Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La casa solariega: cuento.

LA CASA SOLARIEGA
Mateo Booz
 
Era una figura consular!, deploraban los hombres. 

¡Ha muerto como un santo!,  plañían las mujeres.

Don Audelino Artigas dormía el sueño definitivo, de rostro a la fastuosa lucerna en cuyos prismas se destrozaba el resplandor de los cirios y bajo la inmóvil
mirada de carbón de misia Matilde, misia Loreta, misia Nicasia, don Clorindo, don Zoilo, don Carmelo, colgados de la pared, entre marcos de felpa.

Había sucumbido Don Audelino a raíz de un atracón en uno de los gastronómicos paseos a la isla, que tanto amaba. Frisaba en los setenta y cinco años y
jamás concedió importancia a la ciencia médica. Vanagloriábase de su naturaleza de hierro, y el día que enfermó fué para acudir prestamente a hacer compañía
a sus espectables antepasados. 

La infausta noticia se esparció por la ciudad, y pronto afluyó a la casa solariega un público impaciente por consolar a las hijas y yernos de don Audelino. 

Las damas invadían la cámara mortuoria y las habitaciones; y los caballeros rumoreaban en el espacioso patio, bajo toldo, frotándose las manos por el frío
reinante. Unas chinitas servían pocillos de café y copitas de licor dulce. 

Mientras las mujeres rezaban el Rosario, los hombres charlaban, sentados entre las tinas de las plantas; un gracioso lucía su repertorio de cuentecillos
verdes, y algunos recordaban los méritos y aun las debilidades del finado.

Don Audelino fué un hombre caritativo. Pronto lo echarían de menos el pobrerío de los contornos; “los negros santafesinos”, tradicional comparsa del barrio
Sur; y los dominicos y los franciscanos, que frecuentemente recibían de la casa solariega de los Artigas unas bien provistas fuentes de carbonadas, chatascas
y otros vigorosos condumios regionales. Cada dos o tres años iba Don Audelino a Buenos Aires y regresaba con los baúles atestados de chucherías para sus
convecinos. Cuantas cosas juzgaba en los remates una pichincha o el martillero recomendaba con elocuencia, lo adquiría, sin reparar en la inmediata utilidad
de la compra. 

Así se le adjudicó cierta vez, en la subasta de un comercio de pompas fúnebres, un ataúd presidencial, que se lo expidieron a Santa Fe y que destinó para
el azúcar, la yerba y los trebejos de cebar mate. Ahora el propio cuerpo de Don Audelino yacía en esa caja. 

También, y en voz tenue, se calculaba el patrimonio del difunto: innumerables casitas y terrenos baldíos dentro del municipio, y varias estancias, algunas
de vastas extensiones, con millares y más millares de vaquitas guampudas. Y esos inventariadores hacían discretamente alguna alusión jovial, tal vez no
exenta de un grano de envidia, a los yernos de don Audelino.

En cuanto a los yernos, que allí estaban desde que su suegro entró en agonía, no dejaban de intuir esos comentarios e insinuaciones malignas. La situación
les aconsejaba prevenirse y vigilar sus actitudes: ni muy compungidos para no pasar por farsantes, ni muy indiferentes para no pasar por cínicos. 

La partición testamentaria suscitaba entre los veladores expectativa y conjeturas ¿A qué abogado se encargaría del sucesorio! probablemente al tuerto Tavares,
que allí estaba, en un taburete, enlazadas las manos en el pomo del bastón de verga y saboreando una tagarnina apestosa. Don Audelino celebraba mucho la
chispa y el insaciable apetito de ese amigo, “un hombre preparado”, muy experto para asar dorados y mandubeyes y cuya compañía se procuraba siempre en
las excursiones a las islas. Si el finado hubiera tenido la previsión de escribir sus voluntades, es seguro que habría encargado al doctor tavares la partición
testamentaria. Pero ¡vaya a saberse lo que determinarían los herederos! uno de ellos contaba por sobrino a un abogadito de jaquet, recibido el año anterior,
y que, según testimonio de la familia, fué felicitado por la mesa examinadora. Ese abogadito rezaba el Rosario mezclado al mujerío en la capilla ardiente. 

De pronto, la curiosidad de los visitantes se avivó: los yernos de don audelino, unos tras otros, misteriosamente, entraban y se encerraban en una piecita.
Era claro que iban a deliberar. Pero iban a deliberar de asunto de menos trascendencia que el alusivo a la distribución del caudal hereditario. Debían
resolver lo pertinente a la conducción del cadáver. Unos querían exequias humildes y baratas, de acuerdo a los hábitos del extinto, tan desafecto a la
bambolla. Pero se observó que el mundo interpretaría esa sobriedad torcidamente, acusando de tacañería a los deudos. Era menester aparejar un tren fúnebre
con muchos frisones y muchos palafreneros. Discutióse también si los franciscanos o los dominicos oficiarían los servicios religiosos. Ya las dos Órdenes
habían destacado a la casa del duelo al Padre Guardián y al Padre Prior. Debía optarse por unos o por otros. Difirieron el delicado asunto a dictamen de
las mujeres. Todas las opiniones coincidieron en otro punto; el ataúd se depositaría provisionalmente en un nicho y del acervo común se reservaría una
cantidad importante para la construcción de un suntuoso mausoleo, que algún célebre escultor italiano coronaría con la efigie de Don Audelino Artigas,
en una postura estatuaria y cómoda. 

El sepelio ofreció un espectáculo impresionante. La funeraria había movilizado todo su más lujoso aparato. Los dominicos vieron, mohines y atisbantes desde
las azoteas del convento, pasar el ataúd para la iglesia de los franciscanos, donde se celebró la misa de cuerpo presente. Las banderas flameaban a media
asta y tras la carroza caminaba una escuadra del Piquete de Guardianes de cárceles. Don Audelino había representado, durante tres períodos, en las épocas
del “régimen”, al departamento constitución en la legislatura local. 

En el vestíbulo del cementerio los oradores enumeraron con frases selectas las virtudes republicanas de tan ilustre santafesino, sin olvidar tampoco todo
lo que le debía el progreso de las industrias agropecuarias del norte de la provincia. 

El féretro fué remontado a la más elevada fila de los nichos. Castro del rey, comerciante español casado con la mayor de las Artigas, escribió con un palito
el nombre de su suegro sobre la mezcla del revoque, y los herederos abandonaron, cabizbajos, el sagrado recinto.

II   

Hasta altas horas de la noche, brillaban las arañas en el caserón de los artigas y los faroles de unos placeros al canto de la acera. Las hijas y los hijos
políticos de Don Audelino estaban reunidos en conclave. ¡Qué familia tan unida y tan solidaria! La ofensa o siquiera el desaire inferido a uno de la casa,
lo recogían todos como asunto propio. Daban ciertamente un ejemplo edificante a las gentes descastadas de la ciudad, poco celosas de la dignidad del apellido
y en cuyos espíritus no resonaban jamás la voz de la sangre.

El primer punto que los herederos se plantearon fue la adjudicación de la vetusta casa donde habían nacido, procreado y muerto tantas generaciones de Artigas
y donde había transcurrido la infancia y concertado sus noviazgos las niñas de don Audelino. Unánimemente se estimó que la morada debía seguir en poder
de algún descendiente. Pero ningún heredero aceptaba en su hijuela un inmueble demasiado grande para habitarlo una familia corta y, de añadidura, difícil
para sacarle una renta proporcionada a su valor. El ideal sería donarlo, por ejemplo, al Gobierno de la provincia a fin de instalar un museo histórico.
La finca ostentaba título habilitante para tal honor. A esa huerta solía ir el brigadier general Estanislao López a matear con don Clorindo Artigas, el
año mil ochocientos treinta y tres, a la sombra de un granado que todavía arraigaba allí; en sus habitaciones se alojaron la madre y la prometida del general
Paz, cautivo en la Aduana Vieja; entre sus muros pernoctó el gobernador Domingo Cullen la víspera de huir de Santa Fe, camino del suplicio; y en su patio
pelaban y comían naranjas, ajustando al mismo tiempo sus planes de labor, un grupo de convencionales del cincuenta y tres. Uno de los herederos, opositor
recalcitrante, impugnó la idea: el gobierno no le merecía confianza. Se alquilaría para alguna institución pía o para vivienda de alguna familia honorable
y su renta se distribuiría en porciones iguales. También se determinó que todos aportarían fondos para el mausoleo de don Audelino, el más descollante
de cuantos embellecerían el cementerio de la Piedad.

-Un panteón digno de papá, - pidieron las muchachas. 

Los vecinos espiaban la casa y, curiosos, las idas y venidas de los herederos.

-¡están contando la plata!, murmuraban, chistosos y ávidos, cuando los herederos se reunían. 

Y muchos ojos espejeaban a través de los visillos de las ventanas, observando a las Artigas que salían de la casa paterna con sendos envoltorios: un arca
de ébano, un velón de tres brazos, una silleta incrustada de nácar y, en suma, objetos diversos y antiguos que adornaron la casa de sus mayores y que se
adjudicaban por el cómodo y azaroso sistema del sorteo.

- ¿a quién le tocará la casa?, se preguntaban las gentes del barrio, con excitación. 

Una familia,- reflexionaban todos- tan acorde y bien educada, sabrá arreglar sus cosas rápida y equitativamente, sin mucho medro para abogados y procuradores. 

y una noche, las viejas Juárez, que venían de un novenario, se pusieron de espaldas contra la pared, estupefactas con lo que sus ojos veían: uno de los
herederos zamarreaba de la solapa a Castro del Rey.

-Te voy a fajar una pateadura, gallego sinvergüenza.

-  asesino! - gritaba, en defensa de su marido, la consorte del peninsular. 

¡Sois unos bribones! , chillaba el agredido. 

En el zaguán, las hijas de don Audelino, asistidas  por sus esposos, se denostaban recíprocamente, con ademanes descompuestos:

¡Manga de salteadores!

- caínes!

¡Que se gasten la herencia en botica! 

¡Masones!

¡Papá las maldice desde el cielo!

¡Vos lo dirés, hipocritona! 

Las Juárez se alejaron, haciéndose cruces. En vez de marcharse a dormir, como aconsejaba la hora y sus costumbres, fueron, aspaventeras, a relatar y comentar
con unas amigas el asombroso cuadro. En todo el barrio Sur no hubo por muchos días conversación que no atañera al suceso. Algunos padres de familia se
consolaban de su pobreza, pues así sería más probable que, finados ellos, imperara la paz entre los suyos. ¡Si esas peloteras ocurrían entre una gente
que fué modelo de discreción y de amor fraternal!. 

Ahora en la casa de los Artigas se citaban el doctor Tavares, el abogadito de jaquet y otros representantes legales para discutir la división de los bienes.
Las negociaciones fueron accidentadas y laboriosas. Al abogadito de jaquet lo despidió su mandatario a pesar de aquellas felicitaciones de la mesa examinadora.
En opinión de su tío, el mañoso tuerto Tavares lo “gateaba”. El cachorro de rábula, colérico, demandó a su pariente por los honorarios. Cada heredero recibió,
por fin, su hijuela, y todos se creyeron despojados. 

El gallego Castro del Rey, protestaban, se ha llevado la parte del león. ¡Siempre salimos perdiendo los hijos del país! 

Al bohemio le han dado el mejor campo del Norte. ¿Para qué lo querrá? ¡Es una injusticia que clama!

Manucho Pérez, casado con la segunda de las Artigas, se había reputado de bohemio por su desamor a los quitamanchas y su amor a los bolichines de los contornos
de San Francisco. 

En la casa solariega de la calle General López se colgó un cartel: “se alquila.”Algunos herederos, para alejarse de los ingratos parientes que en la hora
del reparto mostraron la hilacha y para otorgarse un poco de distracción después del brusco golpe recibido con la pérdida del jefe de la familia, se embarcaron
en la dársena de Buenos Aires. De vez en cuando sus relaciones recibían tarjetas postales con vistas de paisajes y monumentos de pueblos no siempre fáciles
de pronunciar. 

III    

Varias propuestas para alquilar la morada se desecharon. No era decoroso que bajo el mismo techo que abrigó a nobles varones y virtuosas damas, se instalara
ahora un conventillo, un taller de planchado o una manufactura de embutidos. Y como no se formularan nuevas propuestas, el solar de los Artigas continuaba
vacío, con el susodicho cartel junto al pesado aldabón. 

En verdad, ya los caserones antiguos, de dilatados patios, llenos de tradición y de cucarachas, pasaban de moda. Esas mansiones, para conservarlas limpias,
requerían una servidumbre sufrida y cuantiosa. Al presente, el gremio de mucamas era escaso y exigente, como en todas las ciudades que adelantan. Así las
familias iban advirtiendo que resultaban más cómodos y confortables los edificios de departamentos, con ascensores, calefacción e incineradores de basuras
que en los barrios del  Norte levantaban los gringos ricos. 

Y corrieron meses que formaron años, los viajeros retornaron a Santa Fe y la casa solariega seguía desocupada. Sobrevino la crisis y el apremio de los
acaudalados.

Fué entonces cuando un tipo desconocido, de cara recia, pechera enjoyada y apellido terminado en “Vich” detuvo el automóvil frente al solar de los Artigas,
espió por los barrotes de la ventana y en el almacén más cercano averiguó las señas de los herederos.

El forastero se entrevistó con Castro del rey.

Deseo alquilar la casa de ustedes de la calle General López. ¿Cuáles son las condiciones?

- quinientos pesos al mes, y a cargo del inquilino los impuestos.

- bien. Yo les pagaré setecientos, con un contrato a cinco años, garantías a satisfacción, y a beneficio de ustedes las importantes mejoras que introduciré
en la finca. 

Deslumbrado por la oferta, castro del Rey inquirió:

-¿es para vivir usted, caballero?

- No; para un establecimiento de diversiones. 

El español se rascó el cráneo, consultó a su mujer y respondió:

- Tenemos nuestros escrúpulos ¿sabe usted... pero no deseamos servir de estorbo. Nosotros aceptamos lo que determinen los coherederos. Visítelos en seguida,
y no olvide usted de recalcar el punto de los setecientos pesos. 

Y como todos los herederos le dieran la misma respuesta, el hombre hizo extender el contrato, y las Artigas acudieron por turno a la escribanía, con sus
esposos, a firmar el acta y componer algunos gestos de desagrado. ¡A lo que obligaba la codicia de los demás! porque unos a otros se culpaban de esa profanación
que se cometía con el hogar paterno. 

Y al comenzar la temporada de invierno, en el frontispicio de la mansión parpadeaba un enorme letrero luminoso: “Cabaret de la media luna2. En el umbral
se apostaba un gigante trajeado al uso de Turquía. Y la sosegada calle del barrio sur se anegaba de resplandores y de bullicio, atraía una muchedumbre
de jóvenes presuntamente alegres e, inclusive, de señores maduros, y además tanto escándalo suscitaba el enojo de respetables matronas de la vecindad.
Y aquellas vigas y aquellas seculares paredes de una vara de espesor, que sólo habían visto hasta entonces el calmoso fluir de la existencia patriarcal
y ejemplar de numerosas generaciones de Artigas, veían ahora el abigarramiento y el disloque de un cabaret moderno con jazzband y bataclanas de ropas sintéticas. 

Si los yernos de Don Audelino escapaban a veces de sus hogares para descorchar una botella de champaña en la casa solariega, manadero de evocaciones familiares,
cumplían también en ciertos aniversarios el deber piadoso de acompañar a sus esposas al cementerio con unas brazadas de flores de la estación. Allí debían
estirar el pescuezo para leer, en la cumbre de la nichada, el nombre venerable que un día escribió Castro del Rey, con un palito, sobre el revoque. Ya
era indiscutible que Don Audelino se quedaba sin mausoleo.