Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El monstruo exitoso

EL MONSTRUO EXITOSO
“Caín, Caín, ¿qué has hecho de tu hermano? –¿Qué obligación tengo yo de cuidar de mi hermano? –La sangre de tu hermano grita hasta mí desde la tierra que tú estás pisando donde fue derramada”(Génesis 4, 9-10)
El estridente sonido de los cerrojos y el chirriar de la pesada puerta de hierro al abrirse lo trajeron de nuevo a la lúgubre habitación. Sentado en el piso de la única esquina más o menos despejada  y limpia, de colillas de cigarrillos, de baldosas sueltas, mugrientas y libres de vestigios de orín y de otros excrementos, del sombrío cuarto que hacía de cárcel de presos de la jefatura central de policía de la gran ciudad; se encontraba el ingeniero Adán, fumando un puro.
A los casi ya 45 años de edad, Cae Adán era uno de esos jóvenes exitosos que nunca en su vida había tenido un tropiezo. Salvo la breve separación que había experimentado con su mujer, al poco tiempo de nacer su segundo hijo, todo era perfecto, todo era como en esas películas sobre ricachones de  Hollywood; una lujosa casa en un country, una BMW  4X4 y el Mercedes de su esposa, un pequeño yate y vacaciones familiares en el Caribe todos los años. Se recibió de Ingeniero Químico con el máximo promedio de su promoción. Al concluir sus estudios  universitarios, fue contratado casi inmediatamente por una empresa petrolera; en la que al poco tiempo de haber ingresado, y cuando contaba con tan solo 30 años de edad, llegó  a ocupar el cargo de gerente general gracias a su inteligencia y sus dotes de liderazgo.
-¿Sr. Adán? -Dijo un regordete agente policial mientras abría la pesada y quejosa puerta metálica -¡Ingeniero! –se escuchó al instante y asomándose por detrás del guardia un elegante hombre de unos 60 años;  que vestía un sobrio traje gris oscuro de corte inglés.
A lo que el prestigioso reo sin mucha sorpresa ni preámbulos de buena educación espetó a este: – ¿Qué novedades me trae Gutiérrez? Tenía la mirada perdida y su aspecto era como si hubiese estado un mes encerrado en ese lugar, y solo llevaba 3 días desde que acudió voluntariamente; una barba prominente, el pelo largo y desprolijo y  el rostro pálido y flaco.
-La fianza está pagada por su esposa y su hermano ingeniero, y ya puede irse a casa… -Respondió el letrado.
-¿Mi esposa? ¿Mi hermano? -carraspeó con voz de fastidio y apretando los dientes -¡A caso no le he ordenado que no le preocuparan a mi esposa?…  -¿Mi hermano?  ¡Qué tiene que ayudarme ese mediocre e irresponsable a mí!
Abel Adán, su único hermano, no gozaba de su mismo curriculum vitae. Era 10 años menor que Cae, y nunca había sido un niño prodigio, desde pequeño había tenido problemas en sus estudios, había quedado de curso en cuarto año de la secundaria y se recibió de profesor de literatura estando ya casado esperando su primer hija de cinco que tuvo. Ejercía la docencia en un modesto colegio parroquial de las afueras de la ciudad capitalina.
-Sus bienes personales están confiscados, Sr. Adán. Lo único que no está inhibido es su camioneta, que no está a su nombre, y algunos de sus bienes matrimoniales. -Su mujer tuvo que solicitar un préstamo y hasta tubo que empeñar unas joyas y el resto lo puso su hermano, que vendió el terreno que le regaló su padre, para que usted pudiera salir de acá. Dijo con vehemencia y sin ocultar su enfado el abogado.
Cae se puso de pié y sorteando a los indignados visitantes, se dirigió hacia la habitación  contigua donde lo habían registrado y le habían tomado declaración cuando entró a ese establecimiento. El abogado se quedó mirando al guardia sin saber que hacer, pero después de unos segundos de indecisión reaccionó y emprendió la marcha hacia su cliente. Tubo que apurar el paso para poder alcanzarlo. Cae se acercó a grandes zancadas hacia el cuarto donde tenían sus efectos personales y tomando en sus manos el sobre de papel madera donde estaban los mismos se dirigió a la salida del ayuntamiento.
En el camino resolvió ir a casa de su hermano para exhortarle que no les comentaran nada a sus padres y para mostrarle que no tenía la más mínima necesidad de El. También pensó en llamar por su móvil a su mujer pero decidió aplazarlo para después de pasar por la casa de Abel.
Tenía la mirada perdida, sus ojos mostraban odio e indignación, su respiración era como la de un animal que está a punto de cazar su presa. Y a medida que se iba acercando al modesto barrio donde vivía su hermano, se le aceleraba cada vez mas el pulso, iba con el seño fruncido y los dientes apretados. Lo que más le encolerizaba, por decirlo de alguna manera,  era la supuesta osadía que había tenido su hermano y su insolente intromisión en sus asuntos. Le sacaba de quicio el que ese imberbe y mediocre  sujeto –como lo solía llamar en ocasiones delante de su esposa y hasta de sus padres- que hubiera tenido el descaro de ayudarle a Él que era todo un ejemplo de vida y de éxito.
Cae siempre había tenido “celos” de su hermano menor. En los momentos en que Abel tenía algunos logros o momentos felices, como el día en que se recibió y el día en que se enteró que María –su esposa- estaba embarazada de su primer hijo y de cada uno de sus hijos, se desaparecía yéndose de viajes o no aparecía por meses. Cuando su padre enfermó del corazón, les prestó su departamento lejos del barrio de su hermano, y le contrató una enfermera tiempo completo para que sus padres no fueran a vivir a su casa y prescindieran de los cuidados de José y de su impresentable cuñada –como también la llamaba habitualmente-.
-Maldito… ¡Quererme ayudar a mí! ¿Pero quién se ha creído! –susurró con una voz casi imperceptible mientras se acercaba a su destino.
A unos 30 metros de llegar a la casa, golpeó con las palmas de sus manos el volante del vehículo y pisó con fuerza el freno del mismo; y cuando se hubo detenido se tomó la cara con ambas manos y apoyó su frente en la parte superior del volante. Mientras sollozaba dijo entre dientes: -¡Infame!¡Maldito!... –Levantando su cabeza se miró en el espejo retrovisor. Se vio los ojos enrojecidos, las Sejas se le habían engrosado, se veía bellos en la cara y su barba se confundía con los pelos prominentes de su pecho, sus cabellos le habían crecido hasta los hombros. Dirigió su mirada a la guantera, estiró su brazo derecho y abrió la misma. Buscó en su interior y sacó una Versa 9 Mm.. Puso en marcha el motor y paró en casa de su hermano.
Se apeó y se dirigió hacia la puerta. Tocó el timbre varias veces hasta que se abrió la puerta y apareció  su cuñada. María lo saludó con algo de recelo al percibir el enfado de su cuñado - Cae ¿Cómo estás? Pasa –dijo finalmente esta con voz temblorosa.
Indiferente al saludo de su cuñada y entrando a la casa casi llevándosela por delante , le dijo con voz impaciente -¡Donde está tu marido? Tengo que hablar con ustedes. No terminó de decir esto cuando apareció Abel. ¡Cae! Que Alegría que hayas venido por aquí…. Cae ya estaba en el living comedor dirigiéndose a una silla e ignorando también el afable saludo de su hermano. Sin decir una palabra, se sentó en una silla que estaba en la cabecera de la meza. El matrimonio se miró atónito e interrogante ante tal escena y luego se sentaron a ambos costados del misterioso visitante.
-Cae hermano ¿Te sucede algo? –espetó Abel al observar la impaciencia de su hermano mayor.
Cae agarrándose el rostro rompió a llorar. Los cónyuges se miraban estupefactos. Pero en el mismo instante en que José se inclinó para abrazarlo, Cae se puso de pie de un salto y sacando su pistola del sobre de papel en la que le habían puesto sus efectos personales en la comisaría –y el que utilizó para camuflarla- hizo dos pasos para atrás tirando la silla al suelo cuando retrocedió, y apuntando a la humanidad de su hermano, le descargó 3 tiros. María que también se había puesto de pie, pues había advertido la maniobra de su cuñado, corrió por el extremo opuesto de la mesa a socorrer a su marido. Pero cuando esta llegó al extremo de la misma le apuntó con el arma y le ordenó que se quedase en el lugar. Al mismo tiempo le hizo otras 3 descargas como a su esposo.
Cuando los estruendos de la 9 Mm. Cesaron y el humo de la misma se disipó, Cae pudo observar que su hermano y su cuñada estaban intactos y lo miraban, y se miraban, con el mismo aturdimiento y expectación que el los observaba.
El siniestro sujeto, con sus pupilas dilatadas -dándole esto una expresión aun más diabólica-, dirigió su mirada al cuadro que colgaba de la pared con una lámina de La Piedad de Miguel Ángel y apuntándolo con el arma apretó el gatillo; pero esta vez la acción tuvo el efecto deseado e hizo mil pedazos la imagen. Esbozando una sonrisa macabra dio media vuelta y se fue en busca de su camioneta.
Ya en marcha se dirigió al departamento de sus padres a fin de aislar a estos de lo ocurrido, y porque pensaba que su  hermano iba a llamar de inmediato a sus padres para prevenirlos de él. Sin darse cuenta bajó el sobre con el arma y como tenía llave del departamento abrió la puerta del mismo y entró en él. Casi se derrumbó cuando vio a escasos metros de la puerta de entrada a su madre que yacía en el piso con sangre que le brotaba del lado izquierdo del tórax. Más allá vio también a su padre, tirado cerca del balcón, del mismo modo que su madre. Con un temblor incontrolable se acercó aún más a su progenitora y le pudo ver tres orificios profundos de balas los tres en el sitio donde está el corazón. En su padre pudo constatar lo mismo.
Con desesperación se dirigió al baño, abrió la puerta y luego la cerró de tras de él, y luego encendió la luz y se miró al espejo. Se vio reflejado como un monstruo. Tenía las cejas largas, su cara llena de bellos, los ojos enrojecidos. Se miró las manos y parecían las garras de un animal, peludas y uñas largas y gruesas como las de un felino salvaje.
Con el rostro desencajado sacó nuevamente su arma del sobre y se la apoyó en la sien. Apretó el gatillo, y a pesar de que sintió un estampido pavoroso, no pasó nada. Con gran sorpresa se disparó nuevamente. Y de nuevo el reventón pero nada. No tenía ni un rasguño. Lo hizo por tercera vez y lo mismo , hubo un nuevo estruendo y no sucedió nada. Respiró fastidiado y por cuarta vez apretó el gatillo, pero en este caso el artefacto solo emitió un chasquido porque se había quedado sin proyectiles.
Se dejó caer con el arma en la mano sobre el piso y se puso en posición fetal. Gruñía como una bestia PRE histórica. En ese momento sonó la melodía de una sinfonía de Wagner que provenía de su celular. Al cabo de unos segundos de estar sonando, lo sacó del bolsillo de su pantalón y miró el identificador. Era de su casa. Atendió. Del otro lado de la línea oyó una vos que le decía:
-Hola ¿Cae? –Soy Tomás, tu vecino. A lo que Cae contestó -¿Qué pasa?¿Por qué llamas del móvil de mi esposa? El interlocutor replicó con voz agitada –A pasado una tragedia. Tienes que venir urgente.
-¿Pero qué carajos ha pasado? ¡Dime de una vez!
–Ellos, tu mujer y tus dos hijos ¡están muertos! ¡Alguien los ha asesinado! ¡Les han pegado un tiro en la cabeza! –Exclamó con vehemencia y desesperación el mensajero.
FIN
Nota: Me siento en la obligación moral de dejar constado, ya que este es mi primer cuento, que la idea del frustrado suicida en la que su acción autodestructiva no tiene el efecto deseado e impacta en sus seres queridos o en otras personas, es inspiración del cuento “El suicida” de Enrique Anderson Imbert (Argentina), todo lo demás es de mi autoría.
JUAN LUIS RUIZ
(Tucumán-Argentina)