Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Alucinogenia: cuento.

ALUCINOGENIA

Dean Koontz

Se despertó antes que ella y continuó tumbado, escuchando su áspera
respiración; parecía el sonido del mar contra las rocas. Empeoraría
antes de despertar. Se inclinó hacia la mesilla, tomó un cigarrillo del
paquete casi vacío, lo encendió y se sentó en la cama. Trató de no
pensar en las fuerzas que envolverían su cabeza, en los siniestros y
dolorosos poderes que estarían rugiendo allí. En la oscuridad, intentó
pensar en otra cosa.
La vista que se observaba desde la ventana era magnífica. Había estado
nevando toda la noche y el campo quedó completamente cubierto; las nubes
se entreabrían de vez en cuando permitiendo ver la luna, que iluminaba
el blanco manto. Tras la vieja encina, se extendía la carretera, que
semejaba un tajo negro sobre la blanqueada tierra. Indudablemente, los
calefactores de la carretera se habían estropeado de nuevo, ya que
algunas capas de hielo iban avanzando desde el margen. Anticuadas palas
quitanieves trataban de despejarla.
Sueños cenicientos esparciéndose en copos
descienden flotando pacíficamente;
mientras monstruos relampagueantes, armados con espadas golpean
cruelmente el cerebro

Al cabo de un rato volvió a mirar a Laurie. Tenía la cara pálida, y los
ojos cerrados y rodeados de pequeñas arrugas. Le pasó la mano por el
suave pelo negro que se extendía sobre la almohada. Ella lanzó un gemido
y oyó cómo se precipitaba el aire fuera de su pecho.
Respiraba cada vez con más dificultad. El, decidido a empezar esta vez
sin titubeos, se levantó y se puso los pantalones y la camisa.
—¡Frank! —dijo ella.
—Lo sé.
Abandonó la cama y se puso la bata que tanto le gustaba a él.
—Sacaré el coche del garaje —dijo Frank.
—¿Y la nieve?
—Parecen tenerla bajo su control. No te preocupes; te recogeré en la
puerta, dentro de cinco minutos.
—Te quiero —exclamó Laurie, mientras él desaparecía en la sala.
y extienden sus uñas, sobre el hielo...
poema tenía sentido o no. estado de ánimo. Lo repitió en pulirlo y,
quién sabe, quizá lo
No estaba seguro de si el Posiblemente era el efecto de su voz baja.
Tendría que recordarlo, incluyese en su próximo libro.
Su voz y su cara siempre le producían escalofríos, en
momentos como aquél. Cogió una linterna y el revólver, que estaban en el
cajón de las herramientas. Al salir de la casa, se guardó el arma en el
bolsillo y aspiró el aire frío; parecía cortarle los pulmones, pero lo
acabó de despejar. La senda que conducía desde la casa al garaje estaba
sin limpiar y la nieve alcanzaba allí de treinta a treinta y cinco
centímetros de espesor. La cruzó; escuchaba los ligeros silbidos del
viento y el lejano gemido de las máquinas que batallaban contra las
fuerzas de la naturaleza. La puerta del garaje se abrió al influjo de su
huella digital sobre la cerradura. Se metió en el coche, lo puso en
marcha y empezó a salir, en tanto empujaba la nieve con el parachoques
trasero. Luego hizo funcionar los calefactores de ambos parachoques. Con
el problema de Laurie, tenía que estar a punto para salir en cualquier
momento, sin importarle el tiempo ni la temperatura, y aunque los
calefactores para derretir la nieve fueran un suplemento caro, eran
necesarios.
Cuando apareció, frente a la puerta de la casa, ella ya estaba
esperándole. Subió y se acurrucó junto a él.
—¿Adonde?
—A cualquier sitio deshabitado —murmuró su vocecita—. Date prisa, por
favor. Esta vez, el ataque va a ser realmente malo.
Se derretía la nieve a medida que avanzaban; cuando llegaron a la
autopista el coche tomó el desvío que salía de la ciudad. Entonces él
dejó el control del auto al piloto automático, mientras besaba y
acariciaba las mejillas de Laurie.
Diez minutos más tarde, mientras el coche bajaba una rampa, una de las
luces del piloto empezó a bizquear para avisarle de que tenía que tomar
el control manual. En algún lugar del coche, comenzó a sonar un zumbador
por la misma razón. Dobló a la izquierda, por una carretera secundaria
bastante menos despejada de nieve que la superautopista. El hielo
avanzaba sobre sus bordes y la dejaba reducida, en muchos sitios, a la
mitad de su anchura. Mantuvo el acelerador a fondo, casi peligrosamente.
Ella estaba quejándose...
Tenía mal aspecto; estaba llegando rápidamente al punto crítico, al
momento en que los poderes psíquicos alcanzaban el punto máximo de
tolerancia y luego estallaban violentamente. Laurie era una esper; pero
esto era todo lo contrario que una ventaja, pues no podía gobernar su
propia energía psíquica. No podía liberarla hasta llegar al punto
crítico; y una vez alcanzado éste, tenía pocos segundos para
desprenderse de ella.
Se alegraba de haber instalado en el coche los descongeladores. Algún
día, pensó, todo el mundo los tendría. Entonces, las máquinas
quitanieves y los calefactores de las carreteras serían innecesarios;
los descongeladores evaporaban los cristales de nieve e iban dejando
tras de sí una estela de vapor que el frío viento de la noche
reconvertía rápidamente en hielo.
—Nos alejaremos un poco más —dijo él.
Laurie murmuró algo...
Se arriesgó a desviar la vista de la carretera y dirigirla hacia ella.
Quedó asustado, como siempre, por el tono blanco verdoso que iba
adquiriendo su atractivo rostro. Le recordaba a los muertos. Le hacía
sentir escalofríos.
—Aguanta un poco más —dijo Frank.
De pronto, el coche empezó a patinar. Sujetó desesperadamente el
volante. Quedaron atascados en un montón de nieve y los descongeladores
tardaron unos minutos en poderles liberar. Continuó unos dos kilómetros
más, sin ver ninguna casa; así que giró y se metió en lo que parecía ser
un campo de trigo, liso ahora y cubierto de nieve. Los descongeladores
estaban funcionando a toda potencia. Avanzó, despacio, por el camino que
éstos le abrían hacia el borde del bosque que empezaba en uno de los
extremos del campo y se perdía en la distancia. Cuando llegaron al
bosque, frenó y apagó las luces. No se les podía ver desde la carretera,
a causa del fondo oscuro que ofrecían los árboles.
Se sentó con ella sobre la nieve, junto a un árbol. Ella había alcanzado
el punto crítico.
—Vale —exclamó—; no hay nadie aquí.
Ella gimió otra vez... Su respiración se convirtió en un angustioso
jadeo. La nieve empezó a derretirse a su alrededor y a los dos minutos,
ya había desaparecido en un círculo de más de dos metros de diámetro. La
tierra se convirtió en barro hirviente...
Recuerdo salas empapeladas
y con un gran reloj de pared
que tocaba las horas
como una voz que dijese:
«Te daré un dólar por diez centavos.»
Recuerdo cocinas soleadas
al empezar la tarde;
cien mil fragancias
del cucharón de mi madre...
Desconectó el magnetófono y quitó la cinta para devolverla a su estuche.
Era la emisión del sábado, que sería retransmitida por ciento dos
emisoras de frecuencia modulada. Quince minutos de poesía, crítica y
música. Se sentía un poco amargado por la emisión y se preguntaba
cuántos la escuchaban con atención y cuántos reían. Pensaba que muchas
de las artes no estaban hechas para los medios de comunicación de masas.
—¡Frank! —Laurie entró en la habitación esparciendo un suave perfume y
con un vestido estampado de vivos colores; llevaba recogido su pelo
oscuro con una cinta roja—. ¿Has visto el periódico de esta mañana?
Sí, había visto los titulares: «Un alucinógeno en la vecindad». Y
debajo: «La policía comienza la búsqueda». Hablaba del campo Crockerton,
donde se había evaporado la nieve; la tierra aparecía revuelta, como si
hubiese hervido, y los árboles rotos y quemados. También decía que sólo
una cosa podía haber provocado todo aquello y que se estaba buscando a
una persona alucinógena.
—No te preocupes —contestó él.
—Pero dicen que la policía está investigando en un radio de veinte
kilómetros.
La sentó sobre sus rodillas y la besó.
—¿Y qué pueden encontrar? Soy un poeta contribuyente al partido; el
partido es antiesper. Hacemos vida normal. Nunca hemos manifestado
desaprobación ante el castigo de personas alucinógenas.
—Es igual —dijo ella—. Yo estaría preocupada.
También lo estaba Frank.
Fue al mediodía cuando llegó la policía. La estuvieron observando por la
mirilla de la puerta principal, mientras se aproximaba a la casa.
—Será sólo para preguntar cosas de rutina, alguna inspección sin
importancia —comentó él.
No importaba. Ella estaba temblando y se retiró a la cocina. Pero él
esperó, aunque dejó que llamasen dos veces antes de abrir la puerta. No
quería aparecer preocupado y necesitaba esos pocos segundos para
conseguir simular una sonrisa.
—¿Quién es?
—Inspector de policía Jameson; y su asistente, androide «T» — dijo el
detective, señalando aquella parodia de hombre que tenía junto a él.
—¡Oh!, es a propósito de la persona alucinógena de la que se habla en
los periódicos, ¿verdad? Entre usted, inspector... y también su autómata...
Les condujo a la sala. El inspector y él se sentaron, pero el robot «T»
permaneció de pie. Los copos de nieve que habían caído sobre su piel
metálica estaban derritiéndose y mojaban la alfombra, tras dejar una
marca húmeda hasta la altura de la barbilla.
—Tiene usted un bonita casa, señor Cauvell.
—Gracias.
—¿Es aquí donde escribe sus poemas?
Frank miró la mesa, afirmando. Allí solía escribirlos.
—Soy un gran admirador suyo. Aunque debo confesarle que no siempre me
gustan sus composiciones en verso libre.
Respiró con más facilidad. Ciertamente, aquél no era un policía duro,
brutal. En realidad, parecía más bien tímido. «Ni siquiera puede mirarme
directamente a los ojos», pensó Cauvell.
—¿Está su esposa en casa?
Su corazón pegó un salto, pero no dudó ni un momento sobre lo que tenía
que hacer.
—Sí, está aquí. ¡Laurie! —gritó, quizá demasiado fuerte.
Ella vino de la cocina y se quedó de pie, junto a la silla donde él
estaba sentado, mirando desconfiadamente al androide. ¿Se estaría dando
cuenta «T» de sus sospechas?
—Siéntese, por favor, señora Cauvell —dijo Jameson.
Entonces se dirigió a los dos.
—Estamos realizando una investigación en la vecindad y nos gustaría
hacerles unas cuantas preguntas.
Ambos asintieron.
—«T» —dijo Jameson.
La garganta del androide pareció vibrar por un momento y se escuchó una
profunda voz, emitida por un pequeño altavoz que se encontraba escondido
en su duro cuello.
—«Esta entrevista está siendo grabada. ¿Son ustedes conscientes de ello,
señor y señora Cauvell?»
—Sí —respondieron los dos.
—«Toda la información que aquí se grabe puede ser usada ante un
tribunal. ¿Son ustedes conscientes de ello, señor y señora Cauvell?»
—Sí.
—«Habla el androide "T", de la división de la policía ciudadana,
cooperando con el inspector Harold Jameson. Señor Cauvell, un
alucinógeno es una persona nacida de padres cuyos genes fueron alterados
por el uso de la LSD 25. Estas personas se deforman física o
mentalmente. ¿Comprende usted el término "persona alucinógena"?»
—Sí.
—«¿Y usted, señora Cauvell?»
—Sí.
—«Las personas deformadas físicamente son cuidadas por el Estado. Las
personas alucinógenas que nacieron con el defecto congénito de
sensibilidad ESP, son un peligro para el Estado y no pueden ser
ciudadanos con plenitud de derechos. A causa de la naturaleza de su
poder, que puede ser estudiado tan sólo en su punto crítico, y en el
cual dicho estudio es demasiado peligroso para ser llevado a cabo,
muchos de estos mutantes deben ser dados al sueño humanamente.
¿Entienden esto, señor y señora Cauvell?»
Ellos dijeron que lo entendían. Las formalidades se habían acabado.
—«Tenemos razones para creer en la existencia de una persona alucinógena
en esta zona. ¿Tiene alguno de ustedes conocimiento de dicha persona?»
Dijeron que no.
—«¿Alguno de ustedes abandonó su casa la pasada noche?»
—No.
—«¿Cómo es que la entrada a su garaje y la salida a la autopista se
encuentran limpias de nieve?»
—Vimos al venir —dijo Jameson— que la entrada de su garaje aparecía como
limpiada por descongeladores de nieve.
—Salí esta mañana a realizar unas compras —contestó Cauvell, quizá con
demasiada rapidez.
—¿Hace usted sus propias compras? —preguntó Jameson, levantando las cejas.
—Sí.
Cauvell se sintió súbitamente contento de no haberse convertido nunca en
una persona completamente moderna. Menos de la quinta parte de la
población compraba personalmente sus propios comestibles. Las secciones
de empleados-robots, que tomaban los encargos por teléfono, habían
deshumanizado las compras casi por completo. A Cauvell, sin embargo,
siempre le había gustado ver la carne antes de comprarla. Quizá por su
paladar exigente.
—«El padre de la señora Cauvell era un catedrático de Universidad —dijo
"T" con voz chirriante—. Los profesores universitarios de los años
setenta eran a menudo bastante liberales y tan ansiosos como sus alumnos
por experimentar nuevos productos. Señora Cauvell, ¿tomó su padre LSD 25?»
Se habían preparado, hacía ya mucho tiempo, ante la posibilidad de
preguntas de este tipo. Habían convenido que decir una verdad parcial
era mejor que una mentira completa.
—Creo que la probó dos veces, ambas con malas experiencias —dijo Laurie.
Cauvell empezó a tranquilizarse ante las respuestas firmes y serenas de
su esposa.
—«¿Era un consumidor habitual de la droga?»
—No.
—¿Cómo puede usted tener esa seguridad? —preguntó amablemente Jameson.
Cauvell se dio cuenta de que Jameson podía ser cualquier cosa, pero no
tonto, ni tímido. El era el jefe de «T», y algunas veces sus preguntas
tocaban muy cerca de la diana.
—Mi madre me habló de ello —respondió Laurie—. Mi padre murió cuando yo
tenía siete años y mi madre se pasó el resto de su vida contándome todas
las cosas que él solía hacer. Escuché todas esas historias miles de
veces. No pude olvidarlas. El tomó LSD en dos ocasiones y tuvo
desagradables experiencias en los «viajes» respectivos.
—«¿A qué partido pertenecen?» —preguntó «T».
—Al que ha permanecido en el Gobierno los últimos trece años, al Partido
Constitucional Moderado.
Cauvell trató de aparentar orgullo, mientras tragaba su angustia.
—«¿Y por qué se unieron al partido?»
—Porque temíamos a los países comunistas y nos dimos cuenta de que las
tendencias subversivas en nuestro país debían hacerse abortar.
—«¿Y ustedes no han visto ni tenido noticias de la existencia de alguna
persona alucinógena?»
—No, ninguna.
—«¿Fue grabada esta entrevista con su consentimiento, señor y señora
Cauvell?»
Contestaron que lo había sido. La voz del androide desapareció tras
hacer su cuello un murmullo extraño y, por fin, quedó absolutamente
silencioso. El inspector Jameson se levantó.
—Siento haberles molestado. Muchas gracias por su cooperación; han sido
ustedes muy amables.
—Ha sido un placer —contestó Frank.
—Espero que encuentre al mutante —dijo Laurie.
Estuvieron observando por la mirilla cómo el inspector y el androide se
metían en el coche de policía, que salió a la carretera y se fue
haciendo más y más pequeño, hasta que desapareció a lo lejos.
El aspecto del cielo indicaba que pronto comenzaría a nevar de nuevo.
En algún sitio se escondió un joven mutante, temblando.
No pudo aguantar más, perdió los nervios; corrió.
Corrió hacia los brazos del androide. Los ojos del hombre de metal eran
joyas, mientras las lágrimas de los suyos se le helaban en las mejillas.
Dio la vuelta, pero encontró a otros detrás de él. No había sitio por
donde escapar. Desató sus fuerzas psíquicas contra ellos. Los vio
elevarse en llamas, vio derretirse sus caras y
humear sus entrañas.
Pero aún quedaban más. Y no esperaron. Aparecieron cañones en sus
caderas. Surgió el fuego; las llamas lo envolvieron, lo tragaron, lo
digirieron.
Todo mientras caía la nieve... pequeñas balas blancas...
—Han cogido a un pobre diablo —dijo Laurie y le mostró el diario.
Frank lo miró; «Un alucinógeno lucha con la policía». No «lucha con
robots», pues eso sería demasiado crudo. Haría parecer la noticia como a
favor de los mutantes. Cauvell estaba seguro de que ni un solo policía
de carne y hueso había estado a menos de cien metros del muchacho.
—Fue por mi culpa —dijo Laurie.
—Es absurdo que digas eso. ¿Cómo ha podido ser por tu culpa?
—No nos ocultamos lo suficiente. Dejamos una enormidad de pistas que les
facilitó empezar la búsqueda.
—Pero era una emergencia. Nos habrías matado a todos si hubieses tratado
de aguantar un momento más esa fuerza.
—Es igual; es posible que ellos no hubiesen cogido al perseguido si
nosotros...
—Olvídate de eso. ¿Qué hay para cenar? —preguntó él con naturalidad.
—Spaghetti...
A la noche siguiente hubo lomo de cerdo, y a la otra cenaron carne
asada. Pero a la tercera noche, Frank despertó al oír la áspera
respiración de ella.
—Laurie...
Estaba despierta y contestó:
—Sí...
—¿Por qué no me has despertado? —Se levantó de la cama y empezó a vestirse.
—¿Frank?
—¿Qué? Date prisa y vístete.
—Frank, quizá fuese mucho mejor si dejaras que esto acabara conmigo.
Paró de abrocharse la camisa y se volvió para quedar frente a ella. Sólo
podía ver el vago perfil de su pequeña, pero femenina figura, realzada
por las sábanas. Su cabellera extendida como hilos de seda destacaba
sobre la almohada. Avanzó hacia ella y le cogió la cara.
—¿Qué quieres decir con eso?
Entonces ella empezó a llorar.
—¿Acaso no me amas? —preguntó él.
Laurie trató de contestar, pero sus palabras eran sólo suspiros.
—Ten calma y vístete de una vez —dijo él cariñosamente.
Frank salió. Ya en la cocina, cogió el revólver del cajón. Fuera, el
cielo estaba claro y el viento, fuerte, azotaba la nieve. Cuando
acercó el coche a la puerta, ella ya estaba esperando.
—¿Adonde iremos? —preguntó Laurie.
—Más lejos que la otra vez, pero ésta nos cubriremos bien.
La Navidad se acercaba. Pensaba en ella mientras conducía: en las
fiestas y en las velas que se encenderían en altares y ventanas. Pensó
también en Cristo, descendiendo de su cruz, y en lo que hubiese podido
escribir Ferlinghetti de haber estado casado con una persona alucinógena.
Ya hacía bastante rato que habían salido de la ciudad y luego echaron
por un camino para avanzar unos cuantos kilómetros más. Salió de él,
cruzando un arroyo seco que se introducía entre los árboles y llegaron a
un claro en el centro del bosque. Se encontraban a unos cinco kilómetros
de la carretera y ocultos a la vista por todos lados, excepto por la
parte de arriba. Cuando salieron del coche, oyeron el motor de un
helicóptero, que trepidaba en algún lugar del cielo, sobre sus cabezas.
De pronto, pareció hacerse de día: el helicóptero, con sus luces como
los ojos de un insecto monstruoso, aterrizó en el claro.
—¡Frank!
La empujó hacia el coche y se puso al volante.
—«Por favor, no traten de escapar...» —Era la voz de «T».
Sólo tenían dos posibilidades: dar marcha atrás —que sería desastroso en
un terreno tan desigual— o bien pasar por en medio de ellos. Jameson,
«T» y otro androide que llevaba pintadas las letras JJK estaban cruzando
el campo con la nieve a la altura de las rodillas y las armas dispuestas
a disparar.
Frank bajó la ventanilla.
—¿Qué quieren? —les preguntó.
—Si usted fue de compras esa mañana, ¿cómo es que ningún tendero, en
varios kilómetros a la redonda, tenía factura de su compra?
«T» se encontraba a veinte metros, justo enfrente del coche.
Apretó a fondo el acelerador, puso las barras descongeladoras al máximo
y percibió el golpe en el momento en que «T» caía bajo las ruedas;
cuando atropelló al segundo androide, pudo comprobar de un vistazo que
el atropello le había arrancado un brazo. No podía escapar rápidamente,
a través de la nieve, puesto que las barras descongeladoras no serían
capaces de trabajar con la velocidad suficiente. Giró en redondo y
aceleró hacia el sendero que las barras habían abierto a su llegada.
Pasó velozmente junto a Jameson, quien tuvo que saltar para evitar al
vehículo. Los dos androides yacían, averiados, en el suelo.
—¡Somos libres! —exclamó Frank.
En aquel momento el vibro-láser disparado por Jameson dibujó un limpio
orificio en la ventanilla trasera y golpeó a Laurie en la sien. Cayó
sobre Frank, mientras su oído comenzaba a sangrar.
Frank podía personificar poéticamente a la luna: La luna se esparcía
majestuosamente; podía convertir a una chica en rosa: Ella era una rosa,
gentil y dulce. Podía hacer metáforas, conseguir sonrisas, planear
tantas aliteraciones para tantas líneas, pero no podía conseguir que el
oído de Laurie dejase de sangrar. Podía, sí, elevarse en la mañana como
un dragón que surgiera del mar, pero impedir que la sangre de Laurie
siguiera fluyendo estaba más allá de sus poderes. Ella estaba estirada
en el asiento de atrás, boca arriba, pálida y fantasmal, bajo los rayos
de la luna que se filtraban a través de la ventanilla. Cauvell se apretó
más el cinturón de seguridad y cogió el volante con furia. ¿Adonde?
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que todas las carreteras estuviesen
bloqueadas? Se encontraban ya a más de veinte kilómetros del bosque,
pero el mundo se había reducido muchísimo en pocos años y esa distancia
no era nada. La solución consistía en encontrar un pueblo pequeño; con
el revólver obligaría a cualquier doctor a cuidarla, y escondería el
coche en su garaje. Salió de la carretera principal y se introdujo en
otra, estrecha y zigzagueante, en la que las ruedas volvieron a morder
la nieve.
La sangre seguía goteando de un oído de Laurie.
Caldwell, cuarenta y siete kilómetros...
Caldwell, solamente treinta y cuatro...
Estaban a dieciocho kilómetros de Caldwell, cuando el helicóptero volvió
a aparecer sobre las copas de los árboles, que cubrían gran parte de la
carretera. Inmediatamente el coche quedó bañado por una luz amarilla.
Dobló a la derecha y luego a la izquierda, tratando de desprenderse del
foco, pero aumentaron su ángulo y éste abarcaba ahora ambos lados de la
carretera; las balas empezaron a marcarse en el asfalto, frente al
coche. Una de ellas rebotó en el techo; unos cuantos disparos de
vibro-láser hicieron hervir trozos de asfalto alrededor del vehículo
fugitivo. Entonces, cesó la luz súbitamente y no se oyó el batir de los
rotores del helicóptero.
Quitó el pie del acelerador, bajó el cristal y escuchó. No se volvía a
oír el «blap-blap» de las palas del helicóptero batiendo el aire. Se
había ido; sí, había desaparecido por completo. Sin embargo, no parecía
como si simplemente se hubiese alejado. «Quizá se habrá estrellado»,
pensó Frank, si bien no había habido explosión ni ningún sonido que
indicase un golpe contra el suelo. Subió el cristal y siguió avanzando.
La policía ya lo tenía localizado cerca de Caldwell y ahora ya no podría
parar en el pueblo. A unos setenta kilómetros más lejos, se encontraba
Steepleton.
Miró hacia atrás y su estómago se encogió al ver el estado de Laurie,
agonizante, y el rostro de un color amarillo oscuro. Apretó a fondo el
acelerador.
Steepleton, cincuenta y siete kilómetros...
Steepleton, ahora solamente cuarenta y tres...
En los arrabales de esa ciudad había un bloqueo de carretera. Siete
hombres, siete androides. Y ellos comprendían perfectamente de quién era
el coche que se acercaba y tenían las armas dispuestas.
La muerte no es nadie, envuelta en vestiduras negras, baboseante. La
muerte no puede verse...
¡No se puede!
Y sin embargo, su mundo era un cementerio. La luna se desliza en lo
alto, sobre nubes como mortajas rasgadas que baten fieramente al son de
los vientos de los árboles muertos. Llegó a la cumbre de la montaña,
donde el aire frío y la nieve lo obligaron a bizquear.
—Buenas noches —le saludó el director de pompas fúnebres.
Dio las buenas noches...
—Polvo al polvo —dijo el embalsamador, sentado en una aguja de iglesia.
—Cenizas sobre cenizas —dijo él sepulturero.
El pasó sin hacerles caso. Continuó adelante, hacia la cumbre, donde se
encontraba el sepulturero mordiendo el cielo como si fuese un diente
roto. En algún sitio sonaba un tambor, en otro una campanilla que
pasaba... Empujó la pesada puerta con el hombro; las oxidadas bisagras
se estremecieron, las oyó rechinar y las ratas corrieron en el interior.
Pisó la entrada, iluminada por la luna, y avanzó hacia el sarcófago. La
habían enterrado en un ataúd de piedra caliza, para facilitar la
descomposición del cadáver.
Esto le llenó de rabia. Abrió el inmenso cerrojo y vio su cara pálida.
Tiernamente, la sacó y la colocó sobre la tabla de mármol que se
encontraba a su lado.
En algún sitio sonaron las campanadas, al revés; en algún sitio se
cantaba, al revés.
Y él cantaría un responso que haría de panegírico...
«Porque la luna nunca alumbra sin traerme ensueños de la hermosa Annabel
Lee.
Y las estrellas nunca aparecen excepto en los ojos
de la bella Annabel Lee,
Y así por siempre descanso al lado de mi amada,
de mi amada, mi vida y mi esposa,
en su sepulcro allí junto al mar. En su tumba allí junto...»
Steepleton había quedado atrás y continuaba sin haber huellas de una
persecución de la policía...
Apartó el coche de la carretera. ¿Acaso estaba perdiendo la razón? Había
policías en la carretera, ¿no? ¿Dónde se hallaba en realidad, en la
policía o en el cementerio? En la policía, sin duda alguna; él no era
Edgar Allan Poe, que dormía con su amante muerta. Además, su mujer no
estaba muerta. Se volvió a mirarla. Su cara estaba contraída, como si
estuviera sufriendo. La llamó. Por unos segundos, le pareció que había
contestado, pero ella no había movido los labios. Miró de nuevo hacia
adelante. Quedaban dieciocho kilómetros hasta Kingsmir. ¿Qué sucedería
allí? ¿Volvería de nuevo la pesadilla del cementerio? ¿Habría más cosas
extrañas? De pronto, se acordó de la desaparición del helicóptero y se
estremeció. Volvió a entrar en la carretera.
...Despertó y la besó en el cuello.
El negro pelo se deslizaba sobre sus desnudos hombros y senos y se
rizaba en sus orejas rosadas...
Ella le devolvió el beso...
Yacía en un ataúd..., a veces templada y viva, otras fría y putrefacta.
...Se volvió a oír el sonido de un helicóptero... De pronto, desapareció
en un mundo donde los hombres jamás habían aprendido a volar...
Entonces, volvió persiguiendo una cantera desaparecida cuando el mundo
había sido diferente durante unos minutos...
Tumbas... ¡Click!
Una cama caliente y cuerpos templados... ¡Click!
¡Click! ¡Click!
Frank despertó a la realidad, unos dos kilómetros más cerca de Kingsmir.
¡De pronto, comprendió! Aparcó el coche en la cuneta y pasó por entre
los asientos delanteros hasta donde ella estaba tumbada. Le pasó una
mano por la cara; y luego la colocó bajo la barbilla y le tomó el pulso.
¡Laurie estaba cambiando la realidad! En el estado de coma en que se
encontraba, sus poderes psíquicos se estaban disipando gradualmente, en
lugar de estallar con violencia. ¡Estaba bajo control! Y no eran simples
poderes de teleportación y lectura del pensamiento; eran poderes que
podían variar las más esenciales bases de la vida. Un rato antes había
creído que imaginaba escucharla; ahora sabía que le había contestado.
¡No tenía necesidad para ello de usar los labios!
—Laurie, ¿puedes oírme?
Hubo una respuesta lejana y tuvo que concentrarse para comprenderla.
—Laurie, tú escuchaste el helicóptero y sentiste la presencia de los
guardias en el bosque y en la carretera, así es que cambiaste la
realidad de las cosas durante un rato, hasta que el coche, moviéndose
independientemente de ambos mundos, pasó de
largo. ¿Es esto lo que hiciste, verdad?
Oyó un «sí» lejano.
—Escucha, Laurie; el cementerio es un sueño disparatado. Muy poético,
pero disparatado. El otro. Ese en el que estamos en la cama, Laurie.
Le acarició la barbilla y le rogó que se concentrase. Oyó sirenas en la
carretera y empezó a hablar más de prisa...
Le habló de un mundo en el que jamás habían existido mutantes
alucinógenos. Sí, de un mundo en el que todos eran normales.
Despertó antes de que ella lo hiciese y continuó tumbado, escuchando su
áspera respiración; parecía el sonido del mar contra las rocas.
Empeoraría antes de despertar.
La vista que se observaba desde la ventana era magnífica. Había estado
nevando toda la noche y el campo quedó completamente cubierto; las nubes
se entreabrían de vez en cuando permitiendo ver la luna, que iluminaba
el blanco manto. Tras la vieja encina, se extendía la carretera que
semejaba un tajo negro sobre la blanqueada tierra. Indudablemente los
calefactores de la carretera se habían estropeado de nuevo, ya que
algunas capas de hielo iban avanzando desde el margen. Anticuadas palas
quitanieves, trataban de despejarla.
Por alguna razón, le parecía revivir esta escena. Era como si todo fuese
un eco extendido.
Sueños cenicientos esparciéndose en copos
descienden flotando pacíficamente;
mientras monstruos relampagueantes, armados con espadas
golpean cruelmente el cerebro
y extienden sus uñas,
sobre el hielo...
No estaba seguro de si el poema tenía sentido o no. Incluso, éste le
sonaba vagamente familiar. Lo repitió suavemente.
—¡Frank! —dijo ella.
—Lo sé.
Abandonó la cama y se puso la bata que tanto le gustaba a él.
—Sacaré el coche del garaje —dijo Frank.
—¿Y la nieve?
—Parecen tenerla bajo su control —dijo, y parecía como si esto también
se repitiese.
—Te quiero —exclamó Laurie, mientras él desaparecía de la sala.
Su voz y su cara siempre le producían escalofríos, en momentos como
éste. Sin embargo, esta vez se prolongó y subiendo por la espina dorsal
hasta llegarle a la cabeza, pareció esparcirse por cada uno de sus nervios.
¿De qué estaba asustado? ¿A qué se debía este sentimiento de
familiaridad? Temía por Laurie más de lo corriente. Después de todo,
estar encinta era una cosa normal. Deseaba con toda su alma que fuese
una niña. Entonces, mientras iba en busca del coche, dejó de sentir los
escalofríos. Se encontraba bien; el mundo era estupendo y había
desaparecido ese sentido de familiaridad. De pronto, todo se había hecho
diferente y las cosas parecían como nuevas...
FIN
Título original: The psichedelic children ©1968 by Mercury Press.
Traducción: J. Piñeiro, E. Losada, J. De la Torre.
Aparecido en: Ciencia ficción 4° selección - Editorial Bruguera - 1971.
Edición digital: Sadrac.