Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Las bellas criaturas de Natán Negroponte, Federico Andahazi.

Las bellas criaturas de Natán Negroponte
 Federico Andahazi
 Quizá fueran demasiados actores para un solo espectador. Sin embargo, la escena era tan perturbadora que acaso nadie más hubiese estado dispuesto a presenciarla. En apariencia, lo único que tenían en común los integrantes de aquel elenco, perfectos desconocidos entre sí, era su inquietante belleza: mujeres de edades tan distintas compartían, sin embargo, una expresión beatífica; ojos de miradas transparentes suspendidas en un punto ubicado fuera de este mundo y labios encarnados que mostraban una felicidad conmovida rayana en el llanto. El silencio y la penumbra del recinto, en el que se imponía la presencia de los mármoles, agregaba una angustiosa tensión teatral que contrastaba con la placidez de los presentes. A pesar del mutismo, parecía haberse establecido una secreta comunión entre todos. Los hombres, fueran jóvenes, viejos o niños, exhibían unas sonrisas perfectas, peinados cuya naturalidad no parecía hecha por el vulgar paso de un peine, sino por una brisa, azarosa pero precisa, que les hubiese dejado una casual armonía. Las mejillas plenas de un color vital les conferían a todos una dicha difícil de comprender bajo esas circunstancias. Los trajes, los vestidos, las alhajas y los tocados eran tan elegantes como austeros. El vestuarista no podía ser mejor. Estaban todos espléndidos. Sin embargo, si se observaba con detenimiento, no era sólo la belleza lo que los unía: todos ellos, hombres, mujeres y niños, tendidos cuan largos o breves eran, acababan de ser escrupulosamente arreglados para lucir magníficos durante sus propios funerales, antes de que, por fin, les dieran sepultura.
 Natán Negroponte, de pie en el centro de la morgue, hizo un recuento sumario extendiendo el índice: eran nueve muertos; cinco sobre la mesada de mármol a su izquierda y cuatro sobre la de la derecha. Natán era un hombre afortunado: a sus treinta y cinco años podía jactarse de ganar un sueldo que le permitía vivir holgadamente haciendo el trabajo que más le gustaba: arreglar muertos y dejarlos presentables para el velatorio. Era el suyo un arte tan difícil como efímero: otorgar belleza, color y vitalidad allí donde la muerte había hecho su nido macabro; prolongar la apariencia de la vida antes de que los cuerpos se hincharan llenándose de gases pútridos y, finalmente, los gusanos se ocuparan de arruinar sus magistrales arreglos. Bastaba que aquellos cadáveres de aspecto pétreo pasaran por sus manos habilidosas, para que quedaran tocados por una belleza inédita; los que no habían sido obsequiados con el don de la hermosura o, incluso aquellos que, lisa y llanamente, fueron condenados a la fealdad, luego de ser sometidos a las artes de Natán Negroponte cobraban un aspecto luminoso, una rara belleza postrera que la naturaleza les había negado en vida. Los deudos de los muertos tratados por sus manos no podían disimular la admiración al asomarse al cajón. Pero no solamente les otorgaba una belleza física, por así decirlo: a juzgar por la expresión de naturalidad, la frescura, el gesto de paz y descanso, de reconciliación final con la existencia, se diría que Natán podía postergar la partida del alma y hacer que el espíritu se negara a abandonar una morada tan grata, como le sucedería a un inquilino que tuviese que dejar una casa que acabara de ser remodelada. Natán Negroponte era el puente final que volvía a unir la muerte con la vida.
 Muchas mujeres y no pocos hombres contrataban los servicios de Natán Negroponte con el tiempo suficiente para que la muerte no los sorprendiera sin un contrato que les asegurara una despedida rutilante. El dueño de la funeraria, un hombre de tez violácea, pelo ralo y crespo, cuya apariencia estaba más cercana a la de sus rígidos huéspedes que a la de los que aún conservaban el aliento vital, al ver cómo se había multiplicado la lista de clientes previsores desde que había tomado a Natán, no podía evitar dos sentimientos antagónicos: por un lado, la alegría de tenerlo en su negocio y, por otro, el temor a perderlo, ya que, habida cuenta de sus méritos, nada le impediría a su empleado ser dueño de su propia cochería en un futuro cercano. Sin embargo, Natán Negroponte se sentía cómodo trabajando en Sepelios Podestá. Cuántas veces el propio Natán había leído y releído aquellas largas listas con nombres desconocidos de personas que aún estaban vivas, aunque cautamente preocupadas por su apariencia final. Y cada vez que alguien entraba en la oficina del señor Podestá para contratar sus servicios, Natán, observando furtivamente a través de la persiana, no podía evitar imaginar cómo habría de quedar el interesado luego de que se sometiera a su tratamiento final. Examinaba al cliente con ojo profesional, anhelando cambiar lo antes posible su triste apariencia de mortal vulgar y del montón, para poner en evidencia, por fin, la belleza que se ocultaba tras las arrugas y los gestos con que el rigor de la vida, mucho más temible que el rigor mortis, deformaba a las personas. La muerte, en cambio, liberaba a la gente de todos aquellos pesares que ensombrecían la expresión merced a las arrugas, los pliegues, los surcos y las bolsas.
 Muchos creían que el secreto de Natán Negroponte consistía en derramar su propia belleza sobre los cuerpos que tocaba: por cierto, era dueño de una hermosura inquietante que provocaba un inevitable escozor entre hombres y mujeres. Tenía una contextura delgada, viril y, a la vez, una expresión inciertamente femenina y maliciosa. El pelo largo y echado hacia atrás dejaba ver una frente inteligente y unos ojos azules, oblicuos y aindiados que sabían mirar más allá de los engañosos y cambiantes estados de ánimo. Conocía el secreto para demorar los efectos de la muerte en el cuerpo y hacer nacer en los muertos un alma nueva y tan feliz como nunca soñaron tener en vida. La única condición que pedía Natán a su patrón era que nadie presenciara su trabajo.
 Natán Negroponte se sentía más a gusto entre los muertos que en el cambiante, impredecible, caótico y miserable mundo de los vivos. Vivir entre cadáveres, de hecho, le había permitido extender su espíritu infantil más allá de las breves fronteras de la niñez. Por una parte, el hecho de tratar con muertos, arreglarlos, vestirlos, maquillarlos, peinarlos, cambiar la posición de sus miembros, modificar la expresión del rostro, era como jugar con muñecos. Pero, por otro lado, les daba la oportunidad de vivir, por así decirlo, una segunda existencia, de reescribir su destino y, si lo merecían, darles el final feliz que no llegaron a concretar o, al contrario, castigarlos si acaso tuvieron una vida ruin y una inmerecida muerte plácida.
 Por la misma naturaleza de su trabajo, Natán, todos los días, refutaba una creencia tan falsa como extendida: que la muerte es un punto final. Muy por el contrario, él podía comprobar que la muerte solía llegar de manera inesperada dejando un capítulo inconcluso, un relato cuyo final no tenía ningún sentido narrativo. En general, la muerte no se presentaba como un prolijo signo de puntuación, sino como un brutal guadañazo que derramaba el tintero sobre las páginas del rutinario diario de la existencia. Así, antes de que fuesen enterradas, las criaturas de Natán Negroponte tenían la posibilidad de un juicio final que les permitiera una justicia postrera aquí en la Tierra; más precisamente, unos cuantos centímetros bajo tierra. El empleado más solicitado de la cochería Podestá tenía la convicción, por ejemplo, de que aquella chica de diecisiete años, pálida y con la cara llena de piercings que, según consignaba la autopsia, había muerto a causa de la mezcla de un par de pastillas rojas con medio litro de vodka, no merecía ese final precoz y patético. Imaginaba una madre demasiado preocupada por tonterías, dueña de una frivolidad que la había llevado, hacía mucho tiempo, a dejar de escuchar a su hija, abandonándola a su solitaria suerte. Así, harta de suplicar en silencio la atención de su madre, la muchacha urdió aquel acto sin sospechar que habría de ser el último. Sin dudas hubiese merecido no ya otra muerte, sino, más bien, otra madre. Frente a ella, sobre la mesada de mármol opuesta, yacía una mujer joven que, acaso, no había tenido los hijos que hubiese deseado. Entonces, Natán cargó entre sus brazos a la muchacha de los piercings y la acomodó junto a la que habría de ser su nueva madre, la que debió haber tenido. Hizo que se abrazaran muy fuerte, protegiéndose mutuamente, dándole a la una el cobijo que tanto hubiera necesitado y poniendo a la otra en el lugar vacío de los anhelos por siempre postergados. Así, en esa posición que las amparaba y las redimía, así, abrazadas, comenzó a maquillarlas. De esa situación infantil y maravillosa fue surgiendo la expresión de reconciliación con la vida, de felicidad completa. La muchacha de los piercings, debajo del ala protectora de su nueva madre, recobró una sonrisa que no tenía desde que era una niñita. Natán sólo debía acompañar la expresión surgida de la escena, moviendo con su dedo índice los músculos todavía dóciles de la cara antes de que sobreviniera el rigor mortis. La mujer, por su parte, plena de una alegría que creía inalcanzable al momento de morir, apenas ayudada por la mano de Natán, cobró el gesto que sólo tienen las madres al contemplar a sus hijos felizmente dormidos. Sólo entonces las separó poniendo a cada una en un ataúd, pero dejándolas con la tranquilizante convicción de que ambas estaban en paz y plenas de amor. Una vez más, Natán había obrado el milagro cotidiano.
 Lo mismo hizo con la vieja de pelo hirsuto y el muchacho rapado, inventándoles una historia que les devolviera la paz que la existencia les había arrebatado. Y así, como un director de teatro, fue procediendo con todas sus criaturas, tramando argumentos, cerrando heridas y concluyendo historias. Sabía que las biografías verdaderas eran siempre relatos irresueltos, hechos con tramas insignificantes, vulgares y olvidables. Como un demiurgo, otorgaba destinos y proponía finales novelescos: era razonable y comprensivo aunque, llegado el caso, en nombre de una justicia extraña, que no era ni la de los hombres ni la de los dioses, podía ser cruel y despiadado. Así, emprendía monólogos poniéndose en la piel de los muertos, haciéndolos hablar con su voz, moviéndolos cual marionetas. Claro que no era una tarea sencilla alzar, trasladar y mover cuerpos inertes; de hecho, cada acto le demandaba un esfuerzo titánico. En estas ocasiones, empapado en sudor a pesar de la refrigeración de la morgue, Natán solía quitarse la ropa. Con el torso descubierto o, llegado el caso, completamente desnudo, con sus músculos fibrosos y alargados, tensos como una cuerda, levantaba a los muertos, agitaba sus brazos y sacudía sus cabezas como si se tratara de leves muñecos de trapo y no de despojos verdaderos hechos de huesos, nervios y carne. Si alguien hubiese observado aquella escena, no habría sabido cómo calificar a ese hombre que, desnudo, hacía actuar a los cadáveres como si estuviesen sobre las tablas de un escenario. A cualquier ocasional espectador se le habría helado la sangre al ver esos cuerpos inertes moviéndose cual actores; incluso al más experimentado de los sepultureros le habría dado pavor escuchar hablar a los muertos con una variedad de voces e inflexiones tan diversas que nadie podría sospechar que provenían de una misma garganta. Natán podía componer la voz de un anciano, la de una mujer sensual o la de una niña. Los hacía discutir o declararse amor eterno y les deparaba parlamentos cuyas palabras no parecían corresponder a un mismo y único cerebro. Eran actos aterradores. Sin embargo, lo único que guiaba el proceder de Natán era uno y muy preciso: hacer surgir la belleza de los cuerpos en su momento final. Cualquiera fuese la conclusión de un eventual espectador, había un hecho incontestable: aquellos muertos, una vez presentados en el cajón, jamás se habían visto tan plácidos, serenos y, sobre todo, tan bellos. A veces podía ocurrir que faltara algún personaje que completara la escena, pero, igual que los chicos cuando juegan, se las componía para que todo se encarrilara hacia un final feliz. Sin embargo, una tarde habría de suceder algo que estaba fuera de sus cálculos.
 Natán Negroponte era un hombre solitario; su carácter taciturno lo había alejado de su familia, no tenía amigos ni hablaba con sus escasos compañeros de trabajo. El mundo de los vivos era para él un lugar hostil y temible sobre el cual no tenía ningún control. En su pequeño reino de los muertos, en cambio, él era el Emperador, el que otorgaba la justicia, dictaba las sentencias y manejaba a su antojo la voluntad de sus obedientes súbditos. Todo se ajustaba a sus arbitrios y nadie discutía sus resoluciones. Acompañado por sus criaturas dóciles y bellas, no necesitaba en absoluto de los vivos. Los mortales, en su apuro por aprovechar el breve tiempo que tenían sobre este mundo, vivían en un horripilante caos de urgencia sin sentido; la ciudad crecía sin armonía ni belleza. En su gélida fortaleza de los subsuelos, la morgue de Sepelios Podestá, reinaba, en cambio, la misma armoniosa hermosura de los recintos en los que descansaban los antiguos faraones. Al contrario que la mayoría, Natán encontraba en la idea de la muerte un consuelo para el pesar con el que sobrellevaba la existencia; sin embargo, había una sola cosa que le provocaba terror al pensar en su propia muerte: el hecho de saber que no había nadie en este mundo que tuviese su mismo talento. Sólo imaginar que su cadáver iba a quedar en manos de un torpe sepulturero, que su cuerpo iría a parar a un cajón sin que nadie supiera cómo presentarlo ante el supremo momento de la muerte con dignidad y belleza, le causaba un desasosiego irreparable. Lo atormentaba la idea de que la conclusión de su vida iba a ser un mero trámite burocrático, un formulario gestionado en un despacho de una oscura obra social. En fin, salvo estos asuntos, ninguna otra cuestión atinente al mundo de los vivos le despertaba mayor interés. No había nada que no pudiese obtener de sus criaturas. Conocía todas las alternativas de la vida a partir de su relación con los muertos. Había tenido muchas más novias que la mayor parte de los jóvenes de su edad; tuvo romances frívolos y también apasionados, algunos amoríos olvidables y otros indelebles en su memoria, aunque todos fueron igualmente fugaces: ninguna mujer podía durarle más tiempo que el que separaba la llegada a la morgue de la partida hacia el cementerio. Su relación más duradera fue con una mujer que debió permanecer una semana en el sótano de la cochería a causa de un trámite legal. Sin embargo, se trató de una de las experiencias amorosas menos felices para Natán, ya que ella, literalmente, se pudrió. Salvo por el hecho de que los seres humanos con los que se relacionaba no gozaban del soplo vital, la vida de Natán Negroponte no era muy diferente de la de los demás. Nada le impedía mantener sexo cuando alguien le gustaba, hubiera amor o no. Por otra parte, escribir destinos ajenos solía deparar conflictos y discusiones entre sus criaturas, pero también reconciliaciones y festejos. Entre las cuatro paredes de la morgue, Natán ofició casamientos y divorcios, selló pactos de sangre, hizo nacer amistades y provocó traiciones como lo hiciera un genial libretista. Todo funcionaba a la altura de su talento de dramaturgo, hasta que el imprevisible mundo de los vivos se mezcló con el preciso reino de los muertos.
 Los días que no trabajaba, Natán se dedicaba a errar por la ciudad; no por la polis caótica y ruidosa de los mortales, sino por las silenciosas, serenas y ordenadas calles de la necrópolis. Paseaba entre los panteones monumentales presididos por apellidos patricios, se perdía por las callejuelas a cuyos lados se levantaban los mausoleos descuidados de las familias venidas a menos, bordeaba el camposanto sembrado de cruces torcidas, se sentaba a leer a la sombra de los pabellones en los que se apilaban las criptas y allí, mientras veía salir el humo de los hornos crematorios, se sentía una pieza fundamental de la gran maquinaria que daba vida a la muerte. Fue en ese lugar donde conoció a la primera mortal que, según pensó Natán, no necesitaba de sus oficios para que brotara la hermosura desde los barrotes tras los cuales la vida confinaba a la belleza. Era dueña de la armonía, propia de los muertos, de quien se ha desembarazado de los pesares que impone la existencia cotidiana: la vida no había dejado sobre ella las marcas de la angustia ni las huellas del sufrimiento. A juzgar por su semblante, no se percibía que hubiese pagado el gravoso precio de vivir. De no haber sido porque veía cómo pasaba las hojas de un libro mientras se acomodaba el pelo, negro y pesado, Natán hubiera asegurado que la muchacha sentada junto a una de las criptas estaba perfectamente muerta. Por primera vez, sintió el impulso irrefrenable de acercarse a un mortal y establecer contacto. Pero se había desacostumbrado a hablar con los vivos. De hecho, Natán se incorporó, caminó hacia ella y, cuando estuvo a unos pocos pasos, se quedó mirándola sin saber qué decir. Ella alzó la vista y, cuando vio aquellos ojos penetrantes observándola fijamente, sintió un estremecimiento hecho de atracción y temor. Pero pudo más el miedo: la muchacha cerró el libro, se puso de pie y caminó hacia la salida con paso decidido. Si hasta entonces Natán estaba deslumbrado, cuando la vio de pie y pudo apreciar sus piernas largas, torneadas, y su estatura discrepante con su cara aniñada, quedó pasmado. Caminó tras la muchacha siguiendo su andar veloz; ella, al verse perseguida, corrió hasta alcanzar la puerta.
 Empezaba a oscurecer. No se veía a nadie en el cementerio. La muchacha, acaso llevada por un instinto primario, comprendió que si seguía corriendo iba a ser alcanzada fácilmente. Como si la acechara un perro salvaje, bajó la vista y, mirando el suelo, caminó simulando indiferencia. Pero su corazón latía con el ritmo del galope de un caballo. De pronto, pudo comprobar que el desconocido se había puesto a la par de ella y le hablaba con una delicadeza y una amabilidad muy diferentes de su mirada. Un poco con la intención de desembarazarse del hombre por las buenas y otro poco para tranquilizarse, dejó que se entablara un diálogo trivial. Así, él se enteró de que el nombre de aquella muchacha pálida, de aspecto bellamente mortuorio, era Ofelia. Según le dijo, había ido al cementerio a visitar a su padre, muerto hacía cinco años. A medida que la charla iba avanzando junto con el anochecer, la inquietud de Ofelia fue dejando lugar a una confianza incipiente hasta que, por fin, se dejó caer bajo la fascinación de aquellos ojos azules y aindiados. La muchacha, cautivada por la belleza de Natán, reparó, de pronto, en que ya era noche en el cementerio; con pánico, se preguntó en voz alta si no habrían cerrado ya las puertas. La idea de quedar encerrada en aquella ciudadela de los muertos la hizo temblar como una hoja. Entonces Natán le tomó la mano y le dijo que no tenía de qué preocuparse: él conocía otra salida. Ofelia nunca habría de recordar en qué momento Natán la estrechó entre sus brazos y la besó contra la pared de granito negro de un mausoleo. Por encima de ambos se elevaba la escultura de una mujer envuelta en una mortaja, iluminada apenas por una luna rojiza. El miedo y el placer se alternaban para erizar la piel marmórea de Ofelia. Por su parte, era la primera vez que Natán sentía una boca caliente y húmeda, el pulso acelerado de una mujer y no pudo, tampoco, evitar un acceso de terror ante lo desconocido. No toleraba la idea de que ese cuerpo que se apretaba contra el suyo tuviese voluntad propia y se conmoviera según un impulso diferente del de sus arbitrios. A un mismo tiempo, cada uno por sus propios motivos, extendieron los brazos para separarse. Todavía no era el momento. Ella le explicó que tenía novio, Víctor; en realidad, se corrigió, acababan de romper, pero no era una decisión definitiva. Natán permaneció en silencio: no podía explicarle que era la primera vez que besaba a una mujer viva. ¿Cómo decirle que su última novia estaba, horizontal y desmejorada, tras la pared sobre la cual estaban apoyados? En fin, pensó, ya habría tiempo para explicarle todo. Ella, súbitamente crispada por los recuerdos y la sordidez del lugar, le suplicó que la llevara hasta la salida.
 Aquel encuentro fue el comienzo de una relación conflictiva para ambos. Ella se abatía como el péndulo de un reloj, yendo y viniendo hacia Víctor. El que había sido su novio durante tantos años, desde la adolescencia, era a veces un recuerdo enterrado en el pasado, por momentos un presente griego del que no sabía cómo desembarazarse y, en todos los casos, una incertidumbre a futuro. Lo cierto es que Ofelia no podía tomar una decisión. Cuando estaban juntos, después de algún tiempo ya no se toleraban y, cuando estaban separados, necesitaban verse con desesperación. No fue casual que Natán llegara a la vida de Ofelia en el momento en que estaba distanciada de Víctor. Pero lejos de ver en su nuevo y extraño amigo un resquicio de claridad que iluminara su complicada existencia, ella encontró en Natán otro elemento que sumaba incertidumbre y confusión. Natán Negroponte le resultaba a Ofelia tan hermoso como oscuro e inexpugnable. De hecho, ni siquiera sabía en qué ocupaba la mayor parte de su tiempo, ya que él, por temor a que ella pudiese alejarse, jamás se había atrevido a confesarle en qué consistía su trabajo. Por su parte, la nueva amistad con Ofelia era para él la antesala de una puerta a la que no se atrevía a asomarse: el intrincado mundo de los vivos. Dicho claramente: Natán estaba enamorado, aunque no exactamente de Ofelia, sino de su aspecto bellamente mortuorio. Todo en ella le resultaba perfecto, salvo por un nimio detalle: que acaso fuera capaz de escribir su propio destino como suelen hacerlo los mortales. Sin embargo, desde el día en que la vio en el cementerio, Natán supo que entre Ofelia y la muerte existía un nexo mucho más estrecho que el de su apariencia pálida y su lánguida figura. No era sólo el aniversario de la muerte de su padre lo que la había llevado a encontrar refugio en el frío pabellón de las criptas. Natán todavía la recordaba leyendo con la espalda apoyada contra la tapa de los nichos con la placidez de quien está en su propia casa; desde el momento en que la vio tuvo la certeza de que la muerte le era consustancial, que apenas si se diferenciaba de las esculturas gélidas que adornaban los panteones.
 Víctor no tardó en descubrir que la súbita desaparición de Ofelia, las evasivas a sus llamados, las vacilaciones y las excusas inverosímiles tenían un motivo. La noche que decidió esperar oculto dentro de su auto a que Ofelia saliera de su casa para seguirla, Víctor albergó la sospecha de que ella iba a encontrarse con alguien. Y lo confirmó. Vio cómo ella se aproximaba con paso alegre hacia un hombre alto y delgado en el parque lindero con el cementerio y luego se perdían juntos en la oscuridad serpenteando el camino de grava. No quiso seguirlos a pie. Allí se quedó, dentro del auto, fumando, hasta que, casi dos horas más tarde, aparecieron desde el mismo camino por el que se habían ido. Para su desconcierto, Víctor pudo ver cómo se besaban en la boca y luego se separaban tomando direcciones opuestas. En ese momento, no pudo sustraerse a la tentación de seguirlo a él, de averiguar quién era, dónde vivía. Bajó del auto y caminó tras los pasos de Natán a una distancia cauta, enfundado en las solapas del sobretodo, un poco para ocultar su cara y otro poco para protegerse del frío que le cortaba la piel. A Víctor le sorprendió que, a pesar del viento helado, aquel hombre apenas llevara una camisa y un saco. Por otra parte, descubrió que debía esforzarse demasiado para seguir el paso ágil y veloz de Natán. A causa del frío y del esfuerzo, Víctor respiraba con agitación, echando vapor por la boca y la nariz. Le llamó la atención que su perseguido no exhalara vapor alguno, como si respirar no le fuese necesario. Nadie más que ellos caminaba por el bulevar.
 De manera inesperada, Natán se detuvo frente a la puerta de servicio de Sepelios Podestá, extrajo la llave del bolsillo y la hizo girar rápidamente en la cerradura. A Víctor se le congeló la sangre cuando el hombre, antes de entrar, giró sobre su eje y le clavó una mirada en el centro de sus ojos, como si siempre hubiese sabido que lo estaba siguiendo. Sin dejar de mirarlo, Natán le dedicó una sonrisa mefistofélica y, sólo cuando Víctor, aterrado, pasó por detrás de él, entró y cerró la puerta a sus espaldas. Petrificado por el miedo y la intriga, Víctor, de pie en la esquina de la cochería, vio cómo unos segundos más tarde se encendía la luz del altillo. Así, pudo saber lo que todavía Ofelia ignoraba: que Natán vivía en la casa de sepelios. Víctor intuyó que ese hombre nada bueno podía depararle a la que todavía consideraba su novia. Mucho menos, cuando, poco tiempo después, habría de descubrir otros asuntos no menos oscuros.
 Durante varios días Víctor intentó comunicarse con Ofelia, pero una y otra vez iba a dar al buzón de mensajes. Una noche, dispuesto a confirmar sus sospechas, durante un multitudinario funeral que se celebraba en la cochería Podestá, aprovechó para mezclarse entre el gentío y así, confundido con los deudos, entró en el local. Avanzó entre familiares y amigos del muerto saludando con una inclinación de cabeza y dando el pésame a las mujeres llorosas que obstaculizaban las puertas. Logró abrirse camino hasta llegar a un pasillo oscuro. A medida que avanzaba, los llantos se hacían más lejanos hasta que aquella letanía se extinguió por completo igual que la luz. Caminó a tientas mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, y se topó con una escalera: desde abajo soplaba una corriente de aire helado proveniente de la morgue; arriba, dedujo Víctor, debía estar el acceso al altillo que se había iluminado el otro día al llegar Natán. Víctor se debatía entre subir o bajar cuando descubrió la figura enorme del dueño de la cochería, que preguntaba:
 —¿Quién anda ahí?
 Al muchacho se le cortó el aliento al ver que el hombre extraía una navaja de la cintura y, con una linterna, avanzaba hacia la escalera.
 A esa misma hora, Ofelia iba a encontrarse con Natán en el parque. Ambos sabían que sería una noche de revelaciones. Hasta ese momento nunca habían tenido un encuentro a solas; siempre se veían en lugares públicos: de día, en el cementerio; de noche, en el parque. Habían postergado el encuentro íntimo tanto como les fue posible, cada uno por diferentes motivos: él no se había atrevido todavía a confesarle en qué consistía su trabajo ni, mucho menos, a que conociera su pequeño cuarto en los altos de la funeraria; ella nunca le había entregado su cuerpo a ningún hombre. Sin embargo, el momento del encuentro a solas, a esa altura, se había tornado impostergable. Natán le hizo prometer a Ofelia que no se espantaría al ver su cuarto; ella pensó, claro, que era una alusión al desorden o, acaso, a la modestia de la casa. Y Ofelia le suplicó que fuese paciente y comprensivo con su cuerpo inexperto. Si algo no le faltaba a Natán era, precisamente, conocimiento en la materia. Ambos asintieron comprometiéndose a cumplir su parte del pacto, luego de lo cual se encaminaron, al fin, hacia la casa de Natán.
 Víctor, oculto detrás de un panel que cubría la baranda de la escalera, veía cómo el círculo de la linterna reptaba por los escalones y se deslizaba por la pared aproximándose hasta donde estaba él. En ese momento giró la cabeza y, justo enfrente de su cara, vio brillar un par de pupilas en el centro de unos ojos rojos como el fuego. Contuvo un grito que intentó brotar de sus entrañas cuando vio unos colmillos que asomaban desde aquella cara triangular.
 Ofelia caminaba enlazando sus dedos con los de Natán. Apretaba la mano de su amigo con una mezcla de temor y ansiedad. Lo miró a los ojos; él le devolvió una sonrisa que quiso ser cómplice, pero ella descubrió un albur incierto que no llegó a descifrar. Sin embargo, decidió confiar en Natán y cumplir su parte del trato. Así, con paso resuelto, avanzaban por el bulevar.
 Víctor tardó en comprender que aquella pequeña cara satánica que estaba junto a la suya era la de una rata que, ciertamente, estaba más asustada que él. El animal saltó de modo vertical dando un chillido, trepó a la baranda de la escalera y, antes de deslizarse hacia el sótano, fue alcanzada por el cono de luz de la linterna que sostenía el señor Podestá. El dueño de la funeraria, convencido de que no había por qué preocuparse —desde siempre convivía con las ratas—, plegó la navaja, apagó la linterna y se alejó por el pasillo. Cuando Víctor supo que el peligro había pasado, inconscientemente corrió escaleras arriba, en oposición al camino que había tomado la rata. No bien alcanzó el piso superior, vio que la escalera concluía en una puerta. Se detuvo frente a ella, pegó el oído a la madera y comprobó que al otro lado reinaba el silencio. Conjeturó que no había nadie, accionó el picaporte y la puerta, chirriando gravemente, se abrió. Víctor se iluminó con el encendedor y, con paso vacilante, entró en el altillo que habitaba Natán. Bajo la llama pálida de su Zippo cromado, todo se veía difuso y tembloroso. Era, sin embargo, un cuarto normal: una cama de una plaza sencilla, sin cabecera; una mesa de noche con un velador y, en la pared opuesta, una antigua cómoda con cuatro cajoneras amplias. Llevado por la más pura intuición, abrió uno de los cajones y allí dentro pudo ver una carpeta desde la que asomaban decenas de listas con nombres, encabezadas por un rótulo: «defunciones». Mezclados con las planillas de los muertos había numerosos recortes de diferentes diarios. Cuando Víctor leyó los titulares de los artículos y vio las fotos que los ilustraban, sintió que sus piernas lo dejaban de sostener. Pero eso no fue todo: al revisar los nombres y apellidos de los formularios, comprobó que eran los mismos que aparecían en los artículos de los diarios. Tuvo que sentarse en la cama para no caer al ver cuál era el nombre que se leía al final de la lista.
 Ofelia de pronto se detuvo. Un mal presentimiento la obligó a interrumpir la marcha; había un sino en el silencio de Natán, una sombra en sus ojos azules y oblicuos que le decían algo indescifrable y oscuro.
 —Tal vez todavía no sea el momento —le dijo Ofelia con voz implorante y avergonzada.
 Natán estuvo a punto de perder la paciencia y recordarle su promesa. Pero se controló: sabía que ésa no era la forma de convencerla.
 —Entiendo —le dijo, a la vez que pasaba dulcemente el revés de su mano por el pelo de Ofelia, y descendía hasta el cuello rodeándolo con sus dedos largos y fuertes—. No hay apuro, no hay ningún apuro —susurró Natán muy cerca del oído de la muchacha.
 Aquellas palabras tranquilizadoras y esas caricias inquietantes fueron la combinación exacta para retenerla. Cerca de la funeraria había un bar que solía permanecer abierto toda la noche para recibir a los deudos necesitados de un café o un licor para afrontar las largas horas de vigilia. Natán señaló hacia allí y le propuso a Ofelia tomar algo caliente y conversar.
 Sentados frente a frente bajo la mórbida luz del local, ella no pudo evitar rendirse ante la mirada de aquel hombre extrañamente hermoso. Él, maravillado por el lánguido y mortuorio encantamiento que ejercía Ofelia sobre sus sentidos, intentaba simular la ansiedad por hacerse de aquel cuerpo y entregarle el suyo. Mientras tomaba la taza de café con ambas manos, Natán intentaba leer en el fondo de los ojos negros y melancólicos de Ofelia, reconfortándose en la intuición de que acaso ella le temiera más al sexo que a la muerte.
 Víctor sostenía las listas con los nombres de los muertos en una mano y los recortes de los diarios en la otra; de inmediato creyó comprender todo: el nuevo amigo de Ofelia no se limitaba a esperar los cuerpos que llegaban a la funeraria, sino que elegía a muchos de ellos cuando aún tenían vida. Los artículos de los diarios eran notas pequeñas, apenas un recuadro o una columna, que hablaban de muertes intrascendentes: podían ser accidentes triviales, homicidios en ocasión de robos menores, alguna intoxicación accidental; en fin, tan diversas eran las causas de las muertes que nadie hubiese podido establecer un patrón ni un modus operandi. Por otra parte, las víctimas no respondían a un género, a una franja de edades, ni a una clase social en particular. Sólo una cosa tenían en común: a todas ellas, fuese por el azar de la burocracia o por determinación propia, les correspondía como antesala del cementerio la cochería Podestá. Así, hurgando entre los papeles, Víctor encontró anotaciones de puño y letra de Natán en las que hablaba de sus víctimas. Con espanto, pudo comprobar que, una vez que se decidía por un nombre de la lista, encontraba la forma de aproximarse al elegido, conocer detalles de su vida, saber cuáles eran sus actividades, sus debilidades y los pesares cotidianos que debía sobrellevar. A medida que avanzaba en la lectura de los manuscritos, Víctor se enteraba con terror de que Natán los asesinaba con el declarado propósito de redimirlos, de quitarles una vida de sufrimientos y regalarles, a cambio, la posibilidad de un digno final antes de que fuesen enterrados sin pena ni gloria.
 Ofelia se dejó convencer por Natán. No había nada que temer: a comparación con Víctor, cuyo ánimo cambiante y malhumorado tanto la había hecho sufrir, Natán le ofrecía ahora la paciencia y la atención que ella necesitaba. Víctor hacía mucho tiempo que no la escuchaba siquiera; su nuevo confidente no sólo le daba el refugio de sus abrazos, sino el cálido amparo de la comprensión. De hecho, lo que terminó de convencerla fue una frase que pronunció Natán con una sinceridad que jamás podría haber sido simulada:
 —No voy a dejar que sigas sufriendo.
 Natán dejó un billete sobre la mesa. Sin esperar el cambio, se incorporó, le tendió la mano a Ofelia y salieron del bar abrazados, con paso decidido.
 Poco antes de llegar a la funeraria, Natán se detuvo en la vereda de enfrente y, señalando hacia el local, al fin le reveló su secreto a Ofelia:
 —Ahí es donde trabajo.
 La muchacha lo miró con una expresión de asombro tal que Natán supuso que habría de salir corriendo en ese mismo momento. Sin embargo, en lugar de eso, Ofelia dejó escapar una carcajada breve.
 —Si me muero primero, ya sé quién se va ocupar de mi cadáver… —le dijo Ofelia francamente divertida a Natán, y completó—: Cochería Podestá; es la funeraria que me toca. Pensarás que soy extraña, pero cuando me afilié a la obra social, no pude evitar fijarme dónde me iban a velar.
 Lejos de responder con una sonrisa al comentario risueño de Ofelia, Natán mostró un gesto severo y luego palideció. Le rogó que no volviera a mencionar aquella posibilidad.
 —No te vas a morir antes que yo —le dijo con una seriedad que no se correspondía con el tono jocoso de la frase de Ofelia.
 La muchacha le hizo ver que no hablaba en serio y, para clausurar el diálogo, lo abrazó fuertemente y lo besó.
 —¿No me vas a invitar a subir? —le dijo, finalmente, con una resolución tal que, esta vez, quien estuvo a punto de arrepentirse fue él.
 La excitación le impidió ver a Natán el tenue resplandor de la llama del encendedor que iluminaba la ventana de su cuarto en el altillo. Entraron por la puerta de servicio para evitar la muchedumbre acongojada y caminaron por el largo pasillo oscuro que conducía a la escalera.
 Víctor leía absorto las páginas en las que Natán confesaba cada uno de los crímenes que había cometido, y no los vio entrar en el local cuando pasaron por el campo de visión que delimitaba la ventana. Las notas revelaban una mente tan perturbada que al mismo Víctor, mientras se internaba en la lectura, por momentos se le tornaban difusos los límites que establecía Natán entre la vida y la muerte. Pasaba las páginas del manuscrito y comparaba los nombres con los de las listas de las obras sociales y los que aparecían en los recortes de los diarios. Víctor sabía que el tiempo urgía; la razón le decía que debía abandonar el cuarto lo antes posible e impedir que Natán siguiera adelante hasta completar la lista, pero una fascinación mórbida lo obligaba a seguir leyendo. Y cada vez que veía el nombre del final, se preguntaba cómo Ofelia no se había percatado de nada.
 Natán conducía a la muchacha a través de las penumbras del pasillo. Ella se dejaba llevar completamente entregada. Cuando llegaron al pie de la escalera, Ofelia continuó con la inercia del apuro e intentó subir, pero la mano firme de Natán la detuvo. Ella pudo sentir el aire gélido que provenía desde abajo. Al principio no comprendió por qué, mientras ella quería subir, él pretendía que bajaran. Forcejearon un poco sin soltarse las manos, hasta que él le dijo:
 —Quiero que veas mi trabajo.
 Como aquella tarde en la que se vieron por primera vez en el cementerio, Ofelia, un poco contra su voluntad y otro poco dejándose caer en las tentaciones que se abrían paso desde lo más oscuro de su propia alma, bajó con Natán a la morgue. Antes de abrir la puerta él se puso detrás de ella, tapó suavemente los ojos de Ofelia con sus manos y le susurró al oído:
 —Tengo una sorpresa.
 Una vez que estuvieron dentro, él liberó sus párpados. Ofelia, temblando de frío, de miedo y de excitación, no se atrevía a mirar. Cuando al fin abrió los ojos, se encontró con un espectáculo que ni en el más horripilante de los sueños hubiera imaginado.
 Unos metros más arriba, Víctor seguía leyendo los manuscritos de Natán. Había perdido la noción del tiempo y, acaso, del peligro. Recorría las páginas y, con una mezcla de terror y deleite, se enteraba de los diversos modos que el flamante amigo de su novia empleaba para matar a sus víctimas; no tenía un método, sino decenas. No había dos muertes iguales. Natán era dueño de una inventiva sin límites. Sus homicidios eran verdaderas puestas en escena pensadas hasta en sus más mínimos detalles: el guión, la escenografía y hasta la iluminación habían sido concebidos como complejas obras de arte destinadas a un solo espectador. De pronto, unos ruidos provenientes de abajo sobresaltaron a Víctor. Cerró la carpeta y como si súbitamente hubiese despertado de un ensueño, comprendió que debía proceder con urgencia.
 Abandonó el altillo y corrió escaleras abajo temiendo que fuese tarde. Bajaba los escalones dando enormes zancadas, tropezando, rodando por momentos e incorporándose nuevamente sin detenerse. Mareado por los tumbos, en medio de la penumbra, al llegar a un rellano, no supo si había caído hasta el subsuelo o si estaba en la planta baja. Caminó perdido a lo largo del pasillo sin saber dónde se hallaba. Los ruidos por momentos parecían sollozos, por momentos carcajadas sordas; creyó oír la voz de Ofelia y luego el estruendo de un cuerpo rodando en el piso. Desde el suelo, por debajo de sus pies, Víctor percibía movimientos continuos, como si estuviesen trabajando. Pero no atinaba a encontrar la escalera; iba y venía siempre por los mismos pasillos sin darse cuenta de dónde estaba la puerta de la morgue. Intentó serenarse y desandar sus pasos, se iluminó con el encendedor pero la llama flaqueó hasta desvanecerse por completo. Ya no escuchaba aquellos ruidos. Sintió pánico y se maldijo por haber perdido el tiempo leyendo aquellos manuscritos macabros. De pronto, como un llamado providencial, pudo sentir ese viento gélido que ya conocía. Caminó en contra de aquella brisa hasta que, al fin, dio con la escalera que conducía hacia la puerta. Bajaba despacio, con la cautela de un felino, sin hacer el menor ruido; no sólo debía evitar ser escuchado, sino, más aún, oír qué sucedía dentro. Pero ahora reinaba un silencio cerrado. Cuando llegó a la puerta, pudo ver por el resquicio una luz muy tenue. Apoyó su mano sobre el picaporte y, sin que ejerciera ninguna fuerza, la puerta se abrió por efecto de la corriente de aire. Lo que vio allí abajo parecía una escena hecha con fragmentos de distintas pesadillas.
 Un espectador incauto hubiese pensado que aquel lugar gélido no era una morgue sino el interior de una pequeña capilla en la que se estuviera celebrando una boda. El cuadro dramático estaba presidido por un cura calvo ataviado con una sotana negra muy larga. El religioso sostenía una Biblia con mano pétrea; sus ojos vacíos miraban inciertamente hacia las penumbras del techo. Por encima de él había un Cristo colgado de la pared: un público ingenuo no se hubiese percatado de que era un crucifijo de bronce de los que adornan los ataúdes. Cuando Víctor miró mejor al cura, descubrió que, también él, estaba colgado de la pared por un gancho que lo sostenía vertical. Avanzó por la pequeña nave central a cuyos lados se acomodaban los asistentes sobre los reclinatorios y, a medida que caminaba hacia el altar, podía comprobar que la quietud de los invitados no se debía a un acto de recogimiento y que los reclinatorios eran, en realidad, una sucesión de féretros. La novia, de frente al cura y de espaldas a Víctor, llevaba un vestido blanco con una cola larguísima sostenida por un cortejo compuesto por dos niñas tan pálidas como el encaje que atravesaba sus dedos rígidos. Al ver a la novia inmóvil, Víctor corrió sin percibir que el lugar del novio estaba vacante. Cuando llegó hasta ella, la tomó del hombro y la hizo girar con la esperanza de que su conjetura estuviese equivocada; pero no, con un llanto ahogado que lo conmovió en un estertor, pudo ver detrás del velo la cara serena y pálida de Ofelia.
 Víctor lloraba con un sollozo infantil e inconsolable. Ella estaba más hermosa que nunca y tenía una expresión de paz como jamás le había visto. Pero además parecía conservar el aliento vital; de hecho, Víctor hubiera jurado que desde sus labios había brotado un hálito vaporoso. Cuando se acercó un poco más para comprobar si aún tenía pulso, vio con espanto cómo la cara de Ofelia se transformaba en una mueca de odio visceral y contenido y, con una voz cargada de rencor y sarcasmo, le decía:
 —Mi amor, te estaba esperando. Pensé que me ibas a dejar plantada en el altar.
 Acto seguido, desde las tinieblas, se descolgó la figura tremenda e implacable de Natán descargando una sucesión de puñaladas en la espalda de Víctor que, como un enamorado, cayó a los pies de la novia. Sólo entonces, en el momento postrero, Víctor comprendió por qué su nombre aparecía en el final de la lista. Ofelia, con una sonrisa feliz, miró a Natán y le dijo:
 —Señor padrino, por favor prosigamos con la boda.
 Como dos niños que jugaran a las muñecas, Ofelia y Natán continuaron con aquella ceremonia íntima y secreta. Ella misma tuvo el privilegio de dejar presentable al novio: lo vistió, lo peinó y lo maquilló con mano maestra. Natán, admirado del talento de su nueva amiga y discípula, contempló la obra maravillosa que había hecho con Víctor: jamás había visto un novio tan espléndido. Natán sonrió con satisfacción. Ahora sí podía morir tranquilo. Por fin había encontrado a alguien que se ocupara de escribir las últimas páginas de su existencia y de dejar su cuerpo presentable el día en que la muerte viniera a buscar a su siervo más fiel.
  FEDERICO ANDAHAZI nació en Buenos Aires, en 1963. Cursó estudios de Psicología en la Universidad de Buenos Aires, donde obtuvo su título de licenciado. Trabajó como psicoanalista mientras, a la vez, comenzaba a escribir sus primeros relatos. La exitosa recepción de El anatomista (1997) marcaría el perfil de su carrera literaria: esta primera novela recibió el Premio de la Fundación Fortabat, fue un éxito rotundo de ventas y se tradujo a más de treinta idiomas. Luego publicó las novelas y libros de cuentos Las piadosas (1998), El árbol de las tentaciones (1998), El príncipe (2000), El secreto de los flamencos (2002), Errante en la sombra (2004), La ciudad de los herejes (2005), El conquistador (Premio Planeta de Novela 2006) y El oficio de los santos (2009). Pecar como Dios manda (2008) abre la trilogía de la serie de ensayos sobre la historia de la sexualidad de los argentinos, al que siguieron Argentina con pecado concebida (2009) y Pecadores y pecadoras (2010). El 6 de octubre de 2011 Federico Andahazi fue distinguido por la Legislatura de la Ciudad como Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.
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