Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Vidalito: cuento.

Vidalito

Mateo Booz

1

Tumbado a la larga en el catre de tientos, Evangelino Bracamonte dormita insensible a los mosquitos que, perforándole el duro pellejo, se inflan y enrojecen
a su sabor. Las ramas de un aromo le brindan sombra y escondedero mientras Vidalito Bracamonte, su unigénito, que raya en los quince años, avizora acuclillado
la lejanía.

A cincuenta metros atrás del aromo se perfila la vivienda de los Bracamonte, de adobe crudo y techo de zinc, y cincuenta metros adelante cabrilea el sol
en el agua de un bañado. Al borde del bañado se esparcen unos señuelos de barro seco, que toscamente remedan las formas de patos laguneros.

De repente Vidalito manotea el pie desnudo y costroso del durmiente, diciendo con acento opaco y alertante:

- ¡Tata! ¡Tata!...

Evangelino, de barriga en el catre, solivia el busto y, mirando afanosamente para la parte del bañado, coge el fusil que está paralelo a sus costillas,
afirma la culata en un hombro y encañona entre el bochinche de las ramas.

El tremendo estampido de una carga desmedida de pólvora, balines y recortes estremece a la isla entera. Los patos sobrevivientes huyen silenciosos y azorados,
un bando de palomas surge con estrépito de alas de un timbó, el caballo que pastaba allí cerca enarbola la cabeza como un hacha y en la puerta del rancho
aparece Gregoria Bracamonte, haciendo un atajadizo a los ojos con la mano para inquirir las consecuencias del fusilazo de su marido.

Evangelino vuelve a reposar la testa en el catre y a su costado el caliente fusil, defendido el caño contra los riesgos del reventón con un alambre ensortijado,
y la culata, para que no patee fuerte, con una almohadilla de crines.

Y en tanto el criollo enhebra otra vez el sueño, Vidalito ratea entre las malezas, rumbo al bañado. Se mete en el agua hasta las ingles, apresa a las víctimas
del chubasco de plomo, veinte o treinta franciscanitos, y luego va al rancho con una pesada pelota de plumas en cada mano.

Antes de hundirse el sol tras las barrancas de Guadalupe. Evangelino se levanta, se despereza y, en la diestra el fusil y el catre al hombro, marcha a
su vivienda; zaguero camina Vidalito que tiene un ojo extraviado, la boca siempre abierta y húmeda y las facciones torcidas cual si sobre ellas soplara
un ventarrón.

Utilizando las postreras lumbres del día, se dirigen padre e hijo a un albardón de la laguna, distante pocas cuadras, y, en la canoa, recorren el espinel.
Siempre hay, cautivos en los anzuelos, algún dorado, algún pacú, algún rollizo, alguna boga...

A la mañana siguiente vadeará Evangelino la laguna para vender a los veraneantes de Guadalupe y a la tropa de curitas del Seminario Conciliar el producto
de su caza y de su pesca. Antes de mediodía regresará con algunas provisiones de almacén y algunos pesos en el bolsillo, para tumbarse nuevamente en su
catre de tientos.

Se viene la noche encima. Los dos Bracamonte enderezan al rancho. Brillan las luces de Santa Fe y más remotamente, sobre la izquierda, un difuso resplandor
delata la capital de Entre Ríos.

2

Gregoria, medio delicada para el mosquito, enciende una fogata que, a fin de producir más humo, consume también unos desechos de arpillera. A esa hora
arrecia el mosquito, voraz y atropellador y las catangas topan contra las paredes. Es año., año lluvioso, de muchas sabandijas, suplicio de los puebleros
que pasan los calores a la orilla del agua.

Al fuego se doran dos franciscanitos y un rollizo. La atmósfera está pesada y negra y para el lado del levante refusila. Evangelino clava en el suelo el
filo del hacha, con el ojo para arriba; tal el modo de ahuyentar rayos y centellas.

Después de comer, Evangelino abre el catre para dormir al raso, mientras Gregoria arregla los trebejos de cocina. Dentro de pocos instantes se guarecerá
ella bajo techo, con Vidalito, para descansar y levantarte al alba.

El cuzco de la casa torea con furia; a lo mejor alguna comadreja o alguna iguana...

Y Evangelino, que cree sentir rumor de pisadas en el cercano pajonal, grita:

- ¡¿Quién anda ahí?!

Y en la obscuridad contestan: -¡Avemaría!

Evangelino reconoce la voz de Cayetano Verdiles, don Cayeta, pescador que habita como a veinte cuadras, siguiendo en dirección a Colastiné Chico.

Disfruta don Cayeta de popularidad y simpatía entre los isleños. Aunque propenso a captar cosas y animales ajenos, se le estima un nombre servicial. Cuando
la muerte ronda por algún rancho, allí está don Cayeta para consolar y aportar su diligencia y su inventiva. En la creciente del año 14 demostró cuánto
era capaz de hacer por el prójimo. Gracias a su decisión no sucumbieron en aquella catástrofe los Gorosito, familia de carpinteros, en la costa del arroyo
Quitacalzones.

El recién venido ocupa un escabel de ceibo; Gregoria monta la pava en un trébede; Evangelino cuelga de las ramas del tártago el candil mortecino y humoso.
Y tomando mate, circuidos de sombras, discurren sobre la altura de las aguas, los negocios del pescado y las nuevas garitas del balneario de Guadalupe.

Vidalito, que ha merodeado en torno de la visita, se va a dormir. Don Cayeta dice, con dejo apesadumbrado:

-¡ Lástima de muchacho!... ¿ Y no se les compone ?

Gregoria hace un gesto de negación y desesperanza,

Y Evangelino pormenoriza:

-No se compone. A temporadas anda bien hasta que le viene la convulsión. Entonces se retuerce, grita y se amorata. Después hay que tenerle mucho cuidado.
Como es medio privadito de la cabeza. No podemos guardar animales en casa, porque a lo mejor les hace alguna fechoría. El cuzco le dispara; sabe que, cuando
menos lo piense, el muchacho le va a echar un chorro de agua hirviendo o lo va a chucear con el asador. He traído gallinas, pavos y nutrias. A las aves
les cortaba el pescuezo y a las nutrias les saltaba los ojos con una astilla.

-Contale lo de García, Evangelino - indica Gregoria.

-¡ Ah, sí! El año pasado, los tripulantes de una balandra naranjera me regalaron un mono misionero que tenía totalmente cara de persona. Se llamaba García.
García, tan retozón y tan zafado nos divertía mucho. ¡Bicho inteligente! Yo le gritaba ‘‘¡García!'' y García se me venía al trote desde el techo de la
casa, desde arriba de un árbol o desde donde quiera. García hizo buenas migas con Vidalito. Siempre andaban juntos. Y una tarde oí unos chillidos de dolor;
y en el fondo de la batea lo descubrí a García abierto de brazos y atravesado por unos clavos de dos pulgadas como el Santo Cristo que tenemos en la pieza.
Y Vidalito, sentado enfrente, lo miraba fijo, con una risa quieta y babosa. Le aseguro que daba pena.

-Es una desgracia - reconoce don Cayetano.

-Cierto - confirma Gregoria.

-¡Y cómo no ha de ser desgracia! - exclama Evangelino.

- Un hijo solo y un hijo así. No hemos cometido falta merecedora de ese rigor. Con Gregoria nos ayuntamos en la isla, allá por el año en que Menchaca subió
al Poder, y antes de que naciera Vidalito nos casamos conforme Dios manda, frente al camarín de la Virgen de Guadalupe, un día de peregrinación.

-No sé si habrá sido - interviene Gregoria - el gustazo de cuando encontré enroscada en las cobijas a un curuyú. Por ese entonces yo estaba muy adelantada
de Vidalito.

- ¿Y no lo han hecho ver? - interroga don Cayeta después de un silencio.

- ¡Oh, déjeme! - lamenta Evangelino. - Nos hemos gastado un platal en doctores; cinco pesos la visita, y le recetan unas tomas; y siempre sigue igual.
A otro le dio por hurgarle las narices con unos fierritos. ..

-Si los doctores no le entienden la enfermedad - razona don Cayeta - debía buscarse algún curandero.

- ¿Usted cree? - pregunta Gregoria con repentina animación.

- ¡Y cómo no! i No se acuerdan de Gabino Paredes, por mal nombre ¿el Lechuza?

-A no, es uno que supo ser sereno en los depósitos del dique número dos - indaga Evangelino.

-El mismo. Bueno; el Lechuza estaba en las últimas; se le acababa el resuello y los doctores de la Asistencia no daban con el clavo. Por entonces vino
aquel Tata Dios que se afamó en el barrio del Chileal. Y ese Tata Dios lo dejó nuevito, sin necesidad de medicinas; sólo con unos toqueteos y unas palabras.
La semana pasada lo be visto al Lechuza, contento y fortachón, hombreando bolsas de sesenta kilos.

Y dado que truena a los lejos y que la laguna se torna traicionera y brava con los cambios de tiempo, don Cayeta se despide. La chalana lo espera; debe
bogar algunas cuadras para cortar después por unos riachos.

Evangelino lo acompaña hasta la playa. El agua, estrellada y obscura, se ilumina a ratos con los relámpagos. A los lejos rezonga el motor de una embarcación.

3

De regreso, Evangelino piensa en la salud de Vidalito, la única amargura de su existencia monótona y perezosa de isleño. ¡Ah, si se le sanara! Es juicioso
lo que dice don Cayeta; antes del domingo irá a Santa Fe y averiguará de algún curandero. ¡Dios permita que Vidalito se ponga bien del cuerpo y del cacumen
como todos los muchachos de las islas!

Llega al rancho. De un alambre penden en línea los patos y los pescados que mañana irá a vender a Guadalupe, si la marejada deja cruzar la laguna.

Y, bostezante, se apresta a apagar el candil, cuando de improviso descubre, al pie del tártago, el bulto de un hombre agazapado y un relumbre de ojos como
ascuas de cigarrillos.

Evangelino pega un salto atrás y, ya desnuda en la mano la ancha cuchilla de pescador, reclama: -¿ Quién sos vos ?

Y como el misterioso intruso calla y se rebulle. Evangelino, avanzando con la cuchilla amenazadora, pregunta otra vez:

- ¿Quién sos vos?

Las voces han despertado a Gregoria que, blanqueando la camisa en la puerta, intercede, con angustia:

- ¡No lo mates, Evangelino!

Al mismo tiempo, el hombre, alzándose del suelo y definiendo más sus formas al resplandor del candil, declara con un acento reposado y metálico:

-He llegado volando; no me pregunten de dónde vengo y llámenme Don Quien Soy.

-Y Gregoria reitera:

-No lo mates,; Evangelino.

Nuevamente exige Evangelino.

- ¡¿Quién sos vos?

-Yo soy Don Quien Soy.

- ¿Te me haces el loco"? - murmura el pescador, acortando aún más su distancia con el sujeto.

Ahora lo ve mejor: es un tipo retaco y cerdudo, el rostro aindiado y colgado de un hombro unas alforjas tejidas; y en las alforjas se acula un gato negro,
cuyos ojos fosforecen y cuya traza presta al personaje mi contorno cabalístico.

Evangelino no advierte en la estrafalaria catadura de Don Quien Soy signo alguno de hostilidad; e interroga, ya sin tutearlo:

- ¿Y qué busca usted por las islas y por este rancho?

- Yo caí aquí... Sólo pido pasar una noche y, si sobra, alguna cosita de comer.

- ¡Y cómo no! - exclama Gregoria, también, como su marido, tranquilizada.

- No podrá decirse que en el rancho de los Bracamonte un pobre no ha de encontrar sitio para echarse ni pescado asado para comer.

-Agradezco - responde el arribante.

- Si yo los pudiera servir...

-¿Y usted en qué anda? - averigua Evangelino envainando la cuchilla.

-Yo curo males del cuerpo y del alma. No hay dolencia que se me resista. Es un don que tengo.

Los cónyuges nada responen a la revelación que los colma de una sorpresa jubilosa y esperanzada. Únicamente el cielo ha podido enderezar los pasos del
curandero a esa vivienda; y ¡si lo mandara para sanarlo a Vidalito!

Don Quien Soy y su gato comen en silencio unas raciones de ave y pescado, y se acuestan después en el cuarto de capipotí paredaño con el rancho.

Evangelino mata la llama del candil y se tiende con los ojos hundidos en la negrura densa y sofocante de la noche, que apenas horadan los chispazos de
luciérnagas y mamúas.

Piensa en su hijo y en la opinión de don Cayeta, y brota en su espíritu la seguridad de que ha de curarlo Don Quien Soy.

Del seno de las sombras surge el vozneo estridente de una lechuza.

Evangelio susurra:

- ¡Pa tu entierro!

Y se queda dormido.

4

Llueve desde antes de clarear. El agua forma ligeros regatos y el viento del oeste remece los árboles y encama los pastizales.

Evangelino, mateando bajo el alero, contempla imaginativo las nubes blancas que en el cielo bajo, heridas por un rayo de sol oblicuo, fingen un banco de
arena. Es seguro que pronto escampará. Pero de todas suertes ya no podrá ir a Guadalupe si no es a la tarde.

Junto a su padre Vidalito anuda prolijamente unas redes, y cuando por lo alto cruza una bandada, mira y dice con su habitual mueca vesánica, levantando
una mano:

-Tata, bisuás. O:

-Tata, gallaretas. O:

-Tata, coronderos.

Pero Evangelino no concede atención a los informes de su vástago. Su pensamiento y el de Gregoria lo devora el huésped que ocupa el cubículo de capipotí
y que aún no ha dado señales de existencia.

Pero marido y mujer no hablan del suceso. Ha de antojárseles superfluo poner palabras cuando recíprocamente se adivinan su preocupación y su expectativa.
Don Quien Soy aparece y saluda.

-Buen día. El extraño individuo, en actitud de marcharse, escruta el horizonte.

- ¿Ande va a ir con este tiempo? Acompáñeme a verdear - invita Evangelino.

Don Quien Soy se sienta al arrimo de la lumbre, entre el padre y el hijo, mientras Gregoria, sin dejar de espiar al huésped, se aplica a los ordinarios
ajetreos domésticos.

Transcurren unos minutos. Vidalito se ha inmovilizado, con la vista clavada en el felino que decora el hombro de su amo. Un hilo de baba cae de la boca
de Vidalito.

Don Quien Soy observa al muchacho e inquiere:

-Che, chico, ¡te gusta el gato ¡

Vidalito asiente con un gesto, sin apartar los ojos, y el forastero agrega:

-Ánima, que así se llama el animalito, tiene la condición de hacerse querer. Y me ayuda mucho en las curas. Yo, sin pensarlo, le he transmitido mi fluido;
y a veces, en las enfermedades livianas, basta estar con él para sanarse.

Gregoria ha dejado su faena; marido y mujer oyen pasmados la narración de algunas dolencias graves y rebeldes, contra las cuales nada pueden los doctores
recibidos, y que ese taumaturgo indígena derrota fácilmente sin causar al cuitado dolor ninguno.

Luego Don Quien Soy posa un instante los ojos en Vidalito, y declara:

-Este chico es enfermo: yo lo curo.

Gregoria y Evangelino exclaman, casi al unísono:

- ¡Dios se lo pagará!

Evangelino, con la intención de apartar de allí al muchacho, ordena:

-Che, Vidalito: anda búscate unas tortas de vaca para prender fuego.

Vidalito se aleja bajo la garúa, que ya amaina, y la mujer alaba con ternura en la voz:

-Es lerdito de la cabeza, pero bien mandado.

Los padres relatan al ensalmador toda la historia de la enfermedad del unigénito.

Don Quien Soy escucha con la frente baja y enlazadas las manos en las; rodillas. Finalmente levanta la cabeza y dictamina:

-A ese muchacho le han hecho el mal.

Los Bracamonte se miran con asombro.

- ¿El mal ?... ¿Quién iba a hacerle el mal ? Todo el mundo nos quiere bien.

-Piensen, piensen - incita el hombre.

Ambos escudriñan su memoria sin encontrar al perverso que les causó ese daño. Don Quien Soy explica.

-El mal no lo hacen solamente los cristianos; también lo hacen los animales y las plantas si se les castiga adrede con un suplicio inútil. Piense, piensen...

Y como la pesquisa no produce ningún fruto, Don Quien Soy, los ayuda:

- ¿Alguna vez no han dejado algún cuchillo sumido en un tronco vivo?

Y dado que el matrimonio diseña un signo de ignorancia, el curandero, pasando una mano ahora por la piel de Ánima, sugiere:

- ¿Alguna vez han tiroteado a un árbol? Evangelino murmura: -No sabría decirle.

Y tras un breve meditar, recuerda súbitamente.

-Sí, sí. Fue por el año en que nació Vidalito. Debí ir por una diligencia hasta el puerto Iturraspe, y a la vuelta, dejando atrás a Santa Bosa, el Calchines,
a la altura del Rincón de Mota, se puso muy feo con la marejada. Entonces embiqué la canoa hasta que pasara el ventarrón, y me gané en un ombú sal. Yo,
que no uso más arma de fuego que el fusil de cargar por la boca, llevaba en esa ocasión un revólver inglés, préstamo de don Cayeta. Y sólo y aburrido me
dio por ensayar la puntería, y le metí las cinco balas al tronco de un ombú.

-Ese ombú - asevera rotundamente el ensalmador - es quién le ha hecho el mal a su hijo. El ombú sufre, y hay que sacarle las cinco balas para que el chico
se sane.

- ¿De veras? - dicen los padres cundidos de fe.

-Y entretanto haría falta que Ánima pasara su fluido a Vidalito. Pero yo tengo que irme y ni por un queso lo abandono a Ánima.

-Usted no se irá - afirma roncamente Evangelino.

-Eso se dice. Pero yo tengo que curar enfermos; y aquí no hay enfermos.

-Sí - promete Evangelino. - Yo le traeré lastimados y apestados de todas las islas y del propio Guadalupe.

-¡Así! - responde Don Quien Soy, allanándose. Ese es otro cantar.

5

Ora en canoa., ora a caballo. Evangelino recorre los ranchos de esa isla y de las colindantes, haciendo saber que alberga al  mano santa y que éste hará
la caridad de cicatrizar todas las heridas y disipar todos los dolores.

Y a la vivienda de los Bracamonte acuden los lacerados con llagas o baldaduras, frecuentemente afecciones reumáticas de los moradores de tierras anegadizas.
Los domina una profunda confianza. Son mujeres, son hombres, son niños. Algunos valetudinarios esperan curar de la incurable enfermedad de la vejez que
les tuerce las espaldas y les afloja las coyunturas.

Don Quien Soy acoge a los peregrinos con talante grave. Está en el cubículo de capipotí. Sobre un fogón álzase la diminuta y desnarigada imagen de bulto
de San Antonio que el hechicero ha extraído de las alforjas y colocado a la par de un platillo. En ese platillo cae el óbolo voluntario - chirolas y billetes
- de los enfermos que buscan el inapreciable don de la salud.

Pasa Don Quien Soy sus manos milagrosas y mugrientas por las partes adoloridas y pronuncia a momentos, meneando la cholla, palabras enigmáticas.

-El padrejón está muy arriba.

O, contrariamente:

-El padrejón está muy abajo. Los enfermos gargarizan el buche de elixir que, de una botella inagotable, les escancia el hombre directamente del gollete
a la boca. Y seguirán diversas instrucciones: sobar, hasta que se ablande, una guasca seca, o desembarullar el complicado enredijo de un alambre; o dar
siete vueltas diarias a mano derecha y siete a mano izquierda en torno de un sauce llorón.

Se alejan los peregrinos con el semblante y el corazón gozosos; alientan la certidumbre - prodigioso bálsamo - de que el sortílego ha quitado de sus cuerpos
las lacras y las torturas.

A menudo acompaña Vidalito a los enfermos hasta la laguna, donde se reembarcan. Ha amistado Vidalito fuertemente con Ánima, a quien lleva sujeto del cuello
por un cordel; a veces la bestezuela le salta a un hombro, como al hombro de su amo.

Pero ya lo ha dicho Don Quien Soy: Ánima sólo tiene poder para aliviar a Vidalito; Vidalito podrá curarse cuando, extrayendo del ombú los proyectiles,
el ombú cese de padecer.

Hay, desde la isla hasta el Rincón de Mota, a fuerza de remos, diez horas de ida y siete de vuelta, aguas abajo. Evangelino emprende el viaje, y dos días
después regresa. Trae tres achatados trocitos de plomo. Le costó un triunfo reconocer, entre muchos otros ombúes, el ombú que en mala hora tomó de blanco
quince años atrás; y otro triunfo descubrir, en la ruda corteza del árbol, la vieja cicatriz y alcanzar después, a punta de cuchillo, el nido de la bala.

-Usted mentó cinco balas - observa Don Quien Soy - y se me viene con tres.

-Y gracias. Un trabajo del diablo dar con ellas. El taumaturgo sacude las ásperas melenas en un gesto de negación, y deja establecido que nada se logrará
si no se recuperan los cinco proyectiles.

Gregoria y Evangelino cavilan mucho y dialogan poco, y por último resuelven, para la salvación de Vidalito, irse ambos hasta el Rincón de Mota. Más ven
cuatro ojos... Revisarán y hurgarán el árbol astilla por astilla hasta descubrir esos plomos, así deban permanecer allí meses y años, sangrándose las uñas
en las cortezas.

6

Es jueves. El sábado anterior Gregoria y Evangelino rumbearon para el Rincón de Mota y todavía no han retornado.

Continúa el desfile de enfermos. En todos los ranchos isleños se habla de Don Quien Soy y de sus curas portentosas.

Los óbolos no consisten ya únicamente en dinero; también en pollos, huevos, frutas... Don Quien Soy, Vidalito y Ánima engullen finas manducatorias.

Esa tarde el muchacho acompaña de vuelta hasta la laguna al paralítico a quien sus deudos alzan en un catre. Vienen desde cerca de Coronda. Los iluminan
unas mágicas palabras del curandero y el alivio que ya el lisiado confiesa experimentar en sus miembros inertes. Viajan en una lancha a motor, y al partir
dejan abandonada en la costa una lata de nafta a medio llenar.

Desanda Vidalito el camino, aupando a Ánima, su amigo inseparable, y lleva consigo la lata de nafta, que pone luego bajo un eurupí, a menos de veinte metros
de la vivienda..

Avanza la noche.. El curandero, molido por el bregar del día, aconseja:

-Ándate a dormir, che, loquito.

Don Quien Soy se recoge, y el unigénito de los Bracamonte, sentado a la intemperie con Ánima sobre las rodillas, deja transcurrir el tiempo. La atmósfera
está sosegada y tibia, llena del leve y unánime rumor de la isla, en reposo. Sobre el horizonte se remonta la luna como un frágil globo de papel de seda.

Más tarde Vidalito da unos pasos y se detiene ante la puerta tras la cual ronca el forastero. En el batiente dibuja la llave una gruesa raya de sombra.
El muchacho hace girar la llave, y lude el pestillo al internarse en la muesca.

Vidalito se aparta del rancho. Hollan sus pies los pastos duros y el polvoroso suelo untado de luz de plata.

Reposa bajo un curupí, y ata el cordel de Ánima en el tronco del árbol. A su vista el abollado recipiente de la nafta se cubre de lunas.

Vidalito agarra el sapo que saltaba a su alrededor, lo aprieta dentro del puño y lo lanza después al espacio; distante se oye un ruido seco.

Se aquieta el muchacho en actitud meditativa. ¿Qué pavesas de pensamientos enciende esa mente brumosa?

De pronto parece haber tomado una decisión: se incorpora y vierte la nafta sobre Ánima. El micifuz, sorprendido y despavorido, brinca para huir; el cordel
lo aprisiona; impotente, el felino, se revuelca con desesperación en el charco de petróleo.

Vidalito, mirándolo, se tienta los bolsillos; luego la llamita de un fósforo brilla entre sus dedos, y la llamita, al caer, se torna en súbita hoguera.

Ahora el cordel se corta,- y Ánima parte maullante y veloz, fantástico esférico ígneo que rebota en el campo, que trepa al techo del cubículo de capipotí
y desaparece, como mortal centella, por una ventana.

Las pajas de la techumbre cogen fuego y del interior de la vivienda no demora en salir un resplandor rojizo. Y tras los dos cruzados barrotes de la ventana
asoma la faz pomulosa y afogarada de Don Quien Soy. El tracista sacude en vano los hierros, como en vano ha sacudido la puerta, y con voz angustiada implora:
- ¡Vidalito! ¡Vidalito! Abrime, Vidalito. Su llamado se extingue en la noche indiferente. Vidalito se ha aproximado, y, con las posaderas en los talones,
contempla el incendio desde un espartizal, retratado en su cara un júbilo maligno y demente.

Don Quien Soy, chamuscadas ya sus raeias melenas y amenazando con el puño entre los barrotes, maldice al opa.

Arriba una bandada de pájaros negros describe incesantes círculos.

7

La luna se ha entrado, y en el horizonte de Entre Ríos se pinta un extenso friso luminoso, que proyecta sobre el paisaje una creciente claridad.

La canoa de los Bracamonte toca la playa y Gregoria y Evangelino pisan la arena. Se advierten felices e impacientes por contar al curandero la gran noticia:
han encontrado y, en la horcadura del ombú, tres largos días de búsqueda afanosa y ardua, las piezas de plomo que envenenaban la vida del hijo.

Encamínanse a ligero andar a su morada. Perciben un fuerte hedor a carnes y pelos quemados. Y atónitos ven humear y crepitar el rancho de capipotí, y después,
negro como un tizón, el cuerpo exánime de Don Quien Soy y a su lado, Ánima, un montoncito de ceniza.

Los Bracamonte gesticulan y gritan y claman con desolación:

- ¡Vidalito!, ¡Vidalito!

Y a Vidalito lo sorprenden entre unos espartillos, poseído por una crisis epiléptica: los miembros crispados, lívida la piel, espumante la boca...

El isleño, alzándolo amorosamente en brazos, exclama:

-         ¡La convulsión!, ¡La convulsión!... No te asustes, hijito... Vas a sanarte... Aquí traigo las balas.