Texto publicado por Primavera

La novia

—Si no tenés nada que hacer el sábado, deberíamos casarnos —dijo Yolanda, después de un breve silencio.
—Me parece bien —respondí sonriendo.
Yo la visitaba en el hospital. Había tenido un accidente en su carro, le habían puesto varios clavos en la pierna derecha, tenía fracturado el brazo y un gran moretón en el pómulo. Sin embargo, sonreía como siempre. En parte sonreía por el vicodin que le dieron para calmar el dolor. Me dio mucha pena verla en ese estado.
La conocí en el primer año de universidad. Me llamo Yolanda, como la canción, me dijo. No había pasado mucho tiempo de conversación cuando de pronto me pidió que me casara con ella. Respondí que por supuesto, cuando vos dispongás. Me caés bien, dijo.
No era fea y estaba más que deseable, pero me pareció algo loca y no le presté mucha atención al principio. Después supe que a todos sus amigos les proponía matrimonio. Hubo algunos que se enamoraron, otros se ponían rojos como un tomate; los demás lo tomábamos como lo que era, una broma. Cuando salíamos en grupo a tomar cerveza con los amigos ella solía ser una de las pocas mujeres que iban, y a veces iba sola ella.
Dentro del grupo de la universidad nunca tuvo novio. Un par de cuates decían que se la habían cogido, pero por boca de ella no supimos nada. De sus aventuras amorosas fuera del grupo sí supimos. Yo mismo le conocí un par de novios. Le gustaban ejecutivos treintañeros. No importaba que no fueran guapos, decía, ella los quería de corbata y traje, trabajando todo el día en una oficina.
No era realmente loca como yo me había temido al principio. Era simplemente muy cariñosa y alegre. Su forma de decir que le caías bien, si eras hombre, era pedirte que te casaras con ella. A veces lo decía muy seria, mirándote a los ojos, y luego si alguno se enrojecía o no sabía qué decir, ella soltaba una buena carcajada. La novia, le decían de apodo. Sin embargo, nunca comentaba con nadie la forma en que reaccionaban los hombres a su propuesta, lo que sabíamos era por ellos mismos o por otras personas. Nunca la escuché burlarse de ninguno.
En el tiempo en que la conocí yo andaba todavía con mi novia de la secundaria. Pensaba casarme con ella, tener familia y ser feliz para siempre. Sin embargo al segundo año de universidad ella cortó conmigo y se fue con un tipo. Por supuesto, sobrevino el desastre total, el fin del mundo y una depresión que me encerró en mi dormitorio en un estado lamentable. Yolanda fue la única que me llamó.
—Sergio, ¿qué estás haciendo? —preguntó un sábado por la tarde.
—Aquí, acostado —respondí.
—Levantáte, bañáte y vestíte, en media hora estoy en tu casa. No te quiero encontrar sucio.
Fue tan imperativo su tono que no tuve otro remedio que hacer lo que ella dijera. Cuando llegó a casa, no tocó el timbre, llamó por el celular y me pidió que saliera. Me dijo que me subiera al carro y me llevó a tomar un café, a caminar por el centro histórico y a bailar a una disco. Ya olvidada momentáneamente mi pena, quise preguntarle si íbamos a un motel, pero cuando hice un acercamiento como queriendo besarla, me cortó las alas.
—Ni se te ocurra, cerdo malagradecido.
Esa vez ella no mencionó ni preguntó por mi problema de amores. Sólo se dedicó a ser como era conmigo, alegre y espontánea. Con ese gesto me ganó para siempre. Dejé de referirme a ella como la novia, como todos le decían, yo la llamaba Yolanda. Creo que entonces me enamoré un poco de ella.
Por eso cuando supe lo del accidente corrí a verla. Lamenté mucho verla así, tuve que respirar profundo y hacerme el valiente para no llorar. Al platicar con ella me tranquilicé. Por su hermana me enteré de que el accidente había sido porque ella andaba como zombi porque su novio la había dejado. Se había dormido al volante en la madrugada después de salir de un bar.
La visité en el hospital y en su casa. A veces le llevaba flores, y cuando las llevaba, me preguntaba sonriente ¿verdad que sí te querés casar conmigo? Por supuesto, Yola, respondía yo. Sin embargo, a pesar de hacer bromas y eventualmente reír, ella se había vuelto una persona triste. Tardó en recuperarse de las heridas y en volver a caminar de forma normal. A veces le ayudaba yo con la terapia, aunque esto no era muy seguido porque ella no quería.
Cuando se recuperó se fue para México. Pasó por mi casa despidiéndose. Sonreía, pero sin alegría. No la volví a ver en años, sólo le escribí algunas veces por email. Siempre respondió agradecida. Sos el único que me escribe, decía. Pero después le perdí la pista, o mejor dicho, le dejé de escribir.
Recién nos vimos una tarde el mes pasado en el centro histórico. Había vuelto a ser la de siempre, alegre, llena de vida. Andaba visitando familiares, me dijo que estaba por buscarme, partía en dos días. Se casó con un mexicano y tiene un hijo pequeño. Nos tomamos un café en el paseo de la sexta y charlamos un par de horas. Fue como si no hubiese pasado el tiempo, recordamos su accidente, mi depresión amorosa y un montón de anécdotas de los años universitarios.
—Si hubieras sido más insistente me habría casado con vos, Sergio —dijo de repente.
—Estás bromeando de nuevo, Yola —respondí.
—No, esta vez lo digo en serio, hace mucho que dejé de bromear con eso. Ya me casé.
Nos despedimos con un largo abrazo. Quedamos de acuerdo en no perder la comunicación, como quedan todos los amigos que se reencuentran. Cuando la vi irse caminando por el paseo de la sexta, esperé a que voltease. Eran los últimos minutos del día, empezaba a oscurecer. No sé si fue cosa mía, pero cuando finalmente volteó, creí ver una lágrima en su mejilla. Puso sus dedos en sus labios y alzó la mano. Le devolví el saludo. Yo tenía los ojos acuosos y un nudo en la garganta. Cuando volvió a su camino apresuró el paso hasta casi correr, como si estuviese huyendo. La seguí con la vista hasta que cruzó la esquina.