Texto publicado por Germán Marconi

Así fue - (Relato propio)

Acabo de terminar la cena. El día ha sido muy caluroso y estoy un poco cansado. De todos modos, algo hizo que te recordara, y pensé en escribir sobre nuestra historia, de modo que aquí estoy.

Prendo un cigarrillo, enciendo la radio. Están pasando "La última cuenta regresiva". Más recuerdos.
La computadora está lista. Yo no sé, veremos qué sale de todo esto. Gracias al cielo, una brisa fresca entra por la ventana. Algunos autos pasan, desgarrando el silencio de la noche. He apagado la luz, de modo que el comedor queda iluminado sólo por el fantasmagórico parpadeo del monitor. Qué rápido se acaban los cigarrillos!. Deben hacerlos más chiquitos. Seguro es eso.

Temo que la memoria me juegue una mala pasada. Hace tanto tiempo ya. Fue un día de verano, hacia fines de febrero. Yo había estado trabajando en la ciudad desde hacía casi dos meses, pero debía regresar. (Ahora Starship suena en la radio. Es el tema de Mannequin. Qué joven que era entonces!)

Esa tarde, un poco más fresca que de costumbre, decidí ir por el centro. No tenía un destino prefijado, de modo que caminé tranquilo, mirando todo sin ver realmente nada. Llegué a la plaza, cruzé la calle. Me senté en la mesa de un bar y pedí algo fresco. Atardecía ya y un coro de gorriones acompañaba la caída del sol. Cerré los ojos por un instante. Quería dejarme llevar por el aire, por ese clima de paz. La bocina de un coche me sacó de golpe de aquella ensoñación.

Llamé al mozo, pagué mi cuenta y seguí caminando.

Volví a cruzar la plaza. Durante dos meses me dije que quería conocer la iglesia, así que éste era el momento. Bueno, lo hubiese sido: la iglesia estaba cerrada. cosas que pasan. Otra vez será, me dije.

Justo enfrente vi la tienda. Había gente dentro y crucé para chusmear un poco. La ropa parecía linda y los precios no eran fabulosos. Pasé a la otra vidriera, miré las prendas, levanté la vista y allí estabas: la imagen de una diosa enfundada en una blanca falda y una blusa sencilla. Nuestras miradas se cruzaron y tu sonrisa perfecta iluminó tu rostro, el local, la ciudad entera.

No lo pensé, sólo algo que no sé qué fue me hizo entrar al negocio. Flopy - mucho tiempo después sabría su nombre - ofreció atenderme. Al mismo momento yo atiné a decir que te esperaría y vos dijiste lo mismo, con una seguridad pasmosa. Te vi ir y venir entre los mostradores, los estantes y la gente, un remolino humano. Sin casi tener que esperarte, estabas atendiéndome. No recuerdo bien qué te pedí, un pantalón, creo. Estoy seguro. Es el mismo que llevo puesto en este momento.

- ¿Querés probártelo? - dijiste. Obviamente acepte. Todo el tiempo que pudiera estar cerca de ti me parecía poco. Me acompañaste al probador. Era el último. A un lado del espejo había pegados una serie de moños y tarjetas deseando éxitos al negocio. Hacía poco que habían abierto. Me diste la prenda, cerraste la cortina y esperaste. Cuando estuve listo, te avisé y la cortina me dejó verte otra vez.

Estabas apoyada apenas en la pared frente a mí, esa sonrisa impecable en tu rostro. A mi pregunta me dijiste que me quedaba bárbaro. Te pedí una remera que combinara.

Solo en ese probador, cruzaron por mi mente cien mil pensamientos. Me gusta, cómo me gusta. Pero ¿qué le digo? ¿Y si lo toma a mal? Pero está refuerte. ¿Y si Marina se entera? Me mata, con toda la razón del mundo. Pero cómo me gusta. Está bien, hagamos las cosas bien. Estoy bárbaro con Marina y ella no se merece que la engañe. Ya está. Basta. Punto.

- ¿Qué te parece esta? - Tomé la remera sin decir nada, sin mirarte. Si lo hacía, otra vez comenzaría a dudar y la tortura era insoportable. Cerré yo mismo la cortina, rogando a quien fuera que no estuvieras allí cuando volviese a correrla. Me probé la remera y me gustó. Bueno, pensé, ahora me cambio, salgo, pago y mañana ya me habré ido.

Tu voz sonó a través de la tela que nos separaba. Todo mal, dije. ¿Qué hago ahora?. Abrí un poco el cortinado y te pedí algo más. Una y otra vez. Y siempre estabas allí, pendiente de mí. ¿Del cliente o del tipo? Nunca lo supe. Nunca lo sabré.

Tenía que irme, ya, hace un rato debía haberlo hecho. Me miré por última vez al espejo. El local estaba fresco, pero yo sentía arder por dentro. Vos estabas otra vez frente a mí. No sé cómo, pero me di vuelta y te pregunté a qué hora salías. Contestaste de inmediato, pero tuve tiempo de calcular el tamaño de la marca que tu bofetada dejaría en mi cara. No hubo bofetada.

- A las 9, más o menos - respondiste.

Luego el resto salió solo. Quedamos en encontrarnos en una sandwichería donde yo acostumbraba cenar, a eso de las diez y media.

No tengo absolutamente nada en la memoria desde ese momento hasta la noche. Me senté en una de las mesas de afuera, bien sobre la calle. Pedí una cerveza y una hamburguesa. Ya eran las diez y media. Las once menos cuarto. No va a venir, me dije. Me serví otro vaso, encendí un pucho, justo como ahora. No iba ni por la mitad, cuando apareciste. Bajaste de un auto en la esquina y viniste caminando hacia mí.

Tenía, literalmente, el corazón en la garganta. Recordando ese momento, siento las mismas sensaciones, el mismo retumbar del corazón en el pecho y en la cabeza, la misma transpiración en las manos.

Llegaste junto a mí, me levanté y te ofrecí una silla. Estabas preciosa, con el cabello húmedo, un vestido suelto, pero no tanto como para ocultar tus curvas, sonriendo, siempre sonriendo. Aceptaste tomar cerveza, así que te serví un poco en el segundo vaso que había pedido antes. Brindamos, sin decir nada con los labios, pero expresando todo con la mirada. El resto del sándwich se enfriaba en el plato al mismo ritmo que sucedía lo contrario entre nosotros.

Charlamos un rato. De vos, de mí, del trabajo, del tiempo. Unos minutos después me levanté, pagué la cuenta y nos fuimos. La charla continuó mientras nos alejábamos del bar. Tomamos cualquier rumbo, el único en realidad que los dos queríamos.

Cerca de la medianoche entrabas en mi habitación y en mi vida. Hicimos el amor como nunca, como siempre lo haríamos después de ese día. La madrugada nos encontró besándonos en la ducha. Te despedí como si no fuéramos a vernos nunca más. Fue un beso eterno, profundo, sublime. Luego, sólo un Chau de ambos fue lo último que nos dijimos.

Las diez de la mañana me encontraron abrazando la almohada que habíamos compartido unas pocas horas antes. Me escuché nombrándote, en la terrible y siniestra soledad del cuarto.

Y, sin saber por qué, dije: - Sabrina, te amo.

Como cada vez esta noche, como aquella, la primera de nuestras noches que ya no están, suena tu canción, y Eric Clapton y yo canturreamos tu nombre, cuando decimos que estás maravillosa esta noche, amor.

(Escrito en Tandil, el domingo 23 de mayo de 2004, a las 9.36 de la noche)