Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El vestido: cuento.

El vestido

Rémy de Gourmont   

Ese día lo encontró, al vestido nuevo.

Se adelantaba, lento y orgulloso, con la majestad sonriente y misteriosa que conviene a los diseños de última moda, con el encanto irritante de lo inédito.

Claro que era él... era el vestido nuevo.

Hacía una semana que lo acechaba en las calles largas y luminosas en las que el vestido puede desplegarse, tornear, detenerse, cambiar de dirección y pasar
rápido como una gaviota sobre la playa, ofreciendo a la mirada toda su gloria desconocida. Los conjuntos “para pasear en coche” no lo entretenían; le gustaba
solamente “el vestido que camina”, y le gustaba una vez, la primera vez que lo veía.

El vestido nuevo, el vestido de primavera, era para él el gran acontecimiento del año, con el que soñaba durante meses, inquieto por los pronósticos meteorológicos,
a la espera de calores precoces, haciendo su plegaria ante el sol como un parsi.

En el primaveral renuevo de la vida, rejuvenecimiento de la carne y de la hoja, de la flor y de la hierba, nada lo interesaba, nada más que el vestido.

Lo que pudiera llevar adentro, qué tipo de piel, qué matices, qué senos y de qué forma, caliz o copa, altos o bajos, unidos o enemistados, qué espaldas
y si caían dulcemente o no, qué caderas, qué piernas: todo esto no ocupaba un instante de su imaginación. Le alcanzaba con que el vestido fuera nuevo,
bien confeccionado y elegante. Que pudiera, con sumo artificio, disimular graves defectos físicos, era la última de sus preocupaciones.

Sin dudas, su amor por el vestido nuevo no era exclusivamente platónico, ni solamente era el amor por algunos retazos agradablemente cosidos sobre un maniquí.
No era de esos locos que se enamoran de un sombrero con flores, o de un corpiño, o incluso de un par de zapatos, o que se detienen, contemplativos, frente
a un escaparate en el que se exhibe un nuevo vestido de novia de pies a cabeza, un poco púdico e indecorosamente atractivo. Nada de esto. A pesar de que
la mujer le interesara menos que el vestido, la botella menos que el vino, no separaba el vestido de la mujer –o, para indicar con más precisión los gustos
de nuestro extraño amigo, digamos que no separaba a la mujer del vestido.

Una mujer desnuda le parecía un absurdo, una anomalía, un aborto tan grande como una cotorra calva o un pollo desplumado; la imagen le inspiraba un pasmo
más que doloroso y, en ciertos tugurios que había visitado en su imprudente juventud había tenido la sensación, según lo confesaba él mismo, de encontrarse
en una carnicería de Dahomey más que en una casa de placer.

Las Venus grecolatinas, no menos que las modernas, le parecían aberraciones dolosas, y sólo admitía la escultura que respeta a la mujer y mantiene, al
menos en el mármol, la forma y las líneas de su indispensable plumaje.

Y ese día lo encontró, al vestido nuevo.

Era de una seda malva muy clara, en forma de cono, más estrecho hacia la cintura y con la falda adornada de tres hileras de cintas negras, la última de
las cuales, al ras del suelo, parecía el diminuto pedestal de la bella y capciosa estatuilla. El corte era esbelto, con círculos negros también, y las
espaldas y los brazos se cubrían de un echarpe de tres cuellos, de un malva más oscuro, del que salía la pequeña cabeza, flor pálida y rubia.

Prenda que pronto va a irritarnos, pues dentro de poco ya la habremos visto demasiado, su aparición primera seduce a los ojos con la suave caída de los
pliegues, con la floración imprevista del arbusto femenino.

Habiendo encontrado el vestido nuevo, se enamoró enseguida. Su corazón latía muy fuerte, un mareo repentino lo hizo tambalear: su sueño hecho realidad
se paseaba por las calles. ¡Oh, si ese vestido quisiera dejarse amar! ¡Si no fuera de esos vestidos insolentes que revuelven con su desdeño los deseos
más puros, más sinceros!

-¡Oh, vestido mío, no seas arisco!

Y el vestido no lo fue. Como muchos de sus semejantes se dejó seguir, vagando frente a los escaparates, luego dobló discretamente en la esquina de una
calle desprovista de paseantes y desapareció bajo una puerta.

Era una habitación como hay otras, poco seductora, perfumada en exceso, malograda por un diván demasiado grande y rígido –pero el vestido estaba allí,
bajo sus ojos, bajo sus manos. Podía mirarlo, besarlo, respirarlo hasta embriagarse de él.

De rodillas frente al adorado vestido que caía rígido e inquietante, pareció elevar una plegaria, diciendo palabras locas y dulces, y también algunas estupideces.

-Te amo desde que te vi, con un deseo loco... todo lo daría por ti... belleza...

La alegría no lo llevaba a delirar al punto de no reconocer la condición de su conquista, y qué tipo de alma animaba a este vestido tan exquisito. Interrumpió
su éxtasis para interrogar su billetera, y antes de escuchar las odiosas palabras del regateo, colmó los deseos mudos que lo esperaban y pagó por el vestido,
el precioso vestido nuevo, probablemente lo que valía.

Enseguida recomenzó su adoración verborrágica. La otra lo dejaba hacer, habituada a clientes todavía más singulares y a fantasías más peligrosas. Aunque,
en su interior, comenzaba a inquietarse un poco, encontrando demasiado largos tales prolegómenos, y bastante ridículos por cierto. Normalmente, ella llevaba
la batuta firmemente; adivinando los gustos de sus clientes, los colmaba de goce con arte y con presteza. Pero este resultaba en extremo bizarro. Lo toleró
algunos minutos más, dejándose admirar, creía ella, halagada por la delicadeza de sus modales, pero finalmente no pudo contenerse, y pensando en lo que
había en el aire, en el amor que podría recoger en la calle, bajo el sol, en abundancia, interrumpió la cascada de cumplidos y preguntó, con una sonrisa,
si podía quitarse el echarpe.

-¡No, de ningún modo! ¡El vestido entero! ¡¡Me gusta el vestido entero!!

Y el hombre, echándola sobre el diván, la apretaba ya con bastante furia.

Ella, entendiendo de qué se trataba, lanzó un grito:

-¡¿Con mi vestido?! ¡Jamás!

Logró incorporarse, y ya se desabrochaba las ligas cuando sintió dos manos que le cerraban la garganta sin piedad. Con la cabeza hacia atrás, cayó inerte
sobre el diván. Entonces, inconciente de su crimen, ignorante de la muerte de la carne a la que iba a unir su carne, el enamorado de los vestidos sació
por fin su deseo.

“La robe”, publicado originalmente en Histoires magiques (1894).