Texto publicado por Miguel de Portugalete

la vida continuaba y yo tocaba el violín bajo tierra

Ara Malikian, violinista y director.
Tengo 45 años. Nací en Beirut (Líbano), de familia armenia, y vivo en
Madrid. Vivo viajando y no tengo pareja. Los políticos mienten, no respetan
al ciudadano. El mundo está al revés: si haces las cosas de forma correcta,
no llegas a ningún lado. Creo en Dios y valoro a los mesías.

Bonita sonrisa.

Estudió violín en un refugio antiaéreo de Beirut, en Hannover y en Londres.
Tiene un currículum excelente y un promedio de 450 actuaciones anuales en 40
países, pero lo que más sorprende es su naturalidad con y sin el violín. Lo
de la música culta le horroriza. En sus conciertos uno puede carraspear,
emocionarse y reír. Combina en el escenario virtuosismo y humor. Opina que
en las academias preparan para encontrar un trabajo pero no enseñan a
disfrutar la música, y los amateurs le parecen más músicos que los
profesionales. Protagoniza en el Palau de la Música Catalana el estreno
mundial del espectáculo Malikianini, con la Orquestra Simfònica del Vallès.

Regáleme un recuerdo de su infancia.
No tengo. Quien ha tenido una infancia difícil suele borrarla. Considero que
mi vida comenzó a los 15 años.

Somos consecuencia de la infancia.
Sí, y yo soy muy afortunado: estoy vivo. Disfruto cada segundo. La guerra de
Líbano fue difícil: mucha angustia, bombas continuas de unos y otros... Pasé
mucho miedo.

¿Iba al colegio?
La guerra civil comenzó cuando yo tenía 6 años, así que apenas fui al
colegio. Mi padre era violinista y empecé a tocar el violín en los refugios
antiaéreos para pasar el rato.
Aunque bajo tierra, la vida continuaba. Allí estaba todo el barrio: unos
cantaban, otros contaban chistes, otros bailaban... Procurábamos reír.

Su padre era un famoso intérprete pop.
Sí, pero no le gustaba, su pasión era la música clásica y me transmitió ese
amor. A los 12 años di mi primer concierto, luego pedí una beca para
estudiar en Alemania. Me fui a los 15 años. El que podía se marchaba.

¿Cómo fue su partida?
Dura, pero para mis padres debió de ser espantosa: nunca más volví. El país
estaba bloqueado, la única manera de marcharse era embarcándose hacia Chipre
y todos querían coger ese barco. Tras siete noches haciendo cola conseguí
colarme. La cuestión era huir, daba igual Alemania que China.

No hablaba alemán y estaba solo.
Fue difícil, pero tuve mucha suerte. La suerte siempre me ha acompañado.

¿Qué pensaba?
No pensaba. En ese mundo tan extraño mi consuelo era tocar el violín. Tuve
encuentros afortunados y pude sobrevivir, porque al llegar me enteré de que
la beca era para cuando cumpliera 18 años. Una academia me matriculó y pude
quedarme en el país.

¿Y el dinero?
Otro golpe de suerte. Di un concierto y por error pensaron que era judío. Me
preguntaron si sabía tocar música judía; no tenía ni idea, pero dije que sí
y amenicé bodas judías durante cuatro años.

¿Quién fue su primer amigo o amiga?
Fue también algo extraño. Yo era un tipo raro para los alemanes, así que mi
primer amigo fue un turco, un drama para mis padres.

El enemigo.
Sí, pero en realidad armenios y turcos somos muy parecidos, somos hermanos.
Fue una gran enseñanza: las personas no tienen la culpa de lo que hacen sus
gobiernos.

¿Tocaba en las calles?
Alguna vez, pero nunca por necesidad, y todavía lo hago. Me gusta la mirada
curiosa de la gente. En un auditorio, donde la gente ha pagado, está
predispuesta; en la calle, si no lo haces bien, nadie te hace caso.

¿Qué hace que la gente se pare y mire?
La música consiste en transmitir emociones. A los músicos no nos gusta que
nos tilden de entretenedores, pero eso es lo que somos, y no creo que ningún
maestro sea más que eso.

Mozart lo sabía.
Tenemos que llegar a través de la música al corazón de la gente, y no hay
más.

Usted ha profundizado en la música armenia, árabe, judía, flamenca...
Simplemente, me he encontrado con músicos, hemos hecho amistad y hemos
tocado juntos, nos hemos divertido y enriquecido.

Ha vivido en Hannover, Londres, París y ahora Madrid.
Dejé Londres porque rompí con mi pareja. Volví a Alemania, mi piso se quemó
y lo perdí todo. Era el momento de cambiar, vine aquí y decidí quedarme un
tiempo.

Lleva quince años. ¿Cree en el destino?
Creo en el instinto y en la suerte. Yo soy muy indeciso, así que escojo por
instinto.

¿Qué aprendió de su cultura?
Tras el genocidio, los armenios estuvimos a punto de desaparecer y nos
volvimos desconfiados y cerrados. Creo que eso es justo lo que no hay que
hacer.

Usa el humor en sus espectáculos.
Siempre intento que mi vida sea alegre, porque al final nada es tan
importante. Con mis parejas suelo tener conflictos por eso, me recriminan
que siempre pase por encima de los problemas de puntillas.

¿Y?
Es cierto, soy muy positivo y busco lo bueno de todo; puede ser irreal, pero
para mí es real. En el escenario, siendo yo mismo, sin intención de ser
gracioso, la gente se reía, y pensé que había que aprovecharlo.

Es un don.
Soy una persona muy feliz, muy sonriente, y quizá sea contagioso. La
seriedad y la pedantería de la música clásica alejan, por eso decidí
involucrar el humor.

Prácticamente tiene usted un concierto diario en algún rincón del mundo.
Mi mayor temor es que se convierta en algo rutinario. Lo que hago es mi
sueño: tocar y hacer música. Ni siquiera sueño con tocar en tal lugar o con
tal director, me basta con tocar. De hecho, si no me pagaran, haría lo mismo
que hago.

¿Qué le pide a su Dios?
No le pido, le agradezco.

Ima Sanchís.
LaVanguardia.