Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El crimen del molino, por Alberto Gil.

El crimen del molino

Como si del péndulo de un reloj gigante se tratara, el cadáver oscila
de un lado al otro, anudado al marrano del viejo molino. ¿Cuánto
tiempo lleva colgado de aquel grosero travesaño?

Una construcción ruinosa es lo único que queda del antiguo molino de
la Cequia Ancha en el Campo de Cartagena, uno de tantos abandonados a
su suerte, despojados de su antigua gloria.

Por casualidad, el bueno de don Antonio, pasó por allí a recordar
pretéritas historias de maquilas y truhanerías. Alzó sus ojos hacia el
desmembrado chapitel y lo vio. Temblando se aproximó, ascendiendo por
la bamboleante escalera de caracol, temiendo encontrarse con los
despojos de algún conocido.

No, no supo quién podía ser. Aunque ni quiso, ni pudo, hacer un
escrutinio detallado. Pensó en acudir a la Autoridad y dejarse de
responsabilidades. En su mente quedaban aún rescoldos de antiguos
temores al amo, fuera cual fuese, palizas, blasfemias, imposiciones
injustas. Pero los relegó y actuó.

Cuando llegaron el señor juez y la Guardia Civil procedieron con los
trámites. Nadie parecía saber a quién pertenecía aquel cuerpo en
estado de descomposición, cubierto únicamente por una especie de
túnica blanca y descalzo. No había más señas ni pistas.

Inquirieron al cadáver con modernas técnicas forenses, pero ni por
ésas. Se resistía a desvelarles sus secretos.

Indagaron entre los archivos de casos sin resolver aunque no supieran
por dónde tirar.

Lo que sí habían logrado deducir era que no se trataba de suicidio
como causa de la muerte. Claro, que no parecía que lo hubiesen
ahorcado ya que el cuello no presentaba rastros profundos, más allá de
los producidos por la soga que lo aupó hacia ese improvisado patíbulo.
¿Entonces, ¿de qué había muerto? ¿Cómo se produjo el final?

Ya estaban por desistir en el empeño y enterrarlo en la fosa común de
los sin nadie y olvidar el asunto cuando, de repente, apareció en el
cuartelillo de Torre Pacheco una anónima confidente. Quien la atendió
era un joven e inexperto funcionario que la dejó escapar sin más.
Únicamente se limitó a recoger el sobre que aquella desconocida
cooperante le entregó con el encargo de que lo hiciera llegar al
comisario Juárez. Lo depositó en la bandeja de entrada y se olvidó del
asunto.

Horas después, el destinatario lo abrió sin prestar demasiada atención
hasta que...

"No busquéis más. El fantasma del viejo molino debía morir para pagar
por sus pecados. ¡Quemadlo!"

El diligente Juárez, con sus aires de poli de peli americana salió
disparado hacia el despacho de la recepción.

-¿Quién ha traído esto?

El atribulado muchacho, salió de su cómodo refugio burocrático y
asumió su responsabilidad.

-¿No le preguntó filiación e identidad?

-No. Parecía tan normal la señora... Me fié de ella.

-¿Cuándo aprenderá que en este oficio nuestro no hay que dejar nada al
azar ni a la apariencia? ¿Y ahora qué hacemos? Tendremos que encargar
a la Científica un análisis grafológico de estas palabras. Maldita
sea... Qué incompetencia.

No podía imaginar, aunque debiera haberlo hecho, que no obtendría,
como en el caso del cadáver, resultado alguno.

No le quedaba otra que regresar al lugar del hallazgo aunque fuera ya
noche cerrada y la climatología invitara a marchar a casa. Un salvaje
ventarrón acompañado de fuertes truenos y rayos iluminaban la escena.

Con la linterna de oficio se dirigió a la entrada. La puerta giraba
libre sobre los goznes golpeando la pared.

Entró y alzó, como debió de hacerlo días atrás, don Antonio.

¡No podía ser! ¿Qué?

Otro cuerpo, no podía ser que fuera el mismo, se presentaba ante sus
ojos en las mismas condiciones que el anterior. Y una voz amenazante
aullaba, ¿o eran los truenos y el gemir del viento?

-No lo hagas. No te acerques. Si lo haces quedarás maldito para siempre.

Gruesas gotas de frío sudor se deslizaban por su rostro
involuntariamente encogido. Salió de aquel ruinoso lugar, dejando
atrás profesionalidad y valor. Subió al coche y aceleró alejándose
cuanto antes.

A la mañana siguiente, ya con la luz del día, como protección, se
presentaría y vería qué demonios pasaba.

Así lo hizo, pero la sorpresa invadió sus intenciones, aniquilándolas.

La torre estaba ardiendo aún. Rescoldos de la noche. ¿Qué podía hacer?

Pasado el tiempo necesario para que se enfriasen, se acercó. Tan solo,
un trozo de madero carbonizado al que se pegaban los hilos de una
maroma entre los cuales creyó percibir piel humana.

Entonces su teléfono móvil sonó.

-Señor, debe venir enseguida al depósito de cadáveres.

-¿Qué sucede?

-Ha desaparecido el cuerpo aquél que se encontró colgado en el viejo molino.

-¿Santo Dios! Una inquietante certeza se estaba abriendo paso, de
manera irrevocable en su mente de analítico investigador por mucho que
se empeñara en rechazarla.