Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Fabricantes de vampiros: Alberto Laiseca.

Fabricantes de vampiros           

Recorrían los caminos y los pequeños pueblos de la Alemania medieval. Eran tres: Severo, Angélico y Piadoso. 

Poseían dos carromatos que contaban con todos los elementos de su oficio. Allí también comían y dormían. 

Estos vehículos ostentaban carteles en su parte externa que decían: «Doctores en vampirismo», «Destructores de muertos que caminan, chupasangres y devoradores
de carne humana». 

Pero con ellos ocurrían cosas raras, que movían a la suspicacia. En aldeas tranquilas, donde jamás ocurría cosa alguna, no bien llegaban los siniestros
carromatos, se producía una ola de vampirismo. Chicas jóvenes eran encontradas desnudas, en sus camas, y sin una gota de sangre. Heridas en el cuello,
que bien podrían ser producidas por dientes, o por cualquier otra cosa. Unos pocos hombres se encontraban en las mismas condiciones. Muy pocos hombres. 

Como es natural, los aldeanos, muertos de miedo, llamaban a los «doctores» para el examen de los cadáveres. El diagnóstico era siempre el mismo: vampirismo.
Y debía procederse de inmediato antes de que la enfermedad se propagase: estacas en el corazón, cortada de cabezas y llenar la boca del muerto (o de la
muerta) con ajo. 

Curiosamente, las hijas de los muy ricos sobrevivían. También heridas en los cuellos y debilitadísimas, pero vivas. Cuando despertaban de sus desvanecimientos,
sostenían haber sido violadas y dolorosísimamente mordidas por demonios horribles. 

Los afligidos padres ofrecían fortunas a los «doctores» para que, mediante exorcismos, preservasen a sus niñas de nuevos ataques. En un latín que ellos
llamaban «arcaico» (ni el cura lo entendía), trazaban sobre las víctimas lo que denominaban «un arco de luz y protección». 

Debía de ser todo cierto, pese al aire de charlatanería, puesto que las chicas no volvían a ser molestadas y, en poco tiempo, se recuperaban de la pérdida
de sangre. 

El secreto de los «doctores» era muy sencillo. Habían inventado una larga y gorda jeringa de cobre, con émbolo del mismo material. Le adosaban una aguja
también de cobre, con punta muy filosa y cortada en bisel. Esta última era demasiado gruesa como para insertarla en la vena, de modo que previamente se
abrían paso con un cuchillo, pero tajeando con poca profundidad. Luego de desnudar a la víctima y violarla varias veces, procedían a sacarle litros y litros
de sangre con la gigantesca jeringa. El líquido extraído se guardaba en grandes frascos que se cerraban de manera bastante hermética. 

Seguramente practicaban, además, hipnotismo casero, alguna droga de esas que distorsionan la percepción, sumado esto a un chapuceo incomprensible en mal
latín y disfraces de diablos cornudos. Las supersticiones de la época hacían el resto. 

Si alguna chica violada sobrevivía (algunas debían hacerlo, puesto que, como dijimos, ello era parte del negocio), ella juraba haber sido poseída por el
Príncipe de las Tinieblas en persona. Y lo peor es que se lo creía. 

Con mucha frecuencia, a causa de estos contactos ilícitos, nacía un niño o una niña. El destino de estos desdichados era terrible: quieras que no, eran
arrancados de los brazos de sus madres, y de las leches de sus pobres tetas, y quemados vivos. 

Pero después de un mes de jolgorio —violaciones, dinero mal habido y asesinatos—, por supersticiosos que fuesen los aldeanos, ya muchos se empezaban a
preguntar cómo, en un lugar tan tranquilo, todos los demonios se habían desatado justo con la llegada de los «doctores» Severo, Angélico y Piadoso. 

Claro que ellos ya tenían preparada su obra maestra y despedida. Dijeron que el monstruo estaba presto para descargarse. La llegada de los «doctores» lo
aterrorizó haciéndolo salir antes de tiempo. Ellos, con sus poderes, averiguarían en quién se había camuflado el maldito. 

Para ello eligieron a una pobre vieja, medio loca y sin familia, que vivía en una cueva. 

—¡Aquí! ¡Aquíííí…! ¡Aquí está el mal encarnado! —gritaron los tres benefactores. 

A una orden de Severo, la anciana fue desnudada («Porque el demonio puede esconderse en un pedazo de ropa»). La ataron sobre una mesa formando una equis.
La viejita protestaba débilmente. No entendía el porqué de tanta severidad para con ella. Estaba loca, sí, pero jamás le había hecho daño a nadie. 

Siempre por orden de Severo, Angélico y Piadoso, penetraron con sendas agujas de hierro los pezones de la pobre vieja. Pero sus alaridos no duraron demasiado:
con dos fuertes enviones atravesaron la totalidad de los mustios pechos y llegaron al corazón. 

Dijeron que, en esa aldea al menos, habían cumplido con su deber. Subieron a los carromatos y partieron raudos antes de que los demás pudieran arrepentirse
de su pasividad. 

Por algo Severo era el jefe. De lejos el más inteligente de todos, no ignoraba que en esa oportunidad casi los pescaron. Todo había salido bien —en tal
sentido la vieja fue providencial—, pero gracias a una enorme dosis de buena suerte. «La próxima vez no sé qué tal nos va a ir», razonó Severo y así se
los dijo a sus ayudantes. 

—¡Pero, Maestro! —protestaron Angélico y Piadoso—. ¿De qué vamos a vivir? 

—No sé. De otra cosa. Debemos reformarnos y cambiar de vida. Este solo propósito de enmienda ya me hace sentir más bueno. Y por favor: recuerden siempre
que el cielo ayuda a los suyos. 

Reformarse era, pues, cosa decidida. Ahora bien, ¿la bondad cómo? ¿Qué camino, qué orientación le darían a la recién adquirida bondad? 

—Lo mejor será fabricar un prostíbulo de chicas zombis. 

Los otros se asombraron. 

—Pero, Maestro… —protestó Piadoso débilmente—. Tengo entendido que la zombi no nace: se hace. ¿Usted sabe hacerlas? 

—Por supuesto. En mis viajes por Italia visité Florencia. ¡Ah!, ésa sí que es una ciudad civilizada. Son los primeros en pintura, arquitectura, suplicios.
Pero antes que nada dejen que les hable de las virtudes de la zombi por sobre cualquier otra mujer. Son trabajadoras inagotables, a quienes además se puede
morder y pegar. Siempre sonríen y jamás protestan, cosa que las hace invalorables para cualquier cliente. Muchos terminan casándose con ellas. Nosotros
lo permitiremos. Por un cierto y adecuado precio, claro está. Muchos hombres de vidas confusas han logrado paz, encarrilamiento y fe gracias a estas chicas.
Incluso es un bien para ellas mismas, puesto que son liberadas de la tarea de pensar. Sus vidas se ordenan mediante la obediencia absoluta. Leo en sus
caras la gran pregunta: «¿cómo?». En efecto: ¿cómo se logra este acto de alquimia?, muy sencillo. Mis amigos y maestros florentinos han inventado para
los más difíciles interrogatorios un recurso magnífico. Lo llaman «el sueño italiano». 

»La Inquisición hace ya mucho tiempo que sabe que de un detenido o detenida se puede obtener cualquier confesión mediante el muy simple medio de arrancarle
las uñas o la totalidad de los dientes y muelas, uno por uno. Para los casos más grandes de reticencia, se procede a la introducción de un hierro candente
en la vagina o en el ano. Pero así el paciente queda definitivamente deteriorado, se convence del todo de su error e incluso incurre en el mal gusto de
morirse. 

»Nada de esto, por lo general, ocurre con «el sueño italiano». Consiste en un alto cilindro que se abre longitudinalmente. Adentro está lleno de pinchos
filosos, pero ha sido calculado para que no toquen a la víctima si ésta se queda quietita. A la chica, sea un ejemplo, se la mete desnuda y luego se cierran
las dos mitades. Ya dijimos que si te quedas de pie, sin moverte, los filosos pinchos no te pinchan. Pero este estado de absoluta quietud no es natural.
Todo en uno tiende a la movilidad y al jolgorio. Además alguna vez hay que dormir. Muslos, piernas, trasero, espaldas y pechos sufren dolores agudísimos
que se van acentuando con el paso de los días. Algunas chicas sufren accidentes. Son las no aptas para la zombificación. Pero eso está previsto y siempre
se puede hacer algo con ellas. 

Nuestros amigos habían juntado bastante dinero en sus correrías. Por otro lado, Severo resultó enemigo de las expansiones. Avaro, en realidad, y el que
mandaba era él. De modo que compraron un buen trozo de tierra en las afueras de cierta aldea y mucha madera. 

Contrataron gente para levantar el Castillo del Placer. Éste iba a ser el prostíbulo de las zombis, naturalmente. Aquélla era una construcción altísima,
contrahecha y que, si no se venía abajo, era gracias a la superabundancia de clavos. Resultaba una suerte de megalomanía idiota. 

Siempre en el interior del predio, pero en las afueras del castillo, cavaron un misterioso pozo de treinta metros de hondo. 

En realidad, la fabricación de zombis costó mucho más de lo que se creía en un principio. Por de pronto muchas chicas se volvían locas con el encierro:
falta de descanso, claustrofobia, histeria, a punto tal que ellas mismas se largaban contra los pinchos buscando la muerte. Las que no lo conseguían salían
tan deterioradas que ya no podían interesar a hombre alguno. 

Pero tanto muertas como piltrafitas pateables eran aprovechadas por el ingenio de Severo, quien siempre les encontraba utilidad. Inventó lo que él llamó
«El guiso de los doctores». Cortaban pechos y caderas en pequeños cubos y de todo ello salía una comida exquisita. El resto no aprovechable de las muertitas
iba a parar al pozo, juntamente con grandes bloques de cal viva. 

También había triunfos, naturalmente. Unas pocas chicas salían del encierro totalmente bobas y listas para trabajar. Fieles a sus costumbres, los tres
inseparables las hicieron suyas durante varios días antes de entregarlas a las fieras. 

Al principio el negocio marchó muy bien. Los clientes estaban encantados con esas muchachas tan raras y sometidas, que no protestaban les hiciesen lo que
les hicieran. El problema empezó al año más o menos, cuando la totalidad de los aldeanos (hombres y mujeres) contrajo la sífilis. Desesperación y furia. 

Entonces tuvo lugar una escena que hemos visto muchas veces en el cine con las películas basadas en la historia del doctor Víctor Frankenstein. Una noche
los furiosos aldeanos salieron todos juntos, empuñando antorchas y horquillas, y el Castillo del Placer ardió por los cuatro costados. Las zombis serían
muertas que caminan, si a usted se le antoja, pero era cosa de oír cómo gritaban. 

En realidad los aldeanos fueron bastante injustos. De la sífilis no podían culparse más que a sí mismos por ir a un prostíbulo. 

Buscaron a los «doctores» por todos lados con el objeto de enterrarlos vivos, pero hasta eso había sido previsto por nuestro genio Severo: un túnel secreto
y larguísimo llegaba hasta las afueras de la aldea y allí los esperaban los carromatos. 

—Maestro, Maestro… —dijo Piadoso muy compungido y luego que se hubieron puesto en seguridad—, ya ve que es inútil querer reformarse. Uno está marcado y
no lo dejan. 

—Es cierto —homologó Severo. 

—Ahora yo digo, no, se me ocurre —terció Angélico—, ¿y si fundamos una posada, donde el plato fuerte sea «El guiso de los doctores»? 

—La idea no es mala, en principio —comentó Severo—. Pero el problema es siempre el mismo: no es fácil conseguir materia prima. 

Pero Angélico no aflojaba así nomás. 

—¿Y si nos casamos y tenemos muchos hijos? 

—Nooo: la demanda siempre va a superar, con mucho, a la oferta —dijo Severo—. Además habría problemas con las madres: siempre se encariñan con la cría,
etcétera. 

Piadoso preguntó: 

—¿Y si fundamos un asilo de huérfanos? 

—Tampoco —desaprobó Severo—. Los huérfanos nunca son tantos y además hay mucha vigilancia. No. Imposible. Mucho me temo que nos veremos obligados, nuevamente,
a ser doctores en vampirismo. 

Y así lo hicieron, los tres, aunque desilusionados y bajo protesta. 

Ésta fue la manera como, luego de muchas y productivas aventuras, cuatro años más tarde nuestros bienaventurados monstruos llegaron a una aldea de Baviera. 

Los aldeanos eran raros, casi no hablaban y estaban poseídos por el temor. Les extrañó mucho que después de vaciar a las primeras chicas nadie viniese
a consultarlos. Ni siquiera los padres de vampirizadas ricas. 

—Aquí las chicas son muy lindas —comentó Severo—, pero mucho más interesante es el dinero. Si siguen sin pedirnos ayuda, en cuatro días nos vamos. 

Esa noche dieron con una víctima lindísima. No parecía una suicida. Más bien semejaba una idiota bien dispuesta. Se desnudó sola, sin necesidad de que
le arrancasen la ropa. Sólo dijo: 

—No me lastimen, por favor. 

Transmitía una onda increíblemente erótica. 

Empezaron. Pero mientras más se lo hacían, más necesitaban hacérselo. 

Mucho más tarde descubrieron que nadie, ningún hombre, puede tener tantas relaciones seguidas con una mujer. Estaban tirados en el piso, sin una gota de
energía. No podían moverse. Indefensos por completo. 

Ella se les rio en la cara y les dijo: 

—Aldeanos supersticiosos, ¿cierto? ¿Saben por qué aquí nadie les pidió ayuda? Porque sabían que iba a ser inútil. Después de todo los felicito: vivieron
varios años sacando partido de la leyenda. Pero siempre llega la hora de pagar. 

Estaba muy enojada. Que no creyeran y además se burlaran lo tomó como una falta de respeto. «Pecadillos» como zombis y guisos la tenían sin cuidado. No
era lo suyo. 

Sí. Ella era una «leyenda» con muchos caninos, felinos y molares. Chiste esquizofrénico. En realidad, quisimos señalar su boca dotada de incontables dientes.
Hasta un cocodrilo se habría asustado. Con lentitud, casi con delicadeza, los mató a los tres.  

ALBERTO LAISECA nació en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, en 1941. Fue cosechero, empleado telefónico, corrector de pruebas de galera en el
diario La Razón y periodista. Entre sus novelas, libros de cuentos, poesía y ensayo, figuran: Su turno para morir (1976), Aventuras de un novelista atonal
(1982), Matando enanos a garrotazos (1982), Poemas chinos (1987), La hija de Kheops (1989), Por favor, ¡plágienme! (1991), El jardín de las máquinas parlantes
(1993), Los Sorias (1998), La mujer en la muralla (1999), Aventuras de un novelista atonal (2002), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003),
Sí, soy mala poeta pero… (2006) y Manual sadomasoporno (2008). Estuvo al frente del programa de televisión Cuentos de terror en I-Sat (Premio Martín Fierro
a la producción en cable 2003), que daría origen ese mismo año a la publicación de una antología con idéntico título (selección y prólogo de Alberto Laiseca).
También presentó películas en el ciclo Cine de terror en Retro. Fue coprotagonista de la película El artista (2009, dirigida por Gastón Duprat y Mariano
Cohn), en la que se basó para escribir su novela homónima. Recibió la beca Guggenheim y el diploma al mérito en el rubro Novela otorgado por la Fundación
Konex, quinquenio 1999-2003.