Texto publicado por Germán Marconi

De lo que estoy leyendo y la imbecilidad de los que ordenan las guerras

En el año en que se conmemora el centenario de una de las guerras más espantosas y devastadoras de la historia humana, comparto con ustedes un capítulo de un libro que,por su título, me llamó la atención.

amante de la historia y de la lectura como soy(son dos amantes que se llevan bien entre ellas, y no me causan más que placeres) decidií descargarlo de la Biblioteca de Tiflolibros y - habiéndome encontrado con un capítulo que pinta de colores majestuosos y escalofriantes a la vez el espanto de la guerra y la humanidad de algunos de sus protagonistas, en tanto deja clara la inhumanidad de otros, los que mandan y deciden quién muere, les dejo aquí el texto. Es un tanto extenso, pero juro que vale la pena leerlo, como también así hacerlo con el libro entero, aunque aún no vaya ni por la mitad.
Saludos cordiales, con el deseo de que ninguna guerra deban enfrentar jamás!

Ger.

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Nochebuena de 1914. Frente de Ypres. Sector del Bridoux-Rouge, defendido por británicos de la séptima división de los húsares de Northumberland.

Los soldados están de enhorabuena. En esta fecha tan entrañable y familiar que pasarán fuera de sus hogares, el ejército los obsequia con una cena especial: sopa de col, salchichas ahumadas, empanada de carne y riñones, pastel de manzana, sidra y medio litro de whisky por cabeza. Un banquetazo si se compara con el rancho habitual, que es pura bazofia.

En alguna chabola suena una gaita escocesa. Su música distante llega hasta el puesto avanzado de escucha que ocupa el centinela Tom Brough.

Embutido en el grueso tabardo de paño que conserva el calor del compañero al que relevó, envuelta la cabeza en una bufanda que le llega hasta los ojos, el gorro de lana embutido hasta las cejas, Tom vigila la trinchera alemana distante sólo sesenta metros.

En la noche sin luna, el centinela escucha más que ve. Le ha parecido percibir algún sonido, como si reinara cierto trasiego en la trinchera enemiga. Además, una luz difusa se refleja levemente en la niebla cada vez que alguien aparta la cortina para entrar o salir de un refugio. El centinela redacta mentalmente el parte que va a escribir dentro de un par de horas, cuando lo releven: «Cierta actividad en la trinchera enemiga». Una duda lo asalta. ¿No estará incurriendo en negligencia, no debería avisar inmediatamente al sargento?

Tom intenta tranquilizarse. No es probable que los alemanes estén preparando un ataque en fecha tan señalada, y menos de noche, pero tampoco se puede descartar. Con los fritzs nunca se sabe. Hay que permanecer alerta.

De pronto varias lucecitas, como de candelas infantiles, se elevan de la trinchera alemana. Son claramente visibles a través de la niebla. No se trata de bengalas, porque apenas se alzan a un metro de altura. Tom empuña el cable de alarma. Acaricia nerviosamente el pulsador con la yema del pulgar. ¿Qué traman los fritzs? En otro segmento de la trinchera se elevan más luces. ¿Lamparillas?
Tom se esfuerza en distinguir de qué se trata.

—Parecen... No parecen: son. ¡Son árboles de Navidad!

En la trinchera alemana van creciendo los árboles de Navidad, pequeños abetos triangulares, oscuros. Docenas de ellos. Diminutos árboles de Navidad, con lamparillas colgando de las ramas, brillan cada pocos metros, por encima de los parapetos, a lo largo de la trinchera. Al propio tiempo se oye una música de gramófono y un centenar o más de gargantas entonan a coro el villancico Stille Nacht, heilige Nacht, «Noche de paz».

La letra está en alemán, pero la música es universal.

Tom está decidiendo qué hacer, si oprimir el botón de la alarma o qué, cuando su sargento llega hasta él por el estrecho conducto que comunica con la trinchera.

—¿qué pasa, soldado?

—Los fritzs, que cantan villancicos y ponen árboles de Navidad.

La noticia corre por las chabolas de las trincheras inglesas. Salen los hombres a mirar las luces y a escuchar los cánticos del enemigo.

—Esos cabrones tienen hasta árboles de Navidad —comenta uno después de observar con los prismáticos.

Un grupo de galeses, todos gente coral, arranca a cantar el villancico Deck the halls, tan popular en su tierra. Los ingleses se animan y cantan los suyos; y los escoceses los de su añorada patria.

Con una bocina, un cabo de la trinchera inglesa grita hacia las luces alemanas:

—¡Eh, los vecinos!: ¿os sabéis Morgen, Kinder, wird’s was geben?

Silencio. Los coros se interrumpen en las dos líneas. Deliberaciones en la trinchera alemana.
Medio minuto después llega la respuesta, en vacilante inglés, amplificada por otra bocina:

—Claro. Os lo vamos a cantar.

Un coro bien afinado entona:
«Wie wird dann die Stube glänzen
von der grossen Lichterzahl!

Schöner, als bey frohen Tänzen
ein geputzter Kronensaal.
Wisst ihr noch, wie vor’ges Jahr
es am heil’gen Abend war»

(«La sala brillará, con tantas luces
más bonitas que los bailes felices en los palacios rutilantes.
¿Te acuerdas de la Nochebuena del año pasado?»).

La evocación de la Nochebuena anterior, cuando reinaba la paz en Europa, pone un nudo en muchas gargantas. Brillan las lágrimas en los ojos de los fritzs que, como sus hermanos de desventura, los tommies y los poilus, acudieron a la guerra pensando que sería poco más que un paseo militar, que para Navidad estarían de regreso en casa contando cómo habían desfilado triunfalmente en Berlín o en París.

—Ahora os cantamos uno de los nuestros —informa el inglés de la bocina.
Y los galeses entonan:

Boar’s Head Carol.
Así pasan la noche, intercambiando villancicos, músicas, cánticos. En las dos trincheras hay acordeones que acompañan con música.

El alba empieza a clarear sobre el devastado paisaje cubierto por un sudario de escarcha. Algunas banderas blancas se alzan en la trinchera alemana. Unos y otros se vigilan en silencio a través de la torturada tierra de nadie, en la que cadáveres descompuestos exhalan el hedor de la muerte. Después de un momento, un corpulento alemán tocado con gorro de lana antirreglamentario, de los que tejen con amor las madres, las esposas o las novias, asoma la cabeza y agita un palo en cuyo extremo ha prendido un trapo blanco. Después se atreve a salir completamente. Desarmado, sortea las alambradas con parsimonia, cuidando de no engancharse los pantalones en las púas de acero. Avanza hacia el enemigo por la tierra de nadie agitando el trapo blanco. Otros camaradas lo imitan y van apareciendo detrás del parapeto festoneado con árboles de Navidad.

De la trinchera inglesa emergen otros soldados. Los indecisos se animan, intercambian sonrisas nerviosas; ¿por qué no? Es Navidad. Salen a recibir a los alemanes en tierra de nadie. Uno que chapurrea el idioma del káiser grita saludos. El alemán corpulento le responde en pasable inglés.

—How are you?

—Hallo!

—Guten morgen!

Los dos grupos que hasta ayer se mataban se encuentran a mitad de camino en medio de la desolación, entre embudos cenagosos, cadáveres semienterrados y chatarra bélica oxidada.
Alemanes e ingleses se contemplan, astrosos, barbudos, sucios, tan parecidos si no fuera por el uniforme, tan humanos, tan distintos de como los presentan las caricaturas de la propaganda.

Están a la distancia del cuerpo a cuerpo, pero esta vez sin bayonetas. Y ahora, ¿qué?

Después de un momento de vacilación, un inglés pelirrojo extiende la mano hacia el bávaro que tiene delante. El bávaro se la estrecha y mira a sus compañeros, sonriente, como si hubiera culminado una hazaña. Los otros se apresuran a imitarlo. Los enemigos de ayer cruzan sonrisas y saludos que entienden más por el tono que por el significado. El inglés rubicundo hurga en su bolsa de costado, donde suele llevar las granadas, y extrae una tableta de chocolate que recibió ayer con el aguinaldo navideño de la novia. Reparte las onzas entre los alemanes. Uno de los alemanes lleva un mazo de salchichas dentro de un papel parafinado. Las distribuye entre los ingleses. Un escocés saca una petaca de whisky.
Los alemanes la pasan de mano en mano y van dando tragos prudentes para que alcance a todos.

—Gut! —aprueba uno chasqueando la lengua.

—Yes, yes, very good.

En un momento intercambian cigarrillos, cerillas, mecheros, monedas, navajitas, incluso botones que se arrancan del uniforme, los botones metálicos con el emblema del regimiento, como recuerdo de la insólita reunión. Se muestran fotos de familia, la novia, la madre, los hijos.

Pasan así el día. Los que al principio no se atrevieron a salir se deciden y se unen a los otros. Hay un trasiego de las trincheras a la tierra de nadie para intercambiar saludos, recuerdos, productos escasos en el otro lado, para constatar que son gente normal, buena gente tal vez, que por circunstancias de la vida, más vale no ponerse a analizarlo, se ve obligada a matarse en una guerra absurda. Los tommies y los fritzs, hijos del pueblo unos y otros, labradores, pequeños empleados, artesanos, obreros, funcionarios, aprendices..., tienen mucho más en común entre sí de lo que pueden tener con los generales o los políticos que los han implicado en esta mortal aventura, los que en este momento, lejos del frente, de los piojos y de las ratas, estarán celebrando una Navidad tan distinta,con mesas bien provistas, en cómodas mansiones caldeadas, cerca de sus mujeres y de sus hijos, en familia. 94

No todo es jolgorio y fiesta. También se retiran los cadáveres que infectan la tierra de nadie, cada bando los suyos, para darles digna sepultura. Algunos tan descompuestos que se deshacen en pedazos al arrancarlos del barro.

Durante todo el día siguen confraternizando alemanes e ingleses en la tierra de nadie. Un grupo improvisa una pelota de trapo y disputa un partido de fútbol, unos treinta jugadores por bando, entre el regocijo y los comentarios jocosos de los espectadores. Alguno más técnico lamenta el deplorable estado del césped, todo lleno de embudos de granadas y sembrado de cascotes.

A la caída de la tarde, cada cual regresa a su trinchera y recupera su fusil. Los sargentos establecen los turnos de centinela y escucha. La rutina de cada día.

Inevitablemente se divulga la noticia de lo ocurrido en el frente y llega a oídos del alto mando y de los generales y oficiales de rango superior, muchos de ellos pertenecientes a aristocráticas e ilustres estirpes militares que llevan generaciones viviendo de la guerra.

No les hace gracia, ni alcanzan a ver el lado humano del asunto. Confraternizar con el enemigo es un delito grave, rayano en la traición. Es conculcar las más elementales leyes de la guerra, es un contradiós. La guerra no es ningún juego de niños («En efecto, mi coronel: es un juego de generales»). A la vista de lo ocurrido, se depuran responsabilidades. Se interroga a los oficiales responsables de los sectores implicados. Se confeccionan listas. Se celebran consejos de guerra. En los sectores del frente ocupados por franceses apenas se han producido casos de confraternización, pero, no obstante, se reprende severamente a los culpables.

—Urge tomar medidas para que hechos tan vergonzosos como éstos no vuelvan a producirse — asevera un general.

En eso concuerdan los Estados Mayores de uno y otro bando, en el fondo integrados por lo que los ingleses llaman birds of one feather, o sea, pájaros del mismo plumaje: gentes del mismo pelaje, los intérpretes autorizados del genuino patriotismo, la estirpe militar.

Se confiscan las fotos que tomaron los soldados para perpetuar el acontecimiento (aunque alguna se filtrará a la prensa); se censuran las cartas de los que cuentan a la familia lo ocurrido el día de Navidad. Borremos este episodio, que constituye un baldón, del historial del regimiento.

En las sucesivas Navidades de la guerra, el Alto Mando de cada parte se ocupará de abortar cualquier conato de confraternización con el enemigo, a veces por el expeditivo procedimiento de ordenar fuego artillero para que ningún soldado se aventure por tierra de nadie. 95

De: La primera guerra mundial contada para escépticos;
De Juan Eslava Galán