Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Declaración de Milo Favián: Robert Bloch.

Declaración de Milo Fabián

Apenas había corrido las cortinas cuando él entró. Desde luego, primero
creía que venía para hacer alguna entrega. Llevaba unos feísimos
pantalones color aceituna y una chaqueta de confección, y se cubría con
una gorra parecida a las que usan los jockeys.
-¿Qué desea? -pregunté.
Mucho me temo que me mostré un poco grosero, pero lo cierto es que yo
estaba de pésimo humor desde que Jerry me dijo que se iba a Cape Cod
para ver la exposición. Por lo menos, hubiese podido tener cierta
consideración conmigo e invitarme a ir con él, pero no fue así y tuve
que quedarme para ocuparme de la galería de arte.
Pero, en realidad, esto no justifica mi actitud desdeñosa ante el
desconocido. Resultó ser una persona bastante atractiva cuando se quitó
aquella gorra tan absurda. Tenía el cabello negro y rizado, y era muy
alto, altísimo. Casi le tuve miedo hasta que sonrió.
-¿Míster Warlock? -preguntó.
Moví la cabeza en ademán negativo.
-¿No es ésta la galería Warlock? -insistió.
-Sí, pero míster Warlock se ha ausentado de la ciudad. Yo soy míster
Fabian. ¿Puedo servirle en algo?
-Se trata de un asunto bastante delicado.
-Si desea vendernos algo, puede enseñármelo a mí. Me ocupo de todas las
compras de la galería.
-No tengo nada para vender. Quiero comprar algunos cuadros.
-Bien, entonces le ruego que venga conmigo, míster...
-Smith -dijo él.
Avanzamos por el pasillo.
-¿Podría orientarme acerca de lo que le interesa? -pregunté-. Como ya
debe saber, nosotros tendemos a especializarnos en pintura moderna. En
este momento, tenemos un Kandinsky muy bueno, y también un Mondrian de
la primera época...
-Estoy seguro de que aquí no tienen los cuadros que yo deseo -me dijo.
Habíamos entrado ya en la galería y me detuve.
-Entonces, ¿qué es lo que usted desea?
Se quedó plantado ante mí, balanceando aquella gran bolsa de plástico.
-¿Se refiere al género de pintura? Pues bien, yo quiero uno o dos buenos
Rembrandt, un Vermeer, un Rafael, algo del Tiziano, un Van Gogh y un
Tintoretto. También deseo un Goya, un Greco, un Breughel, un Hals, un
Holbein y un Gauguin. Supongo que no habrá manera de conseguir "La
última cena"; se trata de un fresco, ¿no es verdad?
Era una pesadilla escuchar a aquel hombre. Creo que me dejé llevar
definitivamente por el mal humor, y lo demostré.
-¡Por favor! -exclamé-. Esta mañana estoy muy ocupado. No tengo tiempo
para...
-No me ha comprendido -me interrumpió-. Usted compra cuadros, ¿no es
cierto? Bien, pues yo quiero que me compre unos cuantos. Como si fuese
mi... mi agente, ¿se dice así, verdad?
-Ésta es la palabra -contesté-. Pero usted no habla en serio. ¿Tiene
idea de lo que costaría la adquisición de semejante colección? Sería un
precio sencillamente fabuloso.
-Tengo dinero -aseguró.
Nos hallábamos junto a la mesa de transacciones junto a la entrada. Se
acercó a ella e invirtió su bolsa. Seguidamente, la abrió con una
especie de cremallera.
Nunca, pero es que nunca, he visto un espectáculo tan fantástico en toda
mi vida. La bolsa estaba llena de billetes; fajos y más fajos de
billetes, y cada uno de ellos era de cinco mil o diez mil dólares. ¡Ni
siquiera había visto yo uno sólo de ellos!
De haberse tratado de billetes de veinte o cien dólares, habría
sospechado una falsificación, pero nadie hubiese tenido la audacia de
pensar que podía salirse con la suya con un botín como aquel. Parecían
auténticos, y lo eran. Me consta porque... pero hablaré de esto después.
Allí me quedé sin poder moverme, contemplando aquella fortuna, y míster
Smith, como él decía llamarse, me preguntó:
-Y bien, ¿cree que hay bastante?
No sé cómo no me desmayé sólo de pensarlo.
Imagínense ustedes un perfecto desconocido, paseando por las calles con
diez millones destinados a la compra de cuadros. ¡Y mi parte en la
comisión es de un cinco por ciento!
-No lo sé -contesté-. ¿Habla usted en serio?
-Ahí está el dinero. ¿Cuándo puede entregarme lo que yo deseo?
-Por favor -supliqué-. Todo esto es tan poco corriente, que apenas sé
por dónde empezar. ¿Tiene una lista detallada de lo que desea adquirir?
-Puedo escribirle los nombres de los cuadros -me dijo-. Recuerdo la
mayoría de ellos.
Confieso que sabía lo que quería. Velázquez, Gorgione, Cézanne, Degas,
Utrillo, Monet, Toulouse-Lautrec, Delacroix, Ryder, Pissarro...
Después empezó a escribir títulos. Me temo que dejé escapar una imprecación.
-¡Pero hombre, usted no puede pretender comprar la "Mona Lisa"!
-¿Por qué no?
Daba la impresión de hablar en serio.
-Ya sabe usted que no se vende a ningún precio.
-No lo sabía. ¿A quién pertenece?
-Al museo del Louvre. Está en París.
-Lo ignoraba. -Seguía serio; puedo jurar que hablaba en serio-. Pero, ¿y
los demás?
-Siento decirle que lo mismo puede decirse de la mayor parte de estas
obras. No están a la venta. La mayoría se encuentran en museos y
galerías públicas del país y del extranjero. Y otros cuadros que usted
ha anotado se hallan en manos de coleccionistas que jamás se decidirían
a venderlos.
Se levantó y empezó a meter los billetes dentro de la bolsa. Lo agarré
por el brazo.
-Pero, desde luego, haremos cuanto podamos -añadí-. Tenemos nuestras
fuentes de información, nuestros contactos. Estoy seguro de que, como
mínimo, podremos procurarle algunas de las obras menores de cada uno de
los maestros que ha anotado en la lista. Sólo es cuestión de tiempo.
Movió la cabeza.
-No me serviría. Hoy es martes, ¿verdad? Debo tenerlo todo en mi poder
el domingo por la noche.
¿Han oído ustedes alguna vez una cosa tan absurda? Aquel hombre tenía
que estar loco.
-Mire -me dijo-, empiezo ya a comprender cuál es la situación. Estos
cuadros que yo deseo están esparcidos por todo el mundo. Son propiedad
de museos públicos y de entidades privadas que no los venderían. Y
supongo que ocurrirá lo mismo con los manuscritos. Cosas como la Biblia
de Gutenberg, las primeras obras de Shakespeare, la Declaración de
Independencia...
Loco de remate. Todo cuanto pude hacer fue asentir en silencio.
-¿Cuántas de las cosas que deseo se encuentran aquí? -preguntó-. ¿Aquí,
en este país?
-Muchas, casi la mitad.
-Perfectamente. Voy a decirle lo que debe saber. Siéntese aquí y hágame
una lista. Quiero que me escriba los nombres de los cuadros que yo he
anotado y el lugar donde se encuentra cada uno de ellos. Por esta lista
le pagaré 10.000 dólares.
¡Diez mil dólares por una lista que podía haber obtenido gratuitamente
en la biblioteca pública! ¡Diez mil dólares por menos de una hora de
trabajo!
Le di la lista. Y él me entregó el dinero y se marchó.
Para entonces, yo estaba ya casi frenético. Todo mi cuerpo temblaba.
Había venido y se había marchado, y yo no sabía nada, ni siquiera su
verdadero nombre. ¿Quién podrá hablarme de millonarios excéntricos? Se
marchó, y yo me quedé con 10.000 dólares en la mano.
Bueno, yo no soy de esos que hacen las cosas a ciegas. Aún no habían
pasado tres minutos cuando cerré la tienda y me encaminé al Banco. Al
regresar a la galería, estaba como extasiado.
Y entonces me pregunté por qué regresaba.
En realidad, no tenía por qué regresar. Aquel dinero era mío, no de
Jerry. Me lo había ganado yo, con mi insignificante persona. En cuanto a
Jerry, podía quedarse en el Cape y pudrirse allí. Ya no necesitaba su
precioso empleo.
Me alejé de allí y compré un billete para París. En mi opinión, todas
esas historias de la guerra fría no son más que tonterías.
Desde luego, Jerry se enfurecerá cuando se entere de lo ocurrido. Bueno,
que se enfurezca. Sólo puedo decirle que se busque otro chico.