Texto publicado por José Luis Rios

Vivir hasta el último aliento

Los programas para enfermos terminales rompen los prejuicios sobre la recta final de la vida.

Suena una trompeta invisible. Las notas revolotean en el aire. El público escucha relajado, se ríe y aplaude. La música sale de la garganta de María Villarino, voluntaria en el Hospital Centro de Cuidados Laguna. Esta clínica está especializada en la atención de pacientes con enfermedades que ya no responden a tratamientos curativos, están en el final de su vida. Medio millar de personas pasan anualmente por estas instalaciones para recibir, de manera profesional, los cuidados paliativos que exigen sus dolencias. Los prejuicios que se tienen sobre este tipo de asistencia desaparecen al cruzar las puertas del hospital. No acuden a esperar la muerte; vienen a vivir.

El centro recibe enfermos en fase avanzada, con complicaciones agudas y que ya no pueden ser tratados en la comodidad de su casa. Como Antonio, que desde que está en el centro ha recuperado su amor por la música y vuelve a tocar la guitarra; o Josefa, una anciana inquieta que no deja de sonreír. Lleva poco tiempo en la clínica, una semana, pero ya echa de menos su hogar.

Villarino pasa por la habitación de cada uno de los residentes para llamarles a la actuación de magia que se celebra esa tarde. Cada viernes organizan una actividad diferente para que internos y familiares pasen un tiempo juntos y alejados de la dolencia. Muchos parientes aprovechan ese entorno distendido para llevar a los más pequeños a que visiten a sus abuelos. A Josefa la actividad que más le gusta es la de los martes: cestería. “El monitor hace unas cosas preciosas… ¡y qué manos!”. Se le escapa una risita.

Una de las primeras caras que recibe a los nuevos residentes es Alonso García, psicólogo del centro. Los enfermos no solo llegan con necesidades médicas físicas, sino también emocionales. “Nuestra labor es que se centren en el presente, que disfruten el día a día. Siguen vivos”, expone García. Al psicólogo no se le va la sonrisa en ningún momento. Insiste una y otra vez en concentrarse en el momento, en el cariño y el amor que una persona puede dar y recibir hasta cuando ya no está mentalmente aquí, hasta su último aliento.

El trabajo de García se enmarca dentro del programa de Atención Integral con Enfermedades Avanzadas de la Obra Social La Caixa, que en cinco años ha atendido a más de 9.000 enfermos madrileños y a 12.700 familiares. Cuando los parientes deciden llevar a su padre, mujer o hermano a un centro como el de Laguna suelen acudir con miedo, cierto sentimiento de culpa por “abandonar” a su ser querido. “Solo 24 horas después de llegar, les cambia la cara”, confiesa García. Los familiares normalmente están sometidos a un gran estrés por la situación, una sobrecarga de la que muchas veces no son conscientes hasta que llegan al hospital. Los psicólogos trabajan para que enfermos y parientes aprovechen el tiempo que les queda juntos.

Los psicólogos trabajan conjuntamente con los médicos. Ambos buscan mitigar el dolor, solo que de orígenes diferentes. La doctora Raquel Puerta, especialista en cuidados paliativos, lo explica: “La enfermedad impacta en todas las dimensiones de la persona. Cómo perciben el malestar está ligado a su situación anímica. La depresión puede potenciar el dolor físico”.

En esta situación de fragilidad, muchos enfermos se dan por derrotados y no continúan con sus relaciones sociales. “Están cercanos a la muerte, pero, como todos, no saben si será hoy, o en un mes... Pueden y deben ser felices”, recalca la doctora. La idea es disfrutar de las personas queridas hasta el final.

Así lo hizo María José Aguilar, que estuvo con su marido José hasta el último momento. A pesar de que podría no haber vuelto nunca más al centro, acude cada semana a recibir el apoyo de García. La atención que estos hospitales prestan no se detiene una vez la persona ha fallecido, sino que prosiguen su labor durante el duelo. Aguilar todavía está frágil. Sus grandes ojos azules se pierden en los recuerdos cada vez que menciona el nombre de su marido, pero mantiene la entereza. “Aquí encuentro paz y cariño, el que me dieron desde el principio”, García, a su lado, no le suelta la mano.

Aguilar recuerda el primer día que llegaron. Los nervios y también la sensación de descanso poco después. “Ya no tenía que preocuparme de lavarlo, moverlo..., solo de quererlo”. Los momentos que vivieron en la clínica fueron los más difíciles de su vida, pero no los rememora con angustia o con dolor, sino con apacibilidad. La tranquilidad se la da, tanto a ella como a su familia, el saber que tuvo “una muerte digna, lo que todo el mundo desea para su ser querido”, en palabras de su hijo.

Aguilar se encierra en los últimos días de José, en el fallecimiento, en lo que le echa de menos. Entonces García la interrumpe: “Ella es muy fuerte y ya está saliendo de todo ese dolor”. Aguilar asiente con una media sonrisa. “Tengo que continuar. Tengo tres hijos y él es el cuarto”, dice refiriéndose al psicólogo.

Los ancianos recorren el pasillo empujando su silla de ruedas, ayudados por los voluntarios y cuidadores o acompañados por su familia. Es viernes y hay sesión de magia. Todo está preparado, así que Villarino toca una trompeta invisible. La actuación comienza y la magia saca la sonrisa de los ancianos. Durante un par de horas no serán enfermos, solo serán personas.

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/03/30/madrid/1396189617_349033.html