Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Odio desde la otra vida:: cuento.

otra vida
[Cuento. Texto completo.]
Roberto Arlt

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a
sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza,
no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se
levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se
detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
-Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?

El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:

-Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy
un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole la espalda era
que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen.
Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.

Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado
pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en
el rostro de Fernando y le dijo:

-Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.

Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde
el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas
almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el
espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso.
Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras
que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda,
gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un
desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero
árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:

-Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego,
semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi
repetidamente que usted pensaba matarla.

Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando
lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:

-Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada
había dos sillones revestidos de terciopelo verde.

Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe
pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta
miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido.
Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:

-Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo -y acto
seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el
mármol de la mesa el rostro de la muchacha.

Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería,
sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento,
sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba
loco. Quizás el desconocido era un bribón que lo había visto con Lucía
por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él
pensaba en aquel momento matar a Lucía.

El árabe prosiguió:

-Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella
le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar
así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o
no es cierto que ella le dijo eso?

Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo
una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:

-Usted y Lucía se odian desde la otra vida.

-...

-Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de
reencarnaciones.

Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó
tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico
había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba
en el espacio, y una tristeza tremenda lo aplanaba sobre el sillón,
mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.

-Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre
ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se
odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes
aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque
ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la
manera que recíprocamente se odian ya.

Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:

-¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último
crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme
presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.

Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o
clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su
terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo,
corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto
como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las
techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que,
a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado
de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té
verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos
descalzos.

Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de
Yama el Raisuli.

Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta,
claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro
del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente
frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó
un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los
ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y lo invitó a entrar. Se encontraban
ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el
centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la
cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la
Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de
estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole
sentar en un cojín, exclamó:

-Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite
tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre
ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.

Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan
rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de
rosas amarillas olvidado entre las manos:

-Rakka, trae la pipa -y dirigiéndose a Fernando, aclaró:

-Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en
el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con
la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.

Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al
paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se
deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma,
diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas.
A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje
claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una
marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni
contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del
paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si
un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.

Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes
lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De
pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo
oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y
amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de
chispa.

Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del
desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque.
Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la
cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego
de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv
le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo
de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se
encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y
las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable
fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una
hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la
mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte.
El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar
las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su
cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo,
sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El
vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía
repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa
salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que
montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber,
y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se
dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos
y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo
esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!

Fernando examinó el filo de su yatagán -era reciente y tajante-, se
aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y
levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del
reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció
violentamente.

Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el
hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de
calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a
la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto.
Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de
oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó
allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó
una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró.
Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que
consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.

Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo
lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del
horizonte.

Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se
encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del
vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la
escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente lo protegían.

No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se
distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas
paseándose detrás de los merlones.

De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al
frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en
dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo
saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no
lo conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de
Fernando, porque exclamó:

-Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.

Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando,
y el anciano prosiguió:

-Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.

Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la
montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.

-Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?

Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De
pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y
alfanje ensangrentado, exclamó:

-Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba
a traficar...

Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con
tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos
perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra
oscura, adolorido.

Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos
esclavos negros lo tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de
bronce las manos y los pies. Luego a latigazos lo obligaron a subir los
escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros
corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus
miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un
selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste
con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El
anciano que lo había encontrado en las afueras de la ciudad apareció
bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía
descubierto el rostro. Fernando exclamó:

-Lucía, Lucía, soy inocente.

Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado
de que estaba viviendo en otro siglo.

El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:

-Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que
tomes cumplida venganza en él.

-Soy inocente -exclamó Fernando-. Lo encontré en el vientre de una boa.
Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.

Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía".
Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad.
"Lucía", rodeada de sus eunucos, lo observaba con una impaciente mirada
de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando
de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella
mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y
siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un
eunuco, dijo:

-Afcha, échalo a los perros.

El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una
traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces.
Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De
pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico
húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...

El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a
él Tell Aviv dijo:

-¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los
perros para hacerte despedazar.

Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:

-Todo esto es extraño e increíblemente verídico.

Tell Aviv continuó:

-Si tú quieres puedes matar a Lucía. Entre ella y yo también hay una
cuenta desde la otra vida.

-No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.

Tell Aviv insistió.

-No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.

Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:

-Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no
asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.

Y levantándose, salió.

Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él
no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único
que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella
misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para
Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí lo
encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:

-Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello
de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...