Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Bar de marineros: cuento.

Bar  de marineros.
Mateo Booz
 
 
CLARENCE Payne, de la dotación del white crest, barco de matrícula británica, escruta desde la calle y tras los cristales turbios de las puertas, los interiores
iluminados de los cafetines. 

Al frente se dilata un descampado tenebroso. Más allá clarea el zinc de los galpones de la Aduana y, en lo alto, se inmovilizan las linternas prendidas
a los masteleros de los navíos

. La figura de clarence payne asume perfiles grotescos y mudables con las ráfagas de viento que inflan los faldones de su overcoat, comprado en Sydney
al finalizar la última guerra. 

Frente a cada cafetín parece vacilar, y al cabo sigue andando. Muy bien puede creerlo, la policía que, embozado, pasa, lento, en su cabalgadura, uno de
los tantos marineros ebrios pululantes por los contornos. 

Pero Clarence payne no ha bebido en todo el día más de tres tragos de ron, brindados por la cantimplora del contramaestre, cuando el guinche remontó el
último fardo del yute que trajeron de Calcuta. 

Mira ahora, al resplandor de tres bombillas blancas, un letrero: 

LIBERPOL BAR FOR SEAMEN 

Avanza entonces decididamente al cafetín y ocupa una mesa. Antes se despoja del overcoat y, apelotonado, lo pone a su alcance en una silla. 

Clarence payne es un hombre de edad poco definible, tal vez treinta años, tal vez cuarenta, el pelo de vetas rojizas y la tez curtida por los aires y soles
del mar. 

Predominan allí las gentes de a bordo y de las más diversas latitudes. 

Unas criollas de fachas abominables mariposean por el salón, agasajando a los bebedores, mientras el piano eléctrico vierte su música destemplada y frenética. 

Reluce la botellería en el estante; y tras el mostrador de estaño se balancea el bulto de una mujer en el trasiego de la expedición. 

Clarence payne oculta la frente bajo el hule de su visera, y pide un wisky con soda. 

Una criolla lo trae, se sienta ante él y le planta una mano sobre el brazo. El la rehúsa con el sacudón del potro que se desembaraza del jinete. Acostumbrada
a esos estilos, la fémina repite sus carantoñas. Pero cuando el hombre bate el puño en la tabla, se aleja con despecho. Va a hacerle compañía a un sujeto
bruno, rugoso, de ojos ahuevados, que agarra su bock con la negra diestra desposeída de dos dedos. El sujeto, nauta portugués sonríe a los dientes rotos
de la daifa, y sus pupilas cobran nuevo fulgor.

Clarence payne clava los codos sobre la mesa y, cercando con las manos enlazadas la copa de wisky, parece soñar.

Al término, tal vez, de una hora, contempla el lugar como recién llegado. Las bombillas pendientes de la rústica viguería, ganan un halo con la humareda
de los tabacos. 

Lee entonces los letreros escritos sobre dos puertecillas ruines; uno dice: barber shop; el otro: prívate room for officiers. 

Clarence se echa al brazo el overcoat y desaparece bajo el letrero barber shop.

Un hombre de continente respetable, mostachos y calva, se despereza y coge una toalla. Luego blanquea y descañona las barbas del cliente, que se mira en
el fondo de un espejo a medio azogar. En la percha un braguero traza su garabato. 

El raspista es veneciano, y posee, por el cosmopolitismo de su parroquia, rudimentos de multitud de lenguas y un ojo adiestrado para descubrir la nacionalidad
de los demás. 

Chapurreando el inglés, refiere sucesos insignificantes, que su cliente no escucha.

Pero, de improviso, Clarence payne interroga:

¿Y el patrón?

No hay allí patrón, sino patrona. La patrona es la fémina del mostrador. Mujer fuerte para el trabajo y enérgica para gobernar a las muchachas. Dos años
hace que regentea la casa. La compró a unos alemanes. Antes el café se llamaba Hamburger Bier Halle; y ella lo rebautizó con el nombre actual. Y está bastante
acreditado. Ya saben las tripulaciones que en el Liverpool bar for Seamen del puerto de Santa Fe encontrarán trato fino y buena mercadería. 

Clarence payne recuerda que horas antes eligió para entrar ese cafetín porque el nombre le evocaba a su ciudad natal. Cuatro inviernos distaba el día que
partió de Liverpool para surcar las aguas más remotas y conocer los climas más dispares.  

El marinero, mientras el rapista charla, se sumerge como un buzo en el mar espeso de sus meditaciones; y de él asciende con el rostro rasurado. 

Vuelve al salón y a la misma mesa. Calla ahora el piano, ralea el concurso y la luz disminuye.

En un ángulo las camareras se agrupan con unos tipos de greñas oleosas y pañuelos al cuello, hijos del país, y todos comentan, bullangueros, unas fotografías
de footballers.

Las gentes se van retirando, unos en pareja, al interior, y otros a la calle; y al abrirse la puerta de salida irrumpe el abanicazo de un viento tormentoso. 

Suenan unas palmadas en la hondura del salón, y fenecen otras lámparas. 

Entonces Clarence payne paga, se incorpora y levanta su overcoat. Pero no va hacia la calle, sino hacia el fondo. Allí está la patrona, sacando cuentas
en un papel, perdidas sus facciones por la contraluz del quinqué, que arde a sus espaldas. Junto a ella un gato manotea, divertido y quiromántico, el mazo
de cordones para botines que cuelga de un alambre. 

El marinero despliega su overcoat sobre el mostrador de estaño, y extrae de los escondrijos del abrigo unos frascos de dulce, unos tarros de tabaco de
melaza, unas jocundas zapatillas persas. 

La patrona contempla, displicente, los artículos; y apenas él habla, lo mira desde la penumbra con creciente fijeza. Y dice:

¡Clarence payne!

. Todo el cuerpo del marinero se contrae como si recibiera un latigazo, y avizora la cara de esa mujer, pecosa, flaca, la nariz afilada como un lápiz y
un chirlo serpenteante por la mejilla, y exclama, atónito:

¡Nancy Funston!

El marinero coge precipitadamente su overcoat para huir y aún dejar allí abandonadas esas mercancías de contrabando. Pero Nancy Funston lo retiene fuertemente
de la manga del saco. 

Conversemos, clarence payne, invita. 

Clarence payne titubea, alterada su faz por el asombro; y al final, cede, tácito. 

Ella imparte ordenes; las tusonas despiden a los greñudos de las fotos, cruzan la tranca en la puerta y desfilan al interior, dando las buenas noches y
refistoleando, sorprendidas y maliciosas, a la patrona y al marinero derrumbado en una silla. 

El salón se enlobreguece. Sólo brilla, humeante, la llama del quinqué. Fosforecen los ojos del micifuz aquietado. 

Y Nancy y Clarence, con las mandíbulas en las palmas y las caras juntas, dialogan, sordas las voces, inmóviles los bustos, como en una confesión.

II    

El azar ha reunido en un cafetín portuario de Santa Fe de la vera cruz, a los protagonistas de un drama vulgar, de crónica de policía. 

La cicatriz que raja la mejilla de Nancy Funston se la infirió él, Clarence Payne, hace cinco años. 

Nancy Funston trabajaba en una hilandería de Liverpool, y Clarence Payne, que no era el hombre endurecido y taciturno de ahora, la amaba. 

Nunca declaró ella que correspondiera a ese sentimiento. ¿Pero era, acaso, menester que dijera la boca lo que proclamaban las actitudes y los ojos? 

Ella se relacionó con un hombre de bigotes teñidos, de cigarros olorosos, de joyas en los dedos y la corbata. El tal caballero la esperaba a la puerta
de la hilandería y le hacía regalos costosos. 

Atormentado por el dolor y el despecho, Clarence Payne la interpeló. 

Ella le refirió tranquilamente su bella fortuna. Aquel señor opulento y enamorado la desposaría y llevaría a viajar por tierras maravillosas. Los padres
y los abuelos de Nancy habían sido gentes de a bordo, y natural que ella, recluida en una fábrica de Liverpool, sintiera la sugestión melancólica, ruda
e irrefragable que el piélago ejerce sobre los nautas.

Clarence payne, después de llorar y rogar vanamente, sufrió la instantánea fulguración de la demencia. 

Vio ella el relámpago de un puñal; gritó y trató de huir. El golpe dirigido al cuello le alcanzó en la cara; y Clarence, sin tiempo de volver la hoja contra
sí mismo, se advirtió paralizado por unos brazos poderosos. Y con rabia inútil reconoció en su apresador al que le robaba el amor de Nancy. 

Seis meses estuvo en la cárcel. Al salir, buscó a la amada. Pero ella se había embarcado ya con el hombre aquél. Desengañado y torturada el alma, también
él dejó Inglaterra. Y desde entonces navegaba de marinero y llevaba en el corazón el nombre y la imagen de Nancy Funston. 

La historia de ella no fué menos lamentable. La vida suntuosa y venturosa que le prometieron y deslumbró su imaginación, tornóse en vida miserable y abyecta.
No fué esposa; fué mercancía de tráfico. Después de recorrer las plazas del Brasil, se embarcaron nuevamente. Dios quiso que en el viaje muriera el hombre
vil; y Nancy se apropió entonces de una parte del dinero que aquél escondía en bolsillos secretos de su ropa. En el puerto de destino, Santa Fe, compró
ese negocio. Y alentó siempre la esperanza de que alguna vez llegara allí aquel Clarence Payne que por mucho apetecerla quiso matarla y matarse, y con
quien habría sido tan feliz. 

Los dos siguen hablando, sin mudar la postura ni el tono de la voz; y así los sorprende la mañana, que echa una luz lívida por las banderolas.

y el White Crest, de ocho mil toneladas, sale en lastre ese día, con un tripulante menos, Clarence Payne, que no se hace presente a la hora señalada por
el capitán.

III 

En el Liverpool bar of seamen cantan y pernean ahora unas mujeres livianas de ropas al son gárrulo de la jazzband. En el prívate room for officiers, rumorea
el personal superior de los barcos, con un cubo helado en la mesa y una cancionista internacional en las rodillas. Desde el testero preside a esa babel
un retrato al carbón de Salisburry, rollizo y barbudo. 

Nancy Funston está siempre en su puesto, más carnosas las mejillas, más redondo el talle. Dos lavacopas la secundan al presente en la expedición.

Y Clarence Payne vigila al público y el orden de los espectáculos. La racha próspera ha permitido ensanchar y decorar el local. 

También se compran allí, sigilosamente, artículos de ultramar substraídos al rigor de la Aduana. Los dueños de los cafetines vecinos sostienen, con envidia
poco disimulada, que los Payne acumulan mucho dinero con su negocio clandestino, aparte del que acumulan con las ganancias del Liverpool Bar. 

Ha resultado Clarence un hábil director de music-hall: contrata en Buenos Aires artistas apropiadas al gusto de su clientela, gentes que arriban a veces
al puerto de Santa Fe con el afán de treinta días de navegación sin escalas. 

De noche, ya solitario el salón y cerradas las puertas, torcidos sobre el mostrador y juntas las cabezas, revisan el dinero recaudado y la cinta de control
de la caja registradora.

Satisfechos, se recogen. En la habitación hay una cama matrimonial y unas camas pequeñas. En éstas duermen tres chiquitines rubios, cuyos nombres consigna
la libreta del Registro Civil que Nancy guarda en su baúl. 

Clarence tuesta con un fósforo los mosquitos merodeantes en derredor de sus vástagos. Al resplandor de la llama suelen los insectos pintar en el muro una
sombra desmedida. 

Persígnanse, se acuestan y matan la luz. Frecuentemente, en la obscuridad, aletea el susurro de sus palabras y fulge el ascua de un cigarrillo.

Marido y mujer hablan del porvenir de esos chiquilines, a quienes reservan una vida superior a la vida de sus padres. Harán de ellos tres marinos que alguna
vez comandarán buques de comercio de alto tonelaje. Los mantendrán alejados del Liverpool bar, y todavía adolescentes irán a estudiar a una escuela náutica
de Inglaterra. Para eso sus padres ganan dinero, y para eso trabajan. Nancy está conforme; es eso lo mejor; pero tiembla, apretada contra el flanco de
Clarence, al pensamiento de separarse alguna vez de sus hijos.

Y son dichosos. y agradecen al cielo el bien infinito de haberlos juntado, después de tantas penalidades, en los caminos del mundo.

IV   

El Liverpool bar estuvo aquella noche muy animado. El concurso aplaudió furiosamente a las cancionistas y vació considerable cantidad de botellas. No era
esto imprevisto: los diques se abarrotan de vapores para llenarse con el trigo de la nueva recolección. 

La atmósfera se vicia con los alientos, la transpiración y los tabacos de los parroquianos ya ausentes. Sólo queda un hombre, de bruces, con la testa reposada
en los brazos. Clarence Payne le golpea un hombro; pero el durmiente no cambia de posición ni da señales de despertar. Habrá, entonces, que sacarlo a la
rastra, y una vez en la acera se marchará, haciendo eses, a su barco. Lo de siempre… 

Y mientras Nancy mueve los resortes de la caja registradora, Clarence ase por las axilas al parroquiano. Este, un negro corpulento y musculoso, no opone
resistencia alguna. Sus zancas se desbaratan, como de trapo, y la cholla lanuda bambolea. ¡Formidable borrachera!, conjetura Clarence. El fresco de la
noche lo despabilará.

Y avanza trabajosamente con su carga y ya está próximo a la puerta, cuando percibe un olor pastoso, acre, erizante, y un líquido tibio le moja los dedos
de una mano. 

Lanzando un grito, suelta su presa; el negro rebota, supino, en las tablas del suelo. Acude Nancy. El negro, amoratado e inerte, tiene un puñal en el corazón. 

La policía interviene. El negro pertenecía a la tripulación del Sasilios Pandelis, velero de bandera griega. Era un senegalés, boxeador, que a puñetazos
imponía su voluntad despótica entre los compañeros. Ya estaban, de consiguiente, orientadas las investigaciones. 

El propietario del café donde asesinaron al negro continúa detenido. Ya un rábula ha interpuesto recurso de habeas corpus. Por los corredores de la jefatura
de policía un pesquisante pasea caviloso, repitiendo: 

Clarence Payne. Clarence Payne. Clarence Payne…. 

Y revuelve un armario y, por último, saca, triunfante, unos papelotes. 

¡Con razón me sonaba el nombre de este sujeto!, dice a sus colegas. Su captura está recomendada en una orden del día de la policía de la capital federal,
de hace siete años. 

Clarence Payne no se sobresalta. Es un error, sin duda. Siete años atrás él navegaba en el white crest.

Nancy comprende también que hay un error; pero la autoridad le inspira un temor supersticioso. Disponen de dinero. Y el rábula va a Buenos Aires, indaga
y vuelve. 

La orden de captura ha sido espedida, en efecto, contra Clarence Payne, entonces de veintinueve años de edad, natural de Liverpool, y a requisición de
la cancillería británica. La justicia de su país lo ha condenado a diez años de cárcel por tentativa de homicidio y desfiguración de rostro de Nancy Funston,
entonces de veintidós años de edad, obrera hilandera, también natural de Liverpool. Mientras se substanciaba el proceso, Clarence Payne fué libertado condicionalmente,
sin que se presentara después a cumplir la pena, lo cual agrava su situación. 

Clarence Payne palidece, silencioso y tétrico, ante la noticia jamás prevista que destruye su felicidad y su existencia. 

Nancy Funston, empavorecida, gime y se retuerce las manos, y a su inmensa desesperación agrega el remordimiento de sentirse culpable del delito que se
castiga tan implacablemente en el hombre amado.

Y dos agentes del Scotland Yard llegan a Buenos Aires y reciben de las autoridades del país al reo Clarence Payne, con las manos esposadas.

V   

El café de los Payne ya no ofrece los atractivos ni la atención celosa que lo afamaron. No hay música, sólo suena, a pedido especial, el piano eléctrico.

Detrás del mostrador sigue Nancy Funston, más desjugada, los ademanes lentos y los ojos vagos, con el automatismo de la caja registradora. Tres chiquilines
rubios travesean por los rincones. 

Naturalmente, los hombres de mar prefieren ahora otros establecimientos. Y la prosperidad ha huido del Liverpool bar of seamen.