Texto publicado por Ale. c

"Los niños buenos merecen favores" de Neil Gaiman

A mis hijos les encanta escuchar historias de cuando yo era niño: «Aquella vez que papá amenazó a un guardia de tráfico con arrestarle», «El día que le rompí los dientes a mi hermana dos veces», «Cuando fingía ser dos hermanos gemelos» e, incluso, «El día que maté al jerbo sin querer».
La historia a continuación no se la he contado nunca. Me resultaría francamente difícil explicaros exactamente por qué no.
Cuando tenía nueve años, en el colegio nos pidieron que escogiéramos el instrumento musical que más nos gustara. Hubo algunos que escogieron el violín, el clarinete o el oboe. Otros se inclinaron por los timbales, el pianoforte o la viola.
Yo era algo canijo para mi edad y fui el único en toda primaria que escogió el contrabajo, más que nada porque me encantaba lo incongruente de aquella idea. Me divertía imaginarme tocando un instrumento mucho más grande que yo y llevándolo de aquí para allá.
El contrabajo pertenecía al colegio, y me causó una profunda impresión. Aprendí a saludar, aunque no me interesaban mucho las técnicas del saludo, prefería pulsar con mis dedos aquellas gruesas cuerdas metálicas. El dedo índice de mi mano derecha estaba permanentemente lleno de ampollas blanquecinas que acabaron haciendo callo.
Disfrutaba como un enano estudiando la historia del contrabajo: descubrí que no pertenecía a la misma familia que los violines, la viola y el violonchelo; sus curvas eran más suaves, más delicadas, más pronunciadas; de hecho, era el último superviviente de una familia de instrumentos ya extinguida, la del violón o, hablando con propiedad, la del contrabajo de violón.
Todo me lo enseñó el profesor de contrabajo, un anciano músico importado por mi colegio para darnos clases a mí y a un par de chicos mayores unas cuantas horas a la semana. Aquel anciano tan serio iba siempre cuidadosamente afeitado, estaba medio calvo y tenía unos dedos largos y encallecidos. Yo hacía cuanto podía por animarle a que me hablara de aquel instrumento, de su experiencia como músico profesional, de sus viajes por el país. Había añadido un artilugio a la parte trasera de su bicicleta para poder llevar el contrabajo, y así, con su contrabajo a cuestas, pedaleaba despacio por el campo.
No se había casado nunca. Un buen contrabajista, me decía, suele ser mal marido. Tenía cientos de aforismos como ése. «No hay grandes violonchelistas de sexo masculino»; ése es otro de los que recuerdo. Y en cuanto a su opinión sobre los músicos que tocan la viola, ya sean de sexo masculino o femenino, no me atrevo siquiera a reproducirla aquí.
Siempre hablaba en femenino del contrabajo de la escuela. «A ésta no le vendría mal una buena capa de barniz», decía. O: «Si la cuidas, ella cuidará de ti».
Nunca fui precisamente un virtuoso del contrabajo. Es un instrumento que se utiliza básicamente como acompañamiento, así que no me resultaba fácil practicar por mi cuenta; todo lo que recuerdo de mi obligada participación en la orquesta del colegio es que solía perderme al leer la partitura, por lo que me pasaba la mitad del tiempo mirando disimuladamente los violonchelos que tenía al lado y esperando a que pasaran la página para poder reengancharme y subrayar aquella cacofonía orquestal con notas graves y no demasiado complicadas.
Han pasado muchos años —demasiados—, y ya casi he olvidado el solfeo, pero cuando sueño que leo una partitura, todavía sueño en clave de fa. All Cows Eat Grass. Good Boys Deserve Favors Always.
Cada día, después de comer, los alumnos que tocábamos algún instrumento bajábamos a la sala de música para practicar, mientras que los que no tocaban ningún instrumento se tumbaban a la bartola a leer novelas o cómics.
Yo no practicaba casi nunca. Cuando bajaba a la sala de música, solía llevarme algún libro para leer a hurtadillas; sentado en mi taburete, apoyaba el libro contra la delicada caja de mi contrabajo mientras sostenía el arco con una mano para disimular en caso de que alguien me estuviera observando. Fui un músico perezoso y sin demasiado talento. Al pasar el arco sobre las cuerdas no conseguía sacar más que chirridos desafinados y mi digitación era torpe e insegura. Otros chicos practicaban con sus instrumentos. Yo no. Mientras me sentara al chelo durante media hora todos los días, a nadie le importaba. Además, yo tenía la suerte de practicar en el aula principal de la escuela de música, que era donde se guardaba el contrabajo.
En mi colegio teníamos a un Ex-alumno Famoso. En mis tiempos, la expulsión del Ex-alumno Famoso era ya toda una leyenda: lo habían echado del colegio por conducir borracho un coche deportivo por el campo de criquet, y años después alcanzó la fama y se hizo rico, primero como actor secundario en las comedias televisivas de la Ealing, y más tarde como el típico calavera inglés en infinidad de películas americanas. No es que fuera lo que se dice una superestrella, pero siempre que lo veíamos aparecer en alguna de las películas de la sesión de cine de los domingos, aplaudíamos como locos.
Un día oí que alguien abría la puerta de la sala e, inmediatamente, cerré el libro y lo dejé sobre el piano. Me incliné hacia delante para hojear mi manoseado ejemplar del manual 52 ejercicios para contrabajo, mientras oía hablar al director: «Naturalmente, este edificio fue construido ex profeso para albergar la escuela de música. Ésta es el aula principal...».
Eran el director del colegio, el director del departamento de música (un vejestorio con gafas que me caía bastante bien), el subdirector del mismo departamento (que dirigía la orquesta y me detestaba cordialmente), y el inconfundible Ex-alumno Famoso en persona, que llevaba del brazo a una fragante rubia con pinta de starlette hollywoodiense.
Dejé de fingir que practicaba, me bajé del taburete y, sujetando el contrabajo por el mástil, me levanté respetuosamente.
El director continuó hablándoles del aislamiento acústico, de las alfombras y de la campaña que se organizó para recaudar fondos y poder construir la escuela de música. Hizo mucho hincapié en que aún se necesitarían más donaciones para financiar la siguiente fase del proyecto y, justo cuando empezaba a explayarse sobre lo cara que resultaba la instalación del doble acristalamiento, la fragante rubia le interrumpió diciendo:
—Pero miren a ese chico, ¿no es una monería? —Y todos se volvieron a mirarme.
—¡Chico, menudo violín, no te será fácil sujetarlo con la barbilla! —bromeó el Ex-alumno Famoso, y todos le rieron la gracia.
—Sí que es grande, sí —apostilló la rubia—. Y él es tan poquita cosa... Pero ¡hemos interrumpido tus ejercicios! Sigue practicando, tesoro. Tócanos alguna pieza.
El director del colegio y el del departamento de música me miraron sonrientes y se quedaron esperando a que yo comenzara. El subdirector del departamento, que no se hacía falsas ilusiones con respecto a mis aptitudes musicales, trató de explicarles que el primer violín estaba practicando en ese momento en el aula contigua y que sin duda estaría encantado de ofrecerles un breve recital y...
—Quiero oírle tocar a él —insistió la rubia—. ¿Qué edad tienes, tesoro?
—Once años, señorita —respondí.
—¿Lo has oído? Me ha llamado «señorita» —le dijo al Ex-alumno Famoso, haciéndole cosquillas en la cintura—. Venga, tócanos algo.
El Ex-alumno Famoso asintió y se quedaron allí plantados, mirándome.
El contrabajo no es el instrumento más indicado para ejecutar un solo (ni aun con un intérprete competente, que no era ni mucho menos el caso), pero volví a sentarme en el taburete, coloqué los dedos en el mástil, cogí el arco —mi corazón latía con tal fuerza que creí que se me iba a salir por la boca— y me dispuse a hacer el más espantoso de los ridículos.
Han pasado ya veinte años y todavía lo recuerdo.
Ni siquiera me molesté en abrir los 52 ejercicios para contrabajo que tenía delante. Toqué... lo que se me ocurrió. De pronto, aquello empezó a sonar de un modo increíble. Toqué unos cuantos arpegios insólitos y magistrales, deslizando el arco suavemente sobre las cuerdas. A continuación, dejé el arco y empecé a pulsar las cuerdas con los dedos, arrancándoles una serie de intrincados y sorprendentes pizzicato. Ni un experto músico de jazz con unas manos tan grandes como mi cabeza habría logrado sacarle a aquel contrabajo semejantes sonidos. Y yo tocaba, y tocaba, y seguía tocando, inclinado sobre aquellas cuatro gruesas y tirantes cuerdas, abrazando aquel instrumento como jamás había abrazado a ningún ser humano. Y, finalmente, paré de tocar; estaba exhausto y feliz.
La rubia fue la primera que se lanzó a aplaudirme, y los demás la siguieron; el director del departamento de música me miraba con expresión atónita.
—No imaginaba que un contrabajo pudiera tener esa versatilidad —comentó el director—. Una pieza muy bonita. Moderna, y al mismo tiempo, clásica. Magnífico, muchacho. Bravo.
Y, dicho esto, les invitó a continuar con la visita. Yo me quedé allí sentado, sudando a mares y acariciando el contrabajo con ambas manos.
Como sucede con todas las historias verídicas, la cosa acabó de manera algo ridícula y decepcionante: al día siguiente, al pasar por el patio de camino al ensayo en la capilla, bajo una suave llovizna, resbalé sobre las losas mojadas y me caí de bruces; con tan mala suerte que, al caer, chafé el puente del contrabajo y la tapa delantera.
Lo mandaron reparar, pero cuando me lo devolvieron ya no era el mismo instrumento. Las cuerdas estaban más tensas y me costaba mucho pulsarlas, y el puente nuevo daba la impresión de haber sido colocado en el ángulo equivocado. Incluso para mi inexperto oído, el timbre del contrabajo sonaba muy distinto. No la había cuidado, así que ella no iba a volver a cuidarme a mí.
Al año siguiente cambié de colegio, pero no volví a tomar clases de contrabajo. La idea de cambiarlo por otro instrumento me parecía una especie de traición y, además, aquel contrabajo negro y polvoriento que había en un armario de la escuela de música de mi nuevo colegio parecía mirarme con cierto rencor. Yo le había pertenecido a otro. De todos modos, había pegado ya el estirón y no habría resultado incongruente verme tocar un contrabajo.
Y dentro de muy poco, de eso estaba completamente seguro, vendrían las chicas.

Relato de Neil Gaiman extraido del libro "Objetos fragiles"