Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El príncipe azul: cuento.

El príncipe azul 

Marcelo Birmajer   

I   

Cuando la llamó, ni siquiera se puso nerviosa. La citó en un bar y Marta dio por descontado que se trataba de un tema profesional: Alejandro dirigía una
encuestadora. Por supuesto, no era para ofrecerle un trabajo. Aunque era contadora y no hubiera habido nada de extraño en que Alejandro quisiera contratar
a alguien de confianza —por más que hacía diez años que no se veían—, ni siquiera a esa remota posibilidad se acercaba su imaginación. Alejandro, simplemente
—especulaba Marta—, quería ponderar el testimonio de una contadora, un activo sociológico. Se acercaban las elecciones. 

Se arregló elegante, dentro de sus límites infranqueables, pero sin ansiedad ni expectativas. Retrospectivamente, cuando recordaba aquel encuentro, aparecían
como olas extemporáneas todas las dudas, anhelos, miserias y temores que hubieran despertado en cualquier mujer, de haberse permitido un intersticio de
esperanza. 

Alejandro era el muchacho más buen mozo en el colegio secundario. Seguía siendo el hombre más buen mozo que Marta hubiera conocido cuando volvieron a verse,
en un reencuentro perdido de ex compañeros, siete años después del viaje de egresados. Desde aquel reencuentro, hasta el llamado que Marta ni siquiera
percibió como curioso, pasaron diez años. 

En la primera impresión, en la pizzería de Medrano y Rivadavia, Marta lo calificó silenciosamente como «hermoso», un adjetivo que sellaba en permanente
el atractivo de Alejandro. En la adolescencia pudo haberse dejado llevar por la energía de la frescura; en el primer reencuentro, quizá por la sorpresa
y la intersección entre la juventud y la cornisa de la madurez. Pero en la pizzería, en esa pizzería vulgar, inofensiva para una cita, Marta se dijo que
Alejandro era y sería siempre el hombre más encantador y apasionante de su vida. La distancia entre ella y él, nuevamente, la tranquilizó. 

A lo largo del secundario y en cada momento de su solitaria existencia, sin excepciones, Marta había sido desabrida. No era depresiva, ni antipática. Pero
ella misma, aunque disfrutaba de estar viva, sentía la falta de savia vital. A Alejandro lo definía el entusiasmo. Irradiaba vida. En la pizzería, bajo
la luz de los tubos fluorescentes, las primeras canas lo volvían un personaje, un galán de telenovela, pero también de película clásica. El cabello de
Marta, en algunas puntas, semejaba estopa. Su cara era excesivamente angulosa; y cuando quiso engordar para mejorarla, no resultó. No tenía pechos prominentes,
era flaca sin ventajas. Nunca se habían burlado de ella. Tampoco la calificaban «fea». Pasaba desapercibida como mujer a desear. 

Todas las chicas del secundario habían estado enamoradas de Alejandro. Y Greta Lavena, la más linda, si bien nunca se confesó cautivada, también había
querido acostarse con él. Un día de la primavera las mujeres lo votaron como «El rey». 

El primer signo de inquietud, en la pizzería, fue a la media hora, cuando Marta descubrió que Alejandro la había citado por nada en particular. La saludó
con un beso en la mejilla, y la miró con una expresión que, de no haber sido por el escepticismo que la cegaba, Marta hubiera considerado embeleso. Pasaron
los minutos sin que Alejandro le aclarara a qué venía aquel encuentro. «Es un caballero», pensó Marta. «Me citó porque necesita algo de mí. Pero deja pasar
el tiempo, para que yo no lo tome a mal.» 

Pero a los cuarenta y cinco minutos, Marta padecía la ansiedad y el impulso de preguntarle. Su primera hipótesis, al reponerse del desconcierto, fue que
Alejandro quería en realidad preguntarle por Greta. Pero Alejandro sabía tan bien como ella que Greta se había casado con Roberto Silesi, dueño de una
empresa de seguridad. Finalmente, la más coqueta, la veleidosa, la irresistible e indomable, se había buscado al carcelero perfecto: ya en el colegio daba
miedo Roberto; y ninguno lo hubiera imaginado como el novio de Greta, mucho menos como su marido y padre de sus hijos. Vivían, casualmente, a pocas cuadras
de aquel bar. Nunca se habían alejado mucho del colegio. 

Greta era la única excompañera con la que Marta mantenía una relación, si bien aleatoria; se veían cada tantos meses, tomaban un café, quizás iban a comer.
Había períodos en que se veían dos o tres semanas seguidas. Greta le contaba que Roberto era muy celoso, pero que ella lo amaba. Incluso tras los peores
escándalos íntimos, pensaba en seguir a su lado. Y no sólo por los chicos, era amor. Por compromiso, hablaban unos minutos de Marta. Pero aunque Marta
trabajaba y Greta no, aunque Marta era una mujer independiente y Greta no, todo lo que Marta contaba, por breve que fuera, resultaba insípido, y la hora
y media del encuentro se dedicaba en un noventa por ciento a las peripecias de Greta. Más de una hora y media no podía, Roberto quería saber dónde estaba. 

¿Querría saber Alejandro si Greta se había separado? No parecían una pareja infeliz. Pero Alejandro no mencionó a Greta, ni a ninguno de los excompañeros.
Hablaron de sus respectivos trabajos. Alejandro quería, sobre todo, escucharla. Daba gusto hablarle. Su modo de escuchar parecía una melodía. Marta no
era de hablar, ni confiaba en que pudiera interesarlo con nada de su cotidianidad. Pero con la atención de Alejandro, a Marta le resultaba fácil narrar
cualquier episodio de sus días como si valiera la pena. Desde lo que desayunaba, hasta los programas que veía en la tele, pasando por su indecisión a la
hora de votar en las próximas elecciones. Le contó incluso sus dificultades con un subordinado, Ferrego: era buena persona en general y honesto en particular,
pero hacía muy mal su trabajo, por remolón y descuidado. Alejandro la aconsejó. A Marta el consejo le pareció una joya de sabiduría, como si hubiera hablado
un filósofo chino o hindú. 

Entonces, a la hora y media, Alejandro le preguntó si se sentía a gusto, y si podían arreglar para alguna otra vez. A Marta la tomó tan de sorpresa que
le respondió la verdad: hacía siglos que no se sentía tan a gusto con nadie —sin aclarar que hacía años que no se sentaba frente ningún hombre— y, por
supuesto, podían volver a verse. 

Los dos primeros días posteriores, antes de desesperarse junto al teléfono, a Marta la desesperó la curiosidad. ¿Qué quería Alejandro? ¿No se había animado
a confesarlo? Aunque Alejandro estaba muy bien posicionado en su ramo, y su situación económica, hasta donde Marta sabía, era impecable, caviló toda clase
de desmanes: la quería para que transportara droga, para lavar dinero, para que le prestara el departamento… ¿Seguiría casado? No habían visto a la esposa
en el primer y único reencuentro, pero lo sabían casado, sin hijos. Cuando se agotó de especular pesadillas, lo extrañó. Quería volver a verlo como fuera.
Incluso para que la decepcionara. Tal vez fuera un psicópata. Marta no quería morir, pero no se imaginaba cómo seguiría su vida si Alejandro no volvía
a llamarla. 

En esos días sucedió un episodio muy particular: Ferrego, que era casado, la invitó, sin ingenuidad, a tomar un café a la salida del trabajo. De no haber
sido por el encuentro con Alejandro, ella hubiera aceptado. 

El viernes Alejandro la llamó. Pasó a buscarla por su casa y fueron al cine. Cenaron en un sitio elegante, y la dejó nuevamente en su casa. Antes de despedirse
con un beso en la mejilla, Alejandro preguntó si estaría bien un tercer encuentro. Marta no lo pensó, ni se arrepintió de responder: «Por favor». 

Esta vez sólo esperó hasta el domingo. Alejandro la invitó a su casa luego de caminar por el parque Rivadavia. En la sobremesa de un almuerzo delicado,
con vino tinto, le dijo: «La tercera es la vencida», y la besó. Marta supo en ese momento que la mataría. Pensó en la doble tragedia de morir joven y sin
haber sido amada, y en la pena de sus padres. Buscó a su alrededor algo con qué defenderse. Pero Alejandro le hizo el amor como un ángel. Y ella no preguntó
nada más. 

Las amigas le contaban que los hombres huían después del revolcón. Nunca tenían más que un par de horas, o dejaban pasar al menos dos días entre un encuentro
y otro. Ninguno quería mudarse, y mucho menos que se les fueran a vivir a sus casas. Ni siquiera que se olvidaran cosas. Pero Alejandro la invitó a vivir
en su casa el martes, y fue con el flete a buscar los muebles y la ropa. Antes había tenido miedo de que la matara, ahora tenía pánico del futuro. No podía
dejar de descreer. Prefería la soledad de su resignación, a esa esperanza inabarcable que era a la vez un miedo infinito 

Alejandro no le ofreció matrimonio, pero no se despegó de ella. Marta temía presentarles a sus padres; ellos desconfiarían. «¿Por qué te llamó, por qué
te buscó, por qué te invitó a vivir con él?» Y la afirmación tácita detrás de cada pregunta: «Sos desabrida, ningún hombre te buscó nunca, carecés de cualquier
atractivo». «¿Por qué a vos? ¿Qué busca? ¿Qué quiere?» 

Alejandro nunca le pidió conocer a sus padres. Pero fatalmente Marta debió contarles: vivía con un hombre. No les dijo que se trataba de Alejandro, y les
aclaró que no era algo serio. Los padres esperaban tan poco de Marta en el terreno sentimental que se dieron por contentos con la ignorancia. La madre
intentó indagar un par de veces, pero finalmente se dio por vencida ante la reticencia de la hija. Prefería ese misterio a la nada. Los padres de Alejandro,
contó él, habían muerto durantes esos diez años en que no se habían visto: la madre en un accidente automovilístico, manejando sola, rumbo a Santa Fe;
el padre se había caído de un tejado, pintando su propia casa quinta, unos años después. 

Por momentos Marta era feliz, pero en muchos más el horror la embargaba. ¿Qué la unía a ella? ¿Por qué? ¿Cómo podía ser? 

A los dos meses, no se pudo contener. En las postrimerías de un encuentro amoroso exultante, arruinó la calma preguntando: 

—¿Por qué? 

—¿Por qué, qué? —replicó él en un guion escrito miles de años atrás, y repetido por hombres y mujeres como si no hubiera escapatoria. 

—¿Por qué me buscaste? ¿Por qué me trajiste a vivir con vos? No soy de otro planeta: conozco hombres y mujeres. Vos eras el más lindo, yo la más fea. 

—Nunca escuché que te llamaran «fea» —interrumpió Alejandro. 

—«La desabrida» —se resignó a aclarar ella. Hubiera preferido que él aceptara que era fea, pero que lo atraía igual. —En cualquier caso —siguió Marta,
y un nudo de pena le atoró la garganta—, sos rico, buen mozo, libre. Nunca te pregunté sobre tu vida anterior, tengo pánico. Pero… no aguanto más. Ahora
no tengo amigas. No veo a nadie (era mentira, cada tanto veía a Greta, pero no le había contado nada de Alejandro). Pero tuve amigas, y escucho a mis compañeras
de trabajo: los hombres no quieren compromiso. Y vos… me trajiste a vivir de un día para el otro. 

—¿Te querés separar? 

Ella lo miró en silencio y se dejó caer contra su pecho. 

—¿Separar? —le dijo llorando—. ¿Te parece que me quiero separar? Quiero saber cuándo me vas a decir la verdad. Quise entregarme sin preguntar. Pero no
puedo. Perdón. 

—Te voy a decir la verdad —declaró Alejandro. 

Se rindió tan rápido que Marta intuyó que le mentiría. 

—Estuve casado —comenzó Alejandro—. Mi esposa me trató mal. Muy mal. Me engañó. Me hizo creer que me amaba. Me dominó, pero con dulzura, con belleza. Todo
fue perfecto hasta que me rompió el corazón. Era una mentira espantosa. Pero… 

Un ahogo lo dejó callado. Cerró los ojos. Pareció que dejaba de respirar. Marta le palpó el corazón: no latía. Antes de que chillara, él habló: 

—No puedo hablar mucho de eso —revivió—. No lo soporto. No me obligues a hablar de eso. 

—No, mi amor —dijo Marta, y lo besó. 

Se habían cansado en la cama, gozosamente. Las caricias que se prodigaban ahora eran de compañía. 

—Comencé a pensar en vos ni bien llegué a este departamento de separado. 

—¿Tuvieron hijos? —lo interrumpió Marta. 

La pregunta estalló como un disparo en la frente de Alejandro. Los ojos se le abrieron, pero como los de un muerto; un hombre al que le disparan dormido,
y la muerte le abre los ojos. Hizo que no con la cabeza. 

—Me acordé de vos —siguió Alejandro, con debilidad—. Te recordé como confiable. Buena compañera. Agradable, pura. Limpia. Vos no me ibas a engañar nunca.
Yo podía confiar en vos. Y te amé. Te amé antes de reencontrarte. Cuando te llamé, ya quería vivir con vos. Que me acompañaras como me acompañás hoy. Llegar
a casa y saber que me preparaste algo de comer, sentir la cama hecha por tus manos. Y que nadie te tocó, que sos toda mía. 

Tomó aire, y dijo recuperado, quizá con insolencia: 

—Que nadie más que yo te desea. 

El cuerpo de Alejandro, con esta frase, se recuperó. Marta lo recibió. 

II   

Marta nunca le pidió hijos, si bien los deseaba con toda su alma. Alejandro tomaba las previsiones para no dejarla embarazada, y el tema no se tocaba.
La aparición del niño puso todo en jaque. El niño no era un bebé. Tenía por lo menos diez años. 

Ya llevaban seis meses juntos cuando un mediodía, que decidió pasar por casa para cocinarle algo a su hombre y recibirlo con la sorpresa a la noche, Marta
vio desde la esquina cómo Alejandro abrazaba a un chico de diez años, y lo miraba alejarse. Marta tomó aire y tardó en seguir camino a su casa. 

«No preguntes nada», se dijo. «Cualquier cosa es mejor que la verdad.» «Ni siquiera menciones que lo viste», se gritó. «Directamente no vayas a casa»,
se obligó, mientras avanzaba, indetenible. «Tiene otra vida», se calmó, deteniéndose abruptamente en una baldosa. «Es lógico, tiene otra vida. Otra esposa,
una linda, con la que sí quiere y tiene hijos.» Pero no era nada lógico, ¿cómo? ¿Cómo dividía el tiempo? ¿Qué le explicaba al chico en ese edificio? Ésa
no era la mirada, ni la actitud, de un padre. «Volvé al trabajo, nunca estuviste acá, nunca lo viste, ni a él ni al chico. Volvé. Volvé atrás en el tiempo.» 

Pero sabía que era imposible. Ya una mujer hubiera sido imposible de olvidar, aunque quizás hubiera logrado pasar un tiempo sin preguntar. Pero un chico.
No había manera de borrar a un chico. 

Con inercia llegó hasta su casa. A la que hasta ese instante había sido su casa. Tocó el portero eléctrico; un gesto absurdo, porque desde la primera semana
de convivencia subía con su propia llave. Alejandro atendió asombrado y, antes de oprimir el timbre, preguntó: 

—¿Te olvidaste la llave? 

—Sí —replicó ella, abriendo con su llave. 

En el ascensor pensó: «Es el sobrino». Fue su última esperanza. Bastó con entrar al departamento para saber que no alcanzaba con un sobrino desconocido
hasta ese entonces. 

—¿Cómo estás? —preguntó ella. Y la artificialidad del tono sólo fue superada por el modo en que él contestó «muy bien». 

—¿Qué hacés en casa tan temprano? —preguntó él. 

Marta señaló la bolsa de las compras. 

—Pensé en una cena sorpresa. 

La puerta del balcón estaba abierta: seguramente Alejandro había permanecido acodado, observando al chico hasta que se perdiera, doblando la esquina. 

—Me tengo que ir —dijo Alejandro. 

Marta asintió y miró para abajo. 

Alejandro le alzó la cara para besarla antes de salir. Ella sintió en su cuello el dejo del perfume infantil. 

Alejandro no encontraba las llaves. Eso le dio el tiempo necesario a Marta para pensar, sin mucha claridad, que estaba dispuesta a todo por él, excepto
a hacerle daño a un niño. Cuando finalmente Alejandro encontró las llaves y abrió la puerta, Marta preguntó: 

—¿Quién era ese chico? 

Alejandro se detuvo en seco, giró hacia ella, e hizo la peor de las preguntas. 

—¿Qué chico? 

Marta bajó la cabeza y ahogó un gemido. Alejandro la miró con lo que a Marta le pareció desprecio. Una brisa cálida llegó del balcón. Marta supo que él
estaba sopesando cuánto le costaría alzarla, levantarla por sobre la reja, arrojarla cinco pisos abajo. ¡No quería morir! Pero… ¿cómo permanecer callada?
Alejandro miró el balcón y miró a Marta. Salió y cerró la puerta con un fuerte golpe. 

Ella fue hasta el balcón y respiró como si hasta ese entonces le hubieran sumergido la cabeza en un balde con agua. El aire se negaba a llegar, y después
se negaba a salir. Divisó a Alejandro en la vereda, desorientado, con una andar muy distinto de su prestancia habitual. 

No se quería matar, Marta. Por ella, por sus padres. Hubiera querido volver a su vida, a su casa, a su tecito de la mañana y de la tarde. Quizá, si Alejandro
la hubiera dejado en paz, podría haber ido a tomar ese café con Ferrego. ¿Y ahora qué? No podía hacer más que esperar. Él tenía que volver. 

¿Y si no volvía nunca? Llamar a la policía, la mudanza… ¿La meterían presa? ¿Qué preferirían sus padres, verla muerta o presa? 

No podía seguir sola. Llamó a Greta. No la había llamado desde la convivencia con Alejandro. Cada vez que se vieron fue porque llamó Greta. Greta invariablemente
la llamaba al trabajo, los días hábiles; porque de noche o los fines de semana Roberto no quería verla «parloteando» con amigas. «Cuando llego a casa,
después de todo un día de no vernos, te quiero para mí», reproducía Greta el sermón de su marido. En uno de sus encuentros Greta había comentado que ya
ni recordaba dónde tenía el número de teléfono de la casa de Marta, pero que el del trabajo se lo sabía de memoria. Marta no hizo ningún esfuerzo por recordárselo.
Ahora en su antiguo departamento vivía una pareja de inquilinos. 

Pero en ese abismo, Marta llamó a su única amiga. A su excompañera. Greta dijo que estaba muy contenta de que la llamara. La necesitaba. Roberto empeoraba.
Se amaban, como siempre, pero él la volvía loca con sus celos. No quería ni que viera amigas. Porque las amigas podían ser una mentira, o presentarle a
otro. ¿Sería capaz de darse una vueltita por el barrio, cerca de su casa, le pidió Greta a Marta, para tomar algo quince minutos? Roberto no se enteraría.
Marta estuvo a un tris de responder que no. Había necesitado llamarla porque no podía soportar esa angustia en soledad, pero no quería verla. Frente a
Greta, representaría un esfuerzo inhumano no confesar su relación con Alejandro. Y no lo quería contar, mucho menos a Greta. Pero ella misma era su peor
compañía en ese momento. Su propio cuerpo era una cárcel, su mente un torturador. No quería suicidarse, pero tampoco vivir. 

Se encontró con Greta y se las arregló para contarle todo sin revelar a Alejandro. Redujo mucho la historia romántica: el hombre soñado que la invita,
la conquista y la lleva a vivir con él. Inventó un amante del tipo de Ferrego, incluyendo la invitación real al café —que no le había contado antes a Greta—
y, luego de fabular que la esposa lo abandonaba, se ubicó junto a él en su departamento de recién separado. Era todo tan distinto de su historia con Alejandro
que Marta se sorprendió de su capacidad de inventiva. Aquella historia inventada era mucho más probable que la realmente sucedida. Pero el resto lo dejó
intacto: su llegada a cocinar al mediodía, la aparición del chico, el abrazo, la mirada de él… El terror a no sabía qué. 

Greta le dijo que estaba loca. Evidentemente era su hijo, y el hombre no quería hablar de su hijo con la amante por la cual su esposa lo había dejado. 

—Pero yo ya no soy la amante —replicó Marta, zurciendo su propia mentira—. Ahora somos concubinos… ¿Cómo no me va a contar eso? 

—Los hombres son tan pudorosos con respecto a su familia como desvergonzados con sus amantes —recitó Greta. 

—¿De dónde sacaste eso? 

—La idea es mía. Pero la forma de la frase la saqué de una de Oscar Wilde. Igual la podría haber escrito yo… Es la descripción exacta de Roberto. 

—¿Pero Roberto, tan celoso…? 

—Es el hombre —informó Greta—. Su familia es sagrada. Yo también soy sagrada para él. Es parte de la razón por la que lo amo tanto. 

A ambas les pareció un buen momento para dar por terminado el encuentro. A Greta, por miedo. A Marta, porque las declaraciones de su amiga la irritaban.
Antes de vivir el amor con Alejandro, no daba mayor importancia a las reflexiones de Greta, porque no se atrevía a evaluar nada de una amiga cuya vida
era tan superior a la propia. Pero ahora la veía sólo como una mujer excesivamente bella y loca, quizás estúpida. Sin embargo, en esa ocasión en particular,
aunque no le había acercado ni un ápice de solución, le había servido para que pasara el tiempo, salir a la calle, olvidarse de sí misma. 

Regresó a su casa; después de varios meses, volvía a parecerle la casa de Alejandro. Cuando desde la calle vio la luz del departamento encendida, se alegró.
Cualquier cosa era mejor que esa incertidumbre. 

Abrió la puerta y Alejandro cayó sobre ella llorando. Estaba completamente borracho. 

—Me dijo que era mío —bramó Alejandro—. Que era mi hijo. Lo crié, lo cuidé, lo quise como a un hijo. 

Alejandro desapareció del living, y Marta esperó escuchar el sonido de un disparo. Pero él regresó con un maletín negro, y lo abrió delante de ella. Salieron
fotos: Alejandro con su esposa y un bebé. La esposa era muy bella. Tanto como Greta. En otras fotos, Alejandro sólo con el bebé. Suegros, padres de Alejandro,
y el niño creciendo. Era el mismo niño que Marta había visto salir del edificio. 

—Es de un amigo —sollozó Alejandro—. De un amigo en común. Y Agustín ya sabe que yo no soy su papá biológico, pero quiere que siga siendo su papá. Y yo
no lo puedo ni ver. Porque tiene la cara del otro. ¡Es igual! 

Alejandro se derrumbó sobre Marta, la abrazó por las piernas. Lloraba como una mujer. Se deshizo en lágrimas hasta quedarse dormido en su regazo. 

Marta fue a la habitación compartida y retiró el acolchado, las frazadas y las sábanas. Llevó la muda al living y se las arregló para girar el cuerpo de
Alejandro dormido hasta envolverlo en las mantas. Ella se acostó en el sofá. Lo miró respirar, hasta quedar dormida también ella. 

III   

La mañana siguiente, silenciosa como la de cualquier sábado, Marta sintió una calma interna y externa que no había conocido en su vida. Por primera vez,
sintió suyo a Alejandro, y se sintió de él. Sólo con esa verdad, ahora desnuda, se atrevió a poner blanco sobre negro el terror que la había asfixiado
hasta que Alejandro abrió el maletín negro: que su amado era un pedófilo y que ella no era más que la mascarada, el tinglado con que se protegía de la
intromisión del mundo. Pero ahora lo veía al propio Alejandro como a un niño perdido. ¿Para qué necesitaban hijos, si ella podía cuidarlo por el resto
de su vida? Como nunca, Marta se sintió mujer. 

Pasaron el día tomando café, mirando la tele —ella le fue a comprar un analgésico para el estómago y la cabeza, un «mata-resacas» de marca—, queriéndose.
Marta lo acariciaba. Se recuperaban. 

El mes que siguió fue imposible de calificar para Marta. Por una vez, creía haber encontrado las motivaciones últimas de Alejandro, y encontraba una lógica
en que estuviera a su lado; pero esa misma certeza volvía igualmente insufrible la sospecha de que lo perdería. A lo largo de ese año en que le había resultado
incomprensible la aparición y la compañía de Alejandro, la posibilidad de perderlo, si bien acuciante, formaba parte de un toma y daca del destino: te
lo doy porque sí, te lo quito porque sí. Pero ahora que Marta sabía a ciencia cierta lo que Alejandro precisaba de ella —realmente era la tranquilidad,
la necesidad de posesión indudable, el hogar— y por qué era suyo, llegar a perderlo, por el motivo que fuera, se le antojaba una injusticia inaceptable.
¿Cómo lo perdería? ¿Se recuperaría y se marcharía? ¿Se aburriría de ella? Un vividor, un farsante, le garantizaba un tiempo de felicidad preciso mientras
durara la puesta en escena. El verdadero amor, en cambio, podía terminarse en cualquier momento. Y sin embargo, Alejandro no daba muestras de necesitar
más de lo que había buscado y conseguido. Continuaba tratándola como a una reina, y recibiendo sus cuidados como un niño mimado. 

Un sábado tocó el timbre Greta. 

Cuando Marta, que había atendido el portero eléctrico, escuchó su nombre, olvidó por un momento la realidad y pensó que estaba en el trabajo. Le dijo a
Alejandro: «Es Greta», como si le hablara a su jefe. Y sólo mientras bajaba a abrirle, en el ascensor, se preguntó de dónde había salido Greta, cómo había
llegado a su casa, por qué la visitaba un fin de semana, por qué no la había llamado el viernes al trabajo. 

Sus preguntas parecieron responderse con el aspecto de Greta. Incluso detrás de la puerta de calle se la veía desarreglada; el maquillaje desparramado
por el rostro como la sangre de un soldado muerto; la posición del cuerpo encorvada, como congelada en un sollozo. Marta no sólo no se compadeció, la insultó
por lo bajo, y le abrió sin preguntar. 

En el ascensor, Greta le dijo que Roberto la había amenazado con pegarle porque ella se había maquillado, según él, como una puta. Nunca le había pasado
algo así. Era cierto: a veces no la dejaba salir. O se oponía a que viera a una amiga. Pero… ese sábado, ¡iban a salir juntos, ellos dos, sin los chicos!
¡Se estaba maquillando para él! ¿Por qué la insultaba? 

Entraron al departamento y Alejandro las recibió sorprendido. Marta se sintió extrañamente solidaria con Roberto. Greta se abrazó a Marta llorando, y Alejandro
dijo que mejor se iba y dejaba que las amigas conversaran tranquilas. Marta intentó que Alejandro se quedara aún un rato, pero él no le dio posibilidad
de insistir. 

Cuando quedaron solas, en una pausa en la crisis de nervios, Marta le preguntó: 

—¿Cómo sabías esta dirección? ¿Cómo sabías que yo vivía acá? 

—¿Ale no te contó? 

Ese «Ale» atravesó el corazón de Marta como una hoja de afeitar. ¿Cuánto hacía que no lo veía? O al revés, ¿desde cuándo lo veía? 

—Me lo encontré de casualidad en el bar de Medrano y Rivadavia, a tres cuadras de casa. Como en la época del colegio. Me contó de ustedes dos. ¿Por qué
nunca me dijiste nada? 

—No sé —respondió Marta—. ¿Y vos por qué no me preguntaste? 

—Me dijo que llevaban seis meses juntos. Yo puse cara de que no nos veíamos. Me hablaba como si no supiera que nosotras dos nos encontrábamos cada tanto.
Respeté tu silencio. Yo sé de eso… por Roberto. 

—¿Y entonces por qué viniste hoy? —preguntó Marta sin piedad. 

—Porque no podía aguantar más —confesó Greta. 

Marta la entendía, a ella le había pasado lo mismo el día de la aparición del niño. Lo entendía, pero no lo aceptaba. 

—¿Y cómo conseguiste la dirección? 

—Se la pedí a Demetri, que la tenía. 

Demetri era otra excompañera. Luciana Demetri. Marta acabó el interrogatorio. Greta se explayó en sus estupideces habituales: Roberto la amaba, y ella
a él, pero sus celos terminarían por matarlos a los dos. No quería que los chicos presenciaran esas escenas. Afortunadamente ese sábado estaban con su
madre, pero ¿hasta cuándo podría preservarlos de la furia insensata del padre? Por primera vez se planteaba la idea de recurrir a ayuda profesional. 

—¿Y separarte? —se escuchó preguntar Marta. 

—Ni se me pasa por la cabeza —replicó Greta. 

A Marta, como nunca antes, la hirió profundamente comprobar que con el maquillaje corrido, la voz tomada, la nariz sucia, la cara hinchada por el llanto,
la estupidez y la locura cabalgando cada una de sus palabras, Greta era poderosamente atractiva, y Marta ni siquiera era agradable. 

IV   

Cuando por fin recuperaron la intimidad del hogar, en la cama, antes de dormirse —en realidad, ella fingió somnolencia, no lo hubiera logrado ni con narcóticos—,
con los ojos cerrados, como si no tuviera importancia, Marta le preguntó a Alejandro cómo había encontrado a Greta y, luego, por qué no le había dicho
nada. 

La explicación era sencilla y verosímil. Se la había encontrado aquel mismo día de la aparición del niño, cuando fue a emborracharse a la misma pizzería
donde se había reencontrado con Marta. Greta había aparecido de casualidad, a comprar unas pizzas para llevar, para Roberto y los chicos. Alejandro le
había comentado, fingiendo tranquilidad, de su reencuentro y concubinato. Había sonreído falsamente, y la había despedido como si no pasara nada. Ni bien
Greta abandonó el local, comenzó a trasegar el vino de medio pelo y así siguió hasta tomar la decisión de regresar a casa y revelarle toda la verdad a
Marta. 

—Me dijo que Demetri tenía tu dirección —agregó Marta. 

Hubo un silencio entre los dos, y Alejandro aclaró: 

—Cuando acababa de venir a vivir acá, un grupo de compañeros intentó una reunión. Yo ofrecí mi casa. Después me pareció que era todo una estrategia de
Demetri para verme. Al final no nos encontramos. 

—¿Ni una vez? —preguntó Marta. 

—Ni una vez —respondió Alejandro, y le dio la mano. 

Al instante se durmió. Marta escuchó durante toda la noche su respiración acompasada. Greta había traído incertidumbre, hostilidad, desconfianza. Con las
primeras luces del día, Marta se durmió. 

Despertó entrado el domingo y le faltaba un brazo. Se lo buscó, desconcertada, como buscaría un par de pantuflas para no pisar el suelo descalza. Quería
gritar, pero se le había paralizado la parte de la garganta, o del cerebro, encargada de emitir sonidos. Eso no era un sueño. Marta pensó con pánico en
un accidente cerebro vascular. Podía mover las piernas y el brazo izquierdo, abrir y cerrar los ojos; pero estaba incapacitada para hablar y le faltaba
el brazo derecho. La primera consecuencia de aquella hecatombe sería que Alejandro la abandonaría. Una cosa era poseer a una mujer con la seguridad con
la que se posee una heladera; otra muy distinta, tener que hacerse cargo de una lisiada. Lentamente, con los ojos, descubrió que su brazo derecho se hallaba
bajo el cuerpo de Alejandro. Se le había dormido el brazo, y lo tenía por completo insensible. Seguramente había querido confirmar que su hombre permanecía
en la cama mientras ella dormía, y prefería que le aplastara el brazo durante horas antes que pasar un segundo sin sentirlo cerca. Con el brazo izquierdo
logró apartar a Alejandro hasta retirar el derecho, y se lo agitó —una extremidad completamente muerta, como un pedazo de goma—, hasta que, hormigueando,
dolorosamente, comenzó a recuperar la vida. Abrió y cerró la mano. Alejandro se despertó. 

Marta recuperó su voz, sorprendida. 

—Buen día, mi amor. 

El miércoles a la noche Greta llamó. Atendió Alejandro y le pasó de inmediato a Marta. Pero Marta no lograba escucharla. Intuía, como una voz que llegara
de muy lejos, un eco remoto, que Greta le explicaba que las cosas con Roberto estaban mejor, que él había comenzado a tratarse, después de una sesión de
terapia de pareja, y que ese llamado por la noche era parte de los cambios: ahora podía llamar a sus amigas. Marta sólo se preguntaba, una y otra vez,
con una potente voz propia que tapaba la voz insustancial de Greta, por qué ésta mujer la llamaba a su casa, a la noche. 

El jueves al mediodía, después de mucho tiempo, por primera vez desde que se había ido a vivir con Alejandro, Marta llamó a Greta. Había salido antes del
trabajo, con el propósito de por fin prepararle aquella frustrada cena sorpresa a Alejandro. Le habló, con calma, mientras revolvía una salsa de castañas
en la olla; como una mujer madura, que enfrenta sus temores. Marta invitó a Greta a su casa. 

Era hora de poner blanco sobre negro. No podía perpetuar eternamente la posición de la mujer desabrida que teme a la menor mosquita muerta que le pasa
por al lado a su hombre. Ni temblar a cada llamado, ni suplicarle ni ordenarle que no la llamara más. 

Quedaron para verse al día siguiente, viernes, a la tardecita. Roberto debía aceptarlo como parte de su terapia. Tomarían un mate, comerían galletitas. 

Llegó el viernes, llegó Marta, llegó Greta. Inesperadamente para Greta, llegó Alejandro. Ella pensaba que era un encuentro a solas. De mujeres. Alejandro
también se sorprendió. Marta lo había llamado especialmente. Siguiendo las palabras textuales de su mujer, preguntó: 

—¿Y? ¿Cuál es la sorpresa? 

—Les tengo una sorpresa —respondió Marta con una mirada pícara—. Aguárdenme un minuto. 

Como había aprendido de Alejandro, sin darles lugar a réplica, abandonó el departamento y tomó el ascensor hasta la planta baja. Había tenido la precaución
de avisarle a Roberto que estos dos pájaros se encontrarían a solas. 

V   

Cuando regresó, luego de un tiempo prudencial, en el edificio, en el pasillo de su piso, y en el propio departamento, antes de abrir, flotaba un silencio
inhumano. ¿Por qué no había habido ruidos? Marta esperaba ambulancias, policías. Después de todo, Roberto era el jefe de una agencia de seguridad, se suponía
que iba armado, o tenía fácil acceso a pistolas. De hecho, cuando le entregó las llaves del departamento, le pareció que iba armado. Pero aparentemente
había hecho un trabajo artesanal. 

La cabeza de Greta estaba prolijamente separada del cuerpo, como guillotinada. Aunque era evidente que Roberto la había cortado a cuchillo. La maldita
puta seguía teniendo esas tetas lujosas, naturales, incluso sin cabeza. Marta estaba segura de que si daba vuelta el cuerpo decapitado, el culo seguiría
llamando la atención. El propio Roberto, un valiente en todos los sentidos, un hombre de verdad, se había cortado la yugular con sus propias manos, empuñando
él mismo el cuchillo.

¡Había que tener coraje! Pero el toque de gracia se lo había dado a Alejandro. Lo había acogotado con las manos, o eso parecía. La eyaculación del ahorcado
manchaba el precioso pantalón de pana de Alejandro, su uniforme casual de los viernes. Pero lo que Marta valoró y agradeció post mortem a Roberto, fue
que Alejandro quedara cianótico por el efecto de la asfixia. Ese color en el rostro. Por fin, eternamente, era su príncipe azul. 

MARCELO BIRMAJER nació en Buenos Aires, en 1966. Se desempeñó como periodista cultural; fue además guionista de historietas y cine, y humorista. Es autor
de las novelas y libros de cuentos para adultos Ser humano y otras desgracias (1997), Historias de hombres casados (1999), Tres mosqueteros (2001), Nuevas
historias de hombres casados (2002), Últimas historias de hombres casados (2004) y El club de las necrológicas (2012). También ha escrito varios libros
para niños y jóvenes, entre los que figuran: Un crimen secundario (1992), Derrotado por un muerto (1993), El alma al diablo (1995), Un veneno saludable
(1995), Fábulas salvajes (1996, Premio White Ravens), El abogado del marciano (1997, Finalista Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil
1996 otorgado por Grupo Editorial Norma y Fundalectura, Colombia), No es la mariposa negra (2000, Mención Premio al Mejor Libro de Literatura Juvenil otorgado
por Fundación El libro y Destacados de ALIJA 2002), Los caballeros de la rama (2003), La isla sin tesoro (2008), Juicio al ratón Pérez (2009), Garfios
(2010), Un poco invisible (2011) y Las otras islas (2012).