Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Desde el foso: cuento.

Desde el foso - Roberto Fontanarrosa

Es difícil describir el horror. El agua, hasta donde puede verse bajo la
luz del bote, luce como una melaza oscura, verdosa, espesa. Una suerte
de crema algo densa, llena de grumos, coágulos delicuescentes, que
apenas acepta el paso de nuestra embarcación, que va muy lenta. Iván
rema despacio, con el único remo corto que había en el bote. El calor
húmedo de la noche es sofocante y, a poco andar, siento el pecho y los
muslos empapados, aunque no sé muy bien si es por el sudor o por las
salpicaduras del agua cálida que levanta de tanto en tanto el remo de
Iván. Yo estudio lo que se alcanza a ver en la superficie verdusca, casi
negra, ayudado por la luz escasa de la linterna y los reflejos móviles
de los focos que llegan desde muy alto, muy alto. El riacho, la
corriente sucia, corre muy profundo, muy hondo, muy encajonado entre las
dos paredes como para recibir toda la luz de arriba. Si levanto la
vista, alcanzo a ver el resplandor en los bordes elevados del canal y,
más arriba, una bruma fosforescente, nimbada como si fuera de día. Pero
no debo elevar la vista. Debo mantener los ojos fijos en el agua,
tratando de adivinar entre esas flotantes marañas formadas por papeles
apelmazados, pedazos de maderas, trozos de latas, telas en estado de
total descomposición. A veces, me obliga a levantar la cabeza el vaho
insoportable que escapa de las aguas, un tufo a organismo podrido, a
limo reconcentrado, a animal muerto. Iván también lo sufre. Un par de
veces estuvo a punto de descomponerse por el olor. En esas ocasiones, el
bote, sin control, ha pegado bandazos contra las estrechas paredes del
canal oscuro. Por suerte, arriba cesaron las explosiones. Hubo un
momento en que creímos que el cielo se venía abajo. Fue un estallido
múltiple y ensordecedor, que parecía no terminar nunca, magnificado para
nosotros por esta caja de resonancia que es el canal. Miré la cara
despavorida de Iván contemplando hacia lo alto, y vi reflejados en sus
mejillas y su frente, los miles de relampagueos de las explosiones. De
inmediato, una lluvia de papeles cayó sobre nosotros, tapizando el piso
levemente anegado del bote. Y el griterío, ensordecedor, agobiante.
Miles de bocas vociferando al unísono, acompasada, agresivamente. Desde
la oscuridad y lo profundo, no podemos verlos. Pero allí están. Los
escuchamos. Aún gritan, aunque ya sin tanto denuedo. Recrudece el
ulular, sin embargo, de tanto en tanto. Pero, a fuerza de oírlo, casi no
lo notamos. Escucho, sí, una crepitación repetida, muy cerca. Iván
sostiene el remo con una mano y con la otra toma el intercomunicador que
lleva sujeto a la cintura.
—Iván —se presenta—. Cambio y fuera.
Por el intercomunicador llega un descarga irritante de estática. Por
fin, unas palabras.
—¿Por dónde están? —se escucha. Parece el doctor Medina el que habla,
pese a la distorsión electrónica.
—No sabemos —contesta Iván, elevando la vista, estirando el cuello como
si así pudiera emerger de la oscuridad—. Hemos perdido referencias. Hace
unos quince minutos que salimos desde el túnel de los locales. Que
alguien nos ubique y nos localice. Cambio y fuera.
—Trataremos de hacerlo —la voz del doctor Medina se debilita, se pierde.
Se escuchan fragmentos de sus indicaciones—. Si… tan… ce minutos… deb…
as o menos… altura… trol…
—¡No lo copiamos, doctor! —grita Iván. Lo noto muy alterado. No me
extrañaría que se largara a llorar—. Repita el mensaje. No lo copiamos.
—Deben estar… —ahora, milagrosamente, llega con nitidez la voz algo
gangosa del doctor Medina— …bordeando el tablero electrónico. Cuidado
porque allí están ellos…
Una explosión tremenda nos conmueve y sacude, el bote se bambolea como
alcanzado por un viento repentino y feroz. Siento que los oídos me
revientan al mismo tiempo que el relumbrón blanco enceguecedor nos deja
ciegos por un instante a Iván y a mí. De inmediato nos invade un
silencio abrumador. Creo que estoy sordo y me animo a abrir los ojos
lentamente. La bomba reventó muy cerca de nosotros, sin duda, y su
estallido se multiplicó entre las paredes estrechas del foso. Arriba, el
griterío crece pero, en esta ocasión, sí, me alegra oírlo. Por un
instante pensé que los tímpanos se me habían pulverizado.
—¿Están bien? ¿Están bien? —puedo escuchar desde el intercomunicador de
Iván la pregunta desesperada del doctor, que ha oído sin duda alguna la
explosión. Iván manotea con su mano derecha el agua que cubre el piso
del bote, chapoteando para encontrar el intercomunicador que dejó caer
debido a la bomba.
—Estamos bien. Estamos bien —tranquiliza—. Fue una de las grandes. De
las de un kilo, de las de fabricación coreana. Pero no un impacto directo.
—Procuren pasar esa zona lo
más rápido posible —aconseja el doctor Medina.
—¿Dónde calculan que cayó la víctima? —pregunta Iván.
—En el otro extremo del tramo donde están ustedes, antes del próximo recodo.
—¿Ha dado señales de vida?
—En absoluto. Se hundió de inmediato. Cayó desde la segunda bandeja. Nos
es imposible establecer contacto desde superficie. Ésa es la zona
dominada por ellos. Procuren no ser descubiertos.
—Suponemos estar, entonces, a no más de… —Iván no alcanza a terminar la
frase. Otra explosión tremenda nos sacude. Instintivamente, nos
arrojamos de bruces sobre el fondo del bote, jadeantes y empapados. El
estallido no fue tan violento como el anterior pero sí más cercano.
Surtidores de agua se elevan a los dos lados de nuestro bote. Nos están
tirando. Son pedazos de mampostería, trozos de cemento de unos cinco
kilos de peso. Nos apretamos contra el fondo, totalmente mojados y
temblando. Rompe ahora de nuevo, más fuerte, el griterío enfervorizado.
Algo grave ha ocurrido en el campo. Me alegra. Al menos por un momento
dejarán de prestarnos atención. Si es que, en realidad, han reparado en
nosotros. Tal vez simplemente la caída de las bombas y las piedras fue
una casualidad y no nos estaban destinadas. Estamos, simple y
lamentablemente, cruzando la línea de fuego.
—Pidamos apoyo a las fuerzas de seguridad —reclamo, de todos modos—. Que
disparen gases sobre la zona.
—¡Perdí el intercomunicador! —Iván, nuevamente sentado, muestra su cara
desencajada—. ¡Con la segunda bomba se cayó al agua!
Hemos perdido contacto con la base. Así de elemental y dramático. Las
indicaciones del doctor Medina no servían de mucho pero, al menos, el
simple hecho de oírlo nos hacía sentir menos solos. Trato de
concentrarme y fijar mi vista en esta sopa pastosa, recubierta de un
musgo pestilente, que describe ondas lentas y morosas ante los
movimientos algo torpes del remo de Iván. No será fácil descubrir,
dentro del mínimo círculo iluminado por mi linterna, entre las
fantasmales evoluciones de papeles chirles y apelmazados, algo que me
indique la presencia de un caído. En un momento el corazón me da un
vuelco. Creo divisar algo. Algo flota, entre las algas y los
desperdicios, como un globo inflado. Lo enfoco con la linterna. De
lejos, parece una vejiga henchida y grisácea, semihundida. Frunzo la
nariz. Puede ser el vientre dilatado y tenso de un perro muerto,
navegando invertido. Ya me pasó a poco de iniciar el rescate. Chocó la
punta del bote, blandamente, contra una deforme esfera peluda. Era un
perro de policía, que vaya a saber desde cuándo flotaba en las aguas.
Pero esto es más pequeño y más blancuzco. Nos acercamos y advierto que
se trata de una pelota, muy vieja, de gajos hexagonales. Parece la
caparazón percudida de algún saurio antediluviano, la caparazón de una
tortuga semipodrida. No es fácil reconocerla. Al cuero ya devastado se
le han adherido pequeñas costras, conchillas, hongos, microscópicas
sabandijas, organismos deleznables que se reproducen en las cloacas.
Queda la pelota atrás, grotesca, cual una boya fantasmal, girando
despaciosa sobre sí misma. Entiendo que allá abajo, en lo profundo, hay
resabios del pasado, objetos y entes carcomidos por el líquido, que
están siendo removidos, tentados y atraídos hacia la superficie por la
corriente ascendente que genera el lento paleteo del remo de Iván. De
pronto, el agua parece hervir, como si un inmenso animal agitara sus
corrientes profundas, encrespando la superficie. Todo tiembla a nuestro
alrededor y un polvo con la consistencia del talco se desprende de las
paredes trepidantes del foso. Aumenta, aumenta y aumenta aun más un
golpetear de pies sobre el cemento, que suena como la estampida salvaje
de una manada de búfalos, acercándose. Hay nuevas explosiones, arriba.
Recrudece el griterío. Nos miramos con Iván, despavoridos. Él me dice
algo pero es inútil hablar pues no nos escuchamos. Lo veo gesticular,
mover la boca, los labios, pero no puedo percibir nada de lo que dice,
ahogadas sus palabras por el rugido que cae sobre nosotros desde las
gradas. Me señala algo, adelante. Yo no veo. Vuelvo a mirarlo, interrogante.
—…garrando una madera, allá! —atrapo sus últimas palabras, cuando, casi
por milagro, la vocinglería se apaga unos instantes. Miro de nuevo hacia
donde me señala, dirijo hacia allí el haz de luz de mi linterna. Entre
la infinidad de miasmas flotantes no distingo nada. Fuerzo mi vista. Y
ahí sí, observo algo. Saliendo desde abajo del limo espeso, surgiendo
desde la profundidad de esta agua cálida y repugnante, veo una mano,
crispada, insólitamente blanca, aferrada a un trozo de madera.
—¡Rápido! —indico a Iván—. ¡Rápido! —incorporándome un tanto sobre el
bote, a riesgo de perder el equilibrio o de representar un blanco fácil.
Iván recrudece en su esfuerzo. Lo veo transpirar bajo los reflejos de
luz, mezquinos, que nos llegan hasta acá, en lo profundo. Casi cinco
minutos nos toma acercarnos a la mano solitaria. Cinco interminables
minutos alterados por nuevas explosiones lejanas, latas de cerveza que
caen a nuestro alrededor, piedras que levantan repentinas columnas de
agua cerca de nosotros. Pero ya estoy al lado. Venciendo la repulsión,
me acerco a la proa del bote, que oscila peligrosamente. Le doy la
linterna a Iván, que se queda en el asiento de atrás. Desde allí,
ilumina la escena. Me espanta lo que hago, pero me corresponde hacerlo.
Iván es más joven y más impresionable. Estiro mi mano hacia la mano, que
sigue aferrada como un batracio pálido al trozo de madera. Pienso,
mientras mis dedos están a punto de tocar esa piel casi verdosa, que muy
difícilmente el dueño de esa mano esté aún con vida, pese a la
determinación de vivir que transmiten esos dedos como garfios agarrados
a la madera. Si el desdichado cayó desde la bandeja alta son casi quince
metros hasta la superficie del agua. El golpe tiene por fuerza que
haberlo matado de inmediato. Un segundo antes de tocar la piel del
náufrago, imagino cómo será el contacto con la yema de mis dedos, con la
palma de mi mano. Estará fría tal vez, casi yerta, agarrotada. O quizás
aún tibia, recibiendo sangre todavía a través de las arterias y las
venas y las terminales nerviosas que le ruegan que no se suelte de ese
último atisbo de supervivencia. Tomo la mano por el dorso, como si fuera
un sapo peligroso, y la atraigo con asco manifiesto hacia mí, calculando
ya el esfuerzo que nos significará levantar hasta el bote todo el peso
muerto del hombre que está abajo. Repaso, en un instante, en un ramalazo
de responsabilidad profesional, los pasos aprendidos de la respiración
artificial. Tiro de la mano y me espanto. La mano es increíblemente
liviana, frágil, vaporosa y hace desmesurado y exagerado mi esfuerzo. La
elevo un tanto y sale totalmente fuera del agua, única, mínima y apenas.
Es tan sólo una mano, cercenada, separada de su cuerpo a la altura de la
muñeca. Me sacude el cuerpo un gesto de repulsión y la suelto dentro del
bote ante los ojos espantados de Iván, quien se echa hacia atrás como si
yo hubiese tirado allí una anguila eléctrica aún viva y caracoleante.
Creo que los dos esperamos eso, que la mano brinque y se sacuda como un
pescado en sus últimos estertores. Pero no. La mano cae con la palma
hacia abajo en el piso del bote y allí queda, inmóvil, innegablemente
verdosa. Pero, luego, vaya a saber por qué reflejo aún vigente, comienza
a cerrarse un tanto, arañando un poco el maderamen del bote,
semicubierta apenas por el agua del fondo. Y allí queda. Iván, con una
presencia de ánimo que le envidio, la toma del dedo anular y la levanta,
la estudia. Apunta la luz de la linterna al muñón de la muñeca. Hay allí
huellas de dentelladas, mordiscos. También claramente sobre el dorso.
Gira Iván la mano y vemos, asimismo, perforaciones profundas, como de
agujas, en la palma carnosa.
Iván me mira.
—Pirañas —musita. Recorro con la vista los alrededores del bote. Allá
lejos, casi en el recodo, el agua inmunda parece hervir repentinamente.
Es una suerte de aleteo, de burbujear alocado que cesa de repente.
—Pirañas —acuerdo.
Con un rictus de asco, Iván arroja la mano bajo el asiento del fondo, y
toma el remo.
—Volvamos —le pido.
—Volvamos —acepta. Y, cuidadosamente, hacemos girar el bote sobre sí
mismo golpeando casi con su proa las paredes del foso.