Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Un hogar hospitalario: Robert Bloch.

UN HOGAR HOSPITALARIO

El tren llevaba retraso y serían ya más de las nueve cuando Natalie se
halló en el solitario andén de la estación de Hightower.
Como es natural, la estación estaba cerrada por la noche -no era más que
un apeadero, pues no había allí ninguna población- y Natalie no supo lo
que debía hacer. Había estado segura de que el doctor Bracegirdle
vendría a recibirla. Antes de salir de Londres había mandado un
telegrama a su tío para comunicarle la hora de su llegada, pero debido
al retraso del tren cabía la posibilidad de que hubiese venido y se
hubiera marchado otra vez.
Natalie miró a su alrededor indecisa y entonces vio la cabina telefónica
que le ofrecía una solución. La última carta del doctor Bracegirdle
estaba en su monedero y en ella figuraban su dirección y el número de su
teléfono. Cuando llegó a la cabina ya había revuelto el monedero y
hallado la carta.
La llamada resultó ser un pequeño problema; hubo una interminable demora
antes de que la telefonista estableciera la conexión y había
considerables zumbidos en la línea. Una mirada a las colinas cercanas a
la estación, a través del cristal de la cabina, le sugirió el motivo de
tales dificultades. Al fin y al cabo, recordó Natalie, se hallaba en la
región occidental. Era muy posible que allí todo fuese más primitivo...
-¡Diga, diga!
La voz de aquella mujer tenía un tono agudo. Los zumbidos habían cesado,
pero podía oírse un rumor que sugería una algarabía de voces. Natalie se
inclinó y habló con voz clara ante el teléfono.
-Soy Natalie Rivers. ¿Puedo hablar con el doctor Bracegirdle?
-¿Quién dice que le llama?
-Natalie Rivers. Soy su sobrina.
-¿Su qué, señorita?
-Su sobrina -repitió Natalie-. ¿Puedo hablar con él, por favor?
-Espere un momento.
Hubo una pausa, durante la cual el sonido de las voces de fondo pareció
amplificarse, y poco después Natalie oyó una resonante voz masculina que
dominó el distante murmullo.
-Soy el doctor Bracegirdle. ¡Mi querida Natalie, qué inesperada sorpresa!
-¿Inesperada? ¡Pero si esta tarde te he enviado un telegrama desde
Londres! -Natalie se contuvo al notar el ligero matiz de impaciencia que
contenían sus palabras-. ¿Acaso no ha llegado?
-Mucho me temo que nuestro servicio no sea muy eficiente -replicó el
doctor Bracegirdle con una risita a guisa de excusa-. No, no ha llegado
tu telegrama. Pero veo que tú sí. -Volvió a lanzar una breve carcajada-.
¿Dónde estás, querida?
-En la estación de Hightower.
-¡Qué lástima! Precisamente en la dirección opuesta.
-¿En la dirección opuesta?
-Sí, de la casa de los Peterby. Me acababan de telefonear cuando tú has
telefoneado. Una nadería acerca de un apéndice; lo más probable es que
sólo se trate de un pequeño trastorno estomacal. Pero he prometido ir en
seguida, por si acaso.
-¿No irás a decirme que aún ejerces medicina general?
-Sólo en caso de urgencias, querida. No hay muchos médicos por aquí. Por
suerte, tampoco hay muchos pacientes. -El doctor Bracegirdle empezó a
reírse otra vez, pero logró contenerse-. Vamos a ver. Dices que estás en
la estación, ¿verdad? Mando en seguida a miss Plummer para que te recoja
con el jeep. ¿Traes mucho equipaje?
-Sólo un maletín de viaje. El resto viene con el mobiliario por barco.
-¿Por barco?
-¿No te lo escribí?
-Sí, claro que sí. Bien, no importa. Miss Plummer llegará en seguida.
-La esperaré ante el andén.
-¿Qué dices? Habla más alto, apenas puedo oírte.
-Dije que la esperaré ante el andén.
-¡Ah! -El doctor Bracegirdle volvió a soltar la carcajada-. Es que aquí
estamos celebrando una fiestecilla.
-¿No molestaré? Me refiero a que no me esperaban esta noche...
-¡Ni hablar! No tardarán en marcharse. Espera a Miss Plummer.
Se cerró la comunicación y Natalie regresó al andén. Al cabo de un rato
sorprendentemente corto, apareció el jeep y se desvió de la carretera
para detenerse casi tocando los raíles. Una mujer alta y delgada, de
cabellos grises y vestida con un uniforme blanco un poco arrugado, se
apeó y llamó a Natalie.
-Venga, querida. Siéntese, yo meteré esto detrás. -Balanceó el maletín y
lo arrojó a la parte posterior del vehículo-. ¡Y ahora, en marcha!
Sin esperar apenas a que Natalie cerrase la puerta, la enérgica miss
Plummer aceleró y el automóvil volvió a enfilar la carretera.
El indicador de velocidades no tardó en marcar los ciento veinte, y
Natalie parpadeó. Miss Plummer notó en seguida su inquietud.
-Lo siento -dijo-. Con el doctor visitando fuera de casa, no puedo estar
ausente durante mucho tiempo.
-¡Ah, sí, a causa de los huéspedes! Ya me lo dijo.
-¿De veras?
Miss Plummer tomó un rápido viraje y los neumáticos protestaron con un
chillido. Natalie decidió ocultar su aprensión mediante la conversación.
-¿Qué clase de hombre es mi tío? -preguntó.
-¿Nunca lo ha visto?
-No. Mis padres se marcharon a Australia cuando yo era aún muy joven. En
realidad, ésta es la primera vez que salgo de Canberra.
-¿La han acompañado sus padres?
-Fallecieron hace dos meses en un accidente de coche -explicó Natalie-.
¿No se lo ha dicho el doctor?
-Pues no. Es que yo llevo con él muy poco tiempo. -Miss Plummer lanzó
una breve imprecación y el coche zigzagueó a lo largo de la carretera-.
¿Un accidente de coche, dice usted? Hay gente que no debiera sentarse
ante un volante. Eso es lo que dice el doctor. -Se volvió para mirar a
Natalie-. Entonces, ¿viene usted para quedarse?
-Sí, desde luego. Me escribió cuando le nombraron mi tutor. Por esto me
preguntaba cuál es su aspecto. Resulta tan difícil juzgar a través de
unas cartas. -La mujer de rostro enjuto asintió en silencio, pero
Natalie sentía la necesidad de hacer confidencias-. Si he de serle
sincera, estoy un poco nerviosa. Es que nunca he conocido a un psiquiatra.
-¿Lo dice de veras? -exclamó miss Plummer estremeciéndose-. Tiene usted
mucha suerte. Yo he conocido a unos cuantos. Si quiere que le diga la
verdad, son un poco sabelotodo. Aunque debo reconocer que el doctor
Bracegirdle es uno de los mejores. Más comprensivo.
-Tengo entendido que ha adquirido una muy numerosa clientela.
-Para esa especialidad nunca faltan clientes -observó miss Plummer-.
Sobre todo entre la gente adinerada. Yo diría que su tío se ha ganado
bien la vida. La casa y todo lo demás... pero ya lo verá usted.
Una vez más el jeep describió un viraje mareante y pasó la imponente
entrada de un amplio camino que conducía a una mansión enorme,
semioculta entre una arboleda distante. A través de la ventanilla,
Natalie pudo ver un ligero resplandor, justo el suficiente para revelar
la ornamentada fachada de la casa de su tío.
-¡Ahora sí que la he hecho buena! -murmuró a media voz.
-¿Qué ocurre?
-Hay invitados... y es sábado por la noche. ¡Y yo sin arreglar a causa
de mi viaje!
-No tiene la menor importancia -le aseguró miss Plummer-. Aquí no
gastamos cumplidos. Es lo que me dijo el doctor cuando yo llegué. Es un
hogar hospitalario.
Miss Plummer ladró y frenó al mismo tiempo, y el jeep se detuvo detrás
de un lujoso automóvil negro.
-¡Apéese!
Con vigorosa eficacia, miss Plummer cogió la maleta del asiento
posterior y subió con ella por la escalera de la entrada, invitando a
Natalie a seguirla con un gesto de la cabeza. Se paró ante la puerta y
buscó una llave.
-De nada serviría llamar -le explicó-. Nunca me oirían.
Cuando la puerta se abrió de par en par, sus palabras quedaron
plenamente confirmadas. El ruido de fondo que Natalie había percibido a
través del teléfono era entonces una formidable algarabía. Permaneció
junto al umbral, titubeando, mientras miss Plummer irrumpía en la casa.
-¡Venga, venga!
Natalie obedeció y mientras miss Plummer cerraba la puerta, parpadeó
ante el brillante resplandor del interior.
Hallóse en un vestíbulo amplio, pero escasamente amueblado. Ante ella
había una suntuosa escalera y, en un rincón, entre la barandilla y la
pared, una mesa de despacho y un sillón. A su izquierda, una puerta de
madera oscuraconducía al parecer al despacho privado del doctor
Bracegirdle, pues una placa de bronce fijada en ella ostentaba el nombre
del médico. A su derecha había un inmenso salón, con sus ventanas
cerradas y protegidas por espesos cortinajes. De aquella gran sala
procedía todo el bullicio de la fiesta.
Natalie se dirigió hacia la escalera y entonces pudo dar un vistazo al
salón. Más de una docena de invitados rebullían junto a una mesa enorme,
hablando y gesticulando con la animación que da la amistad íntima,
rodeando profusión de botellas que adornaban el centro de la mesa. Una
súbita carcajada estentórea indicó que uno de los invitados, por lo
menos, había abusado de la hospitalidad del doctor.
Natalie apresuró el paso para que nadie la viera, y después miró hacia
atrás para asegurarse de que miss Plummer la seguía con la maleta. Desde
luego, miss Plummer la seguía, pero sus manos estaban desocupadas. Y
cuando Natalie llegó al pie de la escalera, miss Plummer movió la cabeza
con un ademán negativo.
-¿No pretenderá ir arriba, verdad? -murmuró-. Venga y la presentaré.
-Pensaba refrescarme un poco, ante todo.
-Permítame que yo la preceda y ordene su habitación. El doctor no me ha
avisado, ¿sabe?
-¡Pero si no es necesario! Sólo quiero lavarme...
-El doctor regresará de un momento a otro. Debe esperarle.
Miss Plummer agarró del brazo a Natalie y con la misma celeridad y
decisión que había demostrado al conducir el jeep, condujo a la joven
hacia el iluminado salón.
-Ha llegado la sobrina del doctor -anunció-. Les presento a miss Natalie
Rivers, de Australia.
Varias cabezas se volvieron hacia Natalie, a pesar de que la voz de miss
Plummer apenas había podido penetrar en aquella conversación general. Un
hombre bajo y obeso, de aspecto afable, se precipitó hacia Natalie
blandiendo un vaso a medio llenar.
-¿De Australia, eh? -le ofreció el vaso-. Debe de estar sedienta. Vamos,
beba. Yo voy a buscar otro.
Y antes de que Natalie pudiese replicar, dio media vuelta y volvió a
mezclarse con el grupo junto a la mesa.
-Es el mayor Hamilton -murmuró miss Plummer-. Una excelente persona, de
veras, aunque me temo que en estos momentos esté un poquitín achispado.
Cuando miss Plummer se alejó, Natalie contempló vacilante el vaso que
sostenía en su mano. No estaba muy segura de cómo desembarazarse de él.
-Permítame.
Un hombre alto y distinguido, de cabellos grises y bigote negro, se
adelantó y tomó gentilmente el vaso entre sus dedos.
-Gracias.
-De nada. Creo que deberá disculparle. Una fiesta animada, ya sabe.
-Señaló con la cabeza a una dama con un generoso escote que charlaba
animadamente con tres hombres sonrientes-. Pero ya que se trata de
celebrar una despedida...
-¡Ah, está usted aquí! -El hombrecillo rechoncho al que miss Plummer
había identificado como el mayor Hamilton, volvió a colocarse en órbita
alrededor de Natalie, con otro vaso en la mano y una amplia sonrisa en
su rostro curtido-. Ya estoy aquí otra vez -anunció-. Como un bumerang,
¿no cree?
Emitió una carcajada explosiva e hizo una pausa.
-A propósito, ¿hay bumerangs en Australia? ¿Y negros? Conocí a muchos
australianos en Gallipoli. Claro que de esto hace ya mucho tiempo; yo
diría que usted aún no había nacido...
-Por favor, mayor.
El hombre alto miró a Natalie sonriendo. Había algo tranquilizador en su
presencia, así como también algo familiar. Natalie preguntóse dónde lo
habría visto antes. Vio que se acercaba al mayor y le quitaba el vaso de
la mano.
-Oye, ¿qué significa...? -exclamó el mayor.
-Ya has bebido bastante, muchacho. Y también es hora de que pienses en
marcharte.
-Otra para el camino... -El mayor miró a su alrededor y alzó las manos
en ademán de súplica-. ¡Todos los demás están bebiendo!
Quiso recuperar su vaso, pero el hombre alto le esquivó y, sonriendo a
Natalie por encima de su hombro, se llevó al mayor a un rincón y empezó
a dirigirle una apremiante perorata en voz baja. El mayor asintió,
súbitamente aplacada su borrachera.
Natalie paseó la mirada por la sala. Nadie le prestaba la menor
atención, excepto una mujer de cierta edad que se había sentado,
solitaria, en el taburete del piano. La mujer miró a Natalie con una
fijeza que contribuyó a subrayar su papel de intrusa en una fiesta de
gala. Natalie dio una apresurada media vuelta y volvió a ver a la mujer
del escote. De pronto volvió a asaltarle el deseo de cambiarse de ropa y
miró hacia la puerta en busca de miss Plummer. Pero miss Plummer no
apareció por ningún lado. Regresando al vestíbulo, miró hacia lo alto de
la escalera.
-¡Miss Plummer! -llamó. No hubo respuesta.
Entonces, por el rabillo del ojo, advirtió que la puerta del despacho
contiguo al vestíbulo estaba entreabierta. En realidad, se estaba
abriendo en aquel momento, con cierta rapidez, y un momento después miss
Plummer salió caminando de espaldas y llevando algo en la mano. Antes de
que Natalie pudiese llamarla otra vez, cruzó presurosa el vestíbulo.
Natalie quiso seguirla, pero no pudo evitar detenerse ante la puerta
abierta.
Contempló con curiosidad lo que era, evidentemente, el despacho de
consulta de su tío. Era un estudio confortable y lleno de libros, con
unos sillones tapizados de cuero ante las estanterías. La cama del
psiquiatra se hallaba en un rincón, cerca de la pared, y ante ella había
un gran escritorio de caoba. La superficie de la mesa estaba
prácticamente desnuda, con la excepción de un teléfono de sobremesa y
del delgado cable castaño que salía de él.
Había algo en aquel cable que inquietó a Natalie y, antes de darse
cuenta de su gesto, se halló dentro de la habitación examinando la mesa
de trabajo. En seguida reconoció el cable, desde luego; era el cable
telefónico.
Y su extremo había sido netamente seccionado junto al enchufe de la pared.
-Miss Plummer -murmuró Natalie-. Eso es lo que llevaba... unas tijeras.
Pero, ¿por qué?
-¿Por qué no?
Natalie se volvió precisamente cuando el hombre alto y de aspecto
distinguido entraba en la habitación.
-Nadie necesitará el teléfono -dijo-. Ya le he dicho que se trata de una
fiesta de despedida.
Y soltó una breve risita.
De nuevo, Natalie observó en él algo extrañamente familiar, pero esta
vez supo de qué se trataba. Había oído aquella misma risa cuando
telefoneó desde la cabina.
-¡Me está gastando una broma! -exclamó-. Usted es el doctor Bracegirdle,
¿verdad?
-No, querida. -Movió negativamente la cabeza mientras pasaba ante ella y
se adentraba en el despacho-. Lo que ocurre es que nadie la esperaba.
Estábamos a punto de marcharnos cuando usted llegó. Por esto tuvimos que
decir algo.
Reinó un momento de silencio.
-¿Dónde está mi tío? -preguntó Natalie por fin.
-Ahí.
Natalie se halló junto al hombre alto, contemplando lo que yacía en el
suelo, entre el diván y la pared. No pudo soportar aquella visión más de
un segundo.
-Una carnicería -admitió el hombre alto-. Claro que todo fue tan
repentino. Me refiero a la oportunidad que se presentó. Y después todos
echaron mano a los licores...
Su voz resonaba profundamente en la habitación y Natalie advirtió que
había cesado todo el bullicio de la fiesta. Levantó la vista y se dio
cuenta de que todos se hallaban ante el umbral, observando.
Después el grupo cedió el paso y miss Plummer entró presurosa en el
despacho, llevando una incongruente chaqueta de pieles sobre su arrugado
y ajado uniforme.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Lo ha descubierto!
Natalie asintió y dio un paso hacia ella.
-¡Tienen que hacer algo! -exclamó-. ¡Por favor!
-Claro.
Sin embargo, miss Plummer no parecía estar muy imporesionada. Los demás
se habían congregado en la habitación, detrás de ella, y seguían mirando
sin decir palabra. Natalie se volvió hacia ellos, suplicante.
-¿Pero es que no lo ven? -gritó-. Esto ha sido obra de un loco. ¡De
alguien que debería estar encerrado en un manicomio!
-Mi querida niña -murmuró miss Plummer, mientras cerraba rápidamente la
puerta y daba vuelta a la llave y los silenciosos espectadores
avanzaban-, esto es el manicomio.