Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Doble ardid: cuento.

Doble Ardid 

I

La patrona de la pensión golpeó la puerta de Amadeo Belmonte. - Don Andrés, anunció,  el huésped de la segunda pieza, desea hablar con usted, en seguida;
y hará usted bien en visitarlo, porque el pobre señor no parece que tenga cuerda larga.

-¿Está enfermo?

Y de mucho cuidado. Esta misma tarde lo llevan al hospital. Me aflige el contratiempo, porque Don Andrés, dígase lo que se diga, es un pagador puntual
y de costumbres ejemplares, pero también me felicito de su marcha, pues no negará usted que los enfermos trastornan y desacreditan las casas de pensión.
Hay gentes demasiado aprensivas.

-¿Está usted segura que es a mí a quien llama Andrés Treviño?

Segurísima, dijo y repitió el nombre de usted con todas sus sílabas. –Bien, voy dentro de unos minutos. Amadeo se sintió extrañado.

¿Qué podía desear con él ese usurero? no lo acercaba a ese hombre otra relación que la de saludarse, por motivos de vecindad, cuando, al entrar o salir,
se tropezaban en el patio. No compartían tampoco de la misma mesa, pues Treviño, de natural huraño, comía en su propia habitación, por lo cual abonaba
un suplemento. Sin embargo, un día, en el zaguán, el cutre lo habló, de buenas a primeras, confidencialmente.

-Cuando usted sufra algún apuro de dinero, no tiene más que hablarme.

-Estoy dispuesto a servirle.

Amadeo le replicó, sarcástico: -¡Con el diez por ciento mensual!

Andrés Treviño denegó: le aseguro que no discutiríamos jamás el tipo de interés, sin declinar su tono ni su intención agresiva, rechazó:

-Le agradezco los buenos oficios, no necesito ahora de sus socorros. No obstante esta aspereza el prestamista lo siguió saludando con su cortesía habitual.

Y Amadeo estimó que había procedido groseramente, en parte impresionado por los comentarios mortificantes que de las rarezas y negocios turbios de Treviño
hacían frecuentemente los pensionistas de la casa. 

Después de todo, poco podía importarle a Amadeo que ese huésped simpatizara o no con él. Siempre profesó una invencible aversión a los usureros, con quienes
jamás cultivó trato alguno. Su espíritu ordenado y previsor y su trabajo en una casa exportadora de cereales, lo alejaron de las garras de esas aves de
presa.

II  

Mordido por la curiosidad y, en el fondo, con una  inexplicable inquietud. Amadeo entró a la pieza de Treviño. En el borde la sábana asomaba la faz terrosa
del enfermo. Amadeo lo miró y pensó: realmente, debe estar muy grave, los ojos febriles de Treviño se animaron.

-Le sorprenderá a usted mi llamado y le agradezco que haya venido. quiero decirle unas cuantas palabras y demandarle un inmenso favor. Le ruego que me
escuche. Amadeo ocupó una silla, excitada su curiosidad por la naturaleza del favor que iban a pedirle. Desde luego, debía desechar todo temor de un pechazo.
A pesar de su mezquino modo de vivir, Treviño gozaba fama de acaudalado. La usura dirigida por un hombre cauteloso y de corazón duro, cualidades atribuidas
a él, enriquece rápidamente. Y el enfermo prosiguió con voz firme, a momentos retardada para concederse un descanso:

-La gente me cree un hombre muy rico, y todos están equivocados, en veinte años de ejercer el vituperado oficio de usurero, no he reunido más de sesenta
mil pesos, puestos en mi cuenta corriente del banco de Galicia. Otros han ganado más con mi trabajo, sin dañar su reputación. Esos otros son respetables
caballeros de la ciudad (profesionales, hacendados, magistrados, sacerdotes) que me facilitaban reservadamente sus capitales para prestarlos en las condiciones
más leoninas. Mis operaciones ya las he suspendido y liquidado. Procedí así al observar los primeros síntomas del cáncer que me devora las entrañas y que
pronto, si no ahora mismo, dará con mi cuerpo en la sepultura.

Amadeo creyó piadoso hacer un gesto de incredulidad y Treviño, sin reparar en ese gesto, continuó:

-No suponga usted, como ha de suponer el vulgo, que yo atesoraba el caudal por simple avaricia o siquiera por egoísmo. No. ese dinero lo destinaba para
mi mujer que vive en España y a quien no veo desde que me embarqué rumbo a América, con otros inmigrantes. Yo no podía regresar. Dejé una cuenta pendiente
con la justicia. Maté a un hombre. Y yo no deseaba que ella viniera hasta no asegurarle en Rosario una vida decorosa. Años después le escribí que viniera,
mandándole, con mi remesa periódica, el importe de un pasaje. Me contestó que el proyecto era irrealizable: los médicos le descubrieron una dolencia en
la aorta y pronosticaron que la travesía le sería fatal. Me resigné y le rogué que no intentara nunca embarcarse con esa amenaza. Hace cuatro años le pregunté
si, presentándome yo en el pueblo, después de tanto tiempo transcurrido, la autoridad se acordaría de mi delito. Me expidió un cablegrama: “No vengas.”
Y en carta me dijo que apenas pisara mi país me prenderían y mandarían a presidio. ¡La justicia española es implacable! y yo, señor, amo con toda el alma
a mi mujer, sin que la dilatada ausencia haya debilitado ese amor. Ella, a su vez, estoy cierto, corresponde cabalmente a mi cariño. Algunos años después
de la separación, ella, para poder comunicarse conmigo, aprendió a escribir. Y desde entonces nos escribimos continuamente. Yo no dejo de enviarle, cada
tres meses, una cantidad proporcionada a mis ganancias, aparte de remesas más considerables para que se edificara una casa. Con ese dinero, que allá equivale
a una fortuna, mi mujer, que la dejé una pobre aldeana, será al presente una verdadera señora. Y eso me consuela.

Treviño calló un momento, y su confidente, aumentada la expectativa, se preguntaba: ¿en qué parará esta historia? con una mano, trémula y descarnada, el
usurero se llevó a los labios un vaso de agua, prosiguiendo: estoy condenado a morir en plazo perentorio, y créame que la muerte, por sí misma, apenas
si me sobrecoge con el miedo material al sepulcro. Lo que sí, me espanta, es la idea de que mí mujer, viuda y adinerada, encuentre con quien casarse. Mi
capital, traducido en pesetas, es para los campesinos de mi país una dote codiciable. Y yo no quiero que la esposa que fué mía sea de nadie más. La probabilidad
de que ella caiga en otros brazos cuando se sepa libre de mí, me punza y me atormenta más que este cáncer. Y he pensado en el modo de destruir esa probabilidad,
y es usted, señor Belmonte, quien va a ayudarme.

-¿Yo?... ¿Cómo?

Confío en su lealtad y en su honradez. me explico su asombro; nada nos vincula y yo le inspiro a usted el mayor desprecio.

Señor Treviño. Protestó Amadeo, desconcertado por esas palabras.

Esa es la verdad, y no me ofende, todos me desprecian, hasta los mismos caballeros que me entregan sus ahorros para engordarlos con la usura. Lo he elegido
a usted, porque de todas las personas de mi conocimiento es la que me infunde mayor confianza. Usted no me traicionará. No tengo ni he buscado referencias
suyas; mi convicción viene de la experiencia que para ver las almas a través de los rostros me ha proporcionado mi miserable trabajo de usurero. El favor
que yo, un moribundo, le implora, es el siguiente. Usted continuará mi correspondencia con mi esposa. Ella ignorará mi muerte y el cambio de figura. Desde
hace un año utilizo una máquina de escribir: y usted, para no incurrir en errores, podrá enterarse de las cartas que guardo de Micaela, ese es su nombre,
y de las cartas mías, copiadas en carbónico. Además, usted le girará trimestralmente la renta de los sesenta mil pesos. Transferiré esa suma de mi cuenta
a su cuenta, y ordenaré a la patrona de la pensión que las cartas dirigidas a mí, se las entregue siempre a usted.

Aún cuando la apreciación de sus cualidades morales provenía de un sujeto de la calaña de Treviño, no dejó Amadeo de advertirse complacido. En verdad,
se juzgaba un hombre fundamentalmente honrado. Y ya tampoco le pareció el usurero el mal individuo que presumía. Aquel amor que cultivaba y aquella finalidad
de su dinero, desafeaban su conducta. Amadeo habría preferido que el prestamista escogiera otra persona para esa inusitada y grave comisión; pero no creyó
tampoco plausible, ya que a él recurría, negarle su ayuda. Y aceptó. Cuatro días después Treviño descansaba en el cementerio. 

III

La patrona de la pensión entregó a Amadeo, cumpliendo las instrucciones del difunto, un sobre con el matasellos de Vigo. Micaela acusaba recibo de la última
remesa de fondos. 

Amadeo revisó el paquete de correspondencia que Treviño le entregó a punto de morir. No era ése, un modelo de epistolario sentimental. El pobre usurero
amaba fervorosamente a su mujer; mas carecía de capacidad o de temperamento para traslucir ese amor en sus escritos. Las cartas del matrimonio mostraban
un estilo descolorido y seco.

Se propuso Amadeo imitar esas formas de expresión: y las misivas fueron y vinieron, y cada trimestre despachaba un giro. Un día se le ocurrió confrontar
las cartas actuales con las anteriores; y pudo observar que esas cartas, las de ella y las de él, habían cambiado insensiblemente de tono. Asomaba ahora
en esos pliegos un calor cordial y florecía en algunos la sonrisa, que estuvo siempre desterrada de esas piezas postales.

Amadeo se dijo:

-         Al último, va a resultarme divertido este carteo. Y, ya deliberadamente, dejó caer de su pluma insinuaciones afectuosas, con puntos de amable
ironía. 

Las respuestas no demoraron más tiempo del que toma el vapor para cruzar dos veces el océano; y ellas sorprendieron a Amadeo por la vivacidad de su espíritu
y el modo cómo comprendía la destinataria los matices de sus intenciones.

Opinó que la vieja aldeana era más inteligente y culta de lo sospechado por él y aún de lo que en vida sospechó su marido.

Las cartas de Micaela llegaron a cobrar ternura y emoción; y alguna vez denunció la tristeza de los seres substancialmente inquietos y soñadores a quienes
la vida aprisiona en un horizonte estrecho. 

Una de esas epístolas describió, con ingenuidad y sentimiento nostálgico, el paisaje pueblerino abierto a sus ojos. Debió confesarse él que nunca había
encontrado un cuadro tan expresivo ni tan sincero en las composiciones que los cuentistas profesionales venden a las revistas. 

Descubría así un alma lírica y sentimental en la aldeana cincuentona que era Micaela de Treviño. Y esa alma había permanecido necesariamente inédita para
el usurero. Las cartas pedestres y enjutas del marido, no podían obrar el milagro que las redactadas por su reemplazante, un hombre joven, optimista y
lector de novelas pasionales. 

¡Cómo has cambiado. Andrés!, escribía ella. Creyérase que ha entrado en ti una onda de felicidad nueva. ahora, al callar los menesteres de tus negocios,
imagino que tus negocios prosperan más y que de ahí fluye también ese mayor contento que trascienden tus palabras. Escribiéndonos así, no debemos lamentar
tanto la ausencia. Nuestros espíritus están juntos, como asomados a la misma ventana.

La creciente intimidad de estos mensajes, sobresaltó, de súbito, a Amadeo.  Acaso fuera reprensible engañar y exaltar a la mujer soterrada en una aldea
de Galicia. En cierto modo se había apartado él de las instrucciones del usurero. Debió ajustar las cartas al estilo de Treviño.

IV  

Aquel año, pródigo para los cerealistas rosarinos, Amadeo decidió un viaje a Europa. Visitó las capitales preferidas por quienes se otorgan ese placer,
y, de retorno, fué a embarcarse a Vigo, de donde el trasatlántico que debía devolverlo a la patria, zarparía al día siguiente.

Entonces pensó: ¿por qué no visitar a Micaela de Treviño, con quién se carteaba desde hacía dos años? Un automóvil, luego de tres cuartos de hora de carretera,
lo puso delante de una casa blanca, de tejuelas rojas y balcón voladizo, cuajado de flores. Esa morada alegre, poética, acogedora se había edificado con
los negocios vergonzantes de un usurero en la Argentina.

-Deseo hablar a la dueña de casa -. Comunicó el viajero a la sierva basta y gordinflona que vino al golpe del aldabón.

-¿Cómo lo anuncio a mi ama, señor?

-Anticípele no más que vengo de América.

-Pase usted, pase usted, invitó entonces, animada, la moza. 

Amadeo fué introducido a una salita. Y mientras se alejaba la criada escalera arriba, divisó en el testero un retrato ampliado de Andrés Treviño, junto
al de Micaela, una mujer de cabellos atirantados, facciones toscas y pergenio aldeano, cuyo exterior no delataba la delicadeza de sus sentimientos. 

El techo denunciaba un vaivén de pasos. Seguramente la viuda del usurero se acicalaba para impresionar al presunto amigo de su marido.

Por fin, la puerta se abrió; y en lugar de la cincuentona, endurecida por la brega, que esperaba, se mostró una muchacha de ojos y pelo retintos, de boca
menuda, vestida a la moda de la ciudad.

-¿Con quién tengo el gusto? interrogó, allegándose al caballero.

Amadeo Belmonte, señorita.

-Yo me llamo Luz Barreiro; y usted dirá…

Se sentaron. Yo, señorita, vengo de la Argentina y tengo encargo de visitar a Doña Micaela de Treviño. Mañana regreso a mi país.

Sobrevino un silencio, y Luz Barreiro, que pareció súbitamente turbada, se puso de pie.

-Usted disculpará, lo está molestando este resplandor que entra de fuera.

-Absolutamente, señorita.

Pero ya ella, de espalda, movía los cortinones. Y rematada su tarea, un tanto minuciosa, volvió a su asiento. El recinto se anegó ahora en penumbras.

-Como le decía, -reiteró Amadeo, visto que aún callaba la muchacha-, he venido para saludar a la señora Micaela de Treviño, de parte de su esposo.

-Pues verá usted, manifestó Luz Barreiro, esfumadas ahora sus facciones en la suave obscuridad reinante; Doña Micaela marchó la semana pasada a Asturias.
No ha de regresar antes de quince días. Es un viaje que emprende con frecuencia, para tomar unas aguas convenientes a su salud.

-Lo siento, señorita. Me habría agradado poder llevar noticias de ella. 

También Doña Micaela lo deplorará, musitó.-

- No preví esta ausencia de la señora. En sus cartas suele decir, con un toque de melancolía, que jamás pasa los lindes del pueblo.

-¡ah, señor! ¿Usted lee las cartas de ella? Amadeo vaciló, y repuso:

-Sí. El señor Treviño es un amigo que no guarda secretos para mí. Me suele dar a leer las cartas de la señora, y le aseguro que el encanto de ellas me
hizo más agradable esta misión.

-Pues su visita no la ha anunciado el señor Treviño. Quiso tal vez procurarnos una sorpresa.

-también lee usted las cartas de él?

-Sí, las leo; y confieso que cada carta que llega de América es un regalo para mí. ¡Qué bien escribe el señor Treviño! yo no sé qué virtud la suya, que
aún refiriéndose a asuntos pueriles, suelen comunicarme una angustia, unos deseos de llorar. Y éso que oculta él muy diestramente la morriña que en la
inmigración padecen todos los hijos de Galicia. Pero he barruntado que algo que calla ha acontecido en la vida de Don Andrés. Algún gran dolor o alguna
gran alegría. Sin una conmoción muy fuerte no me explico bien su distinto modo de decir y de sentir. De dos años a esta parte no parece la misma persona.

Amadeo, mirándola fijamente a los ojos que relucían en la sombra, le testimonió, con la comezón de la mentira, que ningún hecho sobresaliente había acaecido
en la existencia vulgar de aquel hombre.

Siguieron dialogando. ¡Qué muchacha, inteligente, graciosa y cordial esa Luz Barreiro! Amadeo la escuchaba con acrecentado placer. Pero ¿Quién era esa
Luz Barreiro que ocupaba tanto lugar en esa casa y en las intimidades de la Treviño?

Ella, entregados a las confidencias, se lo dijo. Luz Barreiro, huérfana de una amiga de Doña Micaela, había sido adoptada por ésta, desde muy pequeñita,
y juntas vivían.

Luego se asomaron al balcón. Amadeo observó que ese paisaje no era nuevo para él. Aquel camino, aquella vena de agua, aquella ermita abrigada por un pinar
ya se los habían ofrecido las cartas de Micaela. 

Avanzaba la tarde. Amadeo, que se propuso hacer una visita de pocos minutos, ya llevaba tres horas allí. El tiempo se le había devanado insensiblemente.

Era necesario marcharse. ¿Por qué acusaba la muchacha, al despedirse, una emoción tan viva? ¿Por qué su pecho anhelaba y por qué parecían sus ojos anunciar
la vecindad de las lágrimas?

El automóvil partió. Amadeo volvió luego la cabeza. La casa enlucida de los Treviño brillaba con el crepúsculo; y en el balcón voladizo perfilábase la
figura de Luz Barreiro. Él la saludó; ella agitó una mano en el aire. 

Y una torcedura de la carretera borró para siempre ese cuadro de las pupilas del argentino. 

V

Amadeo pensaba, mientras el auto corría.

¡Galleguita encantadora! Creo que me ha enamorado ... hay en su persona un prestigio misterioso y, a través de sus risas, una inquietud remota. Varias
veces creí que fuera a decirme algo que luego callaba. Y es extraño que las cartas de Micaela jamás aludan a esa joven que comparte su vida y ha de tener
en su corazón un sitio preferente. Y, evidentemente, ella oficia de secretaria. Ahora veo claro cómo puede poner en sus cartas tan delicada ternura aquella
vieja campesina.

Las meditaciones del viajero se cortaron. El coche había parado y el chofer revisaba la máquina. Un desperfecto del motor los obligaría a perder acaso
media hora. 

El percance no contrariaba a Amadeo. Igual le daba arribar a Vigo - a cualquier momento de esa noche.

De la casucha cercana a la carretera salió un bulto que se allegó al automóvil. Era un hombre añoso, fajado, de montera y alpargatas, con una garrota en
la diestra; verdadera estampa regional. 

Y como la estampa regional comprobara que no eran en la ocasión aprovechables sus auxilios, quiso paliquear con el viajero.

-¿Viene el caballero de tierras muy distantes?,  -indagó, haciendo brincar un cabo de cigarrillo en la comisura de la boca.

-No. desde la aldea.

-¿Alguna visita, seguramente?

-Sí. A Doña Micaela de Treviño.

-¿ Micaela de Treviño ?. A esa señora la visitará usted en el camposanto; va para ocho años cabales que el señor la llamó. ¿No lo sabía usted?

Amadeo no quiso descubrir su asombro ante tan inesperada revelación, y repuso;

-Sí, sí, lo sabía. Y, descendiendo del coche, se apareó al lugareño.

No necesitó esforzarse para que el hombre, locuaz de suyo, discurriera sobre el tema que ardientemente le interesaba.

-Pues le diré a usted… 

Estaba el palurdo bien enterado, y su relato lo oyó Amadeo, afanado y atónito. 

Poco tiempo después de huir Treviño de la aldea, a raíz del navajazo que dio a un arriero, Doña Micaela adoptó a Luz Barreiro,- Luceciña, la llamaba el
hombre. -La niña se educó, con el dinero que venía de América, en un colegio de Cádiz. Ya espigadita volvió junto a Doña Micaela a quien cuidó y amó con
esmero de hija. Y cuando Doña Micaela se sintió morir, pidió a luz que no dejara saber a Andrés Treviño su viudedad. De esa suerte el inmigrante no se
casaría y, con sus remesas de dinero, no quedaría tampoco la rapaza en el desamparo.

Puso Amadeo unas monedas en la mano del lugareño, y subió al auto, ya trepidante.

-Volvamos a la aldea, -dijo al chofer.

El chofer inició la maniobra; pero antes de cumplida recibió contraorden:

-No, no; sigamos a Vigo, a toda velocidad.- 

¿Para qué volver? ¿para qué descubrirle a Luz Barreiro esa verdad innecesaria?

Comprendía ahora las actitudes de la muchacha, su turbación, su azoramiento, sus ansias de confesarse.

No, no. Amadeo resolvía ignorar la parte de verdad que acababa de revelársele. Proseguiría siempre la correspondencia sentimental de Micaela y Andrés,
los dos gallegos que mucho se quisieron y que en la hora suprema maquinaron, celosos, el mismo ardid.
Mateo Booz
 
Pero no era fácil que Amadeo olvidara a Luz, a Luceciña Barreiro. Y si alguna vez, en Rosario, pensara en casarse…--