Texto publicado por Germán Marconi

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 9 años. Antes se titulaba Mañana es el día del niño ... hoy regalo esto para pensar en los uchos que tienen un día muy largo por delante mañana ....

Largo como un día de hambre - En honor y recuerdo de los niños que sufren.

Cuando Salman vino al mundo, su madre no murió pero enfermó, y cuando se recobró de la fiebre, semanas después, se temió que hubiera perdido el juicio. Aullaba como una perra, lloraba y reía a un tiempo. Sólo cuando tenía su bebé cerca se calmaba, se volvía dulce y dejaba de gemir. «Salman, Salman, es Salman», decía, y con eso quería expresar que el niño estaba sano, y pronto todos lo llamaron Salman.
El padre, un pobre aprendiz de cerrajero, odiaba a Salman y lo culpaba de haber empujado a Mariam a la locura con su maldito nacimiento. Y en algún momento empezó a beber. El barato aguardiente de palma lo irritaba, al contrario que al marido de Faise, el policía Kamil, que todas las noches cantaba con voz espantosa pero feliz cuando estaba borracho. Decía que con cada copa de arrak perdía un kilo de sobriedad, de forma que después de algunas copas se sentía ligero y despreocupado como un ruiseñor.
Su esposa Faise disfrutaba con sus canciones, que sin duda eran malas pero estaban impulsadas por una fogosa pasión, y a veces incluso cantaba con él. A Salman siempre le resultaba curioso oírlos cantar a dúo. Era como si los ángeles cuidaran cerdos y cantaran con ellos.
También el verdulero judío Schimon bebía mucho. Decía que en realidad no era un bebedor, sino un descendiente de Sísifo. No soportaba ver un vaso lleno de vino. Así que bebía y bebía, y cuando el vaso estaba vacío, la visión del vacío lo ponía melancólico. Schimon vivía en la primera casa a la derecha del albergue de caridad, allá donde la calle Abbara desembocaba en el callejón de los judíos. Desde su terraza del primer piso veía directamente la casa de Salman.
Schimon bebía todas las noches hasta perder el sentido, reía sin parar y contaba chistes guarros, mientras que cuando estaba sereno era gruñón y monosilábico. Decían que rezaba todo el día porque lo remordía la conciencia por sus escapadas nocturnas.
El arrak convertía al padre de Salman en un animal que no dejaba de maldecir y golpear a su hijo y su esposa hasta que uno de los vecinos calmaba a aquella bestia, que de pronto se paraba en medio del acceso de rabia y se dejaba llevar a la cama.
De ese modo, Salman aprendió pronto a rezar a la Virgen María para que uno de los vecinos lo escuchara y acudiera deprisa. Todos los demás santos, según Sara, no servían de nada cuando los necesitabas.
Ella era, como él, seca como un huso, pero había heredado el hermoso rostro de su padre y la energía y la afilada lengua de su madre. Y hasta donde Salman recordaba, Sara siempre llevó, incluso después, siendo una mujer adulta, el pelo recogido en una cola, lo que dejaba al descubierto sus hermosas orejitas, que él envidiaba. Pero, sobre todo, Sara leía libros siempre que tenía tiempo, y Salman aprendió pronto a respetar su sabiduría.
En una ocasión se rió de ella y de la Virgen María, y al instante la mariquita que estaba haciendo volar atada a un hilo se escapó. El hilo, a cuyo extremo colgaba una patita inanimada, cayó al suelo. En cambio, la mariquita de Sara voló cuanto quiso al extremo de su fino hilo, y la huesuda muchacha pidió a la Virgen que protegiera la patita del animal. La hacía bajar del cielo cuantas veces quería, la alimentaba con hojas frescas de mora y la metía en una caja de cerillas, y luego se iba con la cabeza alta a su casa, que sólo estaba separada de la de Salman por un cobertizo de madera.
También fue Sara la primera que le habló de los hombres que iban a visitar a Samira cuando su marido, el gasolinero Yusuf, no estaba en casa. Samira vivía al otro extremo del albergue de caridad, entre el pinche de panadería Barakat y el gallinero.
Cuando Salman le preguntó a Sara por qué los hombres iban a ver a Samira y no a su esposo, ella se echó a reír:
-Tonto, porque ella tiene un ojal ahí abajo, y los hombres tienen una aguja y le cosen el agujero, y luego el ojal se abre y viene el siguiente.
-¿Y por qué su marido Yusuf no le cose él mismo el ojal?
-No tiene suficiente hilo.
También le explicó a Salman por qué su padre siempre se enfurecía cuando bebía. Era domingo, y cuando su padre había rugido lo suficiente y Schimon y los otros hombres lo habían llevado por fin a la cama, Sara se sentó junto a Salman. Le acarició la mano hasta que él dejó de llorar, y luego le limpió la nariz.
-Tu padre -le contó en voz baja- tiene un oso en el corazón. Vive ahí dentro. -Le dio una palmada en el pecho-. Y cuando bebe, ese animal se pone furioso, y tu padre no es más que su envoltorio.
-¿Su envoltorio?
-Sí, su envoltorio, como cuando tú te echas una sábana por encima y cantas y bailas. Se ve la sábana, pero no es más que el envoltorio, y tú eres el que canta y baila.
-¿Y qué tiene tu padre en su corazón?
-Un cuervo, pero es un cuervo que se cree un ruiseñor, por eso canta tan mal. Schimon tiene un mono, por eso sólo se pone contento cuando ha bebido lo bastante.
-¿Y yo, qué tengo yo?
Sara le pegó la oreja al pecho.
-Oigo un gorrión. Picotea con cuidado y siempre tiene miedo.
-¿Y tú? ¿Qué tienes tú?
-Un ángel guardián para un niño pequeño. Tienes tres oportunidades para adivinar quién es -contestó, y salió corriendo porque su madre la llamaba.
Por la noche, al acostarse junto a su madre, Salman le habló del oso. Ella se sorprendió bastante. Asintió.
-Es un oso peligroso; apártate de su camino, hijo mío -dijo, y se durmió.
Mariam no se recobró de su enfermedad hasta dos años después del nacimiento de Salman, pero aun así su esposo siguió bebiendo. Las mujeres de su entorno no se atrevían a acercarse a él. Dado que era fuerte como un toro, sólo los hombres podían tranquilizarlo.
Entretanto, Salman trataba de proteger con su cuerpo la cabeza de su madre. En vano. Cuando su padre era presa de la furia, arrojaba a su hijo a un rincón y golpeaba a su esposa fuera de sí.
Desde que Salman rezaba a la Virgen, siempre llegaba alguien corriendo. Pero eso tenía que ver con que gritaba con todas sus fuerzas en cuanto su padre levantaba el brazo. Sara contaba que en su casa había habido un cortocircuito debido a los chillidos.
Mariam estaba agradecida a su hijo por los gritos, porque en cuanto su esposo cruzaba borracho las puertas de la casa, ella susurraba: «Canta, pájaro mío, canta», y el muchacho empezaba a gritar de tal modo que a veces el padre no se atrevía a entrar. Salman recordaba, incluso años después, lo feliz que era su madre cuando pasaba un día sin golpes. En esas ocasiones lo miraba con ojos dilatados y alegres, le besaba y acariciaba el rostro y se tendía a dormir en su rincón, en su mísero colchón.
A veces Salman oía llegar a su padre en plena noche y cómo se llevaba a su madre a la otra habitación, como si fuera una niña pequeña, y entonces lo oía pedirle perdón por sus tonterías y reír confuso. Y ella gemía en voz baja, contenta, como una perrita satisfecha.
Desde que Salman tenía uso de razón, él y su madre pasaban casi diariamente por esas duchas escocesas; hasta un domingo de primavera en que su padre, después de ir a la iglesia, se emborrachó en la taberna de la primera esquina y pegó a Mariam antes del mediodía. Su vecino Shimon acudió en su ayuda, tranquilizó a su padre y, finalmente, lo llevó a la cama.
Shimon entró de puntillas en la habitación pequeña y se apoyó, agotado, en la pared.
-Mariam, ¿sabes que la casa del tejedor que murió cerca de la capilla de Bulos está vacía desde hace medio año? -preguntó.
Ella lo sabía, igual que todas las vecinas.
-Claro -balbuceó.
-¿A qué esperas? -preguntó él, y se fue, antes de tener que oír la pregunta que la mujer llevaba en su corazón.
-Vámonos antes de que vuelva en sí -la apremió Salman, sin saber adónde ir.
Ella miró alrededor, se levantó, caminó arriba y abajo por la habitación, lanzó una mirada de preocupación a su hijo y dijo con lágrimas en los ojos:
-Ven, nos vamos.
Fuera, un gélido viento barría el albergue de caridad y negras nubes se cernían sobre la ciudad. La madre le puso a Salman dos jerséis, uno encima de otro, y se echó un viejo abrigo por encima de los hombros. Los vecinos Marun y Barakat estaban en ese momento arreglando un canalón. Les lanzaron una breve mirada, sin sospechar nada, pero Samira, que vivía al otro extremo del patio y estaba ocupada ese día cocinando, lavando y oyendo la radio, tuvo una intuición.
-¡Mis cuadernos! -gritó Salman, preocupado, cuando llegaron al portón.
Su madre pareció no oírlo, le tiró en silencio de la mano y se lo llevó de allí.
La calle estaba casi vacía esa fría tarde, de forma que llegaron con rapidez a la casita. Mariam abrió la puerta entornada. Oscuridad y un chorro de aire húmedo y mohoso les salieron al paso.
Salman sintió el miedo de su madre, porque le dolió la forma en que le apretaba la mano. Era una casa extraña. Por un largo y oscuro pasillo, la puerta conducía a un diminuto patio interior. En la planta baja, las habitaciones estaban destrozadas. Las ventanas y puertas estaban arrancadas de cuajo.
Una oscura escalera llevaba al primer piso, que había dado cobijo a un tejedor hasta su muerte.
Con cautela, Salman siguió a su madre.
El cuarto era grande pero mísero: había basura y muebles rotos, periódicos y restos de comida por todas partes.
Mariam se sentó en el suelo y se apoyó en la pared, al pie de la ventana cegada por una capa de hollín, polvo y telarañas, por la que sólo entraba una luz débil y grisácea. Se echó a llorar. Lloró y lloró, de forma que la estancia pareció aún más húmeda.
-Cuando era niña, siempre soñé que... -empezó, pero, como si la decepción de aquella ruinosa estancia hubiera ahogado la última palabra, calló y lloró en silencio.
-¿Adónde he venido a parar? Yo quería... -lo intentó de nuevo, pero también esa idea se extinguió en su lengua.
A lo lejos, un trueno hizo rodar sus pesadas piedras sobre un techo de chapa. Un fugaz rayo solar buscó su camino por una grieta entre las casas, justo antes de que el sol se pusiera. Pero, como si la miseria no le dejara espacio, desapareció enseguida.
Mariam se abrazó las rodillas, apoyó la cabeza y sonrió a su hijo.
-Soy tonta, ¿verdad? Debería reír contigo, quitarte el miedo... y en vez de eso lloro...
Fuera, el viento soplaba tempestuoso y golpeaba un canalón suelto contra la pared. Y entonces empezó también a llover.
Salman quería preguntarle si podía ayudarla de algún modo, pero ella estaba llorando de nuevo, después de haber alargado la mano para acariciarle el pelo.
Pronto se quedó dormido, en un colchón que olía a aceite rancio. Cuando despertó, estaba totalmente oscuro y fuera llovía con fuerza.
-Mamá... -susurró atemorizado, porque pensó que ella estaría lejos.
-Estoy aquí, no temas -susurró Mariam entre lágrimas.
Él se sentó y reclinó la cabeza en su regazo. En voz baja, le cantó las canciones que ella le había enseñado.
Tenía hambre, pero no se atrevía a decir nada porque le preocupaba la posibilidad de que ella se desesperase por completo. Salman no olvidó esa hambre en toda su vida, y siempre que quería decir que algo era muy largo, decía: «Esto es más largo que un día de hambre.»

De: "El secreto del calígrafo"
de Rafik Schami