Texto publicado por Leandro Benítez

¿Qué educación podemos ofrecer a los jóvenes perdiendo los estribos ante una derrota deportiva? La peor, sin duda. Y esto pasa en todo el mundo.

Por Enrique Pinti.  Para LA NACION.
 
 
 
 
Hace poco, viendo un noticiero español, el que esto firma tuvo la posibilidad de constatar que hay problemas sociales que no conocen fronteras geográficas. El informe versaba sobre la educación y mostraba una experiencia hecha en una escuela primaria con un alumnado proveniente de familias de clase media con buen nivel adquisitivo, que consistía en formar equipos de fútbol para organizar campeonatos intercolegiales con el fin de darles a los chicos la noción de sentido de equipo y así sacarlos un poco del aislamiento que provoca el uso abusivo de las redes sociales como única forma de comunicación. Otro objetivo importantísimo era contribuir a establecer el concepto de que en la vida se puede ganar o perder y que ese hecho aún siendo importante, no es fundamental; y como todo lo que es lógico, natural e inevitable, no debe empañar ni destruir el esfuerzo realizado para conseguir una victoria. Antes, bien debe reforzar nuestros recursos para revertir esas situaciones, no odiando al rival ganador, sino respetando sus logros, y en todo caso tratar de emular sus virtudes para la próxima vez que midamos nuestras fuerzas con ellos. En pocas palabras: divertirse en grupo, respetar reglas básicas y comprender que no se nos va la vida en una derrota deportiva. Magníficos objetivos, a los que había que sumar la de por si excelente propiedad que la práctica deportiva da a los jóvenes, en materia de salud física y espiritual. Todo bien pero. ¿qué ocurrió? Pues que un grupo considerable de padres protagonizó reiteradas veces alborotos en las tribunas del campo de juego estudiantil, insultando al árbitro cuando sancionaba alguna infracción a sus hijos, intercambiando epítetos de la peor cancha barra brava e incluso llegar a perseguir al referí para reventarlo a trompadas. Los propios niños testificaron ante cámara que el griterío propinado por los progenitores propios y ajenos los desconcentraba, les hacía cometer errores y, sobre todo, pasarla muy pero muy mal.
Este hecho aislado, lejano geográficamente y de muy relativa importancia que, por otra parte, no llegó a mayores y fue rápidamente neutralizado por las autoridades pertinentes, muestra claramente que por más que los docentes se esmeren en mejorar los objetivos de la educación dándoles un contenido que estimule buenos sentimientos y conductas civilizadas, si eso no viene acompañado de una vida familiar equilibrada y medianamente sensata las mejores intenciones se estrellarán contra el muro de la ignorancia, la violencia gratuita y las teorías equivocadas de la exaltación del ego más primitivamente agresiva. Esos padres que trasladan sus frustraciones proyectan en sus hijos no la sana práctica de un deporte, sino la esperanza de que sus retoños se transformen en un Messi que los saque de pobres o que al menos los haga conocidos y célebres en el barrio. ¿Qué educación podemos ofrecer a los jóvenes perdiendo los estribos ante una derrota deportiva? La peor, sin duda. Y esto pasa en todo el mundo, se habla de pautas de conducta perdidas en la vorágine de un universo sin valores reales, pero a la primera de cambio vociferamos como poseídos por cosas que no revisten una importancia fundamental y lo que oyen nuestros hijos son perpetuas invocaciones a la violencia para solucionar todo tipo de problemas. Y aunque en esos hogares no falte nada material, el déficit espiritual es tan enorme que, sin darnos cuenta, ayudamos a crear pequeños monstruos sin la menor idea de solidaridad, tolerancia y comprensión por el prójimo. Los educamos en la teoría del ganador, del gol de todos los días y de la exigencia de ser el mejor no importa cual sea el método para llegar al triunfo. Familias, medios, políticos y educadores deberíamos ponernos las pilas.