Texto publicado por Urria Gorria

"una historia de la Edad de Piedra" #cuento de Herbert George Wells

UNA HISTORIA DE LA EDAD DE PIEDRA

I
Ugh-lomi y Uya

Esta historia pertenece a tiempos más allá de la memoria de los hombres, antes del comienzo de la historia, a una época en la que se podía caminar a pie enjuto desde Francia-como la llamamos aho­ra- a Inglaterra, cuando un ancho y lento Támesis corría entre sus marismas al encuentro de su padre el Rin, fluyendo por una tierra ancha y plana que en estos recientes tiempos nuestros está bajo el agua y a la que conocemos con el nombre de Mar del Norte. En esa edad remota el valle que se extiende a los pies de los Downs no exis­tía y el sur de Surrey era una cadena de montañas cubiertas de abe­tos en las laderas medias y coronadas de nieve la mayor parte del año. Lo fundamental de aquellas cumbres todavía existe con los nombres de Leith Hill, Pitch Hill y Hindhead. En las laderas más bajas de la cadena, por debajo de los hierbales donde pastaban los caballos, había bosques de tejos, castaños y olmos, y los matorrales y los lugares oscuros escondían al oso pardo y a la hiena, y los monos grises trepaban por las ramas. Y más abajo aún, entre el bos­que y la marisma y el campo abierto a lo largo del Wey, se desarrolló de principio a fin este pequeño drama que he de contaros. Sucedió hace cincuenta mil años -cincuenta mil años si los cálculos de los geólogos son correctos.
En aquellos tiempos la primavera era tan jovial como lo es ahora y hacía hervir la sangre en las venas de igual manera. El cielo vesperti­no estaba azul con amontonadas nubes blancas deslizándose por él y el viento del suroeste soplaba como una suave caricia. Las recién llegadas golondrinas iban de un lado para otro. La cuenca del río estaba tachonada de ranúnculos blancos y los lugares pantanosos sal­picados de berros e iluminados de malvavisco allí donde los regi­mientos de juncias bajaban sus espadas, y los hipopótamos, que se dirigían hacia el norte, brillantes monstruos negros, torpemente deportivos, llegaban atravesándolo todo a trancas y barrancas con oscuro regocijo y obsesionados con la idea bien clara de convertir el río en un barrizal con sus chapoteos.
Río arriba y bien a la vista de los hipopótamos, algunos animali­llos de color pardo chapoteaban en el agua. No había miedo, ni riva­lidad ni enemistad entre ellos y los hipopótamos. Cuando las gran­des moles llegaban aplastando las cañas y rompiendo el espejo del río en plateadas salpicaduras, estas diminutas criaturas gritaban y gesti­culaban de alegría. Era la señal más segura de la primavera avanzada.
-¡Bolú! -gritaban-. ¡Baayah Bolú!
Eran los hijos de los humanos, el humo de cuyo campamento se elevaba desde el montículo del recodo del río, jovenzuelos de mirada salvaje con una maraña de pelo y caras pequeñas y pícaras de ancha nariz, cubiertas -como algunos niños incluso en nuestros días- con un delicado plumón de pelo. Eran estrechos de espalda y largos de brazos. Y sus orejas no tenían lóbulos, sino pequeños extremos pun­tiagudos, algo que todavía perdura en casos raros. Vivaces gitanillos desnudos, activos como monos y muy parlanchines, aunque algo fal­tos de palabras.
Sus mayores estaban ocultos de los retozones hipopótamos por la cima del montículo. El campamento humano era una zona pisoteada entre ramas secas y marrones de helecho real por las que los nuevos brotes del año se estaban abriendo a la luz y al calor. La hoguera era un montón de carbones ardiendo a fuego lento, de color gris claro y negro, alimentado de vez en cuando por las ancianas con hojas secas. La mayoría de los hombres estaban dormidos -dormían sentados con la frente sobre las rodillas. Esa mañana habían matado una buena pre­sa, suficiente para todos, un ciervo herido por perros de caza, así que no había habido pelea entre ellos, y algunas de las mujeres todavía estaban royendo los huesos que yacían desparramados. Otras estaban haciendo un montón de hojas y palos para alimentar al Hermano Fuego cuando volviera la oscuridad, de modo que así pudiera crecer alto y fuerte y protegerlos contra las bestias. Dos amontonaban peder­nales que traían, una brazada cada vez, desde el recodo del río donde jugaban los niños.
Ninguno de estos salvajes de piel parda estaba vestido, pero algu­nos llevaban alrededor de las caderas rudos cinturones de piel de víbora o de crujiente cuero sin curtir de los que colgaban pequeñas bolsas no fabricadas por ellos, sino arrancadas de las garras de las bes­tias, y en las que trasportaban los bastos pedernales que constituían las armas e instrumentos fundamentales del hombre. Y una mujer, la compañera de Uya, el Astuto, llevaba un maravilloso collar de fósiles perforados -que otras habían llevado antes que ella. Junto a algunos de los hombres dormidos yacían las grandes astas de alce con los troncos tallados en bordes afilados, y palos largos con las puntas afi­ladas cortadas a tajo de pedernal. Salvo estas cosas y el ardiente fuego poco más había que distinguiera a estos seres humanos de los anima­les salvajes que habitaban la región. Pero Uya, el Astuto, no dormía, sino que estaba sentado con un hueso en la mano, muy ocupado en arañarlo con un pedernal, algo que no haría ningún animal. Era el hombre más viejo de la tribu, con frente de escarabajo, prognato, de brazos desgarbados. Tenía barba y mejillas peludas y el pecho y los brazos eran negros a causa del tupido vello. Y gracias tanto a su fuer­za como a su astucia era el jefe de la tribu y su parte era la mayor y la mejor.
Eudena se había escondido entre los alisos porque tenía miedo de Uya. Era todavía una niña, de ojos brillantes y una sonrisa que daba gusto ver. Él le había dado un trozo de hígado, una pieza de hom­bres, y un maravilloso agasajo para una chica, pero cuando la cogió, la otra mujer con el collar la había mirado, una mirada malvada, y Ugh-lomi había hecho un ruido con la garganta, por lo que Uya le había mirado fija y largamente y Ugh-lomi había bajado el rostro. Luego Uya la había mirado a ella. Estaba asustada y se había escapa­do mientras la comida continuaba y Uya estaba entretenido con la médula de un hueso. Después había andado por allí como buscán­dola. Y ahora estaba agachada entre los alisos, completamente intri­gada por lo que Uya pudiera estar haciendo con el pedernal y el hue­so. Y a Ugh-lomi no se le veía por ninguna parte.
Al poco una ardilla llegó saltando por los alisos y ella yacía tan inmóvil que el hombrecillo estuvo a seis pies de ella antes de verla. Al hacerlo blandió precipitadamente un tallo y comenzó a parlotear y a regañarla.
-¿Qué haces aquí -le preguntó-, alejada de las demás bestias humanas?
-Paz -respondió Eudena.
Pero él no hizo más que seguir hablando, y entonces ella empezó a romper las diminutas piñas negras para tirárselas. Él las esquivó y la desafió, y ella se excitó y se levantó para lanzar mejor, y entonces vio a Uya bajando por el montículo. Éste había visto el movimiento del pálido brazo entre el matorral -tenía muy buena vista.
Al verlo olvidó la ardilla y salió corriendo por los alisos y las cañas tan deprisa como pudo. No le importaba adónde iba mientras esca­para de Uya. Chapoteó casi hasta las rodillas a través de una ciénaga y vio delante una ladera de helechos que crecían más esbeltos y ver­des según subían pasando de la luz a la sombra de los jóvenes casta­ños. Pronto estuvo entre los árboles, pues era muy ágil, y corrió y corrió hasta internarse en la parte más vieja del bosque, donde los valles eran más amplios, y las enredaderas alrededor de los tallos a los que llegaba la luz eran tan gruesas como árboles jóvenes, y las lianas de hiedra gruesas y tensas. Allá siguió corriendo y dobló la distancia y volvió a doblarla de nuevo, y entonces se tumbó al fin entre unos helechos en un claro cerca de unos matorrales, y escuchó con el cora­zón latiéndole en los oídos.
Pronto oyó pisadas que hacían crujir las hojas secas a lo lejos, desaparecieron y todo volvió a estar en calma salvo por el escándalo de los mosquitos -pues la tarde avanzaba- y el incesante susurro de las hojas. Se rió en silencio de pensar que el astuto Uya la persiguiera. No estaba asustada. Algunas veces, jugando con los otros chicos y chicas, había huido al bosque aunque nunca tan lejos como esta vez. Era agradable estar escondida y sola.
Estuvo allí tumbada mucho tiempo, contenta de la escapada, y después se incorporó para escuchar. Se trataba de un rápido ruido de patas que se hacía más intenso y se dirigía hacia ella, y al poco pudo oír gruñidos y chasquidos de ramitas. Era una manada de cerdos sal­vajes delgados y peludos. Se dio la vuelta porque un jabalí es un mal compañero para que le pase a uno demasiado cerca, dado el tajo lateral de sus colmillos, y se marchó transversalmente por entre los árboles. Pero el pateo se acercó más, no estaban comiendo a la vez que vagaban, sino que iban deprisa -o no la habrían alcanzado-, y se agarró a la rama de un árbol, se balanceó y escaló por el tronco con algo de la agilidad del mono.
Cuando miró ya estaban pasando por debajo las hirsutas y afila­das espaldas de los cerdos. Y ella sabía que los gruñidos breves y agu­dos que daban significaban miedo. ¿De qué tenían miedo? ¿Un hombre? Andaban muy apresurados sólo por un hombre.
Y entonces, tan de repente que le hizo apretar involuntariamente el puño con que agarraba la rama, una cría de ciervo se arrancó y pre­cipitó tras los cerdos. Algo más pasó, bajo y gris, con un cuerpo lar­go, pero no supo qué era, pues sólo lo vio momentáneamente por los intersticios de las hojas recientes, y luego hubo una pausa.
Permaneció rígida y expectante, tan rígida como si fuera parte del árbol al que estaba aferrada, mirando hacia abajo.
Después, lejos entre los árboles, claro por un momento, oculto luego, de nuevo visible con helechos hasta la rodilla, desaparecido otra vez, corría un hombre. Supo que era el joven Ugh-lomi por el color rubio de su pelo, y tenía algo rojo por la cara. De algún modo la frenética huida y aquella mancha escarlata la hicieron sentirse mal. Y luego, más cerca, corriendo fatigosamente y jadeando mucho, venía otro hombre. Al principio no podía ver, y después vio, sesgado pero claro para ella, que se trataba de Uya que corría a grandes zanca­das con los ojos fijos. No perseguía a Ugh-lomi. Tenía la cara pálida. Era Uya... ¡aterrado! Pasó y todavía se le oía muy alto cuando algo más, algo grande y con piel entrecana balanceándose con zancadas rápidas y suaves vino apresuradamente en su persecución.
Eudena se puso súbitamente rígida, se le cortó la respiración y se agarró convulsivamente con los ojos sobresaltados.
No había visto aquello antes, ni siquiera lo veía con claridad aho­ra, pero inmediatamente supo que era el Terror del Bosque umbroso. Su nombre era toda una leyenda, los niños se asustaban unos a otros, incluso a sí mismos, con el nombre y corrían gritando al campamen­to. Ningún hombre había matado jamás a ninguno de su especie. Hasta el poderoso mamut temía su ira. Era el oso pardo, el señor del mundo tal y como el mundo era entonces.
Al tiempo que corría iba dando constantes gruñidos quejosos.
-¡Los hombres en mi mismísima guarida! Guerra y sangre. En la mismísima entrada de mi guarida. Hombres, hombres, hombres. Guerra y sangre.
Pues él era el señor del bosque y de las cavernas.
Mucho tiempo después de que hubiera pasado, ella, una mujer de piedra, seguía mirando fijamente abajo entre las ramas. Toda la capacidad de acción la había abandonado. Instintivamente se agarró con manos, rodillas y pies. Pasó algún tiempo antes de que pudiera pensar, y entonces sólo tuvo una cosa clara en la cabeza: que el Terror estaba entre ella y la tribu -que sería imposible descender.
Pronto, cuando el miedo disminuyó un poco, escaló a una posi­ción más cómoda, donde una gran rama se bifurcaba. Los árboles se elevaban a su alrededor de forma que no podía ver nada del Herma­no Fuego, que es negro durante el día. Los pájaros empezaron a moverse y los animales que se habían escondido por miedo a sus movimientos salieron sigilosamente...
Después de un tiempo las ramas más altas llamearon con el toque del crepúsculo. Por encima, en lo alto, los grajos, más prudentes que los hombres, volvían graznando a casa, a sus nidos entre los olmos. Mirando abajo, las cosas se tornaron más claras y con más sombras. Eudena pensó en volver al campamento, se permitió bajar un trecho y luego el miedo al Terror del Bosque umbroso la dominó de nuevo. Mientras dudaba, un conejo dio un lúgubre chillido y no se atrevió a descender más.
Las sombras se congregaron y las profundidades del bosque empezaron a agitarse. Eudena subió de nuevo árbol arriba para estar más cerca de la luz. Abajo las sombras salían de sus escondites y se extendían, arriba el azul se hacía más profundo. Se impuso una cal­ma terrible y luego las hojas empezaron a susurrar.
Eudena tuvo escalofríos y pensó en el Hermano Fuego.
Las sombras ahora se juntaban en los árboles, se sentaban en las ramas y la observaban. Las ramas y las hojas se tornaron quietas, omi­nosas formas negras que saltarían sobre ella si se movía. Luego el búho blanco, revoloteando silenciosamente, llegó fantasmal a través de las sombras. El mundo se volvió más y más oscuro hasta que las hojas y ramas resaltaron negras contra el cielo, y el suelo quedó oculto.
Permaneció allí toda la noche, una vigilia que duró siglos, agu­zando el oído para los ruidos que se producían abajo en la oscuri­dad y manteniendo la inmovilidad, no fuera a ser que alguna bestia sigilosa la descubriera. El hombre en aquellos tiempos no se queda­ba nunca solo en la oscuridad, salvo en ocasiones tan raras como ésta. Siglo tras siglo había aprendido la lección de su terror -una lección que nosotros, pobres hijos suyos tenemos ahora que desa­prender penosamente. Eudena, aunque por la edad una mujer, era en el fondo como una niña pequeña. Se mantuvo tan quieta, pobre animalillo, como una liebre antes de que la espanten.
Las estrellas salieron y la observaron -su única pizca de consuelo. En una más brillante se imaginó que había algo como de Ugh-lomi. Luego se encaprichó con que era Ugh-lomi. Y cerca de él, rojo y opaco, estaba Uya, y según pasaba la noche Ugh-lomi huía de él cielo arriba.
Intentó divisar al Hermano Fuego que protegía al campamento de las bestias, pero no se le veía. Y lejos oyó a los mamuts haciendo sonar sus trompas cuando bajaban al abrevadero, y una vez una mole enorme se apresuró con pesadas zancadas, haciendo el ruido como de una ternera, pero no pudo ver lo que era. Aunque por la voz pensó que era Yaaa, el rinoceronte, que mata con la nariz, va siempre solo y se enfurece sin ningún motivo.
Por fin comenzaron a ocultarse las estrellas pequeñas y después las más grandes. Fue igual que los animales desapareciendo delante del Terror. El Sol, señor del cielo como el oso pardo era el señor del bosque, estaba saliendo. Eudena se preguntó qué sucedería si una estrella se rezagaba. Y luego el cielo se puso pálido para la aurora.
Cuando llegó la luz del día el miedo a las cosas latentes pasó y pudo descender. Estaba rígida, pero no tanto como lo hubiera estado usted, querida señorita -debido a vuestra educación- y, como no la habían acostumbrado a comer al menos una vez cada tres horas, sino que al contrario, a menudo había ayunado durante tres días, no se sintió incó­modamente hambrienta. Se deslizó árbol abajo con mucha cautela y fue por el bosque sigilosamente, y aunque no saltó ni una ardilla ni se arrancó ningún ciervo el terror al oso pardo le helaba la médula.
Ahora lo que deseaba era encontrar de nuevo a su gente. Su mie­do a Uya, el Astuto, había sido desplazado por el miedo mayor a la soledad. Pero se había perdido. El día anterior había corrido sin fijarse y no podía decir si el campamento estaba en dirección al Sol o dónde. Una y otra vez se detuvo a escuchar y por fin, muy lejos oyó un rítmico tintineo. Era tan débil aun en la quietud matinal que podía asegurar que debía de estar lejos. Pero sabía que era el sonido de un hombre afilando un pedernal.
Pronto los árboles empezaron a clarear y después se presentó un regimiento de ortigas impidiendo el paso. Se volvió por un lado y luego llegó a un árbol caído que conocía, con zumbido de abejas en torno suyo. Y así estuvo pronto a la vista del montículo, muy lejos, y el río debajo, y los niños y los hipopótamos igual que habían estado el día antes, y la delgada aguja de humo meciéndose en la bruma matinal. A lo lejos, junto al río, estaba el grupo de alisos donde se había escondido. Y al verlos le volvió el miedo a Uya y se arrastró hasta un matorral de helechos del que salió corriendo un conejo y estuvo un rato tumbada observando el campamento.
No se veía a la mayoría de los hombres, excepto a Wau, el tallador de pedernales, y eso la hizo sentirse más segura. Sin duda estaban fuera, consiguiendo caza para comer. Algunas de las mujeres estaban también abajo en la corriente, en inclinada concentración, buscando mejillones, cangrejos, caracoles de agua, y al verlas Eudena sintió hambre. Se levan­tó y atravesó corriendo los helechos, decidida a unirse a ellas. Según marchaba oyó una voz entre los helechos que la llamaba suavemente. Se detuvo. Luego, de repente, oyó un ruido detrás de ella, y volviéndose vio a Ugh-lomi saliendo de los helechos. Tenía franjas de sangre marrón y suciedad en la cara, los ojos fieros, y en la mano la piedra blan­ca de Uya, la piedra blanca del fuego que nadie más que Uya osaba tocar. De una zancada estaba junto a ella y la agarró por el brazo. Le hizo girar y la empujó delante de él hacia el bosque.
-Uya -dijo, y ondeó los brazos.
Ella oyó un grito, miró hacia atrás y vio a todas las mujeres de pie y dos que salían vadeando de la corriente. Después llegaron alaridos más cercanos, y la vieja con barba que cuidaba del fuego en el montí­culo movía los brazos, y Wau, el hombre que había estado tallando el pedernal, se ponía en pie. Los niños pequeños también se apresura­ban y gritaban.
-¡Ven! -dijo Ugh-lomi tirándola del brazo.
Ella todavía no comprendía.
-Uya ha pronunciado la palabra mortal -dijo Ugh-lomi, y ella miró hacia atrás, a la curva de figuras que gritaban, y comprendió.
Wau y todas las mujeres y niños venían hacia ellos, un disperso despliegue de figuras pardas con cabezas desgreñadas, gruñendo, sal­tando y gritando. Por el montículo se apresuraban dos jóvenes. Aba­jo por la derecha, entre los helechos, venía un hombre que los dirigía saliendo del bosque. Ugh-lomi le soltó el brazo y los dos comenzaron a correr el uno junto al otro saltando los helechos y pisando con hol­gura y precisión. Eudena, conociendo la agilidad de Ugh-lomi y la suya propia, se rió en alto de la desigual persecución. Era una pareja con piernas extraordinariamente rectas para aquellos tiempos.
Pronto recorrieron el campo abierto y se acercaron de nuevo al bosque de castaños -ninguno tenía ahora miedo porque no estaba solo. Disminuyeron el paso, ya no excesivamente rápido. Y de repente Eudena gritó y giró bruscamente a un lado, apuntando y mirando hacia arriba entre los troncos de los árboles. Ugh-lomi vio las piernas y los pies de hombres que corrían hacia él. Eudena ya estaba corriendo transversalmente. Y cuando también él se volvió para seguirla, oyó la voz de Uya a través de los árboles que rugía de rabia contra ellos.
Entonces el terror invadió sus corazones, no el terror que parali­za, sino el terror que le vuelve a uno silencioso y rápido. Ahora esta­ban cercados por dos lados. Estaban en una especie de rincón de la persecución. Por la derecha y cerca de ellos venían los hombres rápi­dos y corpulentos con el barbudo Uya, asta en mano, capitaneándo­los, y por la izquierda, dispersos como se esparce el cereal, manchas amarillas entre los helechos y la hierba, corrían Wau y las mujeres, y hasta los niños pequeños del vado se habían unido a la cacería. Las dos partidas convergían sobre ellos. Salieron disparados con Eudena a la cabeza.
Sabían que no habría piedad para ellos. No había cacería tan ape­titosa para estos antiguos humanos como la cacería del hombre. Una vez que se había encendido la fiera pasión de la caza, los débiles ini­cios de humanidad se los llevaba el viento. Y Uya por la noche había marcado a Ugh-lomi con la palabra mortal. Ugh-lomi era la presa del día, el festín destinado.
Corrían en línea recta -era su única oportunidad-, atravesando cualquier terreno que encontraban, un campo de ortigas, un claro, una mata de hierba de la que salió gruñendo una hiena. Luego, de nuevo, bosques, largas extensiones de umbroso lecho de hojas y musgo bajo los verdes troncos. Después, una ladera empinada, cubierta de árboles y grandes vistas de árboles, un espacio abierto, una suculenta zona verde de lodo negro, un amplio espacio abierto de nuevo, a continuación una mata de lacerantes espinos con rastros de las bestias prendidos en ella. Detrás de ellos la persecución se reza­gaba y dispersaba con Uya siempre a los talones. Eudena mantenía el primer lugar corriendo ligera y con respiración fácil, pues Ugh-lomi llevaba en la mano la Piedra del Fuego.
Se notó en su paso -no al principio, pero sí después de un rato. Sus pasos tras ella se volvieron de repente más remotos. Mirando atrás por encima del hombro cuando cruzaban otro espacio abierto, Eudena vio que Ugh-lomi estaba a muchas yardas detrás de ella y que Uya se encontraba muy cerca de él con el asta levantada en el aire para derribarlo. Wau y los otros no estaban sino saliendo de las som­bras de los bosques.
Al ver a Ugh-lomi en peligro, Eudena corrió lateralmente mirando hacia atrás, levantó los brazos y gritó en el momento en que el asta salió volando. Y el joven Ugh-lomi, esperando eso y comprendiendo el grito, inclinó la cabeza de forma que el proyectil apenas le golpeó ligeramente el cuero cabelludo, haciéndole sólo una pequeña herida y volando sobre él. Se volvió de inmediato con la cuarcita Piedra del Fuego en ambas manos y la arrojó derecha al cuerpo de Uya cuando éste corría desprevenido por el lanzamiento. Uya gritó, pero no pudo esquivarla. Le alcanzó de lleno con todo su peso debajo de las costillas, se tambaleó y cayó sin siquiera un grito. Ugh-lomi recogió el asta -cuya punta estaba manchada con su propia sangre- y vino corriendo de nuevo con un hilillo rojo de sangre brotándole del pelo.
Uya dio dos vueltas completas y estuvo un momento tumbado antes de levantarse, pero después no corría deprisa. Le había cambia­do el color de la cara. Wau le alcanzó y después los otros. Tosía y tenía una respiración trabajosa, pero siguió.
Por fin los dos fugitivos ganaron la orilla del río donde la corrien­te era profunda y estrecha, y todavía estaban a cincuenta yardas de Wau, el perseguidor más adelantado, el hombre que hacía las piedras de matar. Llevaba una en cada mano, unos pedernales grandes, en forma de ostra y de doble tamaño, tallados con un borde afilado como un formón.
Bajaron a saltos la inclinada orilla hasta la corriente, corrieron precipitadamente por el agua, cruzaron a nado la parte profunda con dos o tres brazadas y salieron vadeando de nuevo, chorreando pero refrescados, a escalar la orilla opuesta. Estaba socavada y llena de sau­ces que crecían allí muy densos, así que había que escalarla. Y mien­tras Eudena estaba todavía entre las plateadas ramas y Ugh-lomi aún en el agua -pues el asta le había retrasado-, Wau subió a la orilla opuesta, su figura contra el cielo, y la piedra de matar, lanzada con habilidad, alcanzó un lado de la rodilla de Eudena, que llegó arriba forcejeando y cayó.
Oyeron a los perseguidores gritarse unos a otros, y Ugh-lomi, escalando hasta ella y moviéndose a ráfagas para frustrar la puntería de Wau, sintió que la segunda piedra de matar le rozaba la oreja y oyó su chapoteo al caer en el agua debajo de él.
Entonces fue Ugh-lomi, el mocoso, el que demostró que se había hecho un hombre de verdad. Pues al continuar corriendo notó que Eudena se rezagaba, cojeando, y acto seguido se volvió y, gritando de forma salvaje, con una cara terrible a causa de la repentina furia y la sangre hirviente, la pasó rápidamente corriendo de vuelta a la orilla al tiempo que ondeaba el asta sobre la cabeza. Y Eudena continuó corriendo todavía con fuerza, aunque tenía necesariamente que cojear a cada paso y el dolor era ya agudo.
Así que Wau, al levantarse sobre el borde agarrando las rectas ramas del sauce vio a Ugh-lomi elevándose sobre él, gigantesco contra el azul, vio balancearse todo su cuerpo, las manos empuñando el asta. El borde del asta venía atravesando el aire y no vio más. El agua bajo las mimbreras hizo un remolino y ondas, y se volvió roja seis pies corriente abajo. Uya, que seguía, se detuvo a media corriente con el agua hasta las rodillas y el hombre que estaba nadando se volvió.
Los otros hombres que venían detrás en la persecución -ninguno de ellos muy fuerte, pues Uya era más astuto que fuerte y no toleraba rivales vigorosos- aflojaron momentáneamente al ver a Ugh-lomi allí de pie sobre los sauces, sangriento y terrible, entre ellos y la chica vacilante, con la enorme asta ondeando en la mano. Parecía como si hubiera entrado en el agua un jovenzuelo y salido de ella un hombre hecho y derecho.
Él sabía lo que había detrás. Una amplia extensión de hierba y luego un matorral donde Eudena podía esconderse. Eso lo tenía cla­ro en la cabeza, aunque sus capacidades mentales eran demasiado débiles para ver lo que sucedería después. Uya se quedó con el agua hasta la rodilla, indeciso y desarmado. Tenía la pesada boca abierta, mostrando los caninos, y jadeaba mucho. Tenía el costado colorado y magullado bajo el pelo. El otro hombre junto a el llevaba un palo afilado. El resto de los cazadores subió uno a uno a la parte superior de la orilla, hombres peludos, de largos brazos empuñando pederna­les y palos. Dos de ellos corrieron por la orilla corriente abajo y luego escalaron hasta el agua donde Wau había emergido a la superficie luchando débilmente. Antes de que pudieran alcanzarlo se había sumergido de nuevo. Otros dos amenazaron a Ugh-lomi desde la orilla. Les contestó con gritos, vagos insultos y gestos. Luego Uya, que había estado dudando, rugió de rabia y, mostrando los puños, se zambulló en el agua. Sus seguidores chapotearon tras él.
Ugh-lomi miró por encima del hombro y vio que Eudena había desaparecido ya en el matorral. Quizás hubiera esperado por Uya, pero Uya prefirió demorarse en el agua hasta que los otros estuvieron junto a él. Las tácticas humanas en esos tiempos, en todas las luchas serias, eran las tácticas de acorralar. A la presa que terminaba acorra­lada la rodeaban y se precipitaban sobre ella. Ugh-lomi sintió que se iban a lanzar sobre él y, lanzando el asta contra Uya, se dio la vuelta y huyó.
Cuando se detuvo para mirar atrás desde la sombra del matorral vio que sólo tres de sus perseguidores habían cruzado el río siguién­dole y estaban volviendo de nuevo. Uya, con la boca sangrando, esta­ba de nuevo en la orilla opuesta, pero más abajo, y apretaba la mano contra el costado. Los otros estaban en el río arrastrando algo hasta la orilla. Durante un rato al menos la caza se interrumpía.
Ugh-lomi estuvo en pie observando durante un tiempo y gruñó al ver a Uya. Después se dio la vuelta y se sumergió en el matorral.
En un minuto Eudena vino apresurada a unírsele y los dos mar­charon de la mano. Él se percató oscuramente del dolor que sufría por el corte y la magulladura en la rodilla y escogía los caminos más fáciles. Pero continuaron todo el día, milla tras milla a través de bos­ques y matorrales, hasta que finalmente llegaron a la tierra caliza, hierba en campo abierto con raros bosques de hayas, y abedules cre­ciendo cerca del agua, y vieron mucho más cercanas las montañas del Wealden y grupos de caballos que pastaban juntos. Andaban caute­losamente, manteniéndose siempre cerca del matorral y a cubierto porque ésta era una región extraña -incluso los caminos eran extra­ños. El suelo iba elevándose de forma regular hasta que los bosques de castaños se extendieron amplios y azules bajo ellos y las marismas del Támesis brillaban plateadas arriba en la lontananza. No vieron hombres porque en aquellos tiempos los humanos sólo acababan de llegar a esta parte del mundo y no se movían sino muy lentamente a lo largo de las cuencas de los ríos. Hacia el final de la tarde volvieron a dar con el río, pero ahora corría por un desfiladero entre altos acan­tilados de caliza blanca que a veces sobresalían por encima de él. Acantilados abajo, había una mata de abedules con muchos pájaros. Y en la parte de arriba del acantilado había una pequeña plataforma junto a un árbol hasta la que escalaron para pasar la noche.
Apenas si habían comido algo. No era la época del año para bayas y no habían tenido tiempo de apartarse para cazar o poner trampas. Avanzaron en un hastiado y hambriento silencio, mordisqueando ramitas y hojas. Pero sobre la superficie de los acantilados había gran cantidad de caracoles y en un arbusto los huevos recién puestos de un pajarillo, y luego Ugh-lomi con un lanzamiento mató a una ardilla en un haya, así que finalmente se alimentaron bien. Ugh-lomi vigiló durante la noche con la barbilla sobre las rodillas y oyó a zorros jóve­nes gritando muy cerca, y el ruido de los mamuts bajando por el desfi­ladero y a las hienas dando alaridos y riéndose a lo lejos. Hacía frío, pero no se atrevieron a encender un fuego. Siempre que se adormilaba su espíritu salía y se encontraba directamente con el espíritu de Uya y luchaban. Y siempre Ugh-lomi quedaba paralizado de forma que no podía ni golpear ni correr, y luego se despertaba de repente. Eudena también soñaba con maldades de Uya, así que los dos se despertaron con el miedo en sus corazones, y con la luz de la aurora vieron a un rinoceronte lanoso que bajaba por el valle dando tumbos.
Durante el día se acariciaron y estaban contentos de la luz del sol, y la pierna de Eudena estaba tan rígida que se quedó sentada en el saliente todo el día. Ugh-lomi encontró pedernales grandes que sobresalían en la cara del acantilado, más grandes que ninguno de los que había visto, y arrastró algunos hasta el saliente y empezó a tallar para estar armado contra Uya cuando volviera de nuevo. Y se rió con ganas de uno de ellos, y Eudena se rió y lo tiraron por allí despectiva­mente porque tenía un agujero. Y metieron los dedos por él y desde luego era muy divertido. Luego se miraron el uno al otro a través de él. Después Ugh-lomi se hizo con un palo y, lanzándolo por casuali­dad contra ese estúpido pedernal, el palo se introdujo en él y quedó agarrado allí. Lo había clavado demasiado apretado para sacarlo. Eso era todavía más extraño -apenas nada divertido, casi terrible, y durante un rato Ugh-lomi no se preocupó mucho ni de tocar la cosa. Era como si el pedernal hubiera mordido y mantuviera los dientes apretados. Pero después se familiarizó con la extraña combinación. La balanceó y se dio cuenta de que el palo con la pesada piedra en el extremo proporcionaba mejores golpes que nada de lo que conocía. Fue de un lado para otro balanceándolo y golpeando con ello, pero luego se cansó y lo tiró. Por la tarde subió por la cresta del blanco acantilado y estuvo tumbado observando una madriguera de conejos hasta que los conejos salieron a jugar. No había hombres por allí, así que los conejos estaban despreocupados. Les tiró una piedra de matar que había hecho y consiguió una pieza.
Esa noche hicieron un fuego con chispas de pedernal y ramas de helechos y charlaron y se acariciaron junto a él. Y en sus sueños vol­vió el espíritu de Uya y de repente, mientras Ugh-lomi estaba inten­tando luchar en vano, el estúpido pedernal en el palo se le vino a la mano y golpeó con él a Uya y, ¡atención!, lo mató. Pero después vinieron otros sueños de Uya -porque los espíritus necesitan de muchas muertes, y tuvo que matarlo de nuevo. Entonces, después de aquello, la piedra no se mantenía sujeta al palo. Se despertó cansado y bastante sombrío, y estuvo malhumorado toda la primera parte de la tarde a pesar de la amabilidad de Eudena, y en lugar de cazar se sentó a tallar un borde afilado al singular pedernal mientras la mira­ba de forma extraña. Después ató el perforado pedernal al palo con correas de piel de conejo y a continuación paseó arriba y abajo por el saliente, golpeando con él y diciéndose cosas en voz baja y pensando en Uya. Tenía un tacto fino y pesado en la mano.
Varios días, más de los que se contaban en aquellos tiempos, cin­co días quizá, o seis, estuvieron Ugh-lomi y Eudena en aquel saliente del desfiladero del río y perdieron todo miedo a los hombres y su fuego ardió al rojo toda la noche. Y eran muy felices juntos. Había comida todos los días, agua potable y ningún enemigo. La rodilla de Eudena estuvo bien en un par de días porque aquellos antiguos sal­vajes tenían tejidos que cicatrizaban muy rápido. Eran, desde luego, muy felices.
Uno de aquellos días Ugh-lomi dejó caer un trozo de pedernal por el acantilado. Lo vio caer e ir rebotando por la orilla del río hasta precipitarse en la corriente, y después de reírse y pensarlo un poco lo intentó con otro. Éste machacó un arbusto de avellano de la manera más interesante. Se pasaron la mañana tirando piedras desde el saliente y por la tarde descubrieron que este interesante pasatiempo nuevo era también posible desde la cresta del acantilado. Al día siguiente se habían olvidado de esta diversión. O al menos parecía que la habían olvidado.
Pero Uya venía en sueños a estropear el paraíso. Tres noches vino a luchar con Ugh-lomi. Por la mañana, después de estos sueños, Ugh-lomi paseaba arriba y abajo amenazándole y blandiendo el hacha y, por fin, llegó la noche después del día que Ugh-lomi rom­pió la crisma a la nutria y lo festejaron. Uya fue demasiado lejos, Ugh-lomi se despertó frunciendo el ceño bajo la pesada frente, cogió el hacha y extendiendo la mano hacia Eudena le pidió que lo espera­ra en el saliente. Luego descendió por el blanco declive, miró hacia arriba una vez desde los pies del acantilado y ondeó el hacha, y sin mirar atrás de nuevo marchó a grandes zancadas por la orilla del río hasta que el acantilado que sobresalía en el recodo lo ocultó.
Durante dos días y dos noches estuvo Eudena sentada esperando sola junto al fuego en el saliente, y por la noche las bestias aullaban sobre los acantilados y abajo en el valle, y en el acantilado por encima y enfrente de ella las jorobadas hienas merodeaban resaltando negras contra el cielo. Pero nada malo le sucedió excepto el miedo. Una vez, lejos, oyó el rugir de un león que seguía a los caballos cuando venían en dirección norte a las praderas con la primavera. Todo ese tiempo esperó -la espera que es dolor.
Y al tercer día Ugh-lomi volvió, río arriba. Tenía en el pelo las plumas de un cuervo. La primera hacha estaba manchada de rojo y tenía largos pelos morenos adheridos a ella, y él llevaba en la mano el collar que había distinguido a la favorita de Uya. Caminaba por los sitios blandos sin preocuparse de la ruta. Salvo por un corte en carne viva por debajo de la mandíbula, no mostraba ninguna herida.
-¡Uya! -gritó Ugh-lomi exultante, y Eudena vio que estaba bien. Le puso el collar a Eudena y comieron y bebieron juntos. Y después de comer empezó a representar toda la historia desde el comienzo, cuan­do Uya había puesto los ojos en Eudena, y Uya y Ugh-lomi, luchando en el bosque, habían sido perseguidos por el oso, supliendo sus escasas palabras con abundante pantomima, poniéndose en pie de un salto y girando el hacha en derredor cuando llegó a la lucha. La última pelea fue magnífica, pateando y gritando, y, una vez, un golpe en el fuego había lanzado un torrente de chispas a la noche. Y Eudena estaba sen­tada, roja con el resplandor del fuego, deleitándose con él, la cara colorada y los ojos brillantes, y el collar que Uya había hecho rodean­do su cuello. Fueron unos momentos espléndidos, y las estrellas que nos miran por encima del hombro, la miraban por encima del hom­bro a ella, nuestra antepasada que lleva muerta los últimos cincuenta mil años.

***

II
El oso de las cavernas

En los días en que Eudena y Eugh-lomi huyeron de la tribu de Uya hacia las montañas cubiertas de abetos del Weald por los bos­ques de castaños y las tierras de caliza cubiertas de hierba, y se escon­dieron por fin en la garganta del río entre los acantilados de caliza, los humanos eran pocos y sus campamentos estaban alejados unos de otros. Los humanos más próximos a ellos eran los de la tribu, a todo un día de camino río abajo, y montañas arriba no había nadie. El hombre era realmente un recién llegado a esta parte del mundo en esos tiempos primitivos, venía lentamente por los ríos generación tras generación de un campamento a otro desde el suroeste. Y los animales que habitaban la tierra, el hipopótamo y el rinoceronte de los valles del río, los caballos de las praderas de hierba, el ciervo y el cerdo de los bosques, los monos grises en las ramas y el ganado en las tierras altas le tenían muy poco miedo -por no hablar de los mamuts de las montañas y los elefantes que cruzaban la tierra en verano pro­cedentes del sur. Pues, por qué le iban a tener miedo, si no disponía más que de burdos pedernales tallados a los que no había aprendido a poner mango y que lanzaba mal, y de la pobre lanza de madera afi­lada; ésas eran todas las armas de que disponía contra pezuñas y cuernos, dientes y garras.
Andú, el enorme oso de las cavernas, que vivía en la cueva gargan­ta arriba, no había visto nunca un hombre en toda su sabia y respeta­ble vida hasta que en una ocasión en mitad de la noche, cuando esta­ba merodeando garganta abajo por el borde del acantilado, vio el resplandor del fuego de Eudena en el saliente, y a Eudena roja y res­plandeciente y a Ugh-lomi con una gigantesca sombra que le imita­ba sobre el blanco acantilado, yendo de acá para allá, agitando la mata de pelo y ondeando el hacha de piedra -la primera hacha de piedra- mientras cantaba la muerte de Uya. El oso de las cavernas estaba lejos garganta arriba y lo vio todo de forma sesgada y a mucha distancia. Estaba tan sorprendido que se quedó completamente quieto sobre el borde, aspirando el novedoso olor a helechos ardien­do y preguntándose si la aurora no estaba saliendo por el sitio equi­vocado. Era el señor de las rocas y de las cuevas, era el oso de las cavernas, al igual que su hermano más pequeño, el oso pardo, era el señor de los espesos bosques de abajo, y como el león moteado -el león en esos tiempos tenía motas- era el señor de los arbustos de espino, de los cañaverales y de las llanuras abiertas. Era el mayor de todos los carnívoros. No conocía el miedo, nadie se alimentaba de él, y nadie le presentaba batalla, sólo el rinoceronte le superaba en fuer­za. Hasta el mamut evitaba su territorio. Esta invasión le dejó perple­jo. Observó que estas nuevas bestias tenían forma de monos y escaso pelo como los cerdos jóvenes.
-Mono y cerdo joven -dijo el oso de las cavernas-. Quizá no esté tan mal. Pero esa cosa roja que salta y la cosa negra que salta con ella allí... ¡jamás en mi vida había visto cosas semejantes!
Se acercó despacio por la cresta del acantilado deteniéndose tres veces a aspirar y observar, y el mal olor del fuego se hizo más fuerte. Una pareja de hienas estaba también tan absorta con aquello de abajo que Andú, acercándose suave y ligero, estuvo a su lado antes de que ellas se percataran de su presencia ni él de la de ellas. Se sobresal­taron culpablemente y marcharon dando tumbos. Volviéndose com­pletamente a cien yardas de distancia empezaron a dar alaridos y a insultarle por el susto que habían sufrido.
-Ya-ha -aullaban-. ¿Quién no sabe escarbar su propia madrigue­ra? ¿Quién come raíces como los cerdos?... ¡Ya-ha!
Pues ya en esos tiempos las maneras de las hienas eran tan ofensi­vas como lo son en la actualidad.
-¿Quién responde a la hiena? -gruñó Andú mirándolas en la oscuridad de la noche y yendo luego a mirar al borde del acantilado.
Allí estaba Ugh-lomi contando todavía su historia, el fuego apa­gándose y el olor de la hoguera cálido y fuerte.
Andú estuvo en pie al borde del acantilado de caliza algún tiem­po, cambiando su vasto peso de un pie a otro y moviendo la cabeza de un lado a otro con la boca abierta, las orejas estiradas y nerviosas, aspirando por los agujeros del gran hocico negro. Era muy curioso, el oso de las cavernas, más curioso que ninguno de los osos que viven en la actualidad, y el parpadeante fuego y los incomprensibles movi­mientos del hombre, por no hablar de la intrusión en su territorio indisputable, agitaban su imaginación con la sensación de aconteci­mientos nuevos y extraños. Había estado tras una cría de ciervo rojo, pues el oso de las cavernas era un cazador que gustaba de la variedad, pero aquello le había distraído por completo de esa empresa.
-¡Ya-ha! -aullaban las hienas por detrás-. ¡Ya-ha-ha!
Mirando a la luz de las estrellas Andú vio que ahora había tres o cuatro andando de un lado para otro contra la gris ladera del monte.
-Ahora me estarán rondando toda la noche... hasta que mate -dijo Andú-. ¡Basura del mundo!
Y, principalmente para molestarlas, decidió observar el rojo par­padeo en la garganta hasta que llegara la aurora y se llevara a su casa la escoria de las hienas. Después de un rato desapareció y oyó sus voces -como las que hacen los de los barrios bajos de Londres cuan­do están de juerga- a lo lejos en los bosques de hayas. Después vol­vieron a acercarse furtivamente. Andú bostezó y continuó por el acantilado, ellas le siguieron. Luego se detuvo y retrocedió.
Era una noche espléndida, llena de rutilantes constelaciones, las mismas estrellas, pero no las mismas constelaciones que nosotros conocemos, pues desde aquellos tiempos todas las estrellas han teni­do tiempo de moverse a sitios nuevos. A lo lejos, cruzando el campo abierto más allá de donde las hienas de pesados hombros y flaco cuerpo merodeaban a lo tonto dando aullidos, había un bosque de hayas y más allá se elevaban las pendientes laderas de la montaña, un oscuro misterio hasta que sus cumbres, cubiertas de nieve, sobresa­lían blancas, frías y claras, tocadas por los primeros rayos de la toda­vía invisible Luna. Había un vasto silencio salvo cuando los aullidos de las hienas lanzaban una nota discordante que se desvanecía en la paz o cuando desde el fondo de los montes el son de las trompas de los recién venidos elefantes llegaba débilmente con la suave brisa. Ahora, abajo, el parpadeo rojo había menguado, era constante y relucía con un rojo más profundo, y Ugh-lomi había acabado su relato y se disponía a dormir, y Eudena estaba sentada escuchando las voces extrañas de desconocidas bestias y observaba la oscura parte este del cielo que se volvía profundamente luminosa con la llegada de la Luna. Allá abajo el río hablaba consigo mismo y cosas invisibles iban de un lado para otro.
Después de un rato el oso se marchó, pero una hora más tarde estaba otra vez de vuelta. Entonces, como si se le hubiera ocurrido algo, se volvió y subió garganta arriba...
Pasaba la noche y Ugh-lomi continuaba durmiendo. La Luna menguante salió e iluminó el desvaído acantilado blanco desde arriba con una luz pálida y vaga. La garganta permaneció en una sombra más profunda y parecía todavía más oscura. Luego, por grados imper­ceptibles, llegó el día colándose tras la luz de la luna. Los ojos de Eudena vagaron por la cresta del acantilado que tenían encima una vez y después otra. Las dos veces la línea del borde se destacaba limpia y clara contra el cielo, no obstante tuvo la oscura percepción de algo que acechaba desde allí. El color rojo del fuego se hizo cada vez más profundo, grises escamas se extendieron sobre él, su vertical columna de humo se volvió cada vez más notoria, y garganta arriba y abajo las cosas que habían sido invisibles se tornaron claras, envueltas en una descolorida iluminación. Puede que se hubiera adormilado.
De repente, con un sobresalto, dejó la posición de sentada, escudriñando, en pie y alerta, el acantilado de arriba abajo. Hizo un ruido levísimo, pero Ugh-lomi, con sueño ligero como un animal, también se despertó al instante. Cogió el hacha y silencio­samente se puso a su lado.
La luz era todavía escasa, el mundo estaba ahora todo de un gris negro y oscuro, y una débil estrella remoloneaba aún en las alturas. El saliente en el que estaban era un pequeño espacio herboso de unos seis pies de ancho por veinte de largo, en pendiente hacia afuera y con un puñado de hierba de San Juan que crecía junto al borde. Por debajo, la suave roca blanca caía en una pronunciada pendiente de casi cincuenta pies hasta el espeso arbusto de avellano que bordeaba con el río. Río abajo esta pendiente se acentuaba hasta que algo más lejos una delgada hierba mantenía sus dominios justo hasta la cresta del acantilado. Por encima, cuarenta o cincuenta pies de roca sobre­salían en las grandes masas características de la caliza, pero al final del saliente un barranco escarpado, una ranura de roca descolorida, rasgaba la cara del acantilado y daba pie a una maleza por la que Eudena y Ugh-lomi subían y bajaban.
Se quedaron tan silenciosos como el ciervo espantado, con los cinco sentidos expectantes. Durante un minuto no oyeron nada, y luego llegó un débil ruido de tierra deslizándose por el barranco y el crujir de ramitas.
Ugh-lomi empuñó el hacha y fue hasta el extremo del saliente, pues la protuberancia de la caliza por encima había ocultado la parte superior del barranco. Y de inmediato, con súbito encogimiento del corazón, vio al oso de las cavernas a medio camino, bajando desde la cresta y dando cautelosos pasos hacia atrás con su plano pie trasero. Tenía los cuartos traseros hacia Ugh-lomi y con las garras arañaba las rocas y los arbustos de forma que parecía pegado al acantilado.
La postura no le hacía parecer menos imponente. Desde el relu­ciente hocico hasta la minúscula cola era como un león y medio, la medida de dos hombres altos. Miró por encima del hombro, la enor­me boca se abrió con el esfuerzo de mantener erguida la gran carcasa y sacó la lengua...
Logró hacer pie y bajó despacio, una yarda más cerca.
-Oso -dijo Ugh-lomi mirando alrededor con la cara pálida.
Pero Eudena, con terror en los ojos, estaba apuntando acantilado abajo. Ugh-lomi se quedó con la boca abierta, pues por abajo, con el gran pie delantero contra la roca, se erguía otra gran mole de color gris moreno: la osa. No era tan grande como Andú, pero bastante grande a pesar de todo.
Entonces, súbitamente, Ugh-lomi dio un grito y, cogiendo un puñado de restos de helechos que estaban esparcidos por el saliente, los tiró a las pálidas cenizas del fuego.
-¡Hermano Fuego! -gritó-. ¡Hermano Fuego!
Y Eudena, poniéndose en movimiento, hizo lo mismo.
-¡Hermano Fuego! ¡Socorro, socorro! ¡Hermano Fuego!
El Hermano Fuego tenía todavía rojo el corazón, pero se volvió gris cuando lo esparcieron.
-¡Hermano Fuego! -gritaron.
Pero el susurró y murió y no quedaron más que cenizas. Luego Ugh-lomi bailó de rabia y golpeó las cenizas con el puño. Sin embar­go Eudena empezó a martillear la piedra del fuego contra un peder­nal. Y los ojos de los dos se volvían una y otra vez hacia el barranco por el que Andú bajaba.
-¡Hermano Fuego!
Súbitamente los enormes y peludos cuartos traseros del oso estu­vieron a la vista por debajo de la protuberancia caliza que lo había ocultado. Todavía estaba bajando cautelosamente por la superficie casi vertical. Aún no se le veía la cabeza, pero podían oírle hablando consigo mismo.
-Cerdo y mono -decía el oso de las cavernas-, debería estar bueno.
Eudena sacó una chispa y sopló, centelleó con más brillo y luego se apagó. Ante eso tiró al suelo el pedernal y la piedra del fuego y miró con los ojos en blanco. Luego se puso en pie de un salto y subió gateando una yarda o así por el acantilado por encima del saliente. No sé cómo pudo mantenerse ni siquiera un momento, pues la caliza era vertical y sin nada a lo que un mono pudiera agarrarse. En un par de segundos había resbalado de nuevo hasta el saliente con las manos sangrando.
Ugh-lomi estaba haciendo frenéticos asaltos por el saliente, ya iba hasta el borde, ya hasta el barranco. No sabía qué hacer, no podía pensar. La osa parecía más pequeña que su compañero, mucho más pequeña. Si se lanzaban contra ella los dos a la vez uno quizá viviera.
-¡Ufl -exclamó el oso de las cavernas, y Ugh-lomi se volvió de nue­vo y vio sus ojitos mirando por debajo de la protuberancia de la caliza.
Eudena, encogida de miedo en el extremo del saliente, comenzó a gritar como un conejo atrapado. Eso produjo una especie de locura en Ugh-lomi. Con un potente grito cogió el hacha y corrió hacia Andú. El monstruo dio un gruñido de sorpresa. En un momento Ugh-lomi estaba agarrado a un arbusto justo debajo del oso, en el siguiente estaba colgado de su espalda medio sepultado en piel, aga­rrado con un puño al pelo por debajo de la mandíbula. El oso estaba demasiado sorprendido ante este fantástico ataque para hacer otra cosa que agarrarse pasivamente. Y luego el hacha, la primera hacha de todas, resonó en su cráneo.
La cabeza del oso giró de un lado a otro y él inició un quejido malhumorado y gruñón. El hacha golpeó a una pulgada del ojo izquierdo y la sangre caliente le cegó esa parte. Acto seguido, el bruto rugió de sorpresa e ira y sus dientes rechinaron a seis pulgadas del rostro de Ugh-lomi. Luego, el hacha, bien agarrada, cayó pesada­mente en el ángulo de la mandíbula.
El siguiente golpe cegó el lado derecho e hizo exhalar un rugido, esta vez de dolor. Eudena vio que los enormes pies planos resbalaban y se deslizaban y de repente el oso dio un torpe salto lateral como para alcanzar el saliente. Luego todo desapareció, aplastaron los ave­llanos y un rugido de dolor y un tumulto de gritos y gruñidos subió desde muy lejos, por abajo...
Eudena gritó y corrió al borde a mirar por encima. Durante un momento el hombre y los osos formaron una masa juntos, con Ugh­lomi en la parte superior, luego él se había separado de un salto y estaba trepando por el barranco de nuevo, con los osos dando vueltas y golpeándose uno a otro entre los avellanos. Pero él había dejado el hacha abajo y tres rayas de color carmín con yemas en las puntas le brotaban muslo abajo.
-¡Arriba! -gritó, y en un momento Eudena marchaba por delante hacia la parte superior del acantilado.
En medio minuto estaban en la cresta, los corazones latiendo rui­dosamente, con Andú y su esposa muy lejos y seguros por debajo de ellos. Andú estaba sentado sobre las ancas, las dos garras activas, tra­tando de limpiar con rápidos y exasperados movimientos la ceguera de sus ojos, y la osa estaba a cuatro patas un poco más lejos con aspecto encrespado y gruñendo airadamente. Ugh-lomi se tiró cuan largo era sobre la hierba y estuvo tumbado jadeando y sangrando con el rostro sobre los brazos.
Durante un segundo Eudena contempló a los osos, luego vino a sentarse junto a él, mirándolo... Pronto alargó tímidamente la mano y lo tocó y emitió el sonido gutural que constituía su nombre. Él se dio la vuelta y se levantó apoyándose en el brazo. Tenía la cara pálida, como alguien que tiene miedo. La miró fijamente un momento y luego súbitamente se rió.
-¡Guau! -exclamó exultante.
-¡Guau! -replicó ella.
Una conversación sencilla, pero expresiva.
Después Ugh-lomi vino a arrodillarse junto a ella y, apoyado en las manos y las rodillas, miró por encima de la cresta y examinó el desfila­dero. Tenía ahora la respiración uniforme y la sangre había dejado de fluir por la pierna, aunque los arañazos que le había hecho la osa esta­ban abiertos y eran anchos. Se incorporó sentado y se quedó mirando atentamente las huellas de los pies del gran oso cuando llegaron al barranco: eran tan anchas como su cabeza y dos veces más largas. Lue­go se puso en pie de un salto y caminó por la cara del acantilado hasta que pudo ver el saliente. Allí estuvo sentado un rato pensando mien­tras Eudena lo observaba. Al poco, ella vio que los osos se habían ido.
Por fin Ugh-lomi se levantó como alguien que ha tomado una decisión. Volvieron hacia el barranco, Eudena pegada a él, y juntos escalaron hasta el saliente. Cogieron la piedra del fuego y un peder­nal y luego Ugh-lomi bajó al pie del acantilado con mucho cuidado y encontró el hacha. Volvieron al acantilado tan silenciosamente como pudieron y con paso enérgico se pusieron en marcha. El saliente ya no era un hogar con semejantes visitas en el vecindario. Ugh-lomi llevaba el hacha y Eudena la piedra del fuego. Así de senci­lla era una mudanza paleolítica. Marcharon corriente arriba, aunque eso les podía llevar a la mismísima guarida del oso de las cavernas, porque no había otro camino que tomar. Corriente abajo estaba la tribu, y ¿no había Ugh-lomi matado a Uya y a Wau? Junto a la corriente tenían que mantenerse a causa de la bebida. Así que mar­charon entre las hayas con el desfiladero haciéndose más profundo hasta que el río corría en rápidos llenos de espuma a quinientos pies por debajo de ellos. De todas las cosas cambiantes en este mundo de cambios los cursos de los ríos de los valles profundos son lo que menos cambia. Era el río Wey, el río que hoy conocemos, y ellos andaban por los mismísimos lugares donde hoy se alzan los peque­ños Guildford y Godalming -los primeros seres humanos que vinie­ron a esta tierra. Una vez un mono gris parloteó y desapareció, y por todo el borde del acantilado, vasto y uniforme, se extendía la pista del gran oso de las cavernas.
Después el rastro del oso se apartaba del acantilado, indicando, pensó Ugh-lomi, que venía de algún lugar a la izquierda, y siguiendo por el borde del acantilado pronto llegaron a un extremo. Se encon­traron mirando hacia abajo a un gran espacio semicircular produci­do por el colapso del acantilado que se había desplomado justo por el medio del desfiladero, obligando al agua de la parte superior de la corriente a volver hacia atrás a un charco que rebosaba y se desborda­ba en un rápido.
El desprendimiento había ocurrido hacía mucho tiempo. Tenía hierba por encima, pero la cara de los acantilados que se erguían en torno al semicírculo tenía todavía un aspecto casi fresco y blanco como en el día en que la roca debió de haberse fracturado y despren­dido. Completamente negras y al descubierto a los pies de estos acantilados, se hallaban las bocas de varias cavernas. Y según estaban allí mirando el lugar, poco dispuestos a bordearlo porque pensaban que la guarida de los osos estaba por algún sitio a la izquierda en la dirección que ellos tenían que tomar necesariamente, vieron súbita­mente primero un oso y después dos que subían por la pendiente con hierba de la derecha cruzando el anfiteatro hacia las cavernas. Andú era el primero, cojeaba un poco de la pata delantera y tenía un aire abatido, y la osa venía arrastrándose detrás.
Eudena y Ugh-lomi retrocedieron del acantilado hasta que pudieron ver sólo a los osos por encima del borde. Entonces Ugli­lomi se detuvo. Eudena le tiró del brazo, pero él se volvió con un ges­to de prohibición y ella dejó caer el brazo. Ugh-lomi estuvo obser­vando a los osos con el hacha en la mano hasta que hubieron desaparecido dentro de la cueva. Gruñó suavemente y agitó el hacha a las ancas de la osa que se alejaba. Luego, para terror de Eudena, en lugar de marcharse sigilosamente con ella, se tumbó en el suelo y avanzó a rastras hasta una posición desde la que podía ver la cueva. ¡Eran osos, y él lo hacía con tanta calma como si fueran conejos lo que observaba!
Yacía quieto, como un leño desnudo, moteado por el sol, a la sombra de los árboles. Estaba pensando. Y Eudena había aprendido ya de niña que cuando Ugh-lomi se quedaba quieto de esa manera con la mandíbula sobre el puño pronto empezaban a suceder cosas novedosas.
Pasó una hora pensando. Era mediodía cuando los dos pequeños salvajes lograron encontrar el camino hacia la cresta del acantilado que sobresalía por encima de la cueva de los osos, y toda la larga tarde lucharon desesperadamente con una gran piedra caliza haciéndola rodar sin otra ayuda que sus robustos músculos desde el barranco donde estaba colgada como un diente suelto hacia la parte superior del acantilado. Medía sus dos buenas yardas y en altura le llegaba a Eudena a la cintura, de ángulos obtusos y dentada con pedernales. Cuando se puso el sol estaba colocada a tres pulgadas del borde por encima de la cueva del gran oso de las cavernas.
En la cueva la conversación languidecía durante aquella tarde. La osa dormitaba de mal humor en su rincón -pues le gustaba el cerdo y el mono- y Andú estaba ocupado lamiendo el costado de su garra y untándose la cara para enfriar el escozor y la inflamación de sus heri­das. Después fue a sentarse justo a la entrada de la cueva, pestañean­do al sol vespertino con el ojo sano y pensando.
-Nunca estuve tan asustado en mi vida -dijo finalmente-. Son las bestias más extraordinarias. ¡Atacarme a mí!
-No me gustan -dijo la osa desde atrás en la oscuridad.
-Jamás vi un tipo de bestia más endeble. No sé adónde va a ir a parar el mundo. Áspera, de piernas flacuchas... Me pregunto cómo mantendrán el calor en invierno.
-Lo más probable es que no lo mantengan -intervino la osa.
-Supongo que es una especie de mono que ha salido mal.
-Es una mutación -explicó la osa.
Hubo una pausa.
-La ventaja que tuvo fue puramente accidental -reflexionó Andú-. Estas cosas suceden a veces.
-No entiendo por qué no lo dejas ya-opinó aburrida la osa.
El tema había sido discutido antes y zanjado, por eso Andú, que era un oso con experiencia, se quedó silencioso un rato. Después retomó el asunto desde un ángulo diferente.
-Tiene una especie de garra, una garra larga que parecía estar pri­mero en una pata y después en la otra. Sólo una garra. Son cosas muy raras. También esa cosa brillante que parecía que tenían... semejante al resplandor que aparece en el cielo con la luz del día... sólo que salta por ahí... realmente merece la pena verlo. Es una cosa con raíz, ade­más, como la hierba cuando hace viento.
-¿Muerde? -preguntó la osa-. Si muerde no puede ser una planta.
-No... No se -respondió Andú-. Pero es curioso de todas formas.
-¿Sabrán bien? -preguntó la osa.
-Parece que sí -respondió Andú con apetito, pues el oso de las cavernas, como el oso polar, era un carnívoro incurable, nada de raí­ces ni de miel para él.
Los dos osos estuvieron meditabundos durante un rato. Luego Andú volvió a los sencillos cuidados de su ojo. La luz del sol en lo alto de la verde ladera delante de la entrada de la cueva adquirió un tono cada vez más cálido, hasta que fue de un ámbar rojizo.
-Cosa curiosa... el día -opinó el oso de las cavernas-. Tenemos demasiado con mucho, me parece a mí. Completamente inadecuado para cazar. Siempre me deslumbra. De día no huelo ni la mitad de bien.
La osa no respondió, pero de la oscuridad llegó un acompasado ruido de ronchar. Había cogido un hueso. Andú bostezó.
-Bueno -dijo.
Caminó hasta la boca de la cueva y sacó la cabeza supervisando el anfiteatro. Notó que tenía que girar completamente la cabeza para ver los objetos de su lado derecho. Sin duda aquel ojo estaría perfec­tamente al día siguiente.
Bostezó otra vez. Hubo un ruido por encima y una gran masa de caliza salió volando de la cara del acantilado, cayó a una yarda de sus narices y se fragmentó en una docena de pedazos desiguales. Le sobresaltó en extremo.
Cuando se hubo recuperado un poco del susto fue a oler por curiosidad los trozos representativos del caído proyectil. Tenían un aroma característico que extrañamente recordaba a los dos animales parduscos del saliente. Se sentó y escarbó el trozó más grande, y caminó a su alrededor varias veces, tratando de encontrar un hombre por allí en algún sitio...
Cuando llegó la noche bajó por la garganta del río para ver si podía terminar con cualquiera de los ocupantes. El saliente estaba vacío, no había señales de la cosa roja, pero como estaba bastante hambriento no se entretuvo mucho aquella noche, sino que se apre­suró a dar con una cría de ciervo. Se olvidó de los animales pardus­cos. Encontró un cervato, pero la cierva estaba muy cerca y presentó una fea batalla por su cría. Andú tuvo que dejar al cervato, pero como a la madre le hervía la sangre siguió con el ataque y por fin el consiguió darle un zarpazo en el hocico y la agarró. Más carne, pero menos delicada, y la osa, que la seguía, cobró su parte. La tarde siguiente, cosa curiosa, cayó la mismísima réplica de la primera roca blanca y se hizo pedazos de la misma manera.
La puntería de la tercera, que cayó la noche después, fue, sin embargo, mejor. Golpeó el cráneo poco especulativo de Andú con un crujido que hizo eco acantilado arriba, y los fragmentos blancos fueron bailando por todos los puntos cardinales. La osa, que le seguía, le olió con curiosidad, le encontró tumbado en una extraña actitud, con la cabeza húmeda y completamente deformada. Era una osa joven e inexperta, y después de haberle olido algún tiempo y de lamerle un poco y todo eso decidió dejarle hasta que se le hubiera pasado aquel extraño humor y se fue a cazar sola.
Buscó a la cría de la cierva que habían matado dos noches antes y la encontró. Pero era solitario cazar sin Andú y volvió hacia la cueva antes del amanecer. El cielo estaba gris y nublado, los árboles desfila­dero arriba eran negros y desconocidos y en su mente de osezno tuvo una oscura sensación de acontecimientos extraños y tristes. Elevó la voz y llamó a Andú por su nombre. Las paredes del desfiladero le repitieron el eco.
Cuando se acercaba a las cuevas vio en la semioscuridad y oyó a una pareja de chacales que marchaban corriendo, e inmediatamente después una hiena aulló y una docena de torpes moles subían pesa­damente por la ladera y se detuvieron a dar alaridos de desprecio.
-Señor de las rocas y de las cavernas... ¡Ya-ha! -bajaban con el viento.
La sombría sensación en la mente de la osa se tornó súbitamente aguda. Cruzó el anfiteatro arrastrando las patas.
-¡Ya-ha! -aullaban las hienas en retirada-. ¡Ya-ha!
El oso de las cavernas no yacía exactamente en la misma posición porque las hienas habían estado ocupadas y en un sitio las costillas aparecían blancas. Punteando el césped a su alrededor estaban los machacados fragmentos de las tres grandes piedras de caliza. El aire rezumaba un olor a muerte.
La osa se quedó paralizada. Que el grande y maravilloso Andú estuviera muerto era algo que ni ahora podía creer. Luego oyó arriba a lo lejos un sonido, un sonido raro, algo parecido al grito de una sirena pero más denso y bajo de tono. Miró hacia arriba, los ojillos cegados por la aurora que veían poco, los agujeros del hocico estre­mecidos. Y allá, en el borde del acantilado, muy distantes por enci­ma de ella, destacándose contra el rosa brillante de la aurora había dos cosas, redondas, pequeñas y oscuras, las cabezas de Eudena y Ugh-lomi que se mofaban de ella a gritos. Y aunque no podía ver con claridad podía oír y oscuramente comenzó a comprender. Una novedosa sensación como de extraños males le oprimió el corazón.
Comenzó a examinar los rotos fragmentos de caliza en torno de Andú. Durante un rato se quedó quieta mirando a su alrededor y haciendo un sonido bajo y continuo que era casi un gemido. Luego volvió incrédula a Andú para hacer un último esfuerzo por levantarlo.

***

III
El primer jinete

En los tiempos anteriores a Ug-lomi había pocos problemas entre los caballos y los hombres. Vivían aparte, los humanos en las ciéna­gas y los matorrales de los ríos, los caballos en las amplias, herbosas tierras altas entre los castaños y los pinos. A veces un poni venía errá­ticamente a atascarse a las ciénagas para servir de comida cortada a pedernal. A veces la tribu encontraba uno que había sido presa de un león, espantaba a los chacales y lo festejaba con entusiasmo mientras el Sol estaba alto.
Estos caballos de los tiempos primitivos eran torpes de espolón, de color pardo, con rabo basto y cabeza grande. Venían todas las pri­maveras al país en dirección noroeste después de las golondrinas y antes que los hipopótamos, cuando la hierba en las anchas extensio­nes de las tierras bajas crecía alta. Llegaban en pequeños grupos para entonces, cada manada un semental y dos o tres yeguas y un potro o así, y ocupaban su propia extensión de territorio, y marchaban de nuevo cuando los castaños estaban amarillos y los lobos bajaban de las montañas de Wealden.
Tenían por costumbre pastar fuera en campo abierto, poniéndose a cubierto sólo en las horas de más calor. Evitaban las largas extensio­nes de espinos y hayas, prefiriendo los grupos aislados de árboles libres de emboscadas, así que era difícil acercarse a ellos. No eran luchadores, sus dientes y talones eran para pelear entre ellos, pero en terreno abierto, una vez sobresaltados, ningún ser vivo se les acercaba aunque quizás el elefante lo hubiera hecho de haber sentido la nece­sidad. Y en aquellos tiempos el hombre parecía una cosa bastante inofensiva. Ningún susurro de inteligencia profética avisó a la espe­cie de la terrible esclavitud futura, del látigo y de la espuela y de las riendas, la pesada carga y la calle resbaladiza, la comida insuficiente y el matadero de caballos que iban a reemplazar al ancho herbal y a la libertad de la tierra.
Abajo, en las ciénagas del Wey, Ugh-lomi y Eudena no habían visto nunca caballos de cerca, pero ahora los veían todos los días cuando los dos salían de caza juntos desde su guarida en el saliente del desfiladero en busca de comida. Habían vuelto al saliente des­pués de matar a Andú, pues no tenían miedo de la osa. La osa se había vuelto medrosa de ellos y cuando los olía se apartaba. Los dos iban juntos a todas partes, porque desde que habían abando­nado la tribu Eudena no era tanto la mujer de Ugh-lomi como su compañera. Ella aprendió incluso a cazar -en la medida, claro está, en que podía hacerlo una mujer. Era ciertamente una mujer mara­villosa. Él yacía durante horas observando una bestia o planeando capturas en aquella sorprendente cabeza suya y ella se quedaba a su lado, con los brillantes ojos puestos en el, sin ofrecer sugerencias irritantes... tan quieta como cualquier hombre. ¡Una mujer mara­villosa!
En la parte superior del acantilado había un césped herboso y abierto, luego bosques de hayas, y, atravesando los bosques de hayas, se llegaba al borde de una ondulada extensión herbosa y a la vista de los caballos. Aquí, en el límite del bosque y los helechos, estaban las madrigueras de los conejos y aquí, entre las frondas, Eudena y Ugh­lomi acechaban con sus piedras arrojadizas preparadas hasta que los animalitos salían a mordisquear y jugar a la caída del sol. Y mientras Eudena estaba sentada, silenciosa figura de la vigilancia, mirando las madrigueras, los ojos de Ugh-lomi estaban siempre puestos más allá del verde en aquellos maravillosos extraños que pastaban. Inconscien­temente apreciaba su gracia y flexible agilidad. Y a medida que el Sol declinaba por la tarde y pasaba el calor del día se tornaban activos, empezaban a perseguirse unos a otros, relinchando, esquivándose, agitando las crines, dando vueltas en grandes curvas, a veces tan cerca que el golpeteo del césped sonaba como un trueno apresurado. Pare­cía tan bueno que Ugh-lomi sentía deseos irreprimibles de unírseles. A veces alguno se revolcaba en el césped, pateando con los cuatro cas­cos hacia el cielo, lo que parecía formidable y era, desde luego, mucho menos fascinante.
Oscuras imaginaciones le corrían a Ugh-lomi por la cabeza mien­tras observaba -gracias a ellas dos conejos disfrutaban de una vida más larga. Y cuando dormía, su inteligencia se volvía más clara y atrevida, porque así ocurría en aquellos tiempos. Se acercaba a los caba­llos, soñaba y luchaba, piedra de matar contra cascos, pero entonces los caballos se convertían en hombres, o, al menos, en hombres con cabezas de caballo y se despertaba con un sudor frío de terror.
No obstante, al día siguiente por la mañana, mientras los caballos pastaban, una de las yeguas relinchó y vieron a Ugh-lomi acercándo­se con el viento. Todos dejaron de pastar y lo observaron. Ugh-lomi no iba hacia ellos, sino que cruzaba transversalmente el campo abier­to sin mirar otra cosa en el mundo que no fueran los caballos.
Había puesto tres ramas de helecho en la maraña de pelo, lo que le daba una apariencia notable, y caminaba muy despacio.
-¿Qué pasa ahora? -preguntó el caballo jefe, que era capaz, pero inexperto.
-Se parece más a la mitad delantera de un animal que a ninguna otra cosa en el mundo -opinó-. Patas delanteras y nada de cuartos traseros.
-Sólo es uno de esos monos rosados -explicó la yegua más vie­ja-. Son una especie de mono dé río. Son muy abundantes en los llanos.
Ugh-lomi continuó su avance transversal. A la yegua mayor la sorprendió la falta de motivo para sus procedimientos.
-¡Estúpido! -decidió la yegua mayor de forma rápida y conclu­yente, característica suya, y volvió a pastar.
El caballo jefe y la segunda yegua hicieron lo mismo.
-¡Mirad! Está más cerca-dijo el potro con un respingo.
Uno de los potros más jóvenes hizo movimientos nerviosos. Ugh­lomi se agachó y se sentó mirando a los caballos fijamente. Al poco rato estaba satisfecho de que no mostraran intención de lucha ni de hostilidad. Empezó a considerar el paso siguiente. Aunque llevaba el hacha con él no sentía ansias de matar, le dominaba el espíritu deportivo. Cómo iba uno a matar a una de esas criaturas -¡esas cria­turas grandes y bellas!
Eudena, que lo observaba con medrosa admiración tapada por los helechos, lo vio al poco ir a cuatro patas y de esa guisa proseguir de nuevo. Pero los caballos le preferían bípedo a cuadrúpedo y el caballo jefe levantó la cabeza y dio orden de irse. Ugh-lomi pensó que se marchaban para siempre, pero después de un galope de unos minutos dieron la vuelta en una gran curva y le rodearon. Luego, como un levantamiento del terreno le ocultaba, siguieron, el caballo jefe al frente, y se acercaron a él en espiral.
Era tan ignorante de las posibilidades de los caballos, como éstos de las suyas. Y en este momento parecía que se echaba atrás. Sabía que este tipo de acecho impulsaría al ciervo y al búfalo a cargar si se persistía en él. En todo caso Eudena lo vio saltar y venir caminando hacia ella con las plumas de helecho en la mano.
Ella se puso en pie y él sonrió para mostrar que todo era una inmensa broma y que lo que había hecho era exactamente lo que había planeado hacer desde el mismísimo principio. Y así acabó aquel incidente. Pero estuvo muy pensativo todo aquel día.
Al día siguiente esta estúpida criatura parduzca de melena leoni­na, en lugar de ocuparse de pastar o cazar que era para lo que estaba hecha, estaba merodeando en torno a los caballos otra vez. La yegua mayor era toda silencioso desprecio.
-Supongo que quiere aprender algo de nosotros -dijo, y añadió-: Dejadle.
Al día siguiente estaba allí de nuevo.
El caballo jefe decidió que no pretendía nada en absoluto. Pero de hecho, Ugh-lomi, el primer hombre en sentir ese curioso embrujo del caballo que nos domina incluso hasta nuestros días, pretendía muchísimo.
Él los admiraba sin reservas. Había en él un rudimento de esno­bismo, me temo, y quería estar cerca de estos animales bellamente curvados. Entonces abrigaba vagas ideas de matar. ¡Ojalá le dejaran acercarse! Pero ellos, como observó, ponían el límite en las cincuenta yardas. Si las sobrepasaba se alejaban, con dignidad. Supongo que fue la forma de cegar a Andú la que le hizo pensar en saltar a la espal­da de uno de ellos. Pero aunque después de un tiempo también Eudena salía a campo abierto y practicaban cierto acecho discreto, las cosas terminaban ahí.
Más tarde, un día memorable, a Ugh-lomi se le ocurrió una idea nueva. Los caballos miran abajo y a su nivel, pero no miran arriba. Ningún animal mira hacia arriba-tienen demasiado sentido común. Era sólo esa fantástica criatura, el hombre, la que podía derrochar su ingenio en dirección al cielo. Ugh-lomi no hizo deducciones filosó­ficas, pero percibió que era así. De modo que pasó un aburrido día en un haya que estaba en campo abierto mientras Eudena acechaba. Generalmente los caballos iban a la sombra en las horas de calor del mediodía, pero ese día el cielo estaba nublado y no iban, a pesar de la solicitud de Eudena.
Fue dos días después cuando Ugh-lomi consiguió lo que deseaba. El día era abrasador y las moscas se multiplicaban e imponían. Los caballos dejaron de pastar antes de mediodía y se pusieron a la som­bra debajo de él en parejas, hocico con cola, nerviosos.
El caballo jefe, por razón de su autoridad, fue el que más se acercó al árbol. Y de repente hubo un ruido de movimiento, un crujido, un golpe sordo... Luego el pedernal afilado lo golpeó en la mejilla. El caballo jefe tropezó, cayó sobre una rodilla, se puso en pie y salió dis­parado como el viento. El ambiente se llenó de un remolino de miembros, encabritarse de cascos y bufidos de alarma. Ugh-lomi salió lanzado un tercio de yarda en el aire, bajó de nuevo, arriba otra vez, su estómago fue golpeado violentamente y entonces se agarró a algo con las rodillas. Se encontró sujetándose con rodillas, pies y manos, corriendo violentamente y oscilando de forma extraordina­ria en el aire -el hacha había ido a parar Dios sabe dónde.
-¡Agárrate fuerte! -dijo el padre instinto, y así lo hizo.
Sentía en la cara gran cantidad de pelo áspero, parte de él entre los dientes, y verde césped pasándole a toda velocidad por delante de los ojos. Vio los hombros del caballo jefe, vastos y lustrosos, con los músculos fluyendo rápidos bajo la piel. Se dio cuenta de que tenía los brazos rodeando el cuello del caballo y que las violentas sacudidas que experimentaba tenían una especie de ritmo.
Luego estaba en medio de una silvestre confusión de troncos de árboles y después había ramas de helechos y a continuación más cés­ped. Luego una corriente con guijarros moviéndose precipitadamen­te, pequeños guijarros que salían disparados a uno y otro lado a tra­vés de la corriente por los golpes de los rápidos cascos. Ugh-lomi comenzó a sentirse terriblemente mareado y con vértigo, pero no era de los que abandonan sólo porque están incómodos.
No osó soltarse, pero trató de ponerse más cómodo. Deshizo su abrazo del cuello y en lugar de eso se agarró a las crines. Deslizó las rodillas hacia adelante y echándose hacia atrás vino a sentarse donde se ensanchan los cuartos traseros. Fue un trabajo nervioso, pero se las arregló y finalmente estaba bastante bien sentado a horcajadas, sin aliento, desde luego, e inseguro, pero en todo caso aliviado de aquel terrible batir de su cuerpo.
Lentamente, los fragmentos de la mente de Ugh-lomi fueron ordenándose de nuevo. La velocidad le parecía tremenda, pero una especie de exaltación estaba empezando a ahuyentar a los primeros terrores frenéticos. El aire pasaba veloz, dulce y maravilloso, el ritmo de los cascos cambiaba y se rompía y volvía a restablecerse de nuevo. Estaban ahora sobre césped, un amplio claro -las hayas a cien yardas de distancia por ambos lados con una suculenta franja de verde tachonada de flores color rosa y salpicada aquí y allá de plateadas aguas que bajaba serpenteando por el medio. Lejos -muy lejos- se avistaba un valle azul. Aumentó la exaltación. Era la primera vez que un humano saboreaba la velocidad.
Después vino un amplio espacio moteado de gamos que huían esparciéndose por aquí y por allí, y luego una pareja de chacales que, confundiendo a Ugh-lomi con un león, vinieron apresuradamente tras él. Cuando vieron que no era un león siguieron todavía por curiosidad. Allá continuaba galopando el caballo, con la única idea de escapar, y tras él los chacales con las orejas estiradas haciendo observaciones en rápidos ladridos.
-¿Quién mata a quién? -preguntó el primer chacal.
-Es el caballo al que matan -respondió el segundo.
Dieron un aullido de continuar y el caballo reaccionó como los caballos responden ahora a la espuela.
Allá siguieron precipitadamente, un pequeño tornado en el apa­cible día, espantando pájaros sobresaltados, lanzando como flechas a docenas de inesperados seres en busca de refugio, echando a volar a miríadas de indignadas moscas del estiércol, triturando florecillas que crecían contentas, a las que devolvían a su césped paterno. De nuevo árboles, luego chapoteo, cruzar chapoteando un torrente, des­pués una liebre salió disparada de una mata de hierba bajo los mis­mísimos cascos del caballo jefe y los chacales los abandonaron atro­pelladamente. De esa manera entraron pronto otra vez en campo abierto, una ancha extensión de ladera con césped -las mismísimas llanuras de hierba que en la actualidad caen hacia el norte desde Epson Stand.
La primera reacción enérgica del caballo jefe hacía tiempo que se había agotado. Estaba bajando a un trote pausado y Ugh-lomi, aun­que extraordinariamente magullado y completamente inseguro sobre el futuro, se encontraba en un estado de glorioso disfrute. Entonces se presentó una nueva fase. La velocidad se rompió otra vez, el caballo jefe dio la vuelta en una pequeña curva y se quedó clavado.
Ugh-lomi se puso alerta. Deseó haber tenido un pedernal, pero el pedernal arrojadizo que había llevado en una correa alrededor de la cintura, igual que el hacha. Dios sabía dónde estaba. El caballo jefe volvió la cabeza y Ugh-lomi se percató de un ojo y de dientes. Movió rápidamente la pierna a una posición segura y con el puño golpeó al caballo en la mejilla. Después la cabeza desapareció aparentemente de la existencia echándose hacia abajo y el lomo sobre el que estaba sentado se elevó como una bóveda. Ugh-lomi volvió de nuevo al puro instinto -estrictamente prensil. Se agarró con rodillas y pies, y la cabeza pareció deslizarse hacia el césped. Tenía los dedos apretados a la greña de crines y el áspero pelo del caballo le salvó.
La pendiente en la que estaba descendió otra vez y luego -¡Ah­exclamó Ugh-lomi atónito y la inclinación se hallaba por el otro lado. Pero Ugh-lomi estaba mil generaciones más próximo a los orí­genes que el hombre: ningún mono podía haber aguantado mejor. Y el león había entrenado al caballo durante incontables generaciones contra las tácticas de revolcarse y ponerse otra vez de manos. Pero pateaba como un jefe y se ponía de manos con bastante pulcritud. En cinco minutos Ugh-lomi vivió toda una vida. Estaba seguro de que, si desmontaba, el caballo le mataría.
Luego el caballo jefe decidió atenerse de nuevo a sus viejas tácti­cas y de repente salió al galope. Se dirigió ladera abajo tomando los sitios escarpados de una acometida, sin torcer ni a la izquierda ni a la derecha, y, según bajaban, la ancha extensión del valle desapare­ció de la vista detrás de las escaramuzas de robles y espinos que se aproximaban. Bordearon un agujero repentino con el charco de un manantial, tupidos hierbajos y arbustos plateados. El suelo se tornó más suave y la hierba más alta, y por la derecha y por la izquierda aparecían dispersos arbustos de espino, todavía salpicados de flores tardías.
Pronto los arbustos fueron tupiéndose hasta que azotaban al jine­te que pasaba, y pequeños destellos y gotas de sangre aparecieron en caballo y jinete. Luego el camino se abrió de nuevo. Entonces ocu­rrió una aventura maravillosa. Un repentino chillido de desaforada ira salió de entre los arbustos, el chillido de alguna criatura amarga­mente agraviada. Y arrasando tras ellos apareció una gran figura azul-gris. Era Yaaa, el rinoceronte de cuerno grande, en uno de esos ataques de furia típicos suyos, cargando a toda velocidad, como lo hacen los de su especie. Le habían sobresaltado cuando comía, y alguien, no importaba quién, tenía que ser pisoteado y abierto en canal por ello. Les atacaba por la izquierda con el malvado ojillo rojo, el gran cuerno bajado y el rabo como un banderín por detrás.
Durante un minuto Ugh-lomi estuvo pensando en deslizarse y escurrir el bulto, y luego, ¡atención!, el picado de los cascos se hizo más rápido y el rinoceronte con sus cortas y presurosas patitas pare­cía desaparecer por el rabillo del ojo de Ugh-lomi. En dos minutos atravesaban los arbustos de espino y salían a campo abierto a toda prisa. Durante un rato pudo oír los pesados pasos del perseguidor alejándose detrás de él, y entonces fue igual que si Yaaa no hubiera perdido los estribos, como si Yaaa no hubiera existido jamás. La mar­cha no desfallecía, cabalgaron y siguieron cabalgando.
Ugh-lomi estaba ahora exultante. Exultar en esos tiempos era insultar.
-¡Ya-ha! ¡Narizotas! -dijo tratando de estirar el cuello hacia atrás para ver algún remoto rastro del perseguidor.
-¿Por qué no llevas tu piedra de matar en el puño? -concluyó con un alarido frenético.
Pero aquel alarido fue desafortunado, pues produciéndose junto al oído del caballo y siendo totalmente inesperado, sobresaltó extraordinariamente al semental. Se espantó violentamente. Ugh lomi súbitamente se encontró incómodo de nuevo. Notó que colga­ba del caballo por un brazo y una rodilla.
El resto de la cabalgada fue honroso, pero desagradable. Lo que se veía era principalmente el cielo azul e iba combinada con las sensa­ciones físicas más desagradables. Finalmente un arbusto de espino le azotó y se soltó.
Golpeó el suelo con la mejilla, con el hombro y luego, después de un complicado movimiento extraordinariamente rápido, golpeó otra vez con el extremo de la columna vertebral. Vio como chapoteos y chispas de luz y de color. El suelo parecía que rebotaba igual que lo hacía el caballo. Entonces observó que estaba sentado en el césped a seis yardas más allá del arbusto. Delante de el había un espacio con hierba que crecía cada vez más verde y unos cuantos seres humanos a lo lejos, y el caballo estaba dando la vuelta a todo galope a bastante distancia por la derecha.
Los seres humanos estaban en la orilla opuesta del río, algunos todavía en el agua, pero todos huían corriendo todo lo que podían. La aparición del monstruo que se hizo pedazos no era la clase de novedad que les interesaba. Durante todo un minuto Ugh-lomi estuvo sentado mirándolos con un espíritu puramente espectador, el recodo del río, la loma entre los juncos y los helechos reales, las del­gadas columnas de humo ascendiendo al cielo le eran todos plena­mente familiares. Era el lugar de acampada de los hijos de Uya, de Uya, de quien había huido con Eudena y a quien había atacado en los bosques de castaños y matado con la Primera Hacha.
Se puso en pie todavía aturdido de la caída y, al hacerlo, los dis­persos fugitivos se volvieron a mirarlo. Algunos apuntaron al caballo que se alejaba y cuchicheaban. Él caminó despacio hacia ellos, con la mirada fija. Se olvidó del caballo, se olvidó de sus propias magulla­duras con el creciente interés del encuentro. Eran menos que antes -supuso que los otros se debían de haber escondido-, el montón de helechos para el fuego nocturno no era tan alto. Junto a los monto­nes de pedernal debía de estar sentado Wau -pero entonces recordó que él había matado a Wau. Devuelto súbitamente a su escenario familiar, el desfiladero y Eudena parecían cosas remotas, soñadas.
Se detuvo en la orilla y se quedó mirando a la tribu. Sus habilida­des matemáticas eran de lo más endeble, pero estaba seguro de que había menos personas. Quizá los hombres estuvieran ausentes, pero había menos mujeres y niños. Dio el grito de la vuelta a casa. Había luchado con Uya y con Wau, no con los demás.
-Hijos de Uya-gritó.
Ellos respondieron con su nombre, un poco aterrorizados a causa de la extraña manera de llegar.
Durante un rato hablaron todos a la vez. Luego una vieja elevó una voz chillona y le respondió:
-Nuestro señor es un león.
Ugh-lomi no entendió lo que decía. De nuevo varios le respon­dieron a la vez:
-Uya vuelve. Vuelve en forma de león. Nuestro señor es un león. Viene por la noche. Da muerte a quien quiere. Pero ningún otro nos puede matar, Ugh-lomi, ningún otro nos puede matar.
Ugh-lomi todavía no comprendía.
-Nuestro señor es un león. Ya no habla a los hombres.
Ugh-lomi se quedó mirándolos. Había tenido sueños. Sabía que aunque él había matado a Uya, Uya todavía existía. Y ahora le decían que Uya era un león.
La vieja apergaminada, la jefa de las cuidadoras del fuego, se volvió de repente y habló con suavidad a los que estaban junto a ella. Era realmente muy vieja, había sido una de las primeras esposas de Uya y él le había permitido vivir por encima de la edad a la que parecía decente que se permitiera vivir a una mujer. Había sido astuta desde el principio, astuta para agradar a Uya y para conseguir comida. Y ahora era grande aconsejando. Habló suavemente y Ugh-lomi observó su apergaminada figura desde el otro lado del río con curio­sa repugnancia.
Entonces ella dijo en voz alta:
-Ven con nosotros, Ugh-lomi.
Una chica súbitamente elevó la voz.
-Ven con nosotros, Ugh-lomi-dijo.
Y todos comenzaron a gritar:
-Ven con nosotros, Ugh-lomi.
Fue extraño cómo cambiaron su actitud después de haber habla­do la vieja.
Él se quedó totalmente inmóvil observándolos. Era agradable que lo llamaran, y la chica que había llamado primero era muy boni­ta. Pero le hizo pensar en Eudena.
-Ven con nosotros, Ugh-lomi -gritaban, y la voz de la vieja aper­gaminada sobresalía por encima de las de todos los demás. Al oír su voz, la duda se apoderó de nuevo de Ugh-lomi.
Estaba en la orilla del río, Ugh-lomi, el Pensador, con sus pensa­mientos tomando forma lentamente. Al poco, uno y después otro hicieron una pausa para ver qué decisión tomaba. Quería volver, no quería volver. De repente el miedo o la cautela consiguió la delantera. Sin responderles se volvió y caminó hacia los distantes espinos por donde había venido. Inmediatamente toda la tribu empezó a gritarle de nuevo con mucha impaciencia. Dudó y se volvió, luego continuó, después se volvió otra vez, y luego una vez más, mirándolos con ojos preocupados mientras gritaban. La última vez retrocedió dos pasos antes de que el miedo le detuviera. Le vieron detenerse una vez más y de repente negó con la cabeza y desapareció entre los espinos.
Entonces todas las mujeres y niños elevaron sus voces a la vez y lo llamaron en un último y vano esfuerzo.
Lejos, río abajo, los juncos se agitaban en la brisa, donde, lugar conveniente para su nuevo tipo de alimentación, el viejo león, al que le había dado por comer carne humana, había asentado su guarida.
La vieja volvió el rostro en aquella dirección y apuntó hacia los arbustos de espino.
-Uya -gritó-, ahí va tu enemigo. Ahí va tu enemigo, Uya. ¿Por qué nos devoras cada noche? Intentamos hacerle caer en la trampa. Ahí va tu enemigo, Uya.
Pero el león que devoraba la tribu estaba durmiendo la siesta y el grito no fue oído. Aquel día se había cenado a una de las chicas más rollizas y su estado de ánimo era de una cómoda placidez. Realmente no entendía que él fuera Uya ni que Ugh-lomi fuera su enemigo.
Así fue como Ugh-lomi montó el caballo y oyó por primera vez de Uya, el león, que había reemplazado a Uya, el jefe, y estaba devo­rando a la tribu. Y mientras volvía deprisa al desfiladero ya no tenía la cabeza ocupada con el caballo, sino con el pensamiento de que Uya todavía estaba vivo para matar o ser muerto. Una y otra vez veía a una apergaminada banda de mujeres y niños gritando que Uya era un león. ¡Uya un león!
Y pronto, temiendo que el anochecer lo sorprendiera, Ugh-lomi empezó a correr.

***

IV
Uya, el León

El viejo león estaba de suerte. La tribu tenía cierto orgullo de su jefe, pero ésa era toda la satisfacción que conseguía de él. Llegó la mismísima noche que Ugh-lomi mató a Uya, el astuto, y por eso le llamaron Uya. Un chaparrón había reducido los fuegos a un brillo oscureciendo la noche. Y mientras conversaban juntos y se miraban unos a otros en la oscuridad y se preguntaban aterrados lo que Uya les haría en sus sueños ahora que él estaba muerto, oyeron, muy cer­ca, el retumbar ascendente de los rugidos del león. Luego todo se quedó quieto. Contuvieron la respiración de forma que casi los úni­cos sonidos eran los del golpear de la lluvia y el susurro de las gotas de agua sobre las cenizas. Y luego, después de un tiempo intermina­ble, un choque, un chillido de miedo y un gruñido. Se pusieron en pie de un salto, gritando, chillando, corriendo por aquí y por allí, pero las antorchas no ardían y en un minuto la víctima estaba siendo arrastrada a través de los helechos. Era Irk, el hermano de Wau.
Así fue como vino el león.
Los helechos estaban todavía húmedos de la lluvia la noche siguiente. Vino y se llevó a Click, el pelirrojo. Eso bastó durante dos noches. Luego en la oscuridad entre las lunas vino tres noches, noche tras noche, y eso a pesar de que tenían buenas hogueras.
Era un león viejo, de patas gastadas, pero muy silencioso y frío. Ya conocía el fuego de antes. No eran los primeros humanos que habían satisfecho las necesidades de su vejez. La tercera noche se introdujo entre el fuego exterior y el interior, saltó el montón de piedras de pedernal y derribó a Irm, el hijo de Irk, que había dado la impresión de ser el jefe. Fue una noche terrible porque encendieron grandes fuegos con helechos y corrieron gritando y el león soltó las garras con que atenazaba a Irm. Gracias al resplandor del fuego vieron a Irm forcejear y correr un pequeño trecho hacia ellos, y luego el león, en dos saltos, lo había derribado de nuevo. Ése fue el final de Irm.
Y así llegó el miedo y todo el encanto de la primavera desapareció de sus vidas. Cinco ya habían desaparecido de la tribu, y cuatro noches añadieron tres más a la cifra. La búsqueda de comida perdió interés, ninguno sabía quién sería el siguiente, y todo el día las muje­res trabajaban, incluso las favoritas, amontonando desechos y palos para los fuegos nocturnos. Y los cazadores apenas si cazaban: en la cálida primavera el hambre volvió como si todavía fuera invierno. La tribu podía haberse marchado de haber tenido un jefe, pero no tenían jefe y nadie sabía adónde ir para que el león no los siguiera. Así que el viejo león engordó y dio gracias al cielo por la amable raza de los hombres. Dos de los niños y un joven murieron mientras hubo todavía luna nueva, y luego fue la apergaminada vieja cuidado­ra del fuego la primera que se acordó en sueños de Eudena y de Ugh­lomi y de la forma en que habían matado a Uya. Todos los días de su vida había vivido con miedo a Uya y ahora vivía aterrada por el león. Que Ugh-lomi pudiera matar a Uya para siempre -Ugh-lomi a quien ella había visto nacer- era imposible. Ése era Uya buscando todavía a su enemigo. Y luego tuvo lugar la extraña vuelta de Ugh­lomi, un maravilloso animal al que se veía galopar a lo lejos al otro lado del río, que de repente se transformó en dos animales: un caba­llo y un hombre. Siguió a este portento la visión de Ugh-lomi en la orilla opuesta del río... Sí, para ella estaba todo claro. Uya los estaba castigando porque no habían perseguido a Ugh-lomi y a Eudena.
Los hombres volvieron trabajosamente a lo que la noche pudiera depararles mientras el Sol estaba todavía dorado en el cielo. Fueron recibidos con la historia de Ugh-lomi. Ella cruzó con ellos el río y les mostró su indecisa pista en la otra orilla. Siss, el rastreador, conocía los pies de Ugh-lomi.
-Uya necesita a Ugh-lomi -gritó la vieja, en pie a la izquierda del recodo, una figura gesticulante de bronce resplandeciente en el cre­púsculo. Sus gritos eran sonidos extraños revoloteando de acá para allá en las fronteras del discurso articulado, pero éste era el mensaje que transmitían:
-El león necesita a Eudena. Viene noche tras noche en busca de Eudena y Ugh-lomi. Cuando no puede encontrar a Eudena y a Ugh­lomi se enfurece y mata. Cazad a Eudena y a Ugh-lomi. ¡Eudena a la que perseguía y Ugh-lomi para el que decretó la palabra mortal! ¡Cazad a Eudena y a Ugh-lomi!
Se volvió hacia la distante mata de cañas igual que a veces había mirado a Uya cuando estaba vivo.
-¿No es así, mi Señor? -gritó.
Y como en respuesta las altas cañas se inclinaron con un soplo de viento. Hasta muy entrado el anochecer se oyó el ruido de tajos en el campamento. Eran los hombres afilando sus lanzas de fresno para la caza de la mañana siguiente. Y por la noche temprano, antes de que saliera la Luna, el león vino y se llevó a la hija de Siss, el rastreador.
Por la mañana, antes de que saliera el Sol, Siss, el rastreador, y el jovenzuelo Wau-Hau que ahora tallaba pedernales, y Un-ojo, y Bo, y el Comecaracoles, los dos pelirrojos, y el Piel-de-gato y el Serpiente, todos los hombres que aún quedaban vivos de los Hijos de Uya cogieron sus lanzas de fresno y sus piedras de matar, y con piedras arrojadizas en las bolsas de patas de animal se pusieron en marcha sobre el rastro de Ugh-lomi a través de los arbustos de espino, donde Yaaa el rinoceronte y sus hermanos se alimentaban, y subieron por las desnudas tierras bajas hacia los bosques de hayas.
Esa noche los fuegos ardieron altos y fieros cuando la Luna cre­ciente se puso y el león dejó en paz a las mujeres acurrucadas y a los niños. Y al día siguiente, mientras el Sol estaba todavía alto, los caza­dores volvieron, todos salvo Un-ojo, que yacía muerto con el cráneo destrozado al pie del saliente -cuando Ugh-lomi volvió aquella tarde
de acechar a los caballos observó que los buitres ya estaban ocupán­dose de él. Y con ellos los cazadores trajeron a Eudena, magullada y herida, pero viva.
Ésas habían sido las órdenes de la vieja apergaminada, que tenían que traerla viva.
-No es presa para nosotros. Es para Uya, el león.
Tenía las manos atadas con correas, como si fuera un hombre, y venía hastiada y desmayada -el pelo sobre los ojos y manchada de sangre. Caminaban a su alrededor, y una y otra vez el Comecaraco­les, a quien ella había puesto el nombre, se reía y la golpeaba con su lanza de fresno. Y después de haberla golpeado con la lanza miraba por encima del hombro como alguien que hubiera hecho una hazaña temeraria. Los otros también miraban por encima del hombro una y otra vez, y todos tenían prisa excepto Eudena. Cuando la vieja les vio venir dio un grito de alegría.
Hicieron cruzar el río a Eudena con las manos atadas, aunque la corriente era fuerte, y cuando se resbaló, la vieja chilló primero de alegría y después de temor de que pudiera ahogarse. Y cuando hubie­ron arrastrado a Eudena a la orilla, durante un rato no pudo mante­nerse en pie a pesar de que la golpearon con fuerza. Así que le permi­tieron sentarse con los pies tocando el agua, los ojos fijos hacia adelante y el rostro inmóvil, hicieran lo que hicieran y dijeran lo que dijeran. Toda la tribu bajó al campamento, incluso el pequeño y rizoso Haha, que todavía apenas sí podía dar los primeros pasos, y se quedó mirando fijamente a Eudena y a la vieja igual que ahora mira­ríamos a alguna extraña bestia herida y a su captor.
La vieja arrancó el collar de Uya que rodeaba el cuello de Eudena y se lo puso -había sido la primera en llevarlo. Luego tiró a Eudena del pelo, cogió a Siss una lanza y la golpeó con todas sus fuerzas. Y cuando hubo descargado el calor de su corazón sobre la muchacha, la miró atentamente a la cara. Eudena tenía los ojos cerrados, las fac­ciones rígidas y estaba tan quieta que por un momento la vieja temió que estuviera muerta. Entonces sus fosas nasales palpitaron y la vieja le abofeteó la cara, se rió, devolvió la lanza a Siss, se apartó de ella un poco y empezó a hablar y a mofarse de ella a su manera.
La vieja tenía más palabras que nadie en la tribu. Y su charla era algo terrible de oír. A veces chillaba y gemía de forma incoherente, y a veces sus gritos guturales eran meros fantasmas de pensamientos. Pero comunicó a Eudena, a pesar de todo, muchas de las cosas que estaban todavía por venir sobre el león y los tormentos que le causaría.
-¡Y Ugh-lomi! ¡Ja, ja! ¡Ugh-lomi está muerto!
Y de repente los ojos de Eudena se abrieron, se irguió de nuevo y su mirada, sostenida e imparcial, hizo frente a la de la vieja.
-No -dijo despacio como alguien que trata de recordar-. No vi a mi Ugh-lomi muerto. No vi a mi Ugh-lomi muerto...
-Contadle -gritó la vieja-. Contadle, quien lo matara. Contadle cómo mataron a Ugh-lomi.
Ella miró y todas las mujeres que estaban allí miraron de un hom­bre a otro. Nadie la contestó. Se quedaron con la cara avergonzada.
-Contadle -insistió la vieja.
Los hombres se miraron unos a otros. La cara de Eudena se ilumi­nó repentinamente.
-Contadle -dijo-. Contadle, hombres valerosos. Contadle la muerte de Ugh-lomi.
La vieja se levantó y la golpeó bruscamente en medio de la boca.
-No pudimos encontrar a Ugh-lomi -dijo Siss, el rastreador, len­tamente-. Quien persigue a dos no mata a ninguno.
Entonces el corazón de Eudena dio un salto, pero ella mantuvo el rostro rígido, aunque no importó porque la vieja la miró severamen­te con la muerte en los ojos.
Luego la vieja volvió su lengua contra los hombres porque habían tenido miedo de seguir tras Ugh-lomi. No temía a nadie ahora que Uya estaba muerto. Los regañaba como se regaña a los niños. Y ellos le fruncían el ceño y empezaron a acusarse unos a otros hasta que súbitamente Siss, el rastreador, levantó la voz y le pidió que se tranquilizara. Y así, cuando el Sol se ponía, cogieron a Eudena y fueron -aunque con los corazones hundidos en su inte­rior- por la senda que el viejo león había hecho entre las cañas. Todos los hombres iban juntos. En un lugar había un grupo de ali­sos y allí ataron apresuradamente a Eudena, donde el león pudiera encontrarla cuando saliera al crepúsculo, y una vez hecho eso vol­vieron deprisa hasta que estuvieron cerca del campamento. Enton­ces se detuvieron. Siss fue el primero en pararse y volver a mirar a los alisos. Podían verle la cabeza incluso desde el campamento, una diminuta greña negra bajo la rama principal del árbol más grande. Tanto mejor para ellos.
Todas las mujeres y niños se quedaron observando sobre la cresta del montículo. Y la vieja en pie gritó al león para que se llevara a aquella a la que buscaba y le aconsejó sobre los tormentos que podía infligirle.
Eudena estaba ahora muy abatida, aturdida por los golpes, la fatiga y la tristeza, y sólo el miedo de lo que faltaba por venir la sos­tenía. El Sol estaba grande y de color rojo sangre entre los troncos de los castaños distantes, y el oeste era todo fuego. La brisa vesperti­na había dado paso a una cálida tranquilidad. El aire estaba lleno de enjambres de mosquitos, los peces en el río, muy cerca, saltaban a veces, y una y otra vez un abejorro zumbaba por el aire. Por el rabi­llo del ojo, Eudena podía ver una parte del campamento en el mon­tículo, y pequeñas figuras en pie mirándola. Y -un sonido muy leve, pero muy claro- podía oír el golpeteo de la piedra del fuego. Oscuro, cercano a ella y quieto estaba el matorral bordeado de cañas de la guarida.
Pronto cesó la piedra del fuego. Buscó al Sol y notó que había desaparecido y, por encima, volviéndose más brillante, estaba la Luna en cuarto creciente. Miró hacia el matorral de la guarida en busca de formas en las cañas y luego súbitamente comenzó a mover­se y retorcerse, llorando y llamando a Ugh-lomi. Pero Ugh-lomi estaba lejos. Cuando la vieron mover la cabeza con sus forcejeos gri­taron todos juntos en el montículo, y ella desistió y se quedó quieta. Luego vinieron los murciélagos y la estrella que era como Ugh-lomi salió de su escondite azul en el oeste. Ella la llamó, pero suavemente porque tenía miedo del león. Y todo a lo largo de la caída del anoche­cer el matorral estuvo quieto.
Así la oscuridad se deslizó sobre Eudena y la Luna se volvió bri­llante, y las sombras de las cosas, que habían subido volando ladera arriba y desaparecido con la tarde, volvieron a ellas, breves y negras. Y las formas oscuras del matorral de cañas y alisos donde yacía el león se juntaron y una débil agitación se estremeció por allí. Pero nada salió de allí mientras se congregaban las tinieblas. Miró al cam­pamento y vio los fuegos con resplandor rojo de humo y a los hom­bres y mujeres que andaban de acá para allá. Por el otro lado, sobre el río, se elevaba una neblina blanca. Luego, desde lejos, llegó el gimo­teo de zorros jóvenes y el alarido de una hiena.
Había largos intervalos de dolorosa espera. Después de mucho rato algún animal chapoteó en el agua y pareció que cruzaba el río por el vado de más allá de la guarida, pero no pudo ver qué animal era. Desde los distantes abrevaderos podía oír ruido de chapoteos y de elefantes -tan tranquila estaba la noche.
La Tierra era ahora un descolorido ámbito de pálidos reflejos y sombras impenetrables. La plateada Luna estaba ya pespunteada con las filigranas de las crestas de los bosques de castaños y sobre los umbrosos montes en dirección este las estrellas se multiplicaban. Los fuegos del montículo eran ahora de un rojo vivo y negras siluetas esperaban en pie frente a ellos. Esperaban un grito... Seguramente sería pronto.
De repente la noche pareció llenarse de movimiento. Ella contu­vo el aliento. Había cosas que pasaban -una, dos, tres-, sombras sutilmente sigilosas... chacales. Después, otra larga espera. Luego, imponiendo su realidad de inmediato sobre todos los sonidos que había imaginado en su mente, llegó una agitación en el matorral y a continuación un movimiento enérgico. Hubo un chasquido. Las cañas se aplastaron pesadamente una, dos, tres veces, y después todo estuvo quieto salvo un pausado silbido. Oyó un gruñido bajo y tem­bloroso y de nuevo todo estuvo quieto otra vez. La quietud se pro­longó... ¿No iba a terminar nunca? Contuvo la respiración. Se mor­dió los labios para no gritar. Luego algo corrió precipitadamente por la maleza. Su grito fue involuntario. No oyó el alarido que le siguió desde el montículo.
Inmediatamente el matorral despertó de nuevo a un vigoroso movimiento. Vio los tallos de la hierba meciéndose a la luz de la luna que se ponía y a los alisos balanceándose. Forcejeó violentamente -su último forcejeo. Pero nada se le acercó. Una docena de mons­truos pareció apresurarse de acá para allá en aquel reducido sitio durante un par de minutos y luego volvió de nuevo el silencio. La Luna se hundió tras los distantes castaños y la noche se tornó oscura.
Después, un sonido extraño, un jadeo con sollozos que se hacía más rápido y más débil. Todavía otro silencio y a continuación débi­les sonidos y el gruñido de algún animal.
Todo estaba quieto de nuevo. Lejos, hacia el este, un elefante hizo sonar la trompa y desde los bosques llegaron gruñidos y gritos que fueron desvaneciéndose.
En el largo intervalo la Luna brilló de nuevo entre los troncos de los árboles en la cresta enviando dos grandes haces de luz y una ban­da de oscuridad a través del yermo de cañas. Luego llegó un constan­te crujir, un chapoteo y las cañas se inclinaron separándose más y más. Y finalmente dejaron el espacio abierto separadas de la raíz a la punta... El final había llegado.
Miró para ver lo que había salido de entre las cañas. Por un momento pareció ciertamente la gran cabeza y mandíbula que espera­ba, y luego disminuyó y cambió. Era algo bajo y oscuro que permane­cía en silencio, pero no era el león. Se quedó quieto, todo se quedó quieto. Ella miró. Era como una rana gigante, dos extremidades y un cuerpo sesgado. Su cabeza se movía buscando entre las sombras...
Un crujido y se movió torpemente con una especie de salto. Y al moverse dio un gemido ronco.
La sangre que le hervía en las venas se convirtió en júbilo.
-¡Ugh-lomi! -susurró.
La cosa se detuvo.
-Eudena -respondió suavemente con voz dolorida y mirando entre los alisos.
Se movió de nuevo y salió de las sombras más allá de las cañas, a la luz de la luna. Todo el cuerpo, cubierto de oscuras manchas. Vio que arrastraba las piernas y que empuñaba el hacha, la primera hacha, en una mano. En otro instante, forcejeando, había conseguido ponerse a cuatro patas y llegado hasta ella tambaleándose.
-El león -dijo con una extraña mezcla de exaltación y angustia-. ¡Guau! He matado un león. Con mis propias manos. Igual que maté al gran oso.
Se movió para dar énfasis a sus palabras y de repente se interrum­pió con un débil grito. Durante un rato no se movió.
-Suéltame -susurró Eudena.
No le respondió con palabras, pero se levantó de su posición a gatas agarrándose al tronco del aliso y, a tajos, cortó las correas con el filo del hacha. Ella le oyó sollozar a cada golpe. Cortó las correas que le sujetaban el pecho y los brazos y luego la mano cayó. Su pecho golpeó contra el hombro de ella y él se deslizó hasta el suelo junto a ella y se quedó inmóvil.
Pero el resto de su liberación fue fácil. Se desató muy deprisa. Dio un paso desde el árbol y la cabeza le daba vueltas. Su último movi­miento consciente fue hacia él. Se tambaleó y cayó. La mano cayó sobre el muslo. Era suave y húmedo y cedía a su presión. Él gritó al sentir su tacto, se retorció y se quedó quieto de nuevo.
Pronto una oscura forma perruna salió muy sigilosa de entre las cañas, se paró en seco y se quedó oliendo, dudó y finalmente se dio la vuelta y se escabulló de nuevo entre las sombras.
Mucho tiempo permanecieron allí inmóviles, con la luz de la luna que se ponía brillando sobre sus miembros. Muy despacio, tan despacio como el ponerse de la luna, la sombra de las cañas se deslizó sobre ellos hacia el montículo. Pronto, sus piernas quedaron ocultas y Ugh-lomi no era sino un busto de plata. Las sombras reptaron sigi­losamente hasta el cuello, por encima de la cara y, así, por fin, la oscuridad de la noche los engulló completamente.
Las sombras se llenaron de características agitaciones. Hubo un ruido de patas y un débil gruñido, el sonido de un golpe.
Aquella noche las mujeres y los niños del campamento apenas si durmieron hasta que oyeron gritar a Eudena. Pero los hombres esta­ban cansados y se adormilaron sentados. Cuando Eudena gritó sin­tieron garantizada su seguridad y se apresuraron a conseguir los sitios más cercanos al fuego. La vieja se rió del grito y se rió otra vez porque Si, la pequeña amiga de Eudena, había gimoteado. En cuanto llegó la aurora todos estaban alerta y mirando a los alisos. Pudieron ver que se había llevado a Eudena. No pudieron por menos de sentirse contentos pensando que Uya había sido aplacado. Pero el pensa­miento de Ugh-lomi ensombrecía las mentes de los hombres. Podían entender la venganza, pues el mundo era viejo en venganzas, pero no pensaban en el salvamento. De repente, una hiena huyó volando del matorral y cruzó al trote el espacio de las cañas. Tenía el hocico y las pezuñas manchadas de oscuro. Al verla todos los hombres gritaron y cogieron piedras arrojadizas y corrieron tras ella, pues ningún animal es tan lamentablemente cobarde como la hiena durante el día. Todos los hombres odiaban a la hiena porque devoraba a los niños y venía a morderlos cuando estaban durmiendo al borde del campamento. Piel-de-gato, con un tiro directo y certero, golpeó al bruto hábil­mente en el costado y toda la tribu dio alaridos de placer.
El ruido que hicieron produjo grandes aleteos desde la guarida del león y tres buitres de cabeza blanca se elevaron lentamente, die­ron vueltas en círculo y vinieron a posarse en las ramas de un aliso que daba a la guarida.
-Nuestro señor está fuera -dijo la vieja apuntando-. Los buitres tienen su parte de Eudena.
Durante un tiempo permanecieron allí y luego, primero uno y después otro, volvieron a caer sobre el matorral.
Después, sobre los bosques del este, cubriendo el mundo entero de vida y color, fluyó, con el júbilo de un toque de trompeta, la luz del sol naciente. Al verlo, los niños gritaron a la vez y aplaudieron y empezaron a correr hacia el agua. Sólo la pequeña Si se rezagaba y miraba perpleja a los alisos donde había visto la cabeza de Eudena por la noche.
Sin embargo Uya, el viejo león, no estaba fuera, sino en casa y yacía muy quieto, ligeramente de costado. No estaba en su guarida, sino un poco alejado de ella en un lugar de cañas aplastadas. Debajo de un ojo tenía una pequeña herida, el débil mordisco de la primera hacha. Pero todo el suelo bajo su pecho estaba de un moreno rojizo con una raya intensa y en el pecho tenía un pequeño agujero hecho por la lanza de matar. Por el costado y en el cuello los buitres habían dejado marcados sus derechos, pues en esa postura le había matado Ugh-lomi cuándo yacía herido bajo su garra; apuntando de cual­quier' modo contra su pecho, le había introducido la lanza con todas sus fuerzas, clavándosela al gigante en el corazón. Así fue como el reinado del león, la segunda reencarnación de Uya, el jefe, llegó a su fin.
Desde el montículo el bullicio de la preparación creció con los tajos a las lanzas y piedras arrojadizas. Nadie pronunciaba el nombre de Ugh-lomi por miedo a que eso le convocara. Los hombres iban a estar juntos, muy unidos, cazando un día más o menos. Y su presa iba a ser Ugh-lomi, no fuera que él viniera a cazarlos a ellos.
Pero Ugh-lomi yacía muy quieto y silencioso, fuera de la guarida del león, y Eudena se sentó junto a el con la lanza de fresno toda manchada con la sangre del león en la mano.

***

V
La lucha en el matorral del león

Ugh-lomi yacía quieto con la espalda contra un aliso, su muslo era una masa roja que daba pánico ver. Ningún hombre civilizado que hubiera sido herido tan gravemente podía haber sobrevivido, pero Eudena le consiguió espinos para cerrar las heridas y se sentó junto a él día y noche, espantándole las moscas con un abanico de juncos durante el día y por la noche amenazando a las hienas con la primera hacha en la mano, y en poco tiempo empezó a cicatri­zar. Era pleno verano y no llovió. Poca fue la comida de que dispu­sieron durante los dos primeros días que tuvo las heridas abiertas. En el sitio bajo donde se escondieron no había ni raíces ni peque­ños animales, y la corriente con sus caracoles de agua y peces esta­ba en campo abierto a cien yardas de distancia. Ella no podía salir durante el día por miedo de la tribu, sus hermanos y hermanas, ni durante la noche por temor a las bestias, tanto por su parte como por la de ellas. Así que compartieron el león con los buitres. Pero había un hilillo de agua cerca y Eudena le trajo cantidad en las manos.
El lugar donde yacía Ugh-lomi estaba bien oculto de la tribu por una mata de alisos y cercado todo alrededor por juncos y altas cañas. El león muerto, que él había matado, se hallaba cerca de su vieja guarida, en un sitio de cañas pisoteadas a cincuenta yardas que se veía a través de las cañas, y los buitres se disputaban entre sí las mejores piezas y mantenían alejados a los chacales. Muy pronto una nube de moscas que parecían abejas volaba sobre él, y Ugh-lomi podía oír su zumbido. Cuando la carne de Ugh-lomi estaba ya cica­trizando -no muchos días antes de que empezara el proceso- sólo unos pocos huesos del león, de una blancura reluciente, quedaban esparcidos.
Ugh-lomi pasaba la mayor parte del día sentado sin moverse, mirando hacia adelante a nada en concreto. A veces refunfuñaba algo sobre caballos, osos y leones, y a veces golpeaba el suelo con la primera hacha y decía los nombres de la tribu -parecía no tener miedo de recordar a la tribu- durante horas y horas. Pero principal­mente dormía, soñando poco a causa de la pérdida de sangre y la escasez de comida. Durante la corta noche de verano los dos se man­tenían despiertos. Todo el tiempo que duraba la oscuridad había cosas que se movían en torno suyo, cosas que nunca habían visto de día. Durante algunas noches las hienas no vinieron y luego una noche sin luna se acercó casi una docena y lucharon por lo que que­daba del león. La noche fue un tumulto de gruñidos, y Ugh-lomi y Eudena podían oír los huesos chasquear entre sus dientes. Pero sabían que las hienas no osan atacar a ningún ser vivo y despierto, así que no tuvieron mucho miedo.
Durante el día Eudena iba por el estrecho sendero que el viejo león había hecho en las cañas hasta que estaba más allá del recodo y una vez allí se introducía gateando en el matorral y observaba a la tri­bu. Yacía junto a los alisos donde la habían atado para ofrecérsela al león y desde allí podía verlos en el montículo junto al fuego, peque­ño y claro, como los había visto aquella noche. Pero contaba a Ugh­lomi poco de lo que veía porque temía hacerlos presentes por medio de sus nombres, pues eso creían en aquellos tiempos, que el nombrar convocaba.
La mañana después de que Ugh-lomi matara al león vio a los hombres preparar lanzas de matar y piedras que arrojar y salir a cazarle dejando a las mujeres y a los niños en el montículo. No se imaginaban lo cerca que le tenían cuando se pusieron en marcha en fila india hacia los montes con Siss, el rastreador, a la cabeza. Des­pués de que los hombres se marcharan observó a las mujeres y los niños recogiendo hojas de helecho y ramas para el fuego de la noche, a los chicos y chicas corriendo y jugando juntos. Pero la vieja le daba miedo. Hacia el mediodía, cuando la mayoría de las otras estaban abajo en la corriente junto al recodo, vino y estuvo en pie del lado de acá del montículo, una retorcida figura morena, y gesticuló de forma que Eudena apenas si podía creer que no la veía. Eudena estuvo como una liebre con los brillantes ojos fijos en la bruja inclinada allá lejos y pronto comprendió oscuramente que era el león a quien la vieja estaba adorando, el león que Ugh-lomi había matado.
Al día siguiente los cazadores volvieron cansados trayendo una cría de ciervo, y Eudena observó el festín con envidia. Luego sucedió algo extraño. Vio a la vieja -la oía con claridad- chillando y gesticu­lando y apuntando hacia ella. Tuvo miedo y se alejó reptando como una serpiente. Pero pronto la curiosidad la venció y de nuevo estaba de vuelta en el puesto de espionaje y, al mirar, el corazón se le enco­gió, porque allí estaban todos los hombres con las armas en las manos caminando juntos hacia ella desde el montículo.
No se atrevió a moverse, no fueran a verla en el montículo, sino que se pegó contra el suelo. El sol estaba bajo y la dorada luz les daba a los hombres en la cara. Vio que llevaban una pieza de rica carne roja atravesada por una estaca de fresno. Pronto se detuvieron.
-Seguid -gritó la vieja.
Piel-de-gato refunfuñó y ellos siguieron buscando el matorral con los ojos deslumbrados por el sol.
Aquí-dijo Siss.
Y ellos cogieron la estaca de fresno con la carne y la tiraron al suelo.
-Uya -gritó Siss-, toma tu parte. A Ugh-lomi lo hemos matado. Verdaderamente lo hemos matado. El día de hoy matamos a Ugh­lomi y mañana te traeremos su cuerpo -y los otros repitieron las palabras.
Se miraron unos a otros, miraron hacia atrás, se volvieron parcial­mente y empezaron a retroceder. Al principio caminaban medio vueltos hacia el matorral; luego, de cara al montículo, avanzaron más deprisa mirando por encima del hombro, después más deprisa, pronto echaron a correr, fue realmente una carrera hasta que estuvie­ron cerca del montículo. Entonces Siss, que iba el último, fue el pri­mero en reducir el paso.
Pasó el crepúsculo y llegó el anochecer, los fuegos ardieron al rojo vivo contra el brumoso azul de los castaños distantes y las voces en el montículo sonaban contentas. Eudena yacía apenas sin moverse pasando la vista del montículo a la carne y luego de ésta al montícu­lo. Estaba hambrienta, pero tenía miedo. Al fin volvió sigilosamente hasta Ugh-lomi. Éste, al leve ruido de su acercamiento, miró a su alrededor. Tenía la cara en sombra.
-¿Has conseguido algo de comida? -preguntó.
Respondió que no había podido encontrar nada, pero que bus­caría más lejos, y volvió por la senda del león hasta que pudo ver de nuevo el montículo, pero no pudo decidirse a coger la carne. Tenía el instinto del animal para las trampas. Se sintió muy desgraciada. Volvió al fin reptando hasta Ugh-lomi y le oyó agitarse y gemir. Se volvió al montículo de nuevo, luego vio algo en la oscuridad cerca de la estaca y fijándose mejor distinguió un chacal. Súbitamente se sintió valiente y furiosa, se puso en pie de un salto, gritó y corrió hacia la ofrenda. Tropezó y cayó y oyó el gruñido del chacal alejan­dose. Cuando se levantó en el suelo sólo estaba la estaca de fresno, la carne había desaparecido. Así que volvió para ayunar toda la noche junto a Ugh-lomi, que estaba furioso con ella porque no había conseguido comida para él, pero no le dijo nada de las cosas que había visto.
Pasaron dos días y estaban casi a punto de morirse de hambre cuando la tribu mató un caballo. Entonces se repitió la misma cere­monia y un anca fue dejada en la estaca de fresno, pero esta vez Eudena no dudó.
Con gestos y palabras hizo comprender a Ugh-lomi, pero él comió la mayor parte de la comida sin enterarse y después, al ir cap­tando el significado, se puso contento con la comida.
-Yo soy Uya -dijo-. Yo soy el león. Yo soy el gran oso de las caver­nas. Yo que era sólo Ugh-lomi, soy Wau, el astuto. Está bien que me alimenten porque pronto los mataré a todos.
Entonces a Eudena se le alegró el corazón y se rió con él, y des­pués comió lo que él había dejado de la carne de caballo con alegría.
Después de eso tuvo un sueño y al día siguiente hizo que Eudena le trajera los dientes y las garras del león -todo lo que de ellos pudo encontrar-, y que le cortara una maza de fresno e incrustó los dientes y las garras muy astutamente en la madera de forma que las puntas miraran hacia afuera. Mucho tiempo le llevó y dejó romos dos de los dientes mientras los introducía a golpes, y se enfureció y la tiró, pero después se arrastró hasta donde la había tirado y la terminó -una maza de un tipo nuevo engastada con dientes. Ese día hubo más car­ne para los dos, una ofrenda al león por parte de la tribu.
Ocurrió un día -más de los dedos de la mano en días, más de los que nadie tenía la capacidad de contar- después de que Ugh-lomi hubiera hecho la maza cuando Eudena, mientras él dormía, yacía en el matorral observando el campamento. No había habido carne en tres días. Y la vieja vino a adorar a su manera. Pues bien, mientras ella adoraba, la amiguita de Eudena, Si, y otra, la hija de la primera chica que Siss había amado, aparecieron sobre el montículo, estuvie­ron mirando su descarnada figura y pronto empezaron a burlarse. Eudena lo encontró divertido, pero de repente la vieja se volvió con rapidez y las vio. Durante un momento ella y las niñas se quedaron inmóviles, luego con un chillido de rabia se precipitó sobre ellas y las tres desaparecieron por la cresta del montículo.
Pronto las niñas reaparecieron entre los helechos más allá del recodo del monte. La pequeña Si corría la primera porque era una niña activa y la otra corría chillando con la vieja muy cerca de ella. Sobre el montículo aparecieron Siss, con un hueso en la mano, y Bo y Piel-de-gato obsequiosamente detrás de el, los dos con sendos tro­zos de comida, y se reían a carcajadas y gritaban al ver a la vieja tan furiosa. Con un grito la niña fue capturada y la vieja se puso a traba­jar dándole de bofetadas y la niña a gritar, y fue una buena diversión vespertina para ellos. La pequeña Si continuó corriendo un trecho y se detuvo por fin entre el miedo y la curiosidad.
De repente vino la madre de la niña con el pelo ondeando, jadeando y con una piedra en la mano y la vieja se dio la vuelta como un gato salvaje. Tenía los mismos derechos que cualquier mujer, era la jefa de las cuidadoras del fuego a pesar de su edad, pero antes de que pudiera hacer nada Siss gritó y el clamor se elevó muy alto. Otras cabezas con mata de pelo aparecieron a la vista. Parecía que toda la tribu estaba en casa y festejando. Pero la vieja no se atrevió a conti­nuar descargando su ira sobre la niña que Siss protegía.
Todos hicieron ruidos y la llamaron cosas, incluso la pequeña Si. Bruscamente la vieja soltó a la niña que había cogido e hizo un rápi­do movimiento hacia Si, porque Si no tenía amigos y ésta, dándose cuenta del peligro cuando estaba casi encima de ella, salió precipita­damente con un débil grito de terror sin reparar adónde iba, directa­mente hacia la guarida del león. Al darse cuenta de la dirección que llevaba, de inmediato torció bruscamente a un lado adentrándose en las cañas.
Pero la vieja era una anciana sorprendente, tan activa como des­preciable, y cogió a Si por el ondeante pelo a treinta yardas de Eude­na. Toda la tribu bajaba ahora corriendo por el montículo gritando y riéndose, dispuesta a disfrutar del espectáculo.
Entonces algo se agitó en Eudena, algo que nunca jamás la había conmovido, y, volcada completamente en la pequeña Si y olvidada de su miedo, salió de un salto de su escondite y avanzó rápidamente hacia adelante. La vieja no la vio porque estaba ocupada abofeteando la cara de la pequeña Si, golpeándola con todo su odio, y de repente algo duro y pesado le golpeó la mejilla. Se tambaleó y vio a Eudena con los ojos y las mejillas encendidos entre ella y la pequeña Si. Gritó de sorpresa y terror, y la pequeña Si, sin comprender, se dirigió hacia la tribu que estaba con la boca abierta. Se hallaban ahora muy cerca porque el ver a Eudena les había quitado de la cabeza el miedo ya ate­nuado al león.
En un momento Eudena había dejado a la vieja, encogida de miedo, y había alcanzado a Si.
-¡Si! -gritó-. ¡Si!
Cogió a la niña en los brazos cuando ésta se detuvo, apretó el afi­lado rostro contra el suyo y se dio la vuelta para correr hacia su guari­da, la guarida del viejo león. La vieja se quedó, con las cañas hasta la cintura, vomitando sucias palabras y rabia inarticulada, pero no osó interrumpirla, y, en el recodo de la senda, Eudena miró atrás y vio a todos los hombres de la tribu gritándose unos a otros y a Siss que venía al trote por la senda del león.
Corrió en línea recta por el estrecho camino a través de las cañas hasta el umbroso sitio donde Ugh-lomi estaba sentado con su muslo cicatrizado, acabando de despertar por los gritos y frotándose los ojos. Se acercó a él, como una mujer, con la pequeña Si en brazos. Con el corazón palpitándole en la garganta, gritó:
-¡Ugh-lomi! ¡Ugh-lomi, viene la tribu!
Ugh-lomi continuó sentado mirando fijamente con estúpido asombro a ella y a Si.
Ella apuntó con Si en un brazo. Rebuscó entre su reducida reser­va de palabras para explicar lo que pasaba. Podía oír a los hombres voceando. Aparentemente se habían detenido fuera. Puso a Si en el suelo, cogió la maza nueva con los dientes del león, se la puso a Ugh­lomi en la mano, corrió tres yardas y recogió la primera hacha.
-¡Ah! -dijo Ugh-lomi ondeando la nueva maza. En un momento se hizo cargo de la situación y dando una voltereta comenzó a poner­se en pie con esfuerzo.
Se puso en pie, pero torpemente. Se sostenía apoyando una mano en el árbol y únicamente tocaba el suelo ligeramente con el dedo gor­do de la pierna herida. En la otra mano empuñaba la nueva maza. Miró el muslo cicatrizado. De repente las cañas empezaron a susu­rrar y cesó el susurro y volvió de nuevo, y, acercándose cautelosa­mente por la senda, inclinándose y agarrando su lanza de matar de fresno endurecida al fuego apareció Siss, se paró en seco y su mirada se cruzó con la de Ugh-lomi.
Ugh-lomi se olvidó de que tenía una pierna herida. Se puso firme sobre ambos pies. Sintió algo que fluía. Echó una mirada hacia abajo y vio que una pequeña gota de sangre había brotado por el extremo de la herida cicatrizada. Se frotó allí la mano para que se agarrara bien a la maza y fijó de nuevo la vista en Siss.
-¡Guau! -gritó, saltando hacia adelante, y Siss todavía observan­do agachado dirigió hacia arriba su lanza de matar muy rápido en un lanzamiento fallido. Desgarró el brazo con que se protegía Ugh-lomi y la maza bajó al contraataque que Siss no iba a entender jamás. Cayó, como cae el buey con la puntilla, a los pies de Ugh-lomi.
A Bo le pareció la cosa más extraña. Tenía una sensación de segu­ridad con las altas cañas a ambos lados y la inexpugnable fortaleza de Siss entre él y cualquier peligro. El Comecaracoles venía detrás y por allí no había peligro. Estaba preparado para empujar desde atrás y enviar a Siss a la muerte o la victoria. Ése era su puesto como segun­do jefe. Vio el asta de la lanza que llevaba Siss salir lanzada y de repente un porrazo sordo y las anchas espaldas caían hacia adelante y él estaba mirando a Ugh-lomi a la cara por encima de su postrado jefe. Bo tuvo la sensación de que el corazón se le había caído por un pozo. Tenía una piedra arrojadiza en una mano y una lanza de matar de fresno en la otra. No vivió para terminar de decidir cuál de las dos utilizaba.
El Comecaracoles era un hombre más preparado, y además Bo no cayó hacia adelante como lo había hecho Siss, sino que cedió por las rodillas y la cadera, al abollarle la cabeza la maza dentada. El Come­caracoles arrojó su lanza hacia adelante rápida y directa y acertó a Ugh-lomi en el músculo del hombro, y luego le lanzó la piedra de matar que tenía en la otra mano con fuerza y gritando al tiempo que lo hacía. La nueva maza silbó ineficazmente entre las cañas. Eudena vio a Ugh-lomi volver tambaleándose desde el estrecho sendero al campo abierto, tropezando con Siss y con la punta de una estaca de fresno que le salía por encima del brazo. Y entonces el Comecaraco­les, nombre que ella le había puesto, recibió la estocada final cuando su rostro exultante asomó entre las cañas a continuación de su lanza, pues Eudena blandió la primera hacha, rápida y alta, golpeándole de lleno en la sien, y él fue a caer encima de Siss a los pies del postrado Ugh-lomi.
Pero antes de que Ugh-lomi pudiera levantarse los dos pelirro­jos salían a trompicones de las cañas, con las lanzas y las piedras de matar listas, y el Serpiente justo detrás de ellos. Eudena le dio a uno en el cuello; no lo derribó, pero dio un traspié a un lado y estropeó el golpe de su hermano a la cabeza de Ugh-lomi. En un momento Ugh-lomi dejó caer la maza, había cogido a su atacante por la cintura y lo había derribado de lado, despatarrado. Se lanzó rápidamente sobre la maza y la recuperó. El hombre que Eudena había golpeado la atacó con su lanza al tiempo que se tambaleaba a causa del golpe y ella involuntariamente retrocedió para evitarle. Él dudó entre ella y Ugh-lomi, se medio volvió, dio un grito vago al encontrar a Ugh-lomi tan cerca, y en un momento Ugh-lomi lo tenía cogido por el cuello y la maza se había cobrado la tercera víc­tima. Al tiempo que caía, Ugh-lomi dio un grito -nada de pala­bras-, un alarido exultante.
El otro pelirrojo estaba a seis pies de ella dándole la espalda y tenía en la cabeza una mancha de un rojo más oscuro que su pelo. Forcejeaba por ponerse en pie. Ella sintió un impulso irracional de impedir que se levantara. Le lanzó el hacha y falló, vio su cara de perfil, había dado un brusco viraje más allá de la pequeña Si y corría entre las cañas. Tuvo una visión pasajera del Serpiente de pie en la boca del sendero, medio vuelto hacia atrás y luego le vio la espalda. Vio la maza volando por el aire y la enmarañada cabeza de Ugh­lomi, con sangre en el pelo y en el hombro, desaparecer bajo las cañas persiguiéndole. Luego oyó al Serpiente gritar como una mujer.
Pasó a Si corriendo hasta donde el mango del hacha destacaba sobre una mata de helecho y, al volverse, se encontró jadeando y sola con tres cuerpos inmóviles. El aire rebosaba de voces y gritos. Durante un rato sintió náuseas y vértigo, y luego se le ocurrió que a Ugh-lomi le estaban matando por el sendero de las cañas y con un grito inarticulado saltó por encima del cuerpo de Bo y se apresuró tras él. Los pies del Serpiente yacían en medio del sendero, y tenía la cabeza entre las cañas. Siguió por el sendero hasta que hacía un reco­do y quedaba abierto por los alisos, y desde allí vio en el campo abierto todo lo que quedaba de la tribu, esparcidos como hojas secas por el vendaval y volviendo por encima del montículo. Ugh-lomi se empleaba a fondo con Piel-de-gato.
Pero Piel-de-gato era ligero de pies y escapó, y lo mismo hizo el joven Wau-Hau cuando Ugh-lomi se volvió contra él, y Ugh-lomi persiguió a Wau-Hau hasta mucho más allá del montículo antes de desistir. Ahora sentía dentro de él la rabia de la batalla y la madera incrustada en su hombro le picaba como una espuela. Cuando vio que él no corría peligro, ella dejó de correr y se quedó jadeando observando cómo las activas y distantes figuras subían corriendo y desaparecían una a una por encima del montículo. En poco tiempo estuvo de nuevo sola. Todo había ocurrido muy rápido. El humo del Hermano Fuego se elevó recto y constante desde el campamento exactamente como había hecho hacía diez minutos cuando la vieja había estado allí adorando al león.
Y después de lo que le pareció un rato larguísimo Ugh-lomi rea­pareció sobre el montículo y volvió hasta Eudena, triunfante y jadeando mucho. Ella estaba en pie con el pelo por los ojos, la cara encendida y el hacha manchada de sangre en la mano, en el lugar donde la tribu la había ofrecido como sacrificio al león.
-¡Guau! -gritó Ugh-lomi al verla, con la cara iluminada con la camaradería de la batalla, y ondeó la nueva maza, ahora de color rojo y con pelos, y a la vista de su cara resplandeciente ella relajó algo su postura tensa y siguió en pie llorando de alegría.
Ugh-lomi tuvo una extraña e inexplicable punzada al ver sus lágrimas, pero gritó solamente «¡Guau!» aún más alto y agitó el hacha de este a oeste. La llamó varonilmente para que le siguiera, se dio la vuelta y se dirigió al campamento a grandes zancadas balan­ceando la maza en la mano como si nunca hubiera dejado la tribu, y ella dejó de llorar y le siguió rápidamente como debe hacerlo una mujer.
Así que Ugh-lomi y Eudena volvieron al campamento del que habían marchado muchos días antes huyendo de Uya y, esparcidos por él, estaban los restos medio comidos de un ciervo, igual que lo habían estado antes de que Ugh-lomi fuera un hombre y Eudena una mujer. Y Ugh-lomi se sentó para comer con Eudena a su lado como un hombre y el resto de la tribu los miraba desde escondrijos seguros. Y después de un rato una de las niñas mayores volvió tími­damente, llevando a la pequeña Si en los brazos, y Eudena las llamó por su nombre y les ofreció comida. Pero la niña mayor estaba asus­tada y no se acercaba, aunque Si forcejeaba por ir hacia Eudena. Des­pués, cuando Ugh-lomi hubo comido, se sentó dando cabezadas y por fin se durmió, y despacio los otros salieron de sus escondrijos y se acercaron. Y cuando Ugh-lomi se despertó, salvo porque no se veían hombres, parecía como si nunca hubiera dejado la tribu.
Pues bien, hay una cosa extraña, pero cierta: que a lo largo de su lucha Ugh-lomi había olvidado que era cojo, y no era cojo, y después de descansar, ¡atención!, era cojo y siguió siéndolo hasta el fin de sus días.
Piel-de-gato, el segundo pelirrojo y Wau-Hau, que tallaba peder­nales hábilmente como su padre lo había hecho antes que él, huye­ron de Ugh-lomi y nadie supo dónde se escondían. Pero dos días después vinieron y acamparon a bastante distancia del montículo entre los helechos bajo los castaños y observaron. La rabia de Ugh­lomi había pasado. Se puso en movimiento contra ellos, pero se detuvo y a la puesta del sol se marcharon. Aquel día también encon­traron a la anciana entre los helechos donde Ugh-lomi había trope­zado con ella cuando perseguía a Wau-Hau. Estaba muerta y más fea que nunca, pero completa. Los chacales la habían probado y la habían dejado -siempre fue una vieja sorprendente.
Al día siguiente los tres hombres volvieron y acamparon más cer­ca, y Wau-Hau tenía dos conejos que mostrar y el pelirrojo una palo­ma torcaz y Ugh-lomi, de pie delante de las mujeres, se burlaba de ellos.
Al otro día se sentaron todavía más cerca, sin piedras ni palos, y con las mismas ofrendas, y Piel-de-gato tenía una trucha. Era raro que los hombres pescaran en aquellos tiempos, pero Piel-de-gato permanecía silencioso en el agua durante horas y los cogía con la mano. Y al cuarto día Ugh-lomi consintió a regañadientes que los tres volvieran en paz al campamento con la comida que tenían. Ugh­lomi comió la trucha. Desde entonces, durante muchas lunas, Ugh­lomi fue el jefe e impuso su voluntad sin resistencia alguna. Y con el tiempo lo mataron y comieron del mismo modo que a Uya.