Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Patria de infieles: cuento.

Patria de infieles

Mateo Booz

1

Las canoas hendían el río pausadamente, entre músicas y cantos litúrgicos. Uno de los barquichuelos, con guías de hierbas y telas policromas, traía una
imagen del Redentor, cuya víscera cordial mostraba, radiada de oropeles, en la vestidura talar.

Los pobladores de Alto Verde esperaban en la orilla al Corazón de Jesús que, con su cortejo, acudía a visitarlos desde las penumbras de la iglesia de la
Merced.

La campanilla de la capilla tañía jubilosamente y el sacristán sacaba del incensario sortijas de humo aromoso.

Un jesuita alemán, alto, enjuto y recio, vigilaba al concurso con el libro de oraciones en la mano e indicaba las actitudes que debían adoptar los fieles.

Reclinada en el tronco de un sauce, Guadalupe Estomba contemplaba el cuadro. Todo cobraba a sus ojos un prestigio sobrenatural y turbador. Su imaginación
descubría luces cegadoras, luces de milagro a la figura santa que, avanzando, oscilaba levemente en las andas al galope de los remeros.

Guadalupe señaló esa prodigio, con la diestra tendida, la chiquilla de seis meses sentada en su antebrazo, El chiquilín no pareció gozar de la emoción
extraterrena que su madre quiso infundirle. Sus ojitos azulosos reflejaron el paisaje sin conceder más importancia a la procesión que a los ultramarinos
surtos en las aguas turbias y quietas de los diques y que a los perfiles sinuosos de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, edificada en la banda opuesta.

La canoa con la imagen tocó el borde barroso de la isla y todas las gentes se prosternaron. Guadalupe, hincada junto al sauce, vio a su padre saltar a
tierra y preparar la maniobra del atraque. La buena fortuna había querido que la embarcación de Julián Estomba transportara por el río a la divina figura.

Organizada la procesión, Guadalupe se mezcló al grupo de señoras y sacerdotes que presidían la columna.

El vocerío y la infatigable vibración de la campanita, estremecían, a riesgo de quebrarla, a la atmósfera cristalina de la tarde. Guadalupe apretaba a
su hijo contra el pecho, con ansias inmotivadas de llorar.

Los procesionantes marchaban hacia la capilla por la ancha calle polvorosa, entre la margen del río, festoneada a trechos de sauces melenudos y lacios,
y entre una hilera de construcciones, a más alto nivel. Contra los cercos de esas viviendas, generalmente de tablas azules, solían exhibirse algunos individuos
en camiseta, con la cara hosca; sin duda, estibadores del puerto a quienes aún no había logrado reducir la poderosa acción catequística del jesuita alemán
y de las damas misioneras.

Subieron una cuesta y la santa imagen, remontada por encima de la muchedumbre, entró a la capilla.

El Redentor, llegado al comulgatorio, bajó de los hombros de sus conductores. Guadalupe, desde un banco próximo, miró en éxtasis ese semblante suave, prolongado
en una barba rizada a tenacillas, y ese corazón salido del pecho para la adoración de los creyentes.

Sonaron los tubos del órgano, el aire se saturó de incienso y la llama de las bujías se multiplicó en el barniz de los tabiques. Un canónigo joven, de
facciones ovaladas, platicó con léxico fluido sobre el séptimo sacramento y la obligación de santificar las fuentes de la vida, impresionando mucho a las
señoras, que se miraban entre sí y hacían con la cabeza signos aprobatorios.

Absorta en la contemplación de la imagen, Guadalupe no escuchaba al orador sagrado. Rezaba, diluyéndose en brumas su pensamiento. Algo, empero, pedía,
sin frases, al Redentor. Pedía buena venturanza para el pequeño ser ahora dormido en su regazo y pedía que le conservara siempre encendido el amor de Pochoco,
el padre de ese chico.

Otra vez el Redentor subió a los hombros de sus conductores y emprendió el camino de la canoa, seguido de los procesionantes.

Iba Guadalupe como empujada por los devotos, cuando una mano de señora, con un Rosario arrollado a la muñeca, hizo unos festejos a su chico,

-Linda criatura - alabó la señora, una dama de porte altivo, que se agrupaba con otras de su rango.

Guadalupe sonrió, feliz al agasajo.

- ¿Usted misma lo alimenta? - indagó la dama.

- No - repuso Guadalupe -. Desde que nació, con mamadera.

La señora volvió la cara.

-Vea, misia Clotilde, cómo esta gente cría a sus hijos; y sin embargo, no se les mueren.

Guadalupe se mortificó ante la inexplicable sorpresa que causaba el que su hijito no se muriese. ¿Por qué, Dios mío, habría de morírsele?

Pero la señora no tenía intención de lastimarla, pues reiteró, dando a su voz un tono efusivo:

- Linda criatura... Y debe salir a su marido, por que de usted no va a sacar esos ojos azules ni esas carnecitas tan blancas.

-Yo no tengo marido, señora - confesó Guadalupe.

- ¿Y usted vive aquí, en Alto Verde?

- Sí, señora. Allá, sobre el canal de acceso.

- ¿Y el padre?

- En Santa Fe.

- Algún gringo, de seguro.

- No señora: hijo del país.

La señora repartió un gesto de inteligencia entre sus amigas y se adelantó hasta ponerse a la par de Guadalupe.

- ¿Usted, cómo se llama? - interrogó.

- Guadalupe Estomba, señora.

-Bien, Guadalupe, es necesario que usted se case. Estamos empeñadas las señoras de la misión en civilizar esta tierra de salvajes y poco a poco lo vamos
consiguiendo. El mes pasado concertamos ocho matrimonios de gentes arrimadas... ¿Y el chico está bautizado?

- Sí, señora. Lo cristianó el padre Cárdenas.

- Así debe hacerse. La felicito. Hay que concluir con los herejes; diferenciar los hijos de los animales.. . Y ahora falta, para contera del bastón, que
ustedes se casen. Y yo me propongo hacerlos casar.

- Nunca he pensado en eso, señora.

- Pues hay que pensarlo y, sobre todo, hay que hacerlo - replicó la señora, ahora con modo autoritario -. No toleraremos nosotras en Alto Verde esas inmoralidades...
Y dígame: su... ¿su hombre está dispuesto a proceder como Dios manda?

- El es muy bueno. Pero nunca hemos hablado de esas cosas. Y creo que la familia de él se opondría.

- ¡Pues estaría bonito! Si es el padre de la criatura no le queda más que casarse. El que las hace las paga. Y vos no debes ser sonsa. Los hombres son
muy sinvergüenzas.

- El no es un sinvergüenza, señora - replicó con desabrimiento.

- Bueno; entonces no será como todos - admitió sonriente. - Y mejor, porque así no tendrá ninguna excusa para dejar de cumplir con su deber.

Y como ya llegaban al embarcadero, la señora se despidió con unos golpecitos protectores en la espalda y una rápida caricia en el rostro del chiquillo.

Desde la costa vio Guadalupe alejarse por el río la procesión, cantando y humeando, y vio zangolotearse a las canoas empavesadas al pasar el vapor París
removiendo las aguas con sus ruedas.

Una nueva preocupación embargaba a Guadalupe. Cuando declaró que nunca había pensado en casarse, no dijo la verdad. Muchas veces había pensado que si Pochoco
le diera su apellido, quedarían a la fuerza más atados y hasta podrían entonces vivir juntos en la ciudad. En una ocasión se lo insinuó a Pochoco. Este,
después de sorber el fondo del mate - lo recordaba bien - contestó lacónicamente:

- ¡Bah! ¿Para qué? ¿Para que se pongan a amolar los de casa?

Y ella no quiso nunca insistir. De todas maneras eran dichosos.

Pero ahora opinaba que la señora tenía razón. Después de todo, eso no costaría mucho trabajo. Si Pochoco no se decidía, tal vez esa señora, tan servicial
y tan imperativa, lo hiciera decidir con sus palabras.

Sintió frío. El resplandor crepuscular enrojecía los cristales de los edificios de Santa Fe y en los masteleros de las naves ancladas brillaban, pálidos,
unos faroles.

Guadalupe esperó algunos minutos más, hasta que su padre vino a recogerla. La canoa se deslizó impulsada por los remos de Julián Estomba, un criollo atezado,
de bigotes como pajonal. Estomba refería un episodio de su juventud, muchas veces contado por él, de cuando bogaba en la boca de Buenos Aires. Su hija
no lo escuchaba, ausente su pensamiento de ese tema y de ese lugar.

La pequeña embarcación entró en el canal de acceso y, doscientos metros más adelante, atracó, ya de noche. Los pasajeros treparon la barranca en procura
de su vivienda, un rancho pulcro con los adobes enlucidos y unas orlas añiles en las aberturas.

2

Guadalupe relató a su padre lo conversado la tarde antes con aquella señora.

Estomba dijo, liando un cigarrillo de tabaco negro:

- ¡Ah! sí. Esa señora es de las que andan haciendo casar a todo el mundo por Alto Verde. Una misia muy principal; y a los ricos mejor no contrariarlos.
Vos pensalo bien. Y si el mozo está conforme... Tu madre y yo no fuimos más que juntados; yo nunca la sobé a ella y nunca tampoco me faltó la finada. Pero
si, como dijo ayer el cura en el sermón. Dios ayuda a los que se casan y no a los que se arriman, cásense no más.

Y prendido a los remos, se marchó aguas abajo.

Guadalupe subió la barranca. La idea del casamiento trabajaba ahora su espíritu, y habría deseado que su padre acordara más trascendencia a esa ceremonia.

Era justo lo que dijo aquella señora: debía la gente diferenciarse de los animales.

Ahora faltaba que Pochoco se allanase a la bendición del cura. Era bueno, y además lo creía bastante religioso.

Una vez le contó que su mamá lo había llevado a confesarse con un dominico. Nunca le oyó mofarse de los clérigos ni de las procesiones, como lo hacía un
pescador italiano de las Cuatro Bocas, que llamaba a su perro con el nombre del señor Obispo y tenía en la cabecera de su catre un retrato del gobernador
Menchaca.

Las propias conversaciones revelaban los buenos sentimientos de Pochoco. Sabía compadecerse de los pobres que sufren. ¡Cuántos paquetes de yerba y azúcar
regaló a la viejita tullida que habitaba un rancho de la vecindad! También a un canoero, amigo de Estomba y aficionado a la chupa, que peleó en un boliche
del puerto con los extranjis de un paquebote, le pagó las medicinas.

Evocaba ahora, enjuagando las ropitas del hijo en la batea, el día, de principios del año pasado, en que lo conoció. Era ya anochecido y cruzaba ella con
unas costuras por la explanada del teatro Municipal.

Unos hombres que allí se reunían la piropearon; y uno de ellos se desprendió del grupo y marchó tras sus pasos. Luego, se le apareó y la habló. Ella, inquieta,
sólo le contestó después de caminar dos cuadras. Al llegar al bajo, subieron a la misma canoa. Pochoco le pagó el viaje y la acompañó, a pie y ya obscuro,
hasta su rancho. Guadalupe no sintió miedo, ni cuando él, en el camino, empujándola contra un sauce, le plantó un beso en la cara, el primer beso de amor
y que apenas si rechazó con un:

-Sosiéguese, pues.

Convinieron los lugares donde podían verse en lo sucesivo.

Y cuando debió confesarle a su padre que le llegaría un nieto, temió desencadenar su cólera y recibir unos guascazos. Pero él calló, con el ceño fruncido;
y al cabo dijo:-Ya pensé que en algo andarías por el pueblo, muchachita de porquería.

Y prometió propinar una paliza al seductor. Mas el seductor se presentó a la misma sazón en el rancho, y Estomba, hombre tímido, no se atrevió a cumplir
su promesa. Y a los pocos minutos simpatizaba ya con el padre de su nieto.

¡Qué bien se portó Pochoco en aquel trance! Se vino, en el momento crítico, con un doctor de Santa Fe.

Desde entonces Pochoco frecuentó el rancho a todas horas. Compró un juego de dormitorio, una cama de hierro y algunos adornos para decorar la humilde morada
de los Estomba.

Acrecentábase en Guadalupe el cariño por Pochoco. y agradecía a la providencia el habérselo puesto en su camino. ¡Era mucha suerte para una pobre chinita
como ella!

Guadalupe alzó el rostro: el Alcaraz surcaba el canal con la cubierta poblada de pasajeros. - El vapor de las diez - murmuró.

Y se puso en seguida a trasegar con la leche y la mamadera.

Por la barranca surgió Pochoco, acompañado de un perro de policía. Era un hombre de 25 años, rubio, de andar perezoso, con un indumento descuidado y de
buena calidad.

-Che, Guadalupe, dame unos mates - pidió, sentándose, con el mastín entre las rodillas. Y luego de comentar el nombramiento de un amigo suyo para comisario
de órdenes de Santa Fe, se acercó a la cuna, colgó al cuello del chico un sonajero y, refregándole la barba en la cara, lo hizo llorar.

Guadalupe intervino:

- ¡No seas hereje!

Y tranquilizó al chico con el biberón.

- De nuestro machito voy a sacar un punto bravo; ya vas a ver - anunció Pochoco, rascando la cabeza del mastín, que estiraba el pescuezo para recibir las
caricias de su amo.

Guadalupe, que cebaba el mate, espiando la oportunidad de aludir al tema que absorbía sus pensamientos, irrumpió:

- ¿Por qué no nos casamos, Pochoco?

Después de un compás de silencio, el muchacho habló con una gravedad desusada en él.

- Yo también me pregunté lo mismo muchas veces, tentado de casarme. De cualquier modo, ya estamos enredados vos y yo para toda la siega, y más con ese
purrete que, la verdad, se me ha metido muy adentro. Por mí no habría dificultad. Pero mi vieja... Está llena de ideas pavas; y si yo le anunciara un matrimonio
así, levantaría el grito al cielo, me cortaría los víveres y le abreviaría los años. Yo no me atrevería a hablarle de eso, ni nos conviene a nosotros,
ni hay para qué. Viviendo como vivimos y queriéndonos como nos queremos, es preferible ahorrarnos esos conflictos y sinsabores... Y háceme el favor de
no sacarme más estas conversaciones.

Y Guadalupe se hizo el propósito de obedecer. Sus convicciones carecían de firmeza. Se le antojaba ahora razonable el discurso de Pochoco, como antes persuasivos
los argumentos de aquella señora. Si eran felices como eran, no había por qué acarrearse complicaciones. Lo principal, contar con el cariño de él; y después
de esas palabras, impregnadas de una emoción íntima, dudaba menos que nunca.

Procuró entonces desechar sus cavilaciones; y los días prosiguieron iguales y benignos con las visitas frecuentes de Pochoco, con los barcos de Sarsotti
que a su paso mareaban la hora, con los transatlánticos que convulsionaban las aguas del canal y con los cazadores que afluían de la ciudad y tiraban a
los patos por los contornos.

3

Aquella tarde fue Guadalupe a Alto Verde. Era domingo, y los isleños se congregaban en los boliches y en las puertas de las viviendas. Algunos buhoneros
transcurrían con sus cajas de peines y jabones. A menudo se oían los soplidos de un acordeón o el tango que arañaba la púa de un fonógrafo.

La muchacha saludó a una mujer de asentaderas rotundas que, a la vera del río, reposaba en un banquito microscópico; y al retornarse divisó, junto a un
Ford - el único automóvil que por allí circulaba - a varias señoras de la misión que despedían al jesuita alemán.

El sacerdote ocupó una canoa. Y una voz partió del grupo:

- ¡Guadalupe!

Guadalupe reconoció en quien la llamaba a la señora del día de la procesión. Habría preferido seguir de largo, pero debió allegarse.

- Esta es la muchacha de que les hablé - informó la señora a sus compañeras -. Ya me contó su historia, la historia de todas estas pobres chirusitas. Ella
está dispuesta a casarse, y habrá casorio. Yo seré la madrina,

- Usted pretende amadrinar todas las parejas de Alto Verde, misia Zoraida - comentó, risueña, una jamona que enristraba unos impertinentes de carey.

- En este caso, Micaela, yo tengo más derecho que ninguna, como que a mí corresponderá el mérito de la obra.

En medio de esas señoras que la rodeaban y escudriñaban, Guadalupe se cohibió primero y se azoró después, deseosa de que terminara pronto la escena.

Micaela, la jamona de los impertinentes de carey, observó:

- Modosita la muchacha. Las Mendiondo supieron criar una, del asilo, bastante parecida a ésta, sobre todo de perfil.

Guadalupe sonrió, ruborizada.

- Bueno, decime - interrogó entonces misia Zoraida - ¿ya lo conversaste a tu hombre para que cumpla con el séptimo sacramento?

- Sí, señora; se lo he dicho, pero la mamá de él no quiere. Habrá que esperar otra ocasión.

- Ninguna persona decente y temerosa de Dios - sentenció misia Zoraida - puede impedir que un hombre se case con la madre de sus hijos y repare el mal
que ha hecho, deshonrando a una pobre muchacha.

Estos conceptos los aprobaron las otras señoras, una de las cuales, suspicaz, conjeturó:

- ¡Ta, ta! La oposición de la "mamita" es a lo mejor un pretexto para dejarla en la estacada. Estas infelices no escarmientan. Y bien merecido que las
engatusen. Yo en lugar de ellas...

- No, señora - rechazó Guadalupe, disgustada y angustiada -. El no me miente.

- ¡Crédula! - insistió aquélla, con gesto desdeñoso.

- Pues ese hombre se casará. Cuando yo me propongo una cosa... - alardeó misia Zoraida.

- Si las damas de la misión no procediéramos enérgicamente aseveró una tercera - fracasaría nuestra campaña pro saneamiento moral de Alto Verde.

- ¿Y dónde está tu hombre? - inquirió misia Zoraida.

- En este momento, en casa.

- Perfectamente. A mí, el agua clara y el chocolate espeso. Pues yo me planto ahora mismito en tu casa y veremos si ese guasito me dice que nones... Habrá
boda. El padre Suárez les echará la bendición. Ya lo tengo dispuesto.

- Pero, señora... - quiso resistir Guadalupe. - Arriba; al auto - ordenó misia Zoraida. Y al auto subieron misia Zoraida, Micaela y Guadalupe. Las otras
damas entraron a la capilla.

El vehículo rodó. Rato después las ramazones de los sauces latigueaban el hule de la capota.

- ¡Yaya unos andurriales! - dijo misia Zoraida. Micaela deploró:

- Los ajetreos que se proporciona una para la redención de este país de infieles. Y luego, lo que agradecen...

Guadalupe, confusa, no discernía si esas gestiones eran para su bien o para su daño. La impresionaba y comprometía su gratitud el desinterés de esas damas
virtuosas y copetudas, empeñadas en labrar su felicidad. Pero, recordando las palabras de Pochoco, mucho temía que todos esos pasos únicamente sirvieran
para crear situaciones enojosas y producirle a él una molestia inútil.

Cuando llegaron a la casa, sólo el canoero estaba en ella. Pochoco se había ido, unas cuadras más arriba, con unos aparejos de pescar.

Y mientras las damas alababan el buen pergenio del bebé y el excelente equipo del rancho, Guadalupe buscó a Pochoco, con quien no demoró en regresar.

El muchacho venía por ruego de Guadalupe, aunque un tanto mohíno con la visita de esas señoras.

- Ya podían las tales - criticó Pochoco - no meterse donde nadie las llama.

Entraron al rancho. Misia Zoraida que, acomodándole el babero al chico, dada la espalda, volviose para conocer y sermonear al presunto converso.

Los semblantes de misia Zoraida y de Pochoco, se transfiguraron súbitamente con una expresión de profundo asombro.

- ¡Pochoco! - exclamó misia Zoraida, dejando caer los brazos a lo largo de los muslos.

- ¡Mamá! - exclamó Pochoco, con ganas de huir.

Y en el silencio de pasmo que sobrevino, sólo se oyó la risa que acometió a Micaela, cuyas carnes trepidaban y cuyos impertinentes de carey le aleteaban,
como una mariposa, en la barriga. Y dijo:

- ¡Este es un paso de sainete!

- No - protestó misia Zoraida, engallada la testa y centellantes las pupilas -. Esto es muy serio, muy serio...

- Sí, sí - corroboró Micaela; y no logrando dominar la risa insensata que le cosquilleaba el cuerpo, abandonó la habitación.

- ¿No se te cae la cara de vergüenza? - fulminó misia Zoraida a su hijo, con un trémulo de indignación en la garganta -. ¿Te parece de bien nacido andar
por los rancheríos, aprovechándote de la picardía o de la candidez de estas chinitas? ¡Y yo que te creía incapaz, grandísimo atorrante, de estas canalladas!
¡Los desengaños que dan los hijos, Señor! ¡Qué bochorno! ¡Qué bochorno!

- No se ponga trágica, mamá. Todo tiene compostura. ¿No venía para hacernos casar?

- No toleraré tus chistes ni tus faltas de respeto. Por mucho que hayas descendido, no puedes ignorar el valor de ciertas cosas.

- Pero mamá...

- Basta; se han terminado estas relaciones indecorosas y absurdas; yo ayudaré, en lo que pueda, a estos desdichados; y vos te irás otra vez a NorteAmérica,
hasta que yo lo disponga, porque esta Santa Fe es la perdición de los muchachos de buena familia... Y ahora, espérame en el auto.

Pochoco vaciló un momento y salió, encogiéndose de espaldas y recobrando su gesto habitual.

Misia Zoraida extrajo de su bolso unos billetes, que Estomba recibió con la diestra crispada.

-No acepte ese dinero, tata - murmuró Guadalupe. - ¿Es poco? - inquirió, silbante, la señora. Guadalupe sintió la ofensa de esa frase; y le saltaron las
lágrimas que tenía ya al borde de los ojos.

- Y ustedes ya saben - prosiguió la dama- si algo necesitan, acudan a mí. Nadie llama inútilmente a la puerta de mi casa.

Y luego de deslizar hacia el niño dormido una rápida mirada, transpuso el umbral.

Y cuando el auto hubo partido, Guadalupe se abrazó a la cuna de su hijo, y gimiendo y sollozando insultó el recuerdo del hombre que la abandonaba:

- ¡Infame!, infame!, infame!

4

Pero al día siguiente llegó Pochoco a la hora y por el camino de ordinario, acompañado siempre de su perro de policía.

Guadalupe, demacrada por las horas de sufrimiento, lo acogió con una mirada de angustia y de interrogación. Y Pochoco dijo:

- ¿Que? ¿Creíste que no volvería más? Necesitaría ser yo muy desalmado. Ayer me fui, por pura política. Hay que saber llevarla a mi vieja. No contradecirla.
Tiene sus preocupaciones rancias y, acostumbradas a ser obedecida, un carácter despótico. Pero es buena como el pan. Ya se olvidó de ese viaje a NorteAmérica.
Y esta mañana me estuvo averiguando cómo le preparas la leche al chico, y si hervís los biberones, y si le cambias los pañales... Y cuando nuestro hijo
esté crecidito, se lo llevaré a la casa, y le entrará la debilidad por el nieto y hasta se reirá de las zafadurías que yo le enseñaré a decir. Es ella
capaz de jurar ahora que prefiere verme, antes que esposo tuyo, entre cuatro velas; y sin embargo ella misma pedirá algún día que nos casemos como Dios
manda y hasta querrá vivir con nosotros. ¡Si la conoceré!... Y doblemos la hoja; le hago unos arrumacos al chiquilín y agarro para la boca del canal, a
ver si pican los mandubeyes.

Y cundida por la emocionada felicidad de esa hora única, Guadalupe tumbó la cabeza en el pecho de su amante.
Patria de infieles

Mateo Booz

1

Las canoas hendían el río pausadamente, entre músicas y cantos litúrgicos. Uno de los barquichuelos, con guías de hierbas y telas policromas, traía una
imagen del Redentor, cuya víscera cordial mostraba, radiada de oropeles, en la vestidura talar.

Los pobladores de Alto Verde esperaban en la orilla al Corazón de Jesús que, con su cortejo, acudía a visitarlos desde las penumbras de la iglesia de la
Merced.

La campanilla de la capilla tañía jubilosamente y el sacristán sacaba del incensario sortijas de humo aromoso.

Un jesuita alemán, alto, enjuto y recio, vigilaba al concurso con el libro de oraciones en la mano e indicaba las actitudes que debían adoptar los fieles.

Reclinada en el tronco de un sauce, Guadalupe Estomba contemplaba el cuadro. Todo cobraba a sus ojos un prestigio sobrenatural y turbador. Su imaginación
descubría luces cegadoras, luces de milagro a la figura santa que, avanzando, oscilaba levemente en las andas al galope de los remeros.

Guadalupe señaló esa prodigio, con la diestra tendida, la chiquilla de seis meses sentada en su antebrazo, El chiquilín no pareció gozar de la emoción
extraterrena que su madre quiso infundirle. Sus ojitos azulosos reflejaron el paisaje sin conceder más importancia a la procesión que a los ultramarinos
surtos en las aguas turbias y quietas de los diques y que a los perfiles sinuosos de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, edificada en la banda opuesta.

La canoa con la imagen tocó el borde barroso de la isla y todas las gentes se prosternaron. Guadalupe, hincada junto al sauce, vio a su padre saltar a
tierra y preparar la maniobra del atraque. La buena fortuna había querido que la embarcación de Julián Estomba transportara por el río a la divina figura.

Organizada la procesión, Guadalupe se mezcló al grupo de señoras y sacerdotes que presidían la columna.

El vocerío y la infatigable vibración de la campanita, estremecían, a riesgo de quebrarla, a la atmósfera cristalina de la tarde. Guadalupe apretaba a
su hijo contra el pecho, con ansias inmotivadas de llorar.

Los procesionantes marchaban hacia la capilla por la ancha calle polvorosa, entre la margen del río, festoneada a trechos de sauces melenudos y lacios,
y entre una hilera de construcciones, a más alto nivel. Contra los cercos de esas viviendas, generalmente de tablas azules, solían exhibirse algunos individuos
en camiseta, con la cara hosca; sin duda, estibadores del puerto a quienes aún no había logrado reducir la poderosa acción catequística del jesuita alemán
y de las damas misioneras.

Subieron una cuesta y la santa imagen, remontada por encima de la muchedumbre, entró a la capilla.

El Redentor, llegado al comulgatorio, bajó de los hombros de sus conductores. Guadalupe, desde un banco próximo, miró en éxtasis ese semblante suave, prolongado
en una barba rizada a tenacillas, y ese corazón salido del pecho para la adoración de los creyentes.

Sonaron los tubos del órgano, el aire se saturó de incienso y la llama de las bujías se multiplicó en el barniz de los tabiques. Un canónigo joven, de
facciones ovaladas, platicó con léxico fluido sobre el séptimo sacramento y la obligación de santificar las fuentes de la vida, impresionando mucho a las
señoras, que se miraban entre sí y hacían con la cabeza signos aprobatorios.

Absorta en la contemplación de la imagen, Guadalupe no escuchaba al orador sagrado. Rezaba, diluyéndose en brumas su pensamiento. Algo, empero, pedía,
sin frases, al Redentor. Pedía buena venturanza para el pequeño ser ahora dormido en su regazo y pedía que le conservara siempre encendido el amor de Pochoco,
el padre de ese chico.

Otra vez el Redentor subió a los hombros de sus conductores y emprendió el camino de la canoa, seguido de los procesionantes.

Iba Guadalupe como empujada por los devotos, cuando una mano de señora, con un Rosario arrollado a la muñeca, hizo unos festejos a su chico,

-Linda criatura - alabó la señora, una dama de porte altivo, que se agrupaba con otras de su rango.

Guadalupe sonrió, feliz al agasajo.

- ¿Usted misma lo alimenta? - indagó la dama.

- No - repuso Guadalupe -. Desde que nació, con mamadera.

La señora volvió la cara.

-Vea, misia Clotilde, cómo esta gente cría a sus hijos; y sin embargo, no se les mueren.

Guadalupe se mortificó ante la inexplicable sorpresa que causaba el que su hijito no se muriese. ¿Por qué, Dios mío, habría de morírsele?

Pero la señora no tenía intención de lastimarla, pues reiteró, dando a su voz un tono efusivo:

- Linda criatura... Y debe salir a su marido, por que de usted no va a sacar esos ojos azules ni esas carnecitas tan blancas.

-Yo no tengo marido, señora - confesó Guadalupe.

- ¿Y usted vive aquí, en Alto Verde?

- Sí, señora. Allá, sobre el canal de acceso.

- ¿Y el padre?

- En Santa Fe.

- Algún gringo, de seguro.

- No señora: hijo del país.

La señora repartió un gesto de inteligencia entre sus amigas y se adelantó hasta ponerse a la par de Guadalupe.

- ¿Usted, cómo se llama? - interrogó.

- Guadalupe Estomba, señora.

-Bien, Guadalupe, es necesario que usted se case. Estamos empeñadas las señoras de la misión en civilizar esta tierra de salvajes y poco a poco lo vamos
consiguiendo. El mes pasado concertamos ocho matrimonios de gentes arrimadas... ¿Y el chico está bautizado?

- Sí, señora. Lo cristianó el padre Cárdenas.

- Así debe hacerse. La felicito. Hay que concluir con los herejes; diferenciar los hijos de los animales.. . Y ahora falta, para contera del bastón, que
ustedes se casen. Y yo me propongo hacerlos casar.

- Nunca he pensado en eso, señora.

- Pues hay que pensarlo y, sobre todo, hay que hacerlo - replicó la señora, ahora con modo autoritario -. No toleraremos nosotras en Alto Verde esas inmoralidades...
Y dígame: su... ¿su hombre está dispuesto a proceder como Dios manda?

- El es muy bueno. Pero nunca hemos hablado de esas cosas. Y creo que la familia de él se opondría.

- ¡Pues estaría bonito! Si es el padre de la criatura no le queda más que casarse. El que las hace las paga. Y vos no debes ser sonsa. Los hombres son
muy sinvergüenzas.

- El no es un sinvergüenza, señora - replicó con desabrimiento.

- Bueno; entonces no será como todos - admitió sonriente. - Y mejor, porque así no tendrá ninguna excusa para dejar de cumplir con su deber.

Y como ya llegaban al embarcadero, la señora se despidió con unos golpecitos protectores en la espalda y una rápida caricia en el rostro del chiquillo.

Desde la costa vio Guadalupe alejarse por el río la procesión, cantando y humeando, y vio zangolotearse a las canoas empavesadas al pasar el vapor París
removiendo las aguas con sus ruedas.

Una nueva preocupación embargaba a Guadalupe. Cuando declaró que nunca había pensado en casarse, no dijo la verdad. Muchas veces había pensado que si Pochoco
le diera su apellido, quedarían a la fuerza más atados y hasta podrían entonces vivir juntos en la ciudad. En una ocasión se lo insinuó a Pochoco. Este,
después de sorber el fondo del mate - lo recordaba bien - contestó lacónicamente:

- ¡Bah! ¿Para qué? ¿Para que se pongan a amolar los de casa?

Y ella no quiso nunca insistir. De todas maneras eran dichosos.

Pero ahora opinaba que la señora tenía razón. Después de todo, eso no costaría mucho trabajo. Si Pochoco no se decidía, tal vez esa señora, tan servicial
y tan imperativa, lo hiciera decidir con sus palabras.

Sintió frío. El resplandor crepuscular enrojecía los cristales de los edificios de Santa Fe y en los masteleros de las naves ancladas brillaban, pálidos,
unos faroles.

Guadalupe esperó algunos minutos más, hasta que su padre vino a recogerla. La canoa se deslizó impulsada por los remos de Julián Estomba, un criollo atezado,
de bigotes como pajonal. Estomba refería un episodio de su juventud, muchas veces contado por él, de cuando bogaba en la boca de Buenos Aires. Su hija
no lo escuchaba, ausente su pensamiento de ese tema y de ese lugar.

La pequeña embarcación entró en el canal de acceso y, doscientos metros más adelante, atracó, ya de noche. Los pasajeros treparon la barranca en procura
de su vivienda, un rancho pulcro con los adobes enlucidos y unas orlas añiles en las aberturas.

2

Guadalupe relató a su padre lo conversado la tarde antes con aquella señora.

Estomba dijo, liando un cigarrillo de tabaco negro:

- ¡Ah! sí. Esa señora es de las que andan haciendo casar a todo el mundo por Alto Verde. Una misia muy principal; y a los ricos mejor no contrariarlos.
Vos pensalo bien. Y si el mozo está conforme... Tu madre y yo no fuimos más que juntados; yo nunca la sobé a ella y nunca tampoco me faltó la finada. Pero
si, como dijo ayer el cura en el sermón. Dios ayuda a los que se casan y no a los que se arriman, cásense no más.

Y prendido a los remos, se marchó aguas abajo.

Guadalupe subió la barranca. La idea del casamiento trabajaba ahora su espíritu, y habría deseado que su padre acordara más trascendencia a esa ceremonia.

Era justo lo que dijo aquella señora: debía la gente diferenciarse de los animales.

Ahora faltaba que Pochoco se allanase a la bendición del cura. Era bueno, y además lo creía bastante religioso.

Una vez le contó que su mamá lo había llevado a confesarse con un dominico. Nunca le oyó mofarse de los clérigos ni de las procesiones, como lo hacía un
pescador italiano de las Cuatro Bocas, que llamaba a su perro con el nombre del señor Obispo y tenía en la cabecera de su catre un retrato del gobernador
Menchaca.

Las propias conversaciones revelaban los buenos sentimientos de Pochoco. Sabía compadecerse de los pobres que sufren. ¡Cuántos paquetes de yerba y azúcar
regaló a la viejita tullida que habitaba un rancho de la vecindad! También a un canoero, amigo de Estomba y aficionado a la chupa, que peleó en un boliche
del puerto con los extranjis de un paquebote, le pagó las medicinas.

Evocaba ahora, enjuagando las ropitas del hijo en la batea, el día, de principios del año pasado, en que lo conoció. Era ya anochecido y cruzaba ella con
unas costuras por la explanada del teatro Municipal.

Unos hombres que allí se reunían la piropearon; y uno de ellos se desprendió del grupo y marchó tras sus pasos. Luego, se le apareó y la habló. Ella, inquieta,
sólo le contestó después de caminar dos cuadras. Al llegar al bajo, subieron a la misma canoa. Pochoco le pagó el viaje y la acompañó, a pie y ya obscuro,
hasta su rancho. Guadalupe no sintió miedo, ni cuando él, en el camino, empujándola contra un sauce, le plantó un beso en la cara, el primer beso de amor
y que apenas si rechazó con un:

-Sosiéguese, pues.

Convinieron los lugares donde podían verse en lo sucesivo.

Y cuando debió confesarle a su padre que le llegaría un nieto, temió desencadenar su cólera y recibir unos guascazos. Pero él calló, con el ceño fruncido;
y al cabo dijo:-Ya pensé que en algo andarías por el pueblo, muchachita de porquería.

Y prometió propinar una paliza al seductor. Mas el seductor se presentó a la misma sazón en el rancho, y Estomba, hombre tímido, no se atrevió a cumplir
su promesa. Y a los pocos minutos simpatizaba ya con el padre de su nieto.

¡Qué bien se portó Pochoco en aquel trance! Se vino, en el momento crítico, con un doctor de Santa Fe.

Desde entonces Pochoco frecuentó el rancho a todas horas. Compró un juego de dormitorio, una cama de hierro y algunos adornos para decorar la humilde morada
de los Estomba.

Acrecentábase en Guadalupe el cariño por Pochoco. y agradecía a la providencia el habérselo puesto en su camino. ¡Era mucha suerte para una pobre chinita
como ella!

Guadalupe alzó el rostro: el Alcaraz surcaba el canal con la cubierta poblada de pasajeros. - El vapor de las diez - murmuró.

Y se puso en seguida a trasegar con la leche y la mamadera.

Por la barranca surgió Pochoco, acompañado de un perro de policía. Era un hombre de 25 años, rubio, de andar perezoso, con un indumento descuidado y de
buena calidad.

-Che, Guadalupe, dame unos mates - pidió, sentándose, con el mastín entre las rodillas. Y luego de comentar el nombramiento de un amigo suyo para comisario
de órdenes de Santa Fe, se acercó a la cuna, colgó al cuello del chico un sonajero y, refregándole la barba en la cara, lo hizo llorar.

Guadalupe intervino:

- ¡No seas hereje!

Y tranquilizó al chico con el biberón.

- De nuestro machito voy a sacar un punto bravo; ya vas a ver - anunció Pochoco, rascando la cabeza del mastín, que estiraba el pescuezo para recibir las
caricias de su amo.

Guadalupe, que cebaba el mate, espiando la oportunidad de aludir al tema que absorbía sus pensamientos, irrumpió:

- ¿Por qué no nos casamos, Pochoco?

Después de un compás de silencio, el muchacho habló con una gravedad desusada en él.

- Yo también me pregunté lo mismo muchas veces, tentado de casarme. De cualquier modo, ya estamos enredados vos y yo para toda la siega, y más con ese
purrete que, la verdad, se me ha metido muy adentro. Por mí no habría dificultad. Pero mi vieja... Está llena de ideas pavas; y si yo le anunciara un matrimonio
así, levantaría el grito al cielo, me cortaría los víveres y le abreviaría los años. Yo no me atrevería a hablarle de eso, ni nos conviene a nosotros,
ni hay para qué. Viviendo como vivimos y queriéndonos como nos queremos, es preferible ahorrarnos esos conflictos y sinsabores... Y háceme el favor de
no sacarme más estas conversaciones.

Y Guadalupe se hizo el propósito de obedecer. Sus convicciones carecían de firmeza. Se le antojaba ahora razonable el discurso de Pochoco, como antes persuasivos
los argumentos de aquella señora. Si eran felices como eran, no había por qué acarrearse complicaciones. Lo principal, contar con el cariño de él; y después
de esas palabras, impregnadas de una emoción íntima, dudaba menos que nunca.

Procuró entonces desechar sus cavilaciones; y los días prosiguieron iguales y benignos con las visitas frecuentes de Pochoco, con los barcos de Sarsotti
que a su paso mareaban la hora, con los transatlánticos que convulsionaban las aguas del canal y con los cazadores que afluían de la ciudad y tiraban a
los patos por los contornos.

3

Aquella tarde fue Guadalupe a Alto Verde. Era domingo, y los isleños se congregaban en los boliches y en las puertas de las viviendas. Algunos buhoneros
transcurrían con sus cajas de peines y jabones. A menudo se oían los soplidos de un acordeón o el tango que arañaba la púa de un fonógrafo.

La muchacha saludó a una mujer de asentaderas rotundas que, a la vera del río, reposaba en un banquito microscópico; y al retornarse divisó, junto a un
Ford - el único automóvil que por allí circulaba - a varias señoras de la misión que despedían al jesuita alemán.

El sacerdote ocupó una canoa. Y una voz partió del grupo:

- ¡Guadalupe!

Guadalupe reconoció en quien la llamaba a la señora del día de la procesión. Habría preferido seguir de largo, pero debió allegarse.

- Esta es la muchacha de que les hablé - informó la señora a sus compañeras -. Ya me contó su historia, la historia de todas estas pobres chirusitas. Ella
está dispuesta a casarse, y habrá casorio. Yo seré la madrina,

- Usted pretende amadrinar todas las parejas de Alto Verde, misia Zoraida - comentó, risueña, una jamona que enristraba unos impertinentes de carey.

- En este caso, Micaela, yo tengo más derecho que ninguna, como que a mí corresponderá el mérito de la obra.

En medio de esas señoras que la rodeaban y escudriñaban, Guadalupe se cohibió primero y se azoró después, deseosa de que terminara pronto la escena.

Micaela, la jamona de los impertinentes de carey, observó:

- Modosita la muchacha. Las Mendiondo supieron criar una, del asilo, bastante parecida a ésta, sobre todo de perfil.

Guadalupe sonrió, ruborizada.

- Bueno, decime - interrogó entonces misia Zoraida - ¿ya lo conversaste a tu hombre para que cumpla con el séptimo sacramento?

- Sí, señora; se lo he dicho, pero la mamá de él no quiere. Habrá que esperar otra ocasión.

- Ninguna persona decente y temerosa de Dios - sentenció misia Zoraida - puede impedir que un hombre se case con la madre de sus hijos y repare el mal
que ha hecho, deshonrando a una pobre muchacha.

Estos conceptos los aprobaron las otras señoras, una de las cuales, suspicaz, conjeturó:

- ¡Ta, ta! La oposición de la "mamita" es a lo mejor un pretexto para dejarla en la estacada. Estas infelices no escarmientan. Y bien merecido que las
engatusen. Yo en lugar de ellas...

- No, señora - rechazó Guadalupe, disgustada y angustiada -. El no me miente.

- ¡Crédula! - insistió aquélla, con gesto desdeñoso.

- Pues ese hombre se casará. Cuando yo me propongo una cosa... - alardeó misia Zoraida.

- Si las damas de la misión no procediéramos enérgicamente aseveró una tercera - fracasaría nuestra campaña pro saneamiento moral de Alto Verde.

- ¿Y dónde está tu hombre? - inquirió misia Zoraida.

- En este momento, en casa.

- Perfectamente. A mí, el agua clara y el chocolate espeso. Pues yo me planto ahora mismito en tu casa y veremos si ese guasito me dice que nones... Habrá
boda. El padre Suárez les echará la bendición. Ya lo tengo dispuesto.

- Pero, señora... - quiso resistir Guadalupe. - Arriba; al auto - ordenó misia Zoraida. Y al auto subieron misia Zoraida, Micaela y Guadalupe. Las otras
damas entraron a la capilla.

El vehículo rodó. Rato después las ramazones de los sauces latigueaban el hule de la capota.

- ¡Yaya unos andurriales! - dijo misia Zoraida. Micaela deploró:

- Los ajetreos que se proporciona una para la redención de este país de infieles. Y luego, lo que agradecen...

Guadalupe, confusa, no discernía si esas gestiones eran para su bien o para su daño. La impresionaba y comprometía su gratitud el desinterés de esas damas
virtuosas y copetudas, empeñadas en labrar su felicidad. Pero, recordando las palabras de Pochoco, mucho temía que todos esos pasos únicamente sirvieran
para crear situaciones enojosas y producirle a él una molestia inútil.

Cuando llegaron a la casa, sólo el canoero estaba en ella. Pochoco se había ido, unas cuadras más arriba, con unos aparejos de pescar.

Y mientras las damas alababan el buen pergenio del bebé y el excelente equipo del rancho, Guadalupe buscó a Pochoco, con quien no demoró en regresar.

El muchacho venía por ruego de Guadalupe, aunque un tanto mohíno con la visita de esas señoras.

- Ya podían las tales - criticó Pochoco - no meterse donde nadie las llama.

Entraron al rancho. Misia Zoraida que, acomodándole el babero al chico, dada la espalda, volviose para conocer y sermonear al presunto converso.

Los semblantes de misia Zoraida y de Pochoco, se transfiguraron súbitamente con una expresión de profundo asombro.

- ¡Pochoco! - exclamó misia Zoraida, dejando caer los brazos a lo largo de los muslos.

- ¡Mamá! - exclamó Pochoco, con ganas de huir.

Y en el silencio de pasmo que sobrevino, sólo se oyó la risa que acometió a Micaela, cuyas carnes trepidaban y cuyos impertinentes de carey le aleteaban,
como una mariposa, en la barriga. Y dijo:

- ¡Este es un paso de sainete!

- No - protestó misia Zoraida, engallada la testa y centellantes las pupilas -. Esto es muy serio, muy serio...

- Sí, sí - corroboró Micaela; y no logrando dominar la risa insensata que le cosquilleaba el cuerpo, abandonó la habitación.

- ¿No se te cae la cara de vergüenza? - fulminó misia Zoraida a su hijo, con un trémulo de indignación en la garganta -. ¿Te parece de bien nacido andar
por los rancheríos, aprovechándote de la picardía o de la candidez de estas chinitas? ¡Y yo que te creía incapaz, grandísimo atorrante, de estas canalladas!
¡Los desengaños que dan los hijos, Señor! ¡Qué bochorno! ¡Qué bochorno!

- No se ponga trágica, mamá. Todo tiene compostura. ¿No venía para hacernos casar?

- No toleraré tus chistes ni tus faltas de respeto. Por mucho que hayas descendido, no puedes ignorar el valor de ciertas cosas.

- Pero mamá...

- Basta; se han terminado estas relaciones indecorosas y absurdas; yo ayudaré, en lo que pueda, a estos desdichados; y vos te irás otra vez a NorteAmérica,
hasta que yo lo disponga, porque esta Santa Fe es la perdición de los muchachos de buena familia... Y ahora, espérame en el auto.

Pochoco vaciló un momento y salió, encogiéndose de espaldas y recobrando su gesto habitual.

Misia Zoraida extrajo de su bolso unos billetes, que Estomba recibió con la diestra crispada.

-No acepte ese dinero, tata - murmuró Guadalupe. - ¿Es poco? - inquirió, silbante, la señora. Guadalupe sintió la ofensa de esa frase; y le saltaron las
lágrimas que tenía ya al borde de los ojos.

- Y ustedes ya saben - prosiguió la dama- si algo necesitan, acudan a mí. Nadie llama inútilmente a la puerta de mi casa.

Y luego de deslizar hacia el niño dormido una rápida mirada, transpuso el umbral.

Y cuando el auto hubo partido, Guadalupe se abrazó a la cuna de su hijo, y gimiendo y sollozando insultó el recuerdo del hombre que la abandonaba:

- ¡Infame!, infame!, infame!

4

Pero al día siguiente llegó Pochoco a la hora y por el camino de ordinario, acompañado siempre de su perro de policía.

Guadalupe, demacrada por las horas de sufrimiento, lo acogió con una mirada de angustia y de interrogación. Y Pochoco dijo:

- ¿Que? ¿Creíste que no volvería más? Necesitaría ser yo muy desalmado. Ayer me fui, por pura política. Hay que saber llevarla a mi vieja. No contradecirla.
Tiene sus preocupaciones rancias y, acostumbradas a ser obedecida, un carácter despótico. Pero es buena como el pan. Ya se olvidó de ese viaje a NorteAmérica.
Y esta mañana me estuvo averiguando cómo le preparas la leche al chico, y si hervís los biberones, y si le cambias los pañales... Y cuando nuestro hijo
esté crecidito, se lo llevaré a la casa, y le entrará la debilidad por el nieto y hasta se reirá de las zafadurías que yo le enseñaré a decir. Es ella
capaz de jurar ahora que prefiere verme, antes que esposo tuyo, entre cuatro velas; y sin embargo ella misma pedirá algún día que nos casemos como Dios
manda y hasta querrá vivir con nosotros. ¡Si la conoceré!... Y doblemos la hoja; le hago unos arrumacos al chiquilín y agarro para la boca del canal, a
ver si pican los mandubeyes.

Y cundida por la emocionada felicidad de esa hora única, Guadalupe tumbó la cabeza en el pecho de su amante.