Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El calambre: cuento.

El calambre

Gao Xingjian (China)

Un calambre. Le había dado un calambre en el estómago. Pensaba llegar nadando más lejos, cómo no, pero a cosa de un kilómetro de la orilla había sentido
el calambre. Al principio lo creyó simple dolor de estómago, un dolor que se le pasaría con el propio movimiento, pero la tensión que sentía en el abdomen
iba a más y al final dejó de avanzar. Se palpó el estómago y al notar el bulto duro en la parte derecha comprendió que se trataba de una contracción muscular
debida al contacto con el agua fría: no había hecho suficiente ejercicio antes de entrar en el agua.

Después de cenar había ido solo a la playa desde el pequeño edificio blanco que albergaba la casa de huéspedes. Estaban en otoño, hacía viento y era raro
que alguien se bañase al atardecer, a horas en que la gente conversaba o jugaba a las cartas. De los hombres y mujeres que abarrotaban la playa tumbados
en ella al mediodía sólo quedaban cinco o seis, entretenidos en jugar al voleibol: una joven de bañador rojo, y el resto, muchachos de bañadores aún empapados
que acababan de salir del agua, incapaces quizá de soportar el gélido mar de otoño. En toda la costa no había un solo bañista metido en el agua. Había
entrado derecho en el mar, sin echar una mirada atrás, confiado en que la muchacha lo seguiría con la vista.

Pero ahora ya no puede verlos. Se vuelve y el sol le da de cara, un sol que desciende más allá de los montes y está por ocultarse detrás de la colina donde
se halla el mirador de la casa de reposo. El fulgor amarillo de los últimos rayos del astro poniente le hiere la vista, y el continuo vaivén de las aguas
o la luz que recibe de frente le impiden distinguir con claridad cuanto se halla por debajo de la silueta del mirador en forma de quiosco de lo alto de
la colina, las copas borrosas de los árboles que flanquean el camino costanero o el piso segundo de la casa de reposo, semejante a un barco. ¿Estarán aún
jugando al voleibol?, se pregunta, pataleando en el agua.

Todo a su alrededor es oleaje blanco y rumor profundo de mar verde sombrío; ni una sola barca de pesca. Se pone boca arriba, sostenido por las olas, y
entre las crestas cenicientas distingue muy a lo lejos un punto negro; mas cada vez que se hunde en el valle de una ola no ve siquiera la superficie, pues
el agua es un talud negro más brillante que el satén. La contracción muscular es cada vez más intensa. Flotar boca arriba le permite friccionarse con la
mano derecha el bulto duro del estómago, y el dolor se atenúa. Al frente y por encima de su coronilla, a un costado, hay una nube como de pelusa; el viento
allá arriba debe de soplar con más fuerza.

Pero de nada le sirve flotar a merced del oleaje, suspendido un instante para caer al siguiente entre las crestas de las olas: ha de nadar hacia la orilla
sin perder más tiempo. Vuelto a la posición normal, lanza las piernas con fuerza y logra superar el viento y las olas y adquirir cierta velocidad; el estómago,
aliviado apenas de su tensión, le duele de nuevo y esta vez el dolor es tan agudo, que siente la rigidez que le atenaza toda la parte derecha del abdomen.
También siente cómo se hunde. Todo cuanto ve es el verde sombrío del mar, su extraordinaria nitidez, y la gran calma que sólo altera el rosario de burbujas
apremiantes que él produce al respirar. Logra sacar la cabeza, parpadea para quitarse el agua de las pestañas. Aún no ve la línea de la costa. El sol ya
se ha puesto y el cielo resplandece en tintes rosáceos sobre la colina que sube y baja. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Y la muchacha, y aquel bañador
rojo que es el origen de todo. Se hunde de nuevo y el dolor lo obliga a encoger el estómago. Da de inmediato un par de brazadas y cuando al fin logra tomar
aire traga agua, una bocanada de agua de mar áspera y salada; tose: es como si le clavasen agujas en el estómago. Tiene que ponerse de nuevo boca arriba,
tumbado en el agua con los brazos y las piernas abiertos, y el dolor se atenúa en cuanto logra relajarse un poco.

El cielo que lo cubre se ha tornado lóbrego y ceniciento. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Ellos son lo más importante; ¿lo habrá visto la muchacha del
bañador rojo adentrarse en el agua? ¿Estarán oteando el mar? El punto negro situado a su espalda sobre la superficie negruzca, ¿es una barquita, o algún
artilugio flotante que se ha soltado de sus amarras? Pero ¿a quién puede importarle su paradero? En ese instante no cuenta más que consigo mismo. Puede
gritar, pero frente a él tiene el estruendo monótono, incesante del oleaje, un estruendo que lo sume en la mayor de las soledades que ha conocido. Su ánimo
se tambalea, pero enseguida recobra el dominio de sí mismo y al instante una corriente helada lo atraviesa de parte a parte y lo arrastra irremediablemente.
El cuerpo ladeado, bracea con la mano izquierda y se cubre el estómago con la derecha y en el momento en que, sin dejar de friccionarse, mueve las piernas,
siente aún el dolor, pero ahora es soportable. Comprende que sólo puede escapar de la corriente fría con la fuerza de sus piernas y que su única salvación
es aguantar como sea, aguantar todo por inaguantable que le parezca. No debe pensar en la gravedad de su situación, pues por más cabalas que haga lo cierto
es que sufre una contracción de los músculos del abdomen y se halla en aguas profundas, a un kilómetro de la orilla. En realidad no sabe si se halla o
no a un kilómetro de distancia, pero tiene la sensación de que su deriva es paralela a la línea de la costa. A fuerza de piernas logra, al fin, contrarrestar
el ímpetu de la corriente fría; mas ahora tiene que luchar por salir de ella si no quiere correr en un instante la misma suerte que el punto negro flotante
sobre las olas, engullido por el lóbrego mar. Tiene que aguantar el dolor, mantener la calma, mover las piernas con fuerza; no puede aflojar lo más mínimo
y menos aún ponerse nervioso; ha de coordinar a la perfección el movimiento de piernas con la respiración y las fricciones; no puede dejarse invadir por
ningún otro pensamiento, permitirse el menor atisbo de pánico.

El sol se ha puesto muy deprisa, el mar está sumido en las sombras y ya no alcanza a ver las luces de la orilla; ni siquiera distingue la costa, la curvatura
de la colina. De pronto, su pie tropieza con algo y con el sobresalto siente una convulsión, un dolor lacerante en el bajo vientre; mece con suavidad la
pierna y advierte la escocedura en forma de círculo del tobillo: ha tropezado con los tentáculos de una medusa. Allí está, bajo el agua, la redondez blanca
y grisácea de la criatura, como un paraguas abierto de bordes labiados ondeantes y membranosos. Podría aferrarla con la mano, arrancar la boca en que convergen
los tentáculos.

En aquellos días había aprendido de los niños de la costa a cazar y a sazonar medusas. Bajo el alféizar de la ventana de su cuarto de la casa de huéspedes
ya había majado con una piedra siete medusas después de arrancarles la boca y untarlas con sal; una vez secas, se convertirían en unos pocos pellejos apergaminados.
Y ahora él también corría el riesgo del convertirse en un simple pellejo, un cadáver que ni siquiera llegaría flotando a la costa. Mejor dejarla vivir
en paz.

Crece, con ello, su ansia de vida; ya no volverá a cazar medusas, y si logra llegar a la costa, tampoco volverá a bañarse en el mar. Mueve las piernas
con energía, apretando el abdomen con la mano derecha; no debe dar rienda suelta a sus pensamientos, tan sólo ha de concentrarse en el ritmo regular de
sus piernas. Ve el brillo de las estrellas, su resplandor maravilloso, y eso significa que se dirige justamente en dirección a la costa. El bulto duro
del estómago ya ha desaparecido, pero él con infinita cautela sigue friccionando, aunque con ello demore su avance...

Cuando llega a la orilla y sale del agua, en la playa no hay un alma y la marea está alta. Es esta marea la que lo ha ayudado, piensa, mientras su cuerpo
desnudo expuesto al viento tiembla con un frío más intenso que el que sentía cuando estaba en el agua. Se tumba boca abajo en la playa, pero la arena tampoco
está tibia. Cuando al fin se incorpora, echa a correr: tiene prisa por anunciar al mundo que acaba de escapar de la muerte.

En el vestíbulo de la casa de huéspedes todos juegan aún a las cartas; los mismos tertulianos de antes siguen escrutando el rostro del adversario o la
propia jugada y ni uno solo hace el menor ademán de levantar la cara para echarle una mirada. Vuelve a su cuarto, pero su compañero no está; estará de
cháchara en alguna de las habitaciones vecinas. Mientras coge su toalla del reborde de la ventana es consciente de que las medusas majadas con una piedra
y untadas con sal que hay fuera siguen rezumando agua. Al fin se cambia de ropa, calza los zapatos para llevar los pies calientes, y vuelve solo a la playa.

El estruendo del oleaje. El viento es más recio, y las olas blancas y grises se suceden impetuosamente y al restallar en la orilla desparraman sobre la
playa sus aguas negras. Una ola que no logra esquivar a tiempo le empapa los zapatos; alejado un corto trecho de la orilla echa a andar por la playa sumida
en la oscuridad, vacía de estrellas. Al rato oye voces, voces de hombres y mujeres que hablan, y distingue tres sombras. Se detiene. Van en dos bicicletas
y en la parrilla trasera de una de ellas está sentada una muchacha de cabello largo. Las ruedas se hunden en la arena y las sombras que conducen parecen
hacer un gran esfuerzo. Los tres no cesan de hablar y reír; la voz de la muchacha que va sentada en la parrilla es especialmente alegre. Se detienen delante
de él, afirman las bicicletas sobre los caballetes y uno de los jóvenes entrega a la muchacha la gran bolsa que carga en su parrilla. Los dos jóvenes empiezan
a desvestirse, dejando al descubierto su gran flacura, y una vez desnudos agitan los brazos y saltan y gritan sobre la playa.

-¡Qué frío, qué frío! -gritan, mientras la muchacha ríe inconteniblemente, como si le estuviesen haciendo cosquillas.

-¿Queréis beber ahora? -pregunta la sombra de ella desde el costado de las bicicletas.

Vuelven, cogen la botella de licor que ella tiene en sus manos, beben a morro por turnos, la devuelven y corren hacia el mar.

-Aaah, aaah...

-Aaah...

Restalla el oleaje, la marea sigue creciendo.

-¡Volved pronto! -grita la muchacha con voz aguda: la única respuesta es el embate de las olas.

El débil reflejo del agua que fluye sobre la playa le permite ver el par de muletas en que se apoya la muchacha erguida al costado de las bicicletas.  

Gao Xingjian (China)

Breve reseña sobre su obra

Escritor chino de nacionalidad francesa nacido en 1940. Estudió en escuelas de la República Popular China y se graduó en francés en el Departamento de
Lenguas Extranjeras de Pekín en 1962. En 1988, censurado por el gobierno chino, se instala en París como refugiado político, lugar en el que residirá hasta
la actualidad. En 1992, Francia le otorga el título de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Ha sido galardonado con el Premio de la Comunidad
Francesa de Bélgica en 1994 y el Premio del Año Nuevo Chino en 1997. En 2000 gana el Premio Nobel de Literatura. 

Su carrera literaria se inicia con la publicación de historias cortas, ensayos y dramas en revistas literarias chinas. Entre sus obras se cuentan: Primer
ensayo sobre las técnicas de la novela moderna (1981), Señal de alarma (1982), Parada de autobús (1983), El hombre salvaje (1985), Un pichón llamado Pico
Rojo (1985), La otra orilla (1986).  

El calambre pertenece al libro Una caña de pescar para el abuelo, publicado por Ediciones del