Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mi infierno personal parte dos.

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Como pueden ver, yo siempre me ofrecí como el explorador. Por lo general, me llevaba conmigo a Skippy, uno de mis perros Labrador, y dejaba al otro, Max,
en casa. Este último era el favorito de los chicos y de Alicia. Skippy es papá de Max, y siempre ha sido mi fiel sabueso. Independientemente de sus ocho
años ya cumplidos, el perro se mantiene lozano y brioso. En esta aterradora aventura, mi fiel Skippy siempre anduvo a mi lado, y aunque se estuviera muriendo
de miedo, el pobre hacía buena dupla conmigo. Vagábamos juntos por vecindarios enteros, cargando mi cruz, y buscando supervivientes que se nos pudieran
unir. Siempre salíamos despacio, evaluando el perímetro con suma cautela. Los usurpadores ya sabían de nuestra base de operaciones, y querían entrar a
ella a toda costa.

Me gustaría hacer un paréntesis, para agregar una confesión. Además, supongo yo que han de tener hambre y sed. Aquí tengo para ustedes unos refrigerios
que Alicia y yo les hemos preparado. Espero que les agraden. ¿No están sedientos? así que no les gusta beber agua... Eso es malo para la vejiga y los riñones.
Mi esposa me lo recuerda a cada rato. Bien, retomemos el tema. Les quería hablar de algo que me ha carcomido las entrañas desde hace tiempo.

Puesto que las cosas no andaban muy bien en casa, tomé como pretexto la exploración de los suburbios. Táchenme de egoísta, incluso de cobarde si así lo
prefieren, pero es que no soportaba el escarnio de mi propia gente. En sus ojos empezaba a refulgir un brillo diferente al que tenían antes. Era el resplandor
del reproche, entremezclado con desesperanza. Ya los chicos se habían aprendido al dedillo lo que era lidiar con la muerte, y criticaban mordazmente a
la religión que Alicia y yo les habíamos inculcado. Recalcaban el punto de que nosotros nada más les decíamos lo que ellos querían escuchar, esto para
que no nos molestaran en nuestro tiempo libre. Preguntas tales como éstas me llegaban casi todos los días: ¿Dónde estaba Dios y sus ángeles? ¿Por qué Dios
permitió que esto ocurriera? ¿Este es el fin del mundo? ¿Para qué seguir luchando si al final no ganaremos?

Esas interrogantes fueron las que ya no pude responder, y me orillaron poco a poco a salirme más de casa. La precocidad de los niños era ya intolerable
para mí. Alicia intentaba aligerar las cosas, mas no lograba cambiar la opinión de nuestros hijos. Siento que esa fue una de mis más grandes derrotas,
y mi infierno personal. ¿Pueden creerlo? Me aterraban más las preguntas de mis hijos, que los monstruos horrendos que nos habían conquistado.

Tras la muerte de Emma, duramos un par de días buscando supervivientes, mas no hubo respuesta en los vecindarios aledaños. Cabe agregar que, después de
haber visto el noticiero pirata en la TV la última vez, me tomaba más tiempo del debido para explorar cada rincón, en pos de algunos rebeldes a los cuales
pudiéramos anexarnos. Cuando ya los viajes de exploración se tornaron más extensos, me llevaba mi camioneta conmigo. Hubo algunos encontronazos violentos
con usurpadores, aunque de manera muy esporádica. Mas, eso no los hacia menos espeluznantes que el que tuvimos con la diablesa.

En una ocasión, de una casona adinerada salió un grupo pequeño de usurpadores con forma de peces abismales. Sus obscenas fauces mordisqueaban el aire que
me separaba de ellos, y corrían grotescamente tras de mi, en patas semejantes a los cuartos traseros de un perro. Su anatomía entera se engalanaba en una
piel glauca, correosa, y húmeda, muy parecida a la de las víboras. Sus globos oculares eran dos orbes obsidiana, de los cuales resplandecía una luz ambarina
fantasmagórica. El auto quedó un tanto zarandeado y, aunque pensé por un segundo que no viviría para contar la anécdota, volví a burlar a la muerte.

En otro de esos tantos viajes que hice, me topé con un vagabundo. Yacía recostado contra un muro de una destartalada casucha. Desde mi auto, parecía que
tomaba una siesta. Opté por ir con él para averiguar qué había pasado aquí. Desde lejos, distinguí que a un costado del pordiosero estaban tiradas unas
pancartas, mas no supe que decían porque tenían la cara con sus mensajes hacia el suelo. Conforme me acercaba al desconocido sujeto, a mis vias olfatorias
llegó un fétido aroma, como si aquel tipo hubiese caído de cabeza en una letrina. Me quedé de pie, contemplándolo y aguantando la respiración. Él despertó
en cuanto sintió mi proximidad. Presa del pánico, se quedó tendido en el suelo, mirándome con esos ojos fríos como el hielo. Como no era un demonio, lo
invité a charlar.

Me presenté despacio, pues no me captaba muy bien debido a que acababa de despertar de su letargo. Pude apreciar que no dormía por placer, sino porque
estaba muriendo de hambre. Sus tripas parecían hablarme en vez de él. En ese segundo, descubrí para mi propio asombro, que todavía existía en mí un poco
de piedad, ya que decidí compartir con él un poco de mis raciones. Descubrí además que se llamaba Eliseo, y era un tipo de cincuenta y tantos años, envuelto
en sucios harapos.

Conforme platicábamos, fue tomándome confianza. Afirmó que él no era un limosnero; así quedó su aspecto luego del Día del Juicio. Los diablos arrasaron
con su vecindario, y mataron a toda su familia. Para salvar el pellejo, se ocultó en las cloacas por unos días. Como observación personal, eso me pareció
ilógico, ya que de allá abajo salieron esas abominaciones. Busqué no contradecirlo, pues conforme me narraba sus andanzas, capté en él una especie de enajenación,
de frenesí... como si estuviera mal de la chaveta. Sinceramente no lo culpé. Por las circunstancias en que sucedieron los hechos, cualquiera habría perdído
la cordura como quizás la perdió aquel miserable.

Eliseo tuvo algunos encuentros con los demonios menores, y salió airoso de la mayoría de ellos. Él los llamaba cazadores. Distinguí en su maltrecho atuendo
varios cortes sanguinolentos, signo de las numerosas batallas que había librado recientemente. Exhibía también varios moretones en las piernas y antebrazos...
Se dolía bastante de sus extremidades.

Luego de escucharlo por unos minutos, me reveló lo que pudo ver desde su antiguo domicilio, y me habló también acerca de lo que se enteró por boca de los
demás. Los diablos irrumpieron en las iglesias y lugares santos, y los usurpadores poseyeron a la gente importante que estaba entre la legión de religiosos.
Valiéndose de falsas promesas de salvación, los usurpadores llevaron a la mayoría de los fieles a una muerte segura. Pocos fueron los que escaparon. A
ese día le llamaron el Día del Éxodo. La mayoría de la población fue dejando la ciudad, yéndose por su propia cuenta, o con los pies por delante.

10

Sí, sí, sí. Le hice esa pregunta: ¿Y no le pidieron ayuda a las ciudades circunvecinas? Y recibí esta respuesta: El alcalde de la ciudad recibía a los
emisarios de otras ciudades, negando rotundamente todos los rumores negativos que esparcían los supervivientes. A la gran mayoría los convencieron con
tales argumentos. Y a la minoría, pues... desapareció sin dejar rastro. Esto se dio en un lapso de una semana, cuando mucho. Eliseo tuvo que sobrevivir
en la intemperie por cuatro días. Pobre bastardo, tenía fiebre y dermatitis en la piel; estaba deshidratado, y acarreaba una infección en el estómago,
además que presentaba un tremendo cuadro gripal y numerosas fracturas en los antebrazos y piernas. Para llevármelo a casa, tuve que construir una camilla
improvisada, valiéndome de un par de trapeadores de metal, y una cobija que encontré tendida en una casa. Acomodé al desdichado sujeto en la parte trasera
del coche, y tuve que bajar las ventanas para que el hedor penetrante de mi invitado no impregnara la tapicería. Hasta Skippy optó por alejarse de nuestro
pestilente invitado.

En el trayecto a casa, Eliseo me dio información respecto a la desmesurada atención que le daban los invasores al agua. Por ahí escuchó que colocaron una
especie de construcción en el río Colorado, y cortaron de tajo el flujo del líquido vital para la ciudad. Tal parecía que estaban canalizando el agua para
un fin que él no alcanzó a conocer. Al poco rato, el misterioso pordiosero se quedó dormido. Lo supe porque sus ronquidos eran fuertes. No obstante, supe
también que su sueño no era muy placentero, dado que él murmuraba cosas ininteligibles, como si tratase de evocar sus tenebrosas aventuras en su vecindario.

Llegando a casa, Alicia me recibió esperanzada, pues distinguió a Eliseo reposando en la parte trasera del auto. Le advertí de antemano el estado físico
de nuestro huésped, y ella asintió con dulzura en sus ojos. Entre los dos, sacamos al desdichado superviviente del coche. Ingeniosamente, Alicia me prestó
un cubre bocas, no sin antes ponerse ella uno también. así, resistimos la peste de nuestro invitado mientras lo cargábamos. Bajamos a Eliseo, que ya despertaba
y saludaba cordialmente a mi mujer. Ella le comentó que tendríamos que ducharlo primero, pues no quería que pasara alguna enfermedad infecciosa a nuestro
hogar. Él se puso rojo como tomate, pero resistió la vergüenza. Con agua destilada, agua oxigenada, jabón neutro, alcohol y mucha paciencia, desinfectamos
a Eliseo, y lo aseamos adecuadamente. Posteriormente, recibió atención médica, y la hospitalidad de mi familia.

Durante los primeros días de su estadía con nosotros, nuestro huésped hablaba poco. Max y Skippy le habían tomado afecto, y se echaban a su lado muy a
menudo. Los niños se la pasaban preguntándole de sus hazañas, y él, de manera humilde, narraba sus aventuras de una forma ligera, omitiendo detalles sangrientos
y aterradores para no perturbar a los chicos. Olivia no se aproximaba mucho al sujeto, pues siempre sentía que la fría mirada de Eliseo la atravesaba como
si ella fuera un insecto. Aunque el hombre no tenía mala voluntad para con la nena, los que habitábamos en la casa de hierro percibíamos que había entre
ellos una especie de barrera invisible que era infranqueable. Más tarde supe el porqué del comportamiento de Olivia.

He de confesarles que la llegada a nuestra casa de un hombre más maduro que yo nos trajo calma, pues Eliseo estaba bien letrado en historia. Solía ser
profesor de historia y de filosofía en una escuela preparatoria antes del Día del Juicio. Su voz tenía un toque de frescura que podía mantenerte hipnotizado
por horas, y jamás te aburrías de sus charlas. Se bañó y se rasuró, y realmente parecía un hombre pulcro. Sus ojos eran azules cual zafiros, y su cabello
era tan negro como el plumaje del cuervo, aunque yacía un poco jaspeado de plata a la altura de las sienes. Usó muletas por tres semanas; Después hizo
rehabilitación para sus piernas fracturadas. El yeso que llevaba en sus antebrazos se le quitó dos semanas después. En realidad era un tipo que gozaba
de un sistema regenerativo asombroso. ¡Y no, no era un usurpador! Créanme que lo pensé, pero mis animales me hicieron desechar dicha idea de la mente.
De haber sido un usurpador, nos habría traicionado o atacado al unísono. ¿Que por qué estoy tan seguro de esto? Pues porque estuvo colaborando conmigo
en la creación de un plan para expulsar a los diablos de esta ciudad. ¡Y vaya que fue ingenioso!

La idea era sencilla. Teníamos que localizar uno de los tantos sitios de la ciudad, dedicados al reciclaje de metal. Para fortuna de nosotros, dicho sitio
se ubicaba en la famosa calzada Lázaro Cárdenas, que ya no era tan vigilada por los demonios. Antaño, era muy transitada por taxis y autobuses, los cuales
se atiborraban de operadores que laboraban en las diversas fábricas de la ciudad. Ahora, tan sólo era una avenida muerta, solitaria. Eso sí, muy aseada.
Como era bien sabido por los visitantes de esta ciudad, esta calzada era una avenida principal. Como tal, debía mostrar un rostro afectivo e invitante.
El ayuntamiento infernal se aseguró de no dejar rastro de la destrucción que habían causado las batallas. Solamente ululaba el viento entre las ramas de
los numerosos árboles secos, que fueron mudos testigos de las tantas sangrientas masacres perpetradas por los invasores. Eliseo y yo nos percatamos de
la inquietante tranquilidad que predominaba en dicha zona. Si te atrevías a caminar sobre las aceras, tenías la impresión de que miles de ojos te observaban
desde penumbrosas atalayas. Esto sin mencionar la ansiedad que podía uno experimentar al sentírse insignificante al lado de los varios edificios que había
por ahí. Algo en mi interior me decía a gritos que alguien, o mejor dicho, algo, encantó esta parte de la urbe para esconder cosas de vital importancia
a nuestros ojos. Tal embrujo buscaba espantar a los avispados de corazón... pero falló miserablemente.

Una vez ubicado el sitio de reciclaje, utilizaríamos el hierro que estuviese ahí para convertirlo en polvo fino. Dicho polvo lo ocuparíamos para invadir
los sistemas de ventilación de los lugares donde residían los usurpadores. Con esto, les daríamos muerte al momento en que inhalaran nuestras partículas
ferrosas... o al menos así lo pensamos.

Amigos, la tarea de dar con el sitio de reciclaje no fue difícil. Lo difícil fue moler el maldito hierro con la maquinaria de ahí. Pasaron seis días, y
llenamos numerosos sacos de mimbre con el ferroso material.

Alicia, que siempre estaba resguardando el bienestar de nosotros, se auxiliaba de Olivia y de Max, nuestro perro más joven, para traer víveres desde las
tiendas de autoservicio abandonadas. Ella le temía a tener que encarar los grandes supermercados, pues en esas partes podías toparte con usurpadores, y
siervos del mal. La rapiña en los suburbios se volvió un modus operandi común entre aquellos que se resistían a dejar la ciudad, y nosotros no nos podíamos
excluir de dicho gremio. Mi esposa me contó que, en numerosas ocasiones, vislumbró entre el gentío a algunos ancianos vistiendo harapos, como pordioseros.
Se quedó extrañada porque mostraban una facha idéntica a la que tenía Eliseo cuando llegó a nuestras vidas. Lo que atrajo su atención aparte de su facha,
fue lo que hacían; Fungían como predicadores del fin del mundo, portaban grandes letreros que rezaban ARREPIÉNTANSE PECADORES, o LOS ULTIMOS SERAN LOS
PRIMEROS. Desde ese día, Alicia mostró el mismo distanciamiento que tenía Olivia para con Eliseo. Por alguna extraña razón, yo también comencé a desconfiar
del hombre, pues Alicia dijo que esos fanáticos portaban pancartas... tales como las que Eliseo tenía cuando me lo topé...

En esa semana, Alicia y yo nos tratamos muy poco. La relación entre nosotros estaba algo tambaleante, porque ya no había contacto físico o charlas íntimas.
Y es que a raíz de lo acontecido en la urbe, todos los integrantes de la familia lucíamos tensos y pálidos. Eliseo no hacía ojos ciegos al asunto, y me
sugirió que aprovechara algún momento para estar a solas con mi esposa. ¡Y así lo hice! Eliseo tomó uno de los perros, y se hizo acompañar de mis hijos
y de Olivia para tomar el sol, mientras nosotros... ya saben.

Pasadas unas tres horas, Eliseo y los chicos regresaron a casa. Pero Eliseo se veía preocupado. Me informó que en el cielo se apreciaba un resplandor flamígero,
como si ardiera algo en lontananza. Como aún no acaecía el crepúsculo, era totalmente inaceptable que un fenómeno similar se diera de ese modo en el firmamento.
así que decidí investigar. Mi esposa me suplicó que no fuera, pues tenía un mal presentimiento. Ella desconfiaba de nuestro huésped, ya no se esforzaba
para ocultarlo. Luego, me murmuró una observación repugnante, bajando el tono de voz para no ser escuchada por Eliseo. Me dijo que sospechaba que el antiguo
profesor de preparatoria estaba teniendo relaciones con Olivia, o de alguna forma abusaba de ella. Ya la había examinado, y la niña tenía magulladuras
y moretones en el tórax y en los brazos, en regiones ocultas por la ropa. Yo iba a comenzar a protestar, mas me di cuenta que Eliseo nos vigilaba con una
penetrante frialdad. Descubrí, para mi sorpresa, que las palabras de mi mujer tenían algo de verdad. Decidí no desechar el comentario, y le prometí que
ya ajustaríamos cuentas con ese individuo. Al salir de casa, me despedí de mis hijos y de Alicia. Y al llegar a Olivia, quise abrazarla para reconfortarla,
para hacerle saber que ya estaba enterado de lo que pasaba... mas no pude hacerlo. Un aura de gelidez la rodeaba, y ni me atreví a tocarla.

11

Eliseo y yo tomamos el auto, y nos llevamos algunos sacos de polvo ferroso con nosotros. Él quiso entablar una plática relacionada con lo que Alicia y
yo dialogamos, pero le puse el alto. Le dije que, una vez revisado el asunto del resplandor misterioso, charlariamos con calma sobre eso. Guie el automóvil
varios kilómetros, siguiendo el resplandor del que habló mi protegido. Asemejaba una aurora boreal, y estaba muy próxima al suelo... como si estuviera
manando de algún edificio. Nos topamos con la novedad de que este fenómeno se realizaba en el centro civico de la ciudad. Esa calzada, llamada Independencia,
es la misma por donde se ubica el puente del que les conté hace rato, ¿lo recuerdan? Bien. A diferencia de la calzada Lázaro Cárdenas, esta avenida si
estaba vigilada.

Fuimos muy cuidadosos al conducir por ahí para no atraer la atención de los usurpadores, que se regocijaban de su triunfo en el centro comercial que se
apostaba justo frente al centro cívico. Si mal no recuerdo, se llamaba Plaza Fiesta. Era un bonito sitio durante finales de los ochentas, aunque se fue
quedando solo a raíz de que una gran cadena trasnacional de mercados se afincó en la región, acomodando algunas franquicias. Aunado a esto, el apogeo de
Plaza La Cachanilla durante la década de los noventas robó mucho la atención de los compradores.

Me dolió hasta el alma ver aquel sitio en manos de los invasores. Gran parte de mi adolescencia la viví en esta sección de la ciudad. Mis noviazgos de
juventud, mis visitas a las librerías, mis salidas al cine, mis parrandas con mis compañeros de la universidad... Los recuerdos pesaban y dolían toneladas
enteras. Los besos, caricias y numerosas promesas de amor se las habían llevado el viento y la lluvia precisamente en estos parajes atestados de invasores.
Una rabia inaudita, entremezclada de asco por aquel sabio bastardo que me seguía, inundó mi ser. Un poco de mi humanidad murió aquella tarde. ¿Cómo era
posible que ese mal nacido se haya aprovechado de mi hospitalidad para ultrajar a una nena que apenas entraba en la pubertad? ¡Pedófilo hijo de puta!

Perdón... Este es uno de los episodios más dolorosos que me tocó vivir en la invasión. Jamás le volví a ofrecer cobijo a un desconocido. Jamás. Ahora volvemos
al relato.

Puesto que aún no era de noche, y que sería un suicidio quedarse hasta tales horas, decidimos que había que investigar rápidamente. Rodeamos tranquilamente
al centro cívico, y nos estacionamos en su parte trasera. Con sumo sigilo, caminamos con nuestros bártulos rumbo a la Casa de Gobierno, que era así como
llamaba el vulgo al edificio central donde se acomodaba el alcalde y el gobernador del estado. Obviamente, en dicho lugar estaría el usurpador mayor. Eliseo
me comentó que era muy seguro que el alcalde, o el gobernador del estado, a estas alturas, ya fueran algo así como Lucifer o Satanás. Eran patrañas. Sonaba
descabellado, mas ya no quedaba nada tangible de lo que era la sociedad. La ciudad estaba vacía de humanos. Había esqueletos, y restos de cadáveres destrozados
en las avenidas. Estos, con el paso de los días, serían limpiados detenidamente por los recolectores de basura.

La luz, el gas doméstico, y el servicio telefónico aún servían. Sin embargo, el agua ya no nos era suministrada. Tal pareciera que a los usurpadores solamente
les importaban los servicios que todavía estaban en pie... Y eso marcó pauta para crear una hipótesis, a lo mejor un tanto descabellada. El incipiente
de Eliseo ya había dejado en el aire alguna conjetura relacionada a esto. Conforme nos adentrábamos en territorio enemigo, recordé el sacramento del bautismo.
Ya que dicho ritual necesita del agua para desarrollarse, y hace que una criatura de Dios se convierta en hijo de Dios... ¿Cabía la posibilidad de que
el agua pudiese lastimar a estos monstruos? ¿Y qué uso le daban al agua proveniente del río Colorado? ¿Qué diantres hacían con ella?

Precisamente de la Casa de Gobierno surgía la aurora boreal. Nos aproximamos con cierto temor al lugar. Oteamos todo el perímetro, cuidando que nadie nos
prestara demasiada atención. Medité en silencio acerca de quien, o mejor dicho, que, estaría fungiendo como guardia para custodiar tan importante sitio.
¿Acaso podrían ser usurpadores, o simples demonios menores? ¿Y si se diera la posibilidad de que humanos normales como nosotros le hubiesen jurado lealtad
a estos demonios para sobrevivir? Cualquier cosa era posible a estas instancias. Me vino otra vez a la mente el caso del reportero rebelde del canal tres,
que daba noticias falsas a cambio de la seguridad de su familia secuestrada. Muchos aspectos turbios se manejaban aquí. Cada cual hacía lo que mejor le
beneficiaba. Los pocos humanos que permanecieron aquí eran mercenarios, como más tarde descubrí, para mi mala suerte.

Antes de irrumpir en el edificio, le hablé a mi mujer con el celular. Sin que Eliseo se enterara, le advertí a mi esposa que no se fiara tan fácilmente
de nosotros cuando llegáramos al anochecer. Ella se escuchó extrañada cuando le dije eso. Le pedí que dejara una cubeta con agua cerca de la entrada. Además,
le dije que vertiera unos puños de hierro molido en dicha cubeta. Con esta solución, ella podría contar con una nueva arma contra los usurpadores, que
son más resistentes al hierro en comparación a los diablos de menor rango. Le confesé temeroso que cabía la posibilidad de que Eliseo y yo quedáramos poseídos,
y que regresaríamos a atacarla como lo hizo Noé conmigo.

Colgué el teléfono en el preciso momento en que Yolanda, una compañera de trabajo de mi esposa, me cortó el avance. Con tantas cosas en la cabeza, el estúpido
de mí había olvidado que Alicia trabajaba entre semana en una dependencia gubernamental, ¡justo al lado de la maldita Casa de Gobierno!

No había pensado en semejante situación, y me quedé aterido por unos instantes, sin saber que responderle a la dama. Esta persona no era del completo agrado
de muchos. Trabajaba como la asistente ejecutiva del jefe de mi esposa, y como han de imaginar, era una oportunista y chismosa, aparte de ser la amante
en turno de ese señor. Eliseo se quedó boquiabierto, y palideció por segundos. Nuestra supervivencia dependía totalmente de cómo debía actuar ante ella.
Si era un usurpador, podría manejarlo, pero si era una mercenaria... estábamos fritos.

Yolanda volvió a llamarme por mi nombre. Su voz no era la de ellos. Por alguna extraña razón me preocupé al doble. Su lenguaje corporal revelaba que estaba
relajada, y su rostro trazaba rasgos amigables. Yo mismo busqué sonreír, y creo que lo conseguí, pues la mujer me sujetó una mano y me hablaba sonriente.
Mis oídos no captaban nada de lo que hablaba ella, pues los latidos desenfrenados de mi sangre producían un escándalo ensordecedor en mis orejas. Esta
mujer nos tenía atrapados sin quererlo. Sólo bastaba con una palabra suya para que las huestes del mal se abalanzaran sobre nosotros.

Desvié sabiamente un poco la conversación, cualesquiera que fuera ésta, para hablarle de los niños, y de mi esposa. Ella asintió comprensiva, añadiendo
que ya no quedaba nadie en la oficina, salvo ella y su jefe. Yo asentí relajado, a sabiendas de que, antes del holocausto, ella se convirtió en amante
del jefe de mi mujer. Cabía la remota posibilidad de que esta ingenua, o mercenaria, se estuviera revolcando ahora con un usurpador. Percatándome del giro
que estaba tomando la conversación, decidí presentar a mi acompañante, el cual le dedicó una reverencia caballeresca. Yolanda sonrió nerviosamente, diciendo
después que no era muy apropiado que ella fuera vista platicando a solas con dos caballeros. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al sopesar esa afirmación.
Ello nos comprometía a ser observados. Eliseo fue lo suficientemente malicioso para comprender lo que nos ocurría, y de inmediato le preguntó a Yolanda
si todavía era una buena hora para presentarle unas inconformidades al alcalde. Dado que era el Miércoles Ciudadano, el alcalde escuchaba desde temprana
hora las quejas e inconformidades de la gente. Eliseo tomó ventaja de ese tópico para sacar de balance a la cuarentona mujer.

Yolanda confesó que no estaba segura de eso, pero como aún no bajaba el sol, era muy probable que tuviéramos suerte. Agradeciéndole su ayuda, y deseándole
un buen día, giramos sobre nuestros talones y nos enfocamos rumbo a la Casa de Gobierno. Conforme avanzábamos, escuchamos una segunda voz agregarse a la
de Yolanda. Percibí por el rabillo del ojo que el Dr. Argüelles, el jefe de mi esposa, nos llamaba de manera amistosa. Nos invitaba a acercarnos. Eliseo
sudaba copiosamente. Mi propia frente se cubrió de perlas saladas y gélidas cuando aprecié las dos voces en un, timbre de voz perteneciente a los usurpadores.
Eliseo me dijo que teníamos escasas probabilidades de escapar si corríamos. No sé por qué, pero algo dentro de mi me gritaba que mi letrado acompañante
estaba con ellos.

Regresamos nuestro andar al lado de Yolanda y el Dr. Argüelles. Los ojos azules del viejo encorvado nos escudriñaron a ambos. Parecía un brujo de cuentos
de hadas, por las sendas arrugas que adornaban su rostro, su nariz aguileña, y sus hirsutas cejas. Bajo esas pobladas cejas de nieve, sus ojos zafiro nos
escarbaban el alma. El usurpador no nos permitiría huír tan fácilmente, y yo me preparé psicológicamente para encarar al horror. Mi mano izquierda desataba
en mi espalda las cintas que ataban mi mochila, para desenfundar mi cruz de hierro. Estos movimientos los hice como si me estirara para aliviar un poco
alguna dolencia de espalda. Argüelles fue más astuto. Habló en un lenguaje ininteligible para mi, y de sus manos salieron despedidos varias ristras de
relámpagos morados. El hedor a ozono y carne quemada no se hizo esperar.

Nos desplomamos de espaldas sobre la explanada, temblando incontrolablemente. Mis ojos estaban deslumbrados por la arcana arremetida, y no acertaba a recuperarme.
Eliseo adoptó una posición fetal, buscando vanamente en escudarse de un segundo embate. Él había recibido casi toda la descarga eléctrica. Mi rodilla izquierda
quedó chamuscada, mas eso me ayudó a salir de mi estupor. El dolor, mi infierno personal, mi rabia; Todo esto fue el combustible que necesitaba para tragarme
mi miedo y sobreponerme a mi caída. Extraje de la mochila mi botella de agua para beber, y le vertí un chorro a Argüelles en plena faz, justamente cuando
se inclinaba sobre nosotros para rematarnos. El viejo retrocedió a trompicones, y un olor acre se hizo presente. ¡La cara del usurpador se quemaba por
arte de magia! Ignoré los gritos de Yolanda, que me pateaba enloquecida para hacerme desistir de mis acciones. Con loco frenesí, me levanté de un salto,
aferré mi cruz con ambas manos, y descargué mi arma en la testa del viejo bastardo varias veces. Sus alaridos eran de un ser ajeno a nuestro mundo. Su
sangre púrpura se regó en la argamasa de la explanada, humedeciendo el deteriorado cemento, y también me roció el rostro y el pecho, además de los antebrazos.

De un puñetazo, saqué de combate a la tipa, y ayudé a Eliseo a levantarse. Tenía algunas quemaduras en el abdomen y brazos, pero estaba entero. Los dos
corrimos embriagados por el dolor y la adrenalina rumbo a unos árboles ornamentales para escondernos. Esperábamos a un séquito de guardias, mas nadie salió
a perseguirnos. Yolanda gritó horrorizada al ver la sangre de su amante... Ella no sabía que Argüelles alojaba a un demonio.

Dejando atrás a la dama y a su ya inerte amante, franqueamos la puerta de entrada a la Casa de Gobierno con mucho sigilo. No intercambiamos palabra alguna,
sólo miradas y ademanes. Había guardias de seguridad, que trabajaban como si nada hubiese pasado. Al poco rato de estar en aquel lóbrego sitio, Eliseo
y yo fuimos capaces de diferenciar entre uno y otro guardia. Los usurpadores, que eran los cabecillas, eran torpes en sus movimientos. Todavía se apreciaba
la dificultad que les costaba controlar los cuerpos que los alojaban. Sus miradas lacónicas y sus movimientos macilentos eran el crudo reflejo de una operación
ineficaz. No obstante, hubiese sido una estupidez de nuestra parte querer encararlos así, pues ya estábamos bastante familiarizados con los efectos de
su fuerza bruta. La pobre Emma pagó con su vida por subestimarlos. Desde nuestro escondrijo pudimos ver que daba inicio un tumulto entre los guardias.
Los usurpadores utilizaban su lenguaje gutural, y señalaban hacia la puerta. Posiblemente alguien ya había descubierto lo ocurrido con el Dr. Argüelles.
Digo esto porque muchos de los vigías se movieron de sus posiciones para revisar el perímetro.

Evadimos a los guardias y usurpadores que se quedaron en la planta baja lo mejor que pudimos, ascendiendo escaleras y ocultándonos en cubículos sombríos,
hasta llegar a la penumbrosa azotea. Fue un proceso largo y tenso, porque no olviden que los guardias investigaban el asesinato del doctor. Ya arriba,
arropándonos en las sombras que comenzaban a perfilarse por la noche, vaciamos los sacos de partículas ferrosas en el sistema de ventilación. Posteriormente,
desanduvimos lo andado, y nos acomodamos en la planta baja.

Cubriéndonos las vías respiratorias con tapabocas y los ojos con goggles transparentes, esperamos pacientemente las reacciones de la gente que se hallaba
dentro del edificio. Pudimos escuchar la tos y estornudos de varios, y el resoplar de otros tantos. Algunos sujetos cayeron, convulsionándose. Esto significó
mucho para nosotros, pues nos anunciaba con pruebas fehacientes que este polvo ferroso podría aniquilar a los invasores.

Con la victoria parcial de nuestro lado, corrimos en pos de la salida. Lamentablemente, una comitiva de demonios menores nos esperaba ahí. Venían de vuelta,
portando con ellos el cuerpo del Dr. Argüelles. Reaccionamos en un instante, y retrocedimos sobre nuestros pasos. La comitiva infernal entró en tropel
a la estancia que acabábamos de abandonar, y alcanzaron a vernos. La mayoría empezó a asfixiarse con nuestra trampa respiratoria, pero unos cuantos resistieron
y fueron tras nosotros. Algunos volaban; otros, corrían en cuatro patas; la gran minoría avanzaba en dos piernas, con armas de fuego. Traidores. Definitivamente
eran mercenarios que habían cedido ante el nuevo orden sin oponerse. Sus disparos nos rozaban, y sus alaridos diabólicos nos erizaban los vellos de la
nuca. Conforme devorábamos metros y más metros del sucio linóleo gris moteado que ornamentaba el piso, teníamos una vaga sensación de estarnos adentrando
en la guarida del lobo. Después, tomamos una escalera. Eliseo recibió un rozón de bala en su sien derecha, y sangró copiosamente. Apenas lo pesqué, cuando
uno de los diablos más cercanos lo pilló de una de las piernas. Descargué mi cruz sobre la cabeza de la quimera, y le hundí la frente bajo un sonoro crujido.
Mientras el horrendo cuerpo de la arpía se retorcía en medio de espectaculares espasmos, mi aliado y yo trepamos la escalinata lo mejor que pudimos. El
cuerpo del convulsionante diablo obstruyó el ascenso de nuestros perseguidores, obsequiándonos preciosos minutos para tomar ventaja.

Dado que los vigías ya estaban sobre aviso respecto a nuestra estadía en las instalaciones, varios de ellos corrieron en pos de nosotros en los pisos superiores.
Antes de que nos capturaran arriba, incursionamos en el piso siguiente. Eliseo tuvo que romperse una de las mangas de su camisa para hacerse una venda
improvisada, y cubrir así la sanguinolenta laceración que tenía en la cabeza. Se notaba que le ardía horriblemente, y su tez exhibía una palidez cérea,
casi cadavérica. Sus ojos zarcos habían perdído la chispa habitual que los caracterizaba. En algún momento de nuestro ascenso me suplicó abandonarlo a
su suerte, a lo cual me negué rotundamente. Utilicé un poco de sicología inversa barata, haciéndolo ver que se estaba muriendo por tan poco, pues él había
sobrevivido a algo mucho peor meses antes. Sonriendo amargamente, asintió convencido y retomó con más bríos el escape. Yo, en el fondo, me arrepentí de
haberlo alentado tanto. Desgraciado hijo de puta, debí dejarlo ahí a su suerte...

12

¿Pregunta usted cómo le hicimos para escapar? Aguarde un minuto. Aquí viene la mejor parte. Como pueden ver, Eliseo y yo estábamos atrapados en el edificio
de la Casa de Gobierno. Posiblemente en el tercer o cuarto piso. No lo recuerdo con precisión. De lo que sí me acuerdo claramente, es que llegamos a aproximarnos
demasiado a lo que es la oficina del alcalde. Los guardias nos buscaban desesperadamente, y no sospecharon que nos encontrábamos en el corazón de su fortaleza.
Me atreví a dar un vistazo a través del cristal de la puerta, y pude otear en el interior de la habitación. Era una estancia lujosa, con suelo de madera
barnizada, y una elegante mesa de ébano para reuniones ejecutivas. Los asientos de dicha estancia yacían ocupados por grotescos personajes. El solo hecho
de mirarles el rostro sin caer presa de la locura y el pánico me convirtió en un hombre dotado de una valentía desmesurada. Eliseo ni siquiera consiguió
aproximarse al cristal, pues me juraba que una fuerza invisible lo atenazaba y le prohibía aproximarse.

Sea como sea, tuve el tiempo suficiente para entender que aquella era una reunión muy especial. Toda la elite de la ciudad estaba reunida, y presentaba
su verdadera cara. Los demonios usurpadores tenían una piel curtida, dura, engalanada en colores dignos del sueño de un drogadicto, pues ninguno atiné
a distinguir. Sus formas al principio me parecían humanoides, pero me retracté de dicha evaluación personal al vislumbrar la vasta cantidad de tentáculos
con ventosas y ojos que tenía uno de ellos. Era como una amiba enorme, provista de flagelos, blasonada con un color parecido al turquesa, y jaspeado en
motas iridiscentes. Dichas motas eran bocas adornadas con ristras de colmillos perlinos y filosos.

Otro ente sí era humanoide, pero no tenía rostro. Una ruda ristra de cuernos o espinas decoraba su imposible faz. Su anatomía estaba enronchada, con pústulas
de amarillo limón; su piel era color mostaza, y sus manazas tenían seis dedos acabados en negras garras.

Esos dos seres eran los que pude ver más de cerca. A los demás solamente los divisé ligeramente, pues una pesada bruma glauca se suspendía en el éter del
vacío, imposibilitándome la oportunidad de mirarlos.

Sí, lo sé. Suena bastante descabellado, mas esa era la realidad. Ellos habían entrado en nuestro mundo, y lo tomaron todo a manos llenas. El que parecía
ser el cabecilla, tenía una forma muy similar a la de un camarón de la cintura para abajo, y de su tórax para arriba... no tuve idea de lo que era. De
su espalda nacían dos pares de alas emplumadas, muy parecidas a las de un buitre. El tórax, o lo que sea que era, tenía una piel dura, escamosa, cubierta
de un humor transparente. Sendos brazos flanqueaban el asqueroso tórax, extremidades más grandes que Eliseo y yo juntos. Fácilmente aquella monstruosidad
mediría más de cinco metros de longitud por ocho de altura. Por un momento creí que la visión me fallaba ¡pues era imposible que un ser de semejante calibre
tuviera cabida en un salón de cuatro metros de altura!

Probablemente ese ser tenía poderes para alterar la realidad a su antojo. Bajo su imponente figura, sus magistrados le hacían reverencia; ponían mucha
atención a sus ademanes, y a cada cosa que decía, en una lengua que jamás había escuchado. Eliseo me dijo que probablemente se trataba de una lengua muerta...
antiquísima. Entonces, visualicé objetivamente aquel dantesco entorno, y mi sangre se me congeló en las venas. Comprendí que aquellos diablos estaban reunidos
allí, en aquel vasto salón, decidiendo cómo iban a repartirse al mundo. Si no me creen, mi esposa todavía guarda la cinta de vídeo que grabé durante este
escalofriante evento.

La parte alta de la estancia estaba desprovista de techo, y en su lugar había tinieblas. Como era de esperarse, los detalles del rostro de aquella titánica
aberración no fui capaz de vislumbrarlos. ¡Doy gracias a Dios por eso! Lo único que se podía apreciar de la penumbrosa testa era un par de globos oculares
de un matiz esmeralda. La mirada del amo y señor escudriñaba al cónclave, mientras hablaba y recalcaba con vehementes ademanes un arcaico mapa del mundo.
Dicho mapa era tan grande como el gigante infernal, y en él se hallaban trazados los continentes del mundo, aunque aparecían muy distintos a los que nosotros
conocemos.

Estaba tan embelesado en el mapa, que no me percaté de la mirada que me depositó el demonio líder desde su lugar. Habló pasmadamente, y sus siervos dirigieron
paulatinamente su atención hacia la puerta de entrada, donde precisamente me situaba yo. La puerta fue abierta, no por mi mano, sino por la de mi acompañante.
Ya era demasiado tarde cuando recapacité, pues Eliseo anunció nuestra presencia. El viejo maestro de historia me obsequió una amarga sonrisa, y se disculpó
conmigo. Me confesó que él había decidido aliarse con los demonios para sobrevivir. Él se salvó de la masacre en su vecindario porque así lo quiso su Amo.
Él quiso que Eliseo se salvara porque sabía muchas cosas. A través de su cerebro, el malvado señor conoció al mundo, y le ofreció un lugar en su nuevo
orden a Eliseo, a cambio de sus servicios. Con gran repugnancia, vi que un ser parecido a una sanguijuela se asomaba por un lado de su cuello.

Sentí un frío enorme en la boca del estómago conforme escuchaba a Eliseo. Por el rabillo del ojo, percibí movimientos furtivos. Eran los vigías que venían
por mí. Entre ellos vislumbré a unos viejos conocidos míos, los usurpadores con forma de peces abismales. Ahora, el historiador hablaba para hacer tiempo
y distraerme. El cónclave de horrores se levantó de su sitio para ir en pos de mi persona. Decidí que no le regalaría ni un segundo más. Con mi cruz, fracturé
a sangre fría el esternón del traidor. Sinceramente, ni me percaté de sus gritos. Se desplomó estrepitosamente en el suelo, en tanto que la amiba infernal
buscó pillarme con sus flagelos. Como premio por su insolencia, le regalé una lluvia de clavos de hierro con mi pistola, la cual tenía oculta en mi mochila
desde antes de salir de casa. La bestia chilló adolorida, y reculó dentro de la hedionda sala junto con sus amigos.

Los aleteos coriáceos no se hicieron esperar. Sabía que era un suicidio lo que hacía, mas no tenía otra opción que encarar al horror y no detenerme. Las
garras de mis enemigos eran crueles, pues laceraron varias veces mi espalda y brazos conforme huía. Los horrores abismales me derribaron en dos ocasiones,
y perecieron a manos de mis feroces embates. La adrenalina que fluía por mis venas era ya demasiada. Si podía evitarlo, no moriría aquel día a manos de
esos espantos.

Lo que en verdad me heló aún más mis vísceras en medio de aquella persecución fue el hecho de ver cómo el malvado Señor volaba sobre sus esbirros, rompía
muros y aventaba obstáculos para darme alcance, dejando atrás a todos. Su mirada esmeralda me provocaba una gelidez interna casi intolerable. Comprobé
más tarde que esa frialdad que sentía eran años de vida que la bestia me robó al mirarla a los ojos. Mi vitalidad se me escapó a cuenta gotas, y por qué
no decirlo, parte de mi alma también.

13

De ahí en adelante, lo sucedido es un borrón en mi mente. He de suponer que salí airoso, pues recuperé la cordura al estar frente a mi casa. Ya era de
día cuando llegué. Mi auto estaba golpeado, tenía numerosos agujeros de bala, y los parabrisas yacían rotos en su totalidad. Perdí el conocimiento nuevamente,
debido a la pérdida de sangre, y mi frenética huída del centro civico, la cual perturbó mis sueños por varias noches seguidas. Me debatí entre la vida
y la muerte por muchos días. Alicia creyó que por un momento me perdería también. Eso lo digo porque el traidor de Eliseo había conseguido hacer que un
usurpador poseyera a Olivia. Ciertamente, nuestro pulcro huésped violó varias veces a la niña, y el día en que se llevó a mis hijos y a Olivia a dar un
paseo, lo aprovechó muy bien para incubarle a la nena, con ayuda de sus amigos, un diminuto súcubo. La escuálida muchacha trató de asesinar a mi familia,
pero Skippy la detectó a tiempo. Mis niños dieron cuenta de la pobre hija de Noé, y Alicia se deshizo del cuerpo.

Al despertar de mi letargo, miré mi rostro reflejado en el espejo. Creo que había envejecido como diez años. Mi cabello estaba tapizado de blanco en varias
secciones, y sendos parches violáceos rodeaban mis hundidos ojos. Aparecieron también algunas líneas de expresión a los lados de mis ojos. Sentía mis párpados
escaldados. ¿Y quién no lo estaría, luego de ver a Lucifer encarnado? Sobreviví, quizás porque el malvado señor así lo decidió, o por obra de la casualidad.

Alicia miró el contenido del vídeo, y se quedó pasmada al distinguir aquel desfile de figuras espantosas retorcerse y dialogar con su rey. Detuvo la cinta
unos minutos, para mirar con mayor detalle el mapa arcaico. Distinguió un círculo rojo envolviendo la región de California y Baja California. Unos círculos
similares rodeaban varias regiones distintas a lo largo del globo terráqueo. Como era de esperarse, tales lugares debían estar infestados de estos horrendos
seres provenientes del corazón del planeta.

Y así, un nuevo orden empezaría... O mejor dicho, el viejo orden regresaba a su hogar. Ellos estaban aquí, desde antes que el hombre caminara en la Tierra.
Querían retomar lo que por derecho era suyo, y nosotros les habíamos quitado. Era muy claro que, en mi presente condición, no podría presentarle batalla
a esas cosas. ¿Por cuánto tiempo tendríamos que seguir escondiéndonos de ellos? Puesto que no podría hacer gran cosa desde mi lugar de convalecencia, le
di indicaciones a mi esposa para que enviara mensajes a través del Internet. Mensajes que compartieran la experiencia de lo vivido aquí. Demasiada gente
nos contactó: Gente de la resistencia, gente de otras partes del mundo... Gente como nosotros. Incluso creo adivinar por qué ustedes están aquí, para entrevistarme...

Me resulta un tanto sorpresivo el arribo de ustedes, amigos míos. Llegaron muy rápido. Los correos electrónicos que enviamos contenían mensajes ocultos.
Eran parábolas bíblicas, como solían usarse entre los judíos en tiempos del César, para evitar ser descubiertos por los legionarios romanos. Puedo apostar
que había un usurpador o mercenario entre los muchos individuos que nos atendieron.

No se muevan. Esta escopeta sí funciona, y está cargada. Mis perros ladran, lo cual indica que ustedes son usurpadores, o que alguno de su staff en la
furgoneta es uno de ellos. Tal vez tú, que tienes madera de gerente posees un usurpador dentro. No lo sé, en realidad ya no importa mucho. En estos momentos,
mi mujer y mis hijos están matando a su staff. Sí, sí, sí. Esos son disparos. Balas con partículas de hierro. Unos muchachos de una armería nos enseñaron
a preparar municiones así.

No podemos dejar que se vayan, pues ya saben demasiado de nuestra organización. Su amo robó parte de mi vitalidad, y además uno de sus esbirros colocó
un diminuto parásito en mi espalda. Es esa sanguijuela sobrealimentada que reposa en ese frasco de la mesa. Creo que los usurpadores abismales las portaban.
Por ahí, uno de los científicos de la resistencia me habló de ellas. Tienen características telepáticas, y funcionan como rastreadores. Eliseo tenía una
de esas cosas cuando lo maté. Tengo el presentimiento de que el amo usa a ese bicho para rastrearme. ¡Insisto, no me extraña que hayan llegado tan rápido
aquí!

Mexicali es un lugar horrendo para vivir en lo que respecta al verano, mas el resto del año está fenomenal. Podría quedarme mucho tiempo más auspiciado
bajo su cobijo, pero existe un pequeño gran problema: Está infestado de demonios, y no deseo eso para mi hermosa familia.

Ya cargamos toda la casa con explosivo plástico. Estaremos muy lejos de aquí cuando llegue la caballería. Solamente tendremos que oprimir un botón, y empezarán
los juegos pirotécnicos. Nadie saldrá vivo de aquí... ¡Cuántas maravillas bélicas puedes conseguir en el mercado negro en estos días tan aciagos!

¡Hey, no es nada personal! Hay una guerra que continuar, y su furgoneta está excelente para realizar largos viajes... ¡Oh, querida! ¡Ya llegaste! ¡Niños,
quédense donde están!

Créanme... Les dolerá...
Daniel Malo