Texto publicado por SUEÑOS;

TURISMO, la madre rusia:

RUSIA.

Ekaterimburgo, donde Europa se encuentra con Asia.

La tercera ciudad rusa, más de 1500 km al este de Moscú y cerca de los montes Urales, mezcla tradiciones europeas con la uniformidad típica soviética.

Por Élida Bustos. Para TURISMO .

EKATERIMBURGO.- En los Urales, allá donde Europa se encuentra con Asia, crece Ekaterimburgo. De bautizo monárquico y adolescencia soviética, la tercera ciudad rusa se proyecta hoy con pujanza y decisión aprovechando su ubicación estratégica: abre las puertas de la Rusia europea al enorme territorio asiático.

Por aquí pasa el célebre tren transiberiano, que une Moscú con Vladivostok. Y de aquí, de sus montañas, salen las piedras preciosas y las riquezas minerales que mueven la industria pesada del país.

No sabía qué esperar de esta ciudad, 1667 kilómetros al este de Moscú, pero indudablemente no la imaginaba tan europea como surge una vez que se le sacude el polvo de la uniformidad soviética.

Llego alrededor de las 5 de la mañana, en un vuelo desde Moscú. Partiendo de Buenos Aires hubiera sido más fácil y más directo viajar por Turkish Airlines a través de Estambul, que vía Moscú por otras aerolíneas europeas. Y me hubiera ahorrado el percance del extravío de una valija, cortesía de la empleada española de la aerolínea Siberian 7. Pero así fue.

Es un domingo gris, aunque estamos en plena temporada estival en el sur de Siberia, y veo gris a la ciudad, a pesar de ser increíblemente verde. La residencia universitaria donde me alojo es un edificio tan soviético que me traslada de inmediato a los peores años de la Guerra Fría. Macizo y sin una línea de gracia arquitectónica, pero funcional y preparado para proteger a sus residentes del invierno. La zona chic está a unos cinco kilómetros, zigzaguea junto al río Iset, y muestra torres modernas, con los lujos y amenidades que trajo la globalización.

A pesar de su ubicación geográfica, en Ekaterimburgo es nula la influencia asiática. No hay chinos ni mongoles a la vista. Sólo rusos blancos y contados inmigrantes del Cáucaso o uzbekos en busca de un mejor pasar.

Es verano y por todos lados hay mujeres que venden flores. Son de "Galandia", me dicen. Me quedo pensando. ¿Tailandia? "Niet! Galandia", responde la joven con amplia sonrisa. Me llevó varias cuadras descifrar que el origen era Holanda. Parece que aún las flores que llegan de América latina, de Colombia más precisamente, lo hacen triangulando por Holanda, así que en Ekaterimburgo, para todos, las flores son holandesas.

Sudamérica también envía otros productos: bananas ecuatorianas y peras argentinas, por ejemplo, que pueden encontrarse en las verdulerías establecidas en prolijos quioscos en los cruces de avenidas. En esas esquinas siempre hay una actividad febril. A esos quioscos de frutas y verduras se suman los de fiambres ahumados, productos de panadería, diarios y chucherías, y, por supuesto, cigarrillos. Los rusos siguen fumando con pasión a pesar de las campañas en contra y viven pegados al teléfono celular como en el resto del planeta.

El verano es la época de las cerezas en esta zona, así que de las dachas de los suburbios llegan las mujeres con baldecitos colmados para compartir con familiares y allegados. Como es el momento de prepararse para el invierno no es inusual que en los pueblos escasee el azúcar porque todo el mundo se vuelca a la producción hogareña de dulces y mermeladas.
Uniformidad soviética
Me toma días decodificar la ciudad. Subo al tranvía y veo todas las calles iguales. No encuentro puntos de referencia. La uniformidad soviética de edificios de poca altura, bulevares amplios y arbolados y la escasez de la parafernalia de carteles y marquesinas a la que estamos acostumbrados en Occidente son las razones.

No es que no haya carteles, es que son discretos. Los 70 años de comunismo liberaron a los rusos de la contaminación visual que padecemos en el resto del mundo y el frío siberiano le dio el toque de gracia, sepultando los grandes ventanales. Así, al ojo occidental le cuesta identificar que detrás de un pequeño cartel que dice zapatos hay una tienda enorme, o que la puerta de un local de ropa lleva a un shopping de cinco pisos, con patio de comidas incluido.

La excepción es el Grinvich, que con sus casi dos manzanas (y gran cartel) invita a consumir por igual marcas locales y extranjeras.

Las marcas llegaron para quedarse y ya Gucci, Armani y Escada tienen sus locales en el centro de la ciudad. Y al igual que McDonald's, Burger King o Coca-Cola se incorporaron al paisaje urbano.

Y, como del pasado no se reniega, pero a la globalización tampoco se la rechaza, en la céntrica avenida Lenin se halla una de las tres sucursales del Citibank, con sus colores distintivos y el nombre en cirílico.

Lenin no es un personaje ajeno a la ciudad y, junto a los viejos emblemas de la hoz y el martillo, su estampa se repite. Remover todos esos símbolos, sobriamente grabados en altura en los edificios, significaría una tarea ímproba de remodelación urbana, además de una negación del pasado.

En colectivos y tranvías -todavía estatales- sobreviven los guardas que expenden el boleto. Uno por ómnibus o por vagón, en general mujeres. Siempre atentas a quien sube y quien baja, recorriendo decenas de kilómetros durante horas en el estrecho espacio, con su morral inundado de rublos y kopecs. Acá el capicúa no es el boleto de la buena suerte. Sino aquel en el que la sumatoria de los tres primeros números es igual a la de los tres últimos? Otra educación, indudablemente, en esta ciudad universitaria.
Cúpulas asimétricas
Tan agradable como caminar por sus calles espaciosas y arboladas es ver Ekaterimburgo desde los 188 metros de altura de la torre Vuisotsky. Desde el café del piso 51 se advierte muy cerca el confín urbano. El límite lo marcan el bosque y, más allá, las estribaciones bajas de los Urales. Al lado del café, un restaurante exquisito, con inmaculados manteles blancos hasta el piso y un piano de cola, también blanco, invita a blinis con caviar y alguna otra delikatessen rusa.

Detrás de los ventanales, la luz dorada de la tardecita hace refulgir las cúpulas impares y asimétricas de las iglesias ortodoxas. Son todas sobrevivientes del período comunista, restauradas en los últimos tiempos con la anuencia (y los fondos) del gobierno nacional.

Más acá, techos verdes coronan el edificio más cercano de la Universidad Federal de los Urales, una de las ocho más importantes de Rusia y con facultades y enormes residencias estudiantiles distribuidas por toda la ciudad. A pocas cuadras se desplaza plácido el río Iset. Pasa frente a Bellas Artes, el estadio del Dínamo y las nuevas torres en la parte más linda y nueva de la Ekaterimburgo. También por donde dos o tres parejas de argentinos, en las tardecitas de verano, se enredan en vertiginosos cortes y quebradas para asombro de los rusos que pasean por el malecón.

Los puentes principales del Iset se asientan en los pilones que colocaron los ingenieros que Pedro el Grande comisionó en 1723 para establecer las bases de la nueva ciudad. Especialmente calafateados, con técnicas aprendidas por el zar en su escapada de incógnito a los astilleros holandeses, siguen brindando servicio hoy. Y los kilómetros de barandas del malecón son una filigrana del hierro que ofrecieron las minas desde el corazón mismo de los Urales, ofrendando su riqueza a la ciudad y la región.
Pasado monárquico
Después de 70 años de comunismo y 20 de globalización, al extranjero le cuesta imaginarse que hubo una Rusia monárquica, zarista. Pero en Ekaterimburgo -llamada así en honor a la zarina Catalina, la mujer de Pedro el Grande- y, en mayor medida, en San Petersburgo ese pasado monárquico está vigente. Nadie reniega de él.

La monarquía siempre tuvo a su lado a la religión. Así que cuando en 1998 se identificaron los restos del zar Nicolás II Romanov y su familia, sepultados a pocos kilómetros de la ciudad en el bosque de Ganina Yama, la iglesia ortodoxa inició su esfuerzo de canonización. No todos estaban de acuerdo en que la familia real hubiera muerto en defensa de la fe, pero finalmente se impuso que el martirologio los habilitaba a la santidad. Y así fue como el zar Nicolás, la zarina Alejandra y sus cinco hijos hoy son santos de la Iglesia Ortodoxa rusa. Y en el lugar donde fueron fusilados por un pelotón bolchevique nueve meses después de la revolución de 1917, ahora se levanta una impresionante iglesia ortodoxa, de cúpulas doradas y aroma a incienso, que llamaron, precisamente, de la Sangre Derramada.

En este templo, de refulgentes íconos, son muchas las imágenes del zar, la zarina, y sus hijos. Juntos o separados, se han vuelto íconos ellos también, pintados bajo los cánones del arte bizantino. Sus figuras planas, con ropajes antiguos, llevan el halo de los santos. El zarevich adelante, sus hermanas cerrando el plano y los padres coronados al medio, con el zar que sostiene, en vez de un cetro, la cruz ortodoxa, símbolo indiscutido de la comunión de la monarquía y la fe.

A más de noventa años de los fusilamientos, impacta ver a hombres y mujeres rezando ante las imágenes de estos nuevos santos y otrora no tan queridos monarcas.

En la penumbra, sólo quebrada por la luz titilante de las velas, los brillos del oro y los bordados carmesí cobran otra dimensión. Los cantos completan la escena.

Mucho queda por recorrer de esta ciudad y sus afueras. La deslumbrante catedral bizantina de Alejandro Nievsky, el museo de íconos de Neviansk y el pueblo mismo en donde se hallan los talleres que les dieron fama mundial, el tesoro artístico en hierro fundido que exhibe el museo de Bellas Artes, y el monasterio imperial levantado en medio del bosque de Ganina Yama para honrar a la última familia real, además del hito que marca la frontera entre Europa y Asia.

Ésta es Ekaterimburgo. Una ciudad rica en historia y arte, con gente amable que se toma el tiempo para entender al turista, curiosa de saber lo que pasa en el extranjero y que abre sus puertas generosamente a quienes se interesan en su cultura y los vaivenes de su historia.
Datos útiles
Cómo llegar. Desde Buenos Aires vía Estambul por Turkish Airlines. Buenos Aires-Estambul-Ekaterinburgo. Es el viaje más directo. (4 horas desde Estambul)

Vía Moscú. Por Iberia, Buenos Aires-Madrid-Moscú-Ekaterinburgo o por cualquiera de las otras aerolíneas europeas, vía Moscú. (15 horas desde Madrid)