Texto publicado por SUEÑOS;

Semilla Del Corazón:

RECUERDOS DE UNA MAÑANA DE NAVIDAD

No lo creí. Los ángeles tenían cosas más importantes que hacer con su tiempo
que observar si yo era un niño bueno o malo. Aún con mi limitada sabiduría
de un niño de siete años, había decidido que, en el mejor de los casos, el
Ángel sólo podía vigilar a dos o tres muchachos a la vez… y ¿por qué habría
de ser yo uno de éstos? Las ventajas, ciertamente, estaban a mi favor. Y,
sin embargo, mamá, que sabía todo, me había repetido una y otra vez que el
Ángel de la Navidad sabía, veía y evaluaba todas nuestras acciones y que no
podíamos compararlo con cualquier cosa que pudiéramos entender nosotros, los
ignorantes seres humanos.

De todos modos, no estaba muy seguro de creer en el Ángel de la Navidad.
Todos mis amigos del barrio me dijeron que Santa Claus era el que llegaba la
víspera de la Navidad y que nunca supieron de un ángel que llevara regalos.
Mamá vivió en América durante muchos años y bendecía a su nueva tierra como
su hogar permanente, pero jamás dejó de ser muy italiana, y para ella,
siempre sería un ángel. “¿Quién es este Santa Claus?”, solía decir. “Y, ¿qué
tiene que ver con la Navidad?”.

Además, debo reconocer que nuestro ángel italiano me impresionaba mucho.
Santa Claus siempre era más generoso e imaginativo. Les llevaba a mis amigos
bicicletas, rompecabezas, bastones de caramelo y pelotas de fútbol. Los
ángeles italianos siempre llevaban manzanas, naranjas, nueces surtidas,
pasas, un pequeño pastel y unos pequeños dulces redondos que se parecían a
los botones que veíamos en la sotana del padrecito. Además, el Ángel siempre
ponía en nuestras medias algunas castañas importadas, tan duras como las
piedras. Debo admitir que nunca supe qué hacer con las castañas. Finalmente
se las dábamos a mamá para que las hirviera hasta que se sometieran y luego
las pelábamos y las comíamos de postre después de la cena de Navidad.
Parecía un regalo poco apropiado para un niño de seis o siete años. A
menudo pensé que el Ángel de la Navidad no era muy inteligente. Cuando
cuestioné a mamá acerca de esto, ella solía contestar que no me correspondía
a mí, “que todavía era un muchachito ignorante”, poner en tela de juicio a
un ángel, especialmente al Ángel de la Navidad.

En esta época navideña en particular, mi comportamiento de un nene de siete
años era todo menos ejemplar. Mis hermanos y hermanas, todos mayores que yo,
por lo visto nunca causaban problemas. En cambio yo siempre estaba en medio
de todos los problemas. A la hora de la comida aborrecía todo. Me obligaban
a probar un poco “de todo” y cada comida se convertía en un reto.

Mi familia me llamaba Felice. Yo era el que nunca me acordaba de cerrar la
puerta del gallinero, el que prefería leer a sacar la basura y el que, sobre
todo, reclamaba todo lo que mamá y papá hacían, sentían u ordenaban. En
pocas palabras, era un niño malcriado. Cuando menos un mes antes de la
Navidad, mamá me advertía: “Te estás portando muy mal, Felice. Los ángeles
de la Navidad no llevan regalo a los niños malcriados. Les llevan un palo de
durazno para pegarte en las piernas. De modo que (me amenazaba) más vale que
cambies tu comportamiento. Yo no puedo portarme bien por ti. Sólo tú puedes
optar por ser un buen niño”. “¿Qué me importa? -contestaba yo-. De todos
modos el ángel nunca me trae lo que quiero”. Y durante las siguientes
semanas hacía muy poco para «mejorar mi comportamiento».

Como sucede en la mayoría de los hogares, la Nochebuena era mágica. A pesar
de que éramos muy pobres, siempre teníamos comida especial para la cena.
Después de cenar nos quedábamos sentados a la mesa, que era el centro de
nuestras vidas y hablábamos y reíamos y escuchábamos cuentos. Pasábamos
mucho tiempo planeando la fiesta del día siguiente, para la cual nos
habíamos estado preparando toda la semana. Como éramos una familia católica,
todos íbamos a confesarnos y después nos dedicábamos a decorar el árbol. La
noche terminaba con una pequeña copa del maravilloso coctel que preparaba
mamá. ¡No importaba que tuviera un poco de vino; la Navidad sólo llegaba una
vez al año!

Estoy seguro de que sucede con todos los niños, era casi imposible dormir en
la Nochebuena. Mi mente divagaba. No pensaba en las golosinas, sino que me
preocupaba seriamente la posibilidad de que el ángel de la Navidad no
llegara a mi casa o que se le acabaran los regalos. Me emocionaba mucho la
posibilidad de que Santa Claus olvidara que éramos italianos y de cualquier
modo nos visitara sin darse cuenta de que el Ángel ya me había visitado.
¡Así recibiría el doble de todo!

¿Por qué sucede que en la mañana de Navidad, por poco que se duerma la noche
anterior, nunca resulta difícil despertar y levantarnos? Así ocurrió esa
mañana en particular. Fue cuestión de minutos, después de escuchar los
primeros movimientos, para que todos nos levantáramos y saliéramos
disparados hacia la cocina y el tendedero donde estaban colgadas nuestras
medias y debajo de éstas se encontraban nuestros brillantes zapatos recién
lustrados. Todo estaba tal como lo habíamos dejado la noche anterior.
Excepto que las medias y los zapatos estaban llenos hasta el tope con los
generosos regalos del Ángel de la Navidad… es decir, todos excepto los míos.
Mis zapatos, muy brillantes, estaban vacíos. Mis medias colgaban sueltas en
el tendedero y también estaban vacías, pero de una de ellas salía una larga
rama seca de durazno.

Alcancé a ver las miradas de horror en los rostros de mi hermano y mis
hermanas. Todos nos detuvimos paralizados. Todos los ojos se dirigieron
hacia mamá y papá y luego regresaron a mí.
- Ah, lo sabía - dijo mamá-. Al Ángel de la Navidad no se le escapa nada.
El Ángel sólo nos deja lo que merecemos.- Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Mis hermanas trataron de abrazarme para consolarme, pero las rechacé con
furia.
- No quería esos regalos tan tontos -exclamé-. Odio a ese estúpido
Ángel. Ya no hay ningún Ángel de la Navidad.

Me dejé caer en los brazos de mamá. Ella era una mujer voluminosa y su
regazo me había salvado de la desesperación y de la soledad en muchas
ocasiones. Noté que ella también lloraba mientras me consolaba. También
papá. Los sollozos de mis hermanas y los lloriqueos de mi hermano llenaron
el silencio de la mañana. Después de un rato, mi madre dijo, como si
estuviera hablando con ella misma:
- Felice no es malo. Sólo se porta mal de vez en cuando. El Ángel de la
Navidad lo sabe. Felice sería un niño bueno si hubiera querido, pero este
año prefirió ser malo. No le quedó alternativa al Ángel. Tal vez el próximo
año decida portarse mejor. Pero, por el momento, todos debemos ser felices
de nuevo.

De inmediato todos vaciaron el contenido de sus zapatos y medias en mi
regazo.
- Ten -me dijeron-, toma esto. En poco tiempo otra vez la casa estaba
llena de alegría, sonrisas y conversación. Recibí más de lo que cabía en mis
zapatos y medias.

Mamá y papá habían ido a misa temprano, como de costumbre, juntaron las
castañas y empezaron a hervirlas durante muchas horas en una maravillosa
agua llena de especias y había otra olla hirviendo entre las salsas. Los más
delicados olores surgieron del horno como mágicas pociones. Todo estaba
preparado para nuestra milagrosa cena de Navidad. Nos alistamos para ir a
la iglesia. Como era su costumbre, mamá nos revisó, uno por uno; ajustaba un
cuello aquí, tiraba del cabello por allá, una caricia suave para cada uno…
Yo fui el último. Mamá fijó sus enormes ojos castaños en los míos.
- Felice -me dijo-, ¿entiendes por qué el Ángel de la Navidad no pudo
dejarte regalos?
- Sí -respondí-
- El Ángel nos recuerda que siempre tendremos lo que merecemos. No
podemos evadirlo. Algunas veces resulta difícil entenderlo y nos duele y
lloramos. Pero nos enseña lo que está bien hecho y lo que está mal y, así,
cada año seremos mejores.

No estoy muy seguro de haber entendido en aquellos momentos lo que mamá
quiso decirme. Sólo estaba seguro de que yo era amado; que me habían
perdonado por cualquier cosa que hubiese hecho y que siempre me darían otra
oportunidad. Jamás he olvidado aquella Navidad tan lejana. Desde entonces,
la vida no siempre ha sido justa ni tampoco me ha ofrecido lo que creí
merecer, ni me ha recompensado por portarme bien. A lo largo de los años he
llegado a comprender que he sido egoísta, malcriado, imprudente y quizá, en
ocasiones, hasta cruel… pero nunca olvidé que cuando hay perdón, cuando las
cosas se comparten, cuando se da otra oportunidad y amor sin límite, el
Ángel de la Navidad siempre está presente y siempre es Navidad.

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