Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El ruano de Manzanares: cuento.

EL RUANO  DE   MANZANARES

Mateo Booz

Ya anochecía cuando Valeriano Segovia embocaba el callejón del pueblo, arreando su tropilla de treinta caballos que probablemente vendería a la Compañía
de Tierras. Lo separaban todavía veinte leguas de aquel establecimiento. Los animales los traía de Entre Ríos. El mismo negocio había realizado en otras
ocasiones, y sería injusto quejarse. Siempre cubrió los gastos y cosechó una ganancia compensadora, que al presente mucha falta hacía por el lado de su
rancho. Con una mujer y tres chiquilines prendidos a las polleras de la madre, la libreta del pulpero se infla como globo.

Por seguir ordinariamente la misma ruta, conocía los sitios a propósito para el descanso y nutrición de los animales y también los vecinos de quienes podía
esperar un churrasco y un catre donde tender los huesos molidos. Como a quince cuadras al Norte de la estación estaba la vivienda del juez de Paz Manzanares,
hombre cordial y acogedor y uno de los propietarios más considerados de la comarca. Ya Manzanares otras veces lo alojó y le franqueó un potrero bien provisto
de pastos y aguadas. No posaría Segovia allí más de unas pocas horas, las suficientes para el resuello de la tropilla y para reponerse del viaje. En el
rigor del verano, debía aprovechar la noche para caminar y las siestas para agenciarse refugios de sombra.

Manzanares, adornado con una pera que lo dotaba de mayor espectabilidad y el abdomen ceñido por un tirador de patacones de plata, brindó al pasajero:

-Pase, amigo, pase. Está en su casa. Matearemos y churrasquearemos. Su facha ya dice que viene muerto de necesidad. Tampoco es para menos, con el solazo
bárbaro de este día.

La tropilla entró al potrero y, después de desensillar y arrojar a su cabalgadura unos baldazos de agua, Segovia se sentó cercano a la hoguera que servía
para asar medio costillar de vacuno y para ahuyentar los mosquitos voraces. El cielo se claveteaba de estrellas. Del campo llegaban relinchos y mugidos.
La tierra exhalaba un vaho caliente, como el lomo de una res fatigada.

Manzanares quiso saber cómo andaba la política por la otra banda del Paraná. El visitante lo informó.

-La cosa está - discurrió luego el funcionario - en la vaquía de las autoridades para contentar a la gente, aunque sea sin darles nada, ni siquiera promesas
que no se hayan de cumplir. Yo fui siempre fiel a todos los Gobiernos, y no hay quién me gane las elecciones en el distrito. Cierto que a veces he pasado
algunos apurones, y eso no por culpa mía sino por el descrédito de una situación que se acababa y por el gusto que algunos sienten en llevarle la contra
al comisario. Yo pienso que el votar a escondidas es una gran pavada y una tentación más para los sinvergüenzas. Por eso aquí tienen que mostrarme todos
la boleta antes de echarla al cajoncito. Y asimismo, me han pegado más de un susto.

Manzanares recordaba y añoraba las costumbres anteriores al año 12. - ¡aquello sí que daba gusto! - cuando un jinete desmontó.

- ¿Y? ¿Qué me contás, Atanasio? - inquirió el juez de Paz, saliendo al encuentro del recién venido.

-Aceptan. Dos cuadras derechas, por quinientos pesos.

- ¿Y para cuándo?

-De aquí a dos domingos, o sea para la octava de carnaval. De allá va a venir el paisanaje a jugarse los pesos y las pilchas.

-Buen día para nuestro distrito. Nos hartaremos de plata. No hay en toda la provincia parejero capaz de aventajar al ruano de Manzanares. ¡Flete que corre
lindo!

A oídos de Segovia ya habían llegado las mentas del ruano de Manzanares, cuya nombradía rebasaba los límites del departamento. Ese ruano había sacado más
de un cuerpo, y sin emplearse mucho, al alazán de los Medinas de San José del Rincón, célebre en las pistas de Santa Fe.

- ¿Lo tiene a pesebre? - averiguó Segovia.

-No, señor. No es tan delicado. Como buen criollo, se cría a campo abierto. Denle pasto natural, agua abundante y espacio libre para el retozo, que él,
cuando se lo pidan, correrá a la par de una centella.

-Sin embargo - objetó Segovia - no hay duda que el cuidado hace mucho.

-Eso no reza con mi ruano. Lo conozco bien. ¿Quiere que vamos a verlo! Lo tengo en el potrero. Es mansísimo; fácil de agarrar.

A la luz de un farol portátil transpusieron los alambres y, andados algunos metros, el chorro de luz regó a un caballo que alzaba la cabeza. El juez de
Paz le palmeó el cuello, diciéndole con paternal ternura: 

- ¡Ruano, ruano!

- ¿Este es? - preguntó Segovia, extrañado.

-Sí, éste es.

No obstante su pericia, Segovia no habría sospechado nunca en ese ejemplar las cualidades de un parejero insigne. Las crines largas y las formas esqueléticas
le atribuían la traza de un jamelgo. El peor de los animales de su tropilla, hechos para la recia brega de las estancias, ofrecía una estampa más atrayente.
Manzanares adivinó esos pensamientos de su huésped.

-Mi ruano no tiene figura, ni falta que le hace - dijo. - En dos cuadras no hay pingo que lo aguante.

Volvieron a las casas, churrasquearon y charlaron de política, de carreras, de puñaladas. Y, ya próxima la medianoche, Segovia salió del potrero con la
tropilla.

-Y a ver si cae por el distrito para el domingo de la octava. Habrá plata para ganar - invitó, en despedida, Manzanares.

Sí: Segovia procuraría estar allí para esa fecha. Sentía ganas de ver correr a la maravilla.

Y se hundió en la noche sosegada y tibia. La luna, reflejándose en el agua de la cuneta, escoltaba al arreador y a su arreo. 

II 

A la entrada de la luna, todavía lejos el amanecer, las nubes se echaron a diluviar.

La caballada chapaleaba los pantanos, tras el cencerro de la madrina, Segovia seguía siempre el mismo paso y la misma dirección. No había para qué pararse.

El horizonte se cuajaba de luces pálidas. La tropilla y el tropero, cubiertos de barro, desfilaban pausadamente por el paisaje campesino. Parecían moldeados
en arcilla.

Al promediar la tarde arribó Segovia a la estancia de la Compañía de Tierras. Encerró los caballos en un corral. En las oficinas de la administración conversó
con míster Tom Jones, un inglés acriollado, a cuyo cargo estaba la sección haciendas del establecimiento.

Míster Jones y Segovia acudieron más tarde al corral. El inglés examinó atentamente los animales y ofreció un precio. Por último convinieron el de cuarenta
pesos por cabeza. El comprador, como es de práctica, los refugaría, esto es, apartaría y rechazaría los de inferior clase.

-No tiene nada que refugar - dijo Segovia, con convicción.

-No crea - repuso el inglés. - Ahora la Compañía está más exigente. Cuida mucho su caballada.

Estaba Segovia conforme con el precio. Por ninguno de los caballos pagó más de veinticinco nacionales en las estancias de Entre Ríos.

Pero míster Jones le rechazó diez animales. Segovia protestó. Eran inmejorables para el servicio de los rodeos. ¿Qué pretendían, caracho?

El inglés no deseaba discutir ni tampoco modificar su resolución. En la administración liquidarían y abonarían los veintiún caballos comprados.

-Si ha refugado diez - observó Segovia - quedan veinte; el que monto lo llevo; no pienso volverme a pata.

-Cuénteles - invitó lacónicamente míster Jones, golpeando la pipa en la suela de la bota.

Los contó. En efecto, había treinta y uno. Perplejo, fué al centro del corral. De pronto, una mueca cruzó su cara; y volvióse lentamente.

-Cierto - confirmó -; son treinta y uno en total. Pero sepa que los que me refuga son tan buenos o mejores que cualquiera de los marcados con el fierro
de la Compañía.

- ¿Le parece? - respondió el inglés, con socarronería.

-Sí; los ve embarrados y chinudos... Pero a un buen gaucho no lo engañan esas apariencias que se quitan con una rasqueta y una tijera de tusar.

-Yo soy buen gaucho, y jurado de equinos en la Rural de Santa Fe. Esos diez matungos son inservibles; no sé equivocarme.

- ¿Matungos?... Bueno... ¿Por qué no me señala, míster Jones, el peor de todos? Quiero hacerle una prueba.

El inglés, levantando un dedo, dictaminó complacidamente

-Ese, el del bozal. Puede venderlo a alguna grasería.

-Pues con ese sotreta le corro dos cuadras a cualquiera de estos pagos. Y por la plata que pongan.

El inglés rió y su risa fué coreada por la risa de los peones que oían la conversación.

-Formal - exclamó Segovia. -- Apuesto todo lo que tiene que entregarme la Compañía.

- ¿ Usted está ?... - dijo el inglés, tornillándose la frente con el canuto de la pipa.

-Ni loco ni mamado. Si quiere convencerse...

Segovia insistió. Míster Jones declaró finalmente, esparciendo una mirada en el concurso de peones:

-Le daremos con el gusto. Por todo el valor de la tropilla; y para pasado mañana, que es fiesta. Le echaremos el tordillo macetudo del sulky. Habrá diversión
para la gente.

-No soy aficionado a las aliviadas. Écheme un parejero - pidió Segovia, engallado.

- ¿Un parejero quiere?... Conforme... Se traen del galpón el azulejo.

Jamás se había concertado carrera más ridícula. El azulejo, una luz, con un mancarrón que daba lástima...

El forastero quería regalar la plata. De otro modo no tenía explicación su terquedad y su desafío.

Entre los peones mucho se habló ese día y el siguiente de la extravagante carrera concertada. Alrededor de los fogones se hacían chistes a costa de la
ocurrencia del tropero y la figura de aquel matungo que no tendría alientos ni para dar vueltas al malacate. Segovia se limitada a decir, encogiendo las
espaldas y alzando las manos:

-Cada uno tiene su opinión.

Llegó la tarde de la prueba. La aparición de Segovia con su penco macilento y sucio, provocó en la concurrencia una fuerte algazara. Nunca había pisado
la cancha de la Compañía un caballejo de tan inferior calidad.

Míster Jones se acercó a Segovia: --¿Pero vá esto en serio?

-Muy en serio.

-No me gusta robar la plata a nadie.

-No sea que se le de vuelta la taba, míster.

Segovia apostó todo el importe de su tropilla, todo el dinero que trajo y hasta los patacones que brillaban en su tirador.

Y el paisanaje presenció un espectáculo inaudito que transformó la alegre jarana en bullicio de admiración y de asombro. Dada la señal de la partida, el
mancarrón de Segovia se estiró como goma y rebatió los vasos con furia endiablada. El azulejo, rezagado, sufría en vano el rigor del rebenque y la humillación
de la derrota. Perdió por tres cuerpos.

Todos se miraban a las caras. Míster Jones, atónito, restregábase los párpados por si aquello hubiera sido una alucinación.

Segovia cobró y se embolsilló la estupenda ganancia.

- ¿Qué le parecen los refugados? - preguntó al inglés.

-No comprendo, no comprendo - murmuró míster Jones.

Y, reaccionando, agregó:

-Se los compro a todos.

-A todos, pero a este que ha corrido, no. Es el peor, y lo llevo de monta.

Y al paso del pingo, con el tirador hinchado, abandonó la estancia de la Compañía de Tierras. De codos en un hilo del alambrado, arrancando pelotillas
de humo al tabaco de melaza, míster Jones, caviloso, lo contemplaba, todavía con ojos sorprendidos. 

III 

La víspera de la octava de carnaval. Segovia se apeó ante la morada de Manzanares. El juez de Paz le dijo, sañudo, con una voz llena de recóndita aflicción:

- ¿No sabe lo que pasa?... ¡Me han robado el ruano !... Tengo detenidos seis cuatreros. A fuerza de lonja los haré declarar. ¡Y mañana debía correr con
un fenómeno de Cayastacito!

-Venga - dijo Segovia; y desde el umbral le señaló el palenque.

Manzanares exhaló un grito de sorpresa y júbilo: allí estaba, ensillado y quieto su parejero invicto.

Y Segovia debió explicar cómo el ruano se mezcló aquella noche a la tropilla y marchó en lo obscuro tras la sonaja de la madrina, para sólo advertir su
presencia en el corral de la Compañía.--