Texto publicado por TifloFernando

Perderse para Encontrarse...(Penultima Publicacion semanal, ¡Para Meditar un ratejo!

Muy buenas amigos y amigas lectores y lectoras habituales de mis Publicaciones en BlindWorlds:

Me voy a permitir compartir con todos vosotros, una Publicación (Post) extraída de una Web, que he encontrado viajando por el Cyberespacio:

"La Columna semanal de Leonardo Boff...Archi conocido miembro de la llamada "Teología de la Liberación"...De gran predicamento en Latinoamérica hace unos cuantos años.

Y como el Tema que desarrolla, responde a lo que yo estaba buscando...¡No he querido privaros de esta Información!

Nos ofrece Leonardo Boff, una bella Historia escrita por uno de sus hermanos, que he enviado por Correo Electrónico a varios amigos y que por supuesto, comparto con BlindWorlds.

"Perderse para encontrarse: el monje, el gato y la luna"

Lo cierto es que muchas veces damos vueltas y más vueltas a infinitas maneras de perdernos, aunque sea por unos días...

Todo por escapar un ratejo del ruido circundante y quedarnos en silencio para poder Meditar y Pensar.

Y cuando descubrimos lo sencillo de "Perderse para encontrarse" ya es muy tarde y con angustia miramos el tiempo perdido...

El Cuento ofrecido en esta Columna semanal de Leonardo Boff, tiene la virtud de hacernos volar y transportarnos al Espacio...

Deseo que os guste mucho, lo guardéis y si entráis en la Web recomendada (Como en todas mis Publicaciones, procuro dejarla bien escrita) os sorprenderéis de la riqueza de un INMENSO Y GIGANTESCO Pensador.

Y termino diciendo lo que suelo poner en mi última (Excepcionalmente hoy la penúltima) Publicación semanal: Para meditar un Ratejo...

Con un inmenso cariño, TifloFernando.

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La Columna semanal de Leonardo Boff
Koinonía
http://www.servicioskoinonia.org/boff/

Perderse para encontrarse: el monje, el gato y la luna

11 de abril de 2014

El hombre moderno ha perdido el sentido de la contemplación, de maravillarse delante de las aguas cristalinas de un riachuelo, de llenarse de sorpresa ante un cielo estrellado y de extasiarse delante de los ojos brillantes de un niño que lo mira interrogante. No sabe lo que es el frescor de una tarde de otoño y es incapaz de quedarse solo, sin móvil, sin internet, sin televisión, sin aparato de sonido. Tiene miedo de oír la voz que le viene de adentro, aquella que nunca miente, que nos aconseja, nos aplaude, nos juzga y siempre nos acompaña. Esta pequeña historia de mi hermano Waldemar Boff, que intenta personalmente vivir al modo de los monjes del desierto, nos trae de vuelta a nuestra dimensión perdida. Lo que es profundamente verdadero sólo se deja decir bien, como atestiguan los antiguos sabios, por pequeñas historias y raramente por conceptos. A veces cuando imaginamos que nos perdemos, es cuando nos encontramos. Es lo que esta historia nos quiere comunicar: un desafío para todos.

«Erase una vez un ermitaño que vivía bastante más allá de las montañas de Iguazaim, al sur del desierto de Acaman. Hacía sus buenos 30 años que se había recogido allí. Unas cabras le daban la leche diaria y un palmo de tierra de aquel valle fértil le daba el pan. Junto a la cabaña crecían unas ramas de vid. Durante todo el año, bajo la techumbre de palma, las abejas venían a hacer sus colmenas.

“Hace 30 años que vivo por aquí...”, suspiró el monje Porfirio. “Hace sus buenos 30 años...”. Y, sentado sobre una piedra, la mirada perdida en las aguas del regato que saltaban entre los guijarros, se detuvo en este pensamiento durante largas horas. “Hace 30 buenos años y no me he encontrado. Me perdí para todo y para todos, en la esperanza de encontrarme. ¡Pero me he perdido irremediablemente!”.

A la mañana siguiente, antes que naciera el sol, después del rezo de los peregrinos, con un parco talego a la espalda y sandalias medio rotas en los pies se puso en camino hacia las montañas de Iguazaim. Siempre subía a las montañas cuando bajo fuerzas extrañas su mundo interior amenazaba derrumbarse. Iba a visitar a Abba Tebaíno, eremita más provecto y más sabio, padre de toda una generación de hombres del desierto. Vivía debajo de un gran peñasco desde donde se podían ver allá abajo los trigales de la aldea de Icanaum.

“Abba, me perdí para encontrarme. Me he perdido, sin embargo, irremediablemente. No sé quién soy, ni para qué o para quien soy. He perdido lo mejor de mí mismo, mi propio yo. He buscado la paz y la contemplación, pero lucho con una falange de fantasmas. He hecho todo para merecer la paz. Mira mi cuerpo, retorcido como una raíz, marcado por tantos ayunos, cilicios y vigilias... Y aquí estoy, roto y debilitado, vencido por el cansancio de la búsqueda”.

Y noche adentro, bajo una luna enorme iluminando el perfil de las montañas, Abba Tebaíno, sentado a la puerta de la gruta, se quedó escuchando con ternura infinita las confidencias del hermano Porfirio.

Después, en uno de esos intervalos donde las palabras se apagan y solo queda la presencia, un gatito que vivía desde hacía muchos años con Abba, vino arrastrándose despacito hasta sus pies descalzos. Maulló, le lamió la punta recta del sayal, se acomodó y se puso, con grandes ojos de niño, a contemplar la luna que, como alma de justo, subía silenciosa a los cielos.

Y, pasado mucho tiempo, Abba Tebaíno empezó a decir con gran dulzura:

“Porfirio, mi querido hijo, tienes que ser como el gato; él no busca nada para sí mismo, pero espera todo de mí. Cada mañana espera a mi lado un pedazo de corteza y un poco de leche de este cuenco secular. Después, viene y pasa el día juntito a mí, lamiéndome los pies machucados. Nada quiere, nada busca, espera todo. Es disponibilidad. Es entrega. Vive por vivir, pura y simplemente. Vive para el otro. Es don, es gracia, es gratuidad. Aquí, echado junto a mí, contempla inocente e ingenuo, arcaico como el ser, el milagro de la luna que sube, enorme y bendecida. No se busca a sí mismo, ni siquiera la vanidad íntima de la autopurificación o la complacencia de la autorrealización. Se perdió irremediablemente para mí y para la luna... Es la condición para ser lo que es y para encontrarse”.

Y un silencio profundo descendió sobre la boca del peñasco.

A la mañana siguiente, antes de que naciera el sol, los dos eremitas cantaron los salmos de maitines. Sus loas resonaron por las montañas e hicieron estremecer las fimbrias del universo. Después, se dieron el ósculo de despedida. El hermano Porfiro, de parco talego al hombro y sandalias medio rotas en los pies, regresó a su valle, al sur del desierto de Acaman. Entendió que para encontrarse debía perderse en la más pura y sencilla gratuidad.

Y cuentan los moradores de la aldea vecina, que muchos años después, en una profunda noche de luna llena, vieron en el cielo un gran resplandor. Era el monje Porfiro que subía, junto con la luna, a la inmensidad infinita de aquel cielo delirantemente sembrado de estrellas. Ahora ya no necesitaba perderse porque se había definitivamente encontrado para siempre».

Waldemar Boff (uno de mis 10 hermanos) estudió en Estados Unidos, es educador popular y campesino.

Leonardo Boff

Portal Koinonia

Página de Casaldáliga.