuadra de donde voy nunca es del gusto de mi paladar. Puedo ir la otra semana. El paraguas que llevo es muy pequeño para el aguacero que viene. Los pensamientos me abandonaron. Apuesto a que para escribir la Historia de la Locura, Foucault no contempló la neurosis de una mujer del siglo 18 como una patología inherente a la sublimación de odio que experimentaba en su conciencia hacia sus sometedores. Los pensamientos se me acabaron.

Bueno, en todo caso recurrí a la hermosa liturgia existencial de los idealistas, ósea, si hoy me muero no quiero pasar el día viajando con esta sensación de abandono de mis pensamientos y los pies húmedos y el olor a salitre que tiene el café tan nefasto de aquél comercio. Me quedo. Se me acabaron los pensamientos. Aunque no vuelvan, pero siempre vuelven cuando me acuerdo de mi locura.

Grité con el rostro en el cielo y a pulmón: “Elíaaaaaassssss”.

Lo más gracioso es que entre a mi casa cargando un funeral bajo las pupilas y un abedul en la solapa. Estos elementos generalmente confundirían a alguien que no me conoce, pero a la señora que vive frente a mi casa le parecen ecuaciones compulsivas de mi propia locura. Sin embargo ella nunca sabrá por qué grito ese nombre cuando destruyo el orden lógico de una vida moderna, y, ¿adivinen qué?...
Ustedes tampoco.

¿Cuál de ustedes ha escrito esto?