Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mi infierno personal, Daniel Malo.

Mi infierno personal

Lo más difícil en la vida es sobrellevar las cargas que nos ha impuesto la sociedad, y nosotros mismos.

Cargar la cruz. Esta pintura nos habla de esa ardua tarea, que muchos de nosotros muy probablemente la llevamos a cabo todos los días sin percatarnos siquiera,
en silencio.

Nadie está exento de esto. Con el solo hecho de vivir arrastramos la cruz del hambre, del sueño, de la desesperación... En fin, toda nuestra realidad está
amoldada a esa carga. Ese es el infierno personal de cada uno...   

Efemérides: Los últimos serán los primeros, dice el conocido adagio bíblico, y pienso que aplica muy bien para Mi infierno personal.

Ese 2005 fue mágico, inolvidable. De tres obras escritas, con una de ellas rebasé mi meta personal para crear el cuento más corto de mi vida (aunque con
el título más largo); con el siguiente definí los cimientos para darle vida a mi última novela un par de años más tarde (Ojos Muertos); y con el último
tuve la oportunidad de ganar el primer lugar en una competencia estatal de escritores. Me basé en el modo de escribír empleado tiempo atrás en Fuego Salvaje
(un cuento corto que hasta la fecha no he terminado), y lo mejoré. El resultado fue gratificante, con un final que quizás a muchos desconcertó (por ser
tan abrupto y corrosivo), pero el lector es el que juzga... ¿Se quedarán con ganas de más?

Yo los bautizo en el agua, y es el camino a la conversión. Pero después de mí viene uno con mucho mas poder que yo - yo ni siquiera merezco llevarle las
sandalias -, él los bautizara en el Espíritu Santo y el fuego. Ya tiene la pala en sus manos para separar el trigo de la paja. Guardara el trigo en sus
bodegas, mientras que la paja la quemara en el fuego que no se apaga.

Mateo 3,11-12

1  

Desde que nací, abrí los ojos en el infierno. El calor de esta inhóspita tierra es capaz de alcanzar los cincuenta grados centígrados en el verano, o quizás
ir más allá de esta cifra. Es la temporada en que mucha gente muere, principalmente niños y ancianos.

El hecho de vivir bajo este despiadado sol te curte la piel. Envejeces más rápido, y por lo que parece, siempre andas de mal humor, tenso, con el entrecejo
fruncido. Sudas tanto que llega un momento en que ya no te importa sudar más. Nuestras mujeres ya no se preocupan tanto por maquillarse, pues pierden todo
su encanto al derretirse en mares de electrolitos.

La vida transcurre lenta en este infierno. Hay ocasiones en que llegan negros nubarrones cuajados de agua, prestos a regarnos con una tempestad. Pero los
vientos nos juegan una mala pasada, y la ansiada lluvia es arrastrada a otro sitio. Cae en las montañas circunvecinas, regalándonos solamente una humedad
horrenda, la cual provoca que la ropa se te pegue a la piel como una goma de mascar derretida.

Parece una pesadilla tener que vivir a veces como un vampiro; Ocultarte de día para no morir quemado, y salir de noche, tan sólo para padecer sed y esta
maldita humedad que te llega hasta la médula. Y pese a todo lo anterior, somos muchos los que nos quedamos aquí, en esta ciudad de nadie. Tal vez nos la
pasamos el setenta por ciento del tiempo quejándonos y amenazando con irnos lejos, mas no nos movemos. Nos agrada nuestro infierno, aunque odiemos reconocerlo.

¿Que por qué manejo palabras tan rebuscadas? Bueno, estoy enamorado de las letras. Suelo devorarme libros enteros en poco tiempo, y tomo palabras raras
de vez en cuando. En algún momento de mi juventud quise dedicarme a la filosofía, pero acabé trabajando en el mundo de la informática. Habrán de perdonarme.
Me salí un poco del tema. Ahora prosigo.

Algo hermoso que uno puede apreciar de esta ciudad de nadie es el crepúsculo. Muchos forasteros se quedan embelesados al vislumbrar cómo las flamigeras
lenguas del astro rey lamen apasionadamente las esponjosas nubes en el firmamento, tal como son las caricias de un amante. Y ese silencioso cortejo se
da diariamente. Si dejamos de lado la agobiante monotonía de nuestras rutinas personales, uno consigue ver al atardecer cómo las nubes se visten de fuego
y oro bruñido durante una pequeña eternidad, y el cielo se engalana de un ardiente naranja. El cerro del Centinela, y la siempre eterna Rumorosa, las montañas
que nos rodean, se despiden del padre sol con una muda plegaria, orando por ser abrasadas nuevamente al día siguiente.

Otro aspecto bello de este sitio es, en mi opinión muy personal, la hermosa panorámica nocturna que uno puede vislumbrar desde la cima del puente situado
en la famosa calzada Independencia. En verdad que es una visión fuera de este mundo. Verán ustedes, desde pequeño yo era muy amante de caminar, de deambular
sin rumbo fijo; No podía mantenerme quieto, pues los pies me hormigueaban. Cuando alcancé la madurez, mi pasión fue competir en maratones. Digamos que
de esa forma le di utilidad a mi hiperactividad. Al estar entrenando para un maratón, muy a menudo caía en ese misterioso lugar, en ese puente del que
les hablo. Yo era como una palomilla atraída por la luz de una lámpara en medio de la noche eterna.

Cuando se para uno ahí, justo a las nueve de la noche, puede apreciar un efecto visual fantasmagórico. Las vías del ferrocarril están apostadas bajo el
puente, y si volteas hacia el sureste, te topas con una especie de estación o parada, constituida de láminas galvanizadas y macizas vigas de acero. Asemeja
un establo destartalado, lo cual la hace ver más tenebrosa. Es bastante larga, supongo yo para albergar a la locomotora y los vagones de carga que porta
consigo. Dentro de la edificación metálica, penden en su interior numerosas luces fluorescentes, apostadas de forma vertical en las paredes del mastodonte
de acero oxidado. Una brumosa aura nívea emerge de ahí, otorgándole un porte escalofriante y bello al mismo tiempo. Pareciera como si fuese un portal hacia
otro mundo.

¿Y qué les puedo decir de las condiciones de vida de esta polvorienta urbe? El salario siempre lo perdemos en cerveza, luz eléctrica, combustible, agua
potable, y hielo. ¿Sitios de distracción y sano esparcimiento? Puesto que somos la capital del estado, ustedes supondrán que estamos artillados de todo
eso. Lamentablemente no es así. Tijuana se acreditó tales virtudes, pues la mayoría de los artistas de renombre internacional, y los eventos culturales
de alto calibre se realizan muy a menudo allá. Evaden al infierno en la Tierra, y sinceramente no los culpo por ello. Los oriundos de aquí prefieren empaparse
de cultura urbana, yendo a ver a las desnudistas en los locales de table dance los fines de semana.

2

Podría pasármela toda la maldita noche hablando de esta ciudad, pero ese no es el punto. A ustedes lo que les interesa saber es cómo fue que empezó el
problema, ¿no es así? ¿De qué noticiero son, amigos? ¡Ah, comprendo! Ese canal no lo veo, lamentablemente. La señal no alcanza hasta este sector de la
ciudad. Es americano, ¿verdad?

Discúlpenme. No siempre lo entrevistan a uno. Pues bien, como ustedes saben, en esta región de México se dan mucho los sismos. Nos atraviesa la afamada
Falla de San Andrés, la cual se va abriendo más y más luego de cada temblor que nos azota. Aún recuerdo cuando vivía en casa de mis padres, y tembló por
allá de mediados de los ochentas, como a eso de las cinco de la mañana. Tuve que brincar de mi lecho para que la cama de mi hermano menor no me apachurrara
como cucaracha. Dormíamos en literas, ¿saben? Uuumm, me volví a salir del tema. Prosigo. Cercano a este sitio, se acomoda una región árida, con un volcán
dormido dentro, al cual los oriundos de por aquí lo llamamos Cerro Prieto. La compañía de electricidad tomó ventaja de esto, y creó una planta geotérmica
alrededor del volcán.

Sinceramente, sé poco de volcanes y de lo que concierne a ellos. De lo que sí sé, y que jamás podré olvidar, fue del día en que los monstruos brotaron
del suelo. El Día del Juicio.

3

¡No me miren así, por favor! Suena disparatado lo que digo, pero deben creerme. Después de todo, por algo vinieron a verme. Esta ciudad se convirtió en
esta necrópolis, gracias a lo que nació del suelo. Los avistamientos fueron esporádicos al inicio. Los diarios locales, así como los noticieros de la TV,
se mostraron reluctantes a presentar semejante material amarillista.

En la planta geotérmica se dio el primer contacto con ellos, y esta pesadilla empezó para mi con la llamada telefónica que me hizo mi finado amigo Noé.
Aun puedo recordar ese instante sin evitar que se me enchine la piel. Él solía trabajar ahí. Me contó desesperado, a través del auricular, su horrenda
experiencia. Me habló apresuradamente de cómo vio a varios seres color ocre salir del lodo hirviente del volcán. ¡Si, eso fue lo que me dijo! ¡No bromeo!
Los describió como hombres de brea fundida. Cuando ya estaban pisando los suelos metálicos de las instalaciones, mi amigo se percató de que los misteriosos
seres estaban resguardados de la intemperie con un capullo coriáceo. Con horror, Noé y sus compañeros de trabajo vieron que dicho capullo era realmente
un par de alas plegadas, alas muy parecidas a las de los murciélagos, aunque más macizas. Aquellas alas horrendas se abrieron y se desplegaron en toda
su nefasta magnificencia, y las bestias no tardaron en sembrar el pánico entre los empleados de la planta geotérmica, que, ignorantes de su destino, no
atinaban a pensar en cómo iban a deshacerse de los aterradores intrusos. Noé afirmó que los monstruosos seres desprendían una estela invisible de miedo,
la cual paralizaba a sus víctimas, haciéndolas perder la cordura, y por ende, dejándolas a su entera merced.

Él me dijo que, más tarde, las horrendas bestias aladas comenzaron a brincar sobre ellos. La mayoría de los obreros cayó diezmada bajo las garras y picos
afilados de los monstruos, convirtiéndose en el ágape de los entes de pesadilla. Noé se dio cuenta que las criaturas, pese a ser de la misma estirpe, tenían
distintos rostros. Algunas poseían caras de aves de rapiña, otras de seres cánidos; Y la minoría, bueno... de monstruosidades que el hombre jamás debería
llegar a ver. Precisamente de estas últimas se apreciaron imágenes espeluznantes. Noé me confesó al borde del pánico que eran esos seres especiales unos
usurpadores de cuerpos. Brincaban sobre sus víctimas y se metían en ellas, como si se calzaran un guante de piel.

¡Maldición, no me miren así! Ustedes querían una noticia, y les estoy proporcionando lo mucho o poco que sé. así que les ruego, por favor, dejen de hacer
esos gestos, que me resultan muy desagradables. Ahora continuaré.

Es muy probable que a eso que presenció mi finado amigo los sacerdotes católicos le llamen posesión demoníaca, mas Noé no iba a quedarse a averiguarlo.
Dado que no tenía arma alguna, mi compañero pensó que ya era un buen momento para hacerse de una. Golpeó el desvencijado enrejado situado a la entrada
de las instalaciones con una fuerza sacada del terror. Una de las varas que componían la verja se liberó de la soldadura oxidada. Noé oteó su alrededor,
plagado de muerte y destrucción. El final había llegado para él, pensó con amargura.

Ya no iba a tener la oportunidad de ver a su hija y a su mujer, a menos que...

Y un demonio de los más tenebrosos brincó sobre él con la agilidad de un gamo. La aberración de la naturaleza tenía cabeza de pulpo... o algo parecido.
Sus ojos lechosos se clavaron en los de su presa, y buscó dominar su voluntad. Noé, sin saber cómo lo logró, tomó la vara recién sustraída de la verja,
y empaló a la quimera con su lanza improvisada. El diablo se desplomó a su lado, convulsionándose frenéticamente hasta expirar. Mientras su oponente moría,
Noé se percató del accionar de sus compañeros de trabajo que, pese a utilizar hachas y picas, no lograban hacer el mismo daño que él produjo en su atacante.
Los embates de sus herramientas rebotaban contra la curtida piel de los diablos. Puesto que las herramientas utilizadas por los obreros estaban hechas
de acero, Noé descubrió accidentalmente que el hierro tenía la maravillosa habilidad de producir daño severo en aquellos monstruos. El hierro dulce constituía
su lanza improvisada, y eso lo salvó, al menos momentáneamente.

Noé les reveló a sus amigos el descubrimiénto que acababa de realizar, y ellos desbarataron inmediatamente la verja de la entrada a la planta. Se armaron
de sus lanzas oxidadas, y arremetieron contra los invasores. Durante estos acontecimientos, él me llamó por teléfono a mi oficina, advirtiéndome del peligro.
Todo lo antes mencionado él me lo narró, a muy grandes rasgos. Como era de esperarse, mi reacción fue de incredulidad total. Ante lo inverosímil de la
situación, me mofé de él, e hice los mismos gestos que ustedes han estado haciendo a lo largo de esta entrevista. Pero mis burlas fueron acalladas al escuchar
al otro lado del auricular los alaridos infernales de aquellos seres, y los gritos agónicos de Noé al caer malherido. Antes de morir, tuvo tiempo suficiente
para advertirme acerca de la debilidad de los monstruos de pesadilla, y pedirme que protegiera a su familia. Debido a que eso se suscitó en las afueras
de la ciudad, pasaría algún tiempo para que nos azotara esa amenaza proveniente de las profundidades del averno. Mas, me equivoqué rotundamente.

4

El ataque fue simultáneo, cruento, e inesperado. El asfalto y el concreto fueron resquebrajados por garras tan duras como el acero. Brotaron los espantos
del suelo como lo haría la sangre oscura y putrefacta de un cadáver. Los efluvios sulfurosos del infierno infestaron el ambiente citadino, los cuales se
hicieron más perceptibles debido al tremendo calor que nos golpeaba en aquella velada.

La televisión y la radio se rehusaron a plasmar esta noticia, y por ende, la advertencia jamás llegó a la muchedumbre. La marejada infernal nos azotó como
un fuego salvaje. Al enterarme por mi cuenta del problema, no dije nada en mi oficina. Nada habría ganado, tan sólo despertar un pánico colectivo que hubiese
entorpecido mi discreta escapada. Me escabullí con un pretexto para no despertar sospechas en mis compañeros, quienes me miraron extrañados. Es bien sabido
que no soy del tipo de persona que acostumbre salir de la oficina, salvo por algo extremadamente importante.

Todavía me asaltan en mis sueños los remordimientos por haber dejado morir a mis compañeros de trabajo sin advertirlos del peligro, ¿pero no habrían hecho
ustedes lo mismo? Si tienen familia, sabrán exactamente lo que quiero decir.

Durante el trayecto a casa, le hablé por el celular a Alicia, mi esposa. Le pedí que sacara del sótano un empolvado cristo crucificado forjado en hierro.
Aparte, le solicité colocarlo a la entrada de la casa. Ella accedió extrañada ¿y por qué no decirlo?, asustada también. Han de saber que mi mujer es doctora
en medicina general, y jugó un papel importantísimo en la lucha contra estas bestias, pues atendió todas las heridas de los que salimos a presentar pelea.
Ella trabajaba para el gobierno del estado, entre semana, y los fines de semana cubría turnos de guardia en una clinica particular. Aquel día, que por
cierto era un martes, todos los hechos se dieron no por coincidencia, sino por designio divino. Alicia no trabajó, afirmando que ese martes se sintió muy
mal, y pidió el día para reposar. Eso, definitivamente, nos salvó la vida a nuestros hijos y a mi.

Llegué al colegio donde estudiaban mis hijos, y pedí autorización para llevármelos. Tuve que lidiar con una serie de mentiras y reprimendas para poder
sacar a los niños de ahí. Afortunadamente, lo conseguí en menos de treinta minutos. Dado que nuestro hogar está cerca del colegio, no me tomó mucho llegar
ahí. Los niños estaban encantados con la idea de salir temprano de clases, pero sus rostros palidecieron cuando ellos sintieron el temblor cimbrar el pavimento.
Sendas resquebrajaduras se trazaron en la negrura del asfalto, y supe que había llegado el horror a nuestra puerta. Emergieron grandes fumarolas sulfurosas,
y la atmósfera de la calle se infectó del hedor en un santiamén. Evadí lo mejor que pude las enormes zanjas que se materializaron en mi sendero, y mi música
de fondo para amenizar mi recorrido eran los gritos de mis hijos, que no podían evitar el sentírse impotentes e indefensos ante aquella onda sísmica. Detuve
mi auto justo en la acera frontal de mi casa, tomé a mis hijos y corrí en pos de la puerta de entrada sin preocuparme siquiera por cerrar con llave las
portezuelas. Ahí fuera me esperaba Alicia, luciendo un semblante descolorido, y con sus ojos abiertos como platos. Ella, enmudecida, me hacía señas para
que mirara a mis espaldas. Mis hijos gritaban a mis costados, pues estaban viendo sobre mis hombros a la jauría de horrores que salía del destrozado asfalto,
y cómo ellos brincaban y volaban en nuestra persecución. Corrí aterrorizado hacia mi mujer. Mi percepción de las cosas era turbia, como si avanzara en
un túnel neblinoso, y Alicia era el faro que guiaba mi avance en medio de aquella locura. Hacían eco en mi atormentada mente los lamentos de mis vecinos,
que caían en manos de las quimeras, y eran asesinados sin contemplación. Aunque dentro de mí una voz gritaba que me detuviera a ayudar, sabía muy bien
que de hacerlo condenaría a mi gente, y no estaba dispuesto a hacer eso. Deposité a los niños a los pies de Alicia, y me apoderé del cristo crucificado
que mi esposa había sacado del sótano. Girando sobre mis talones, de un golpe fracturé el pequeño cráneo de un demonio menor, que tenía una faz muy similar
a la de un perro Chihuahua, y con un sesgo trazado en diagonal frente a mí, arranqué la carne del pecho de otro atacante, que era un diablo color obsidiana
con una cara bastante humana, pero de un carácter propio de los de su estirpe. Los niños y Alicia gritaron fuera de sí. Tuve que forzarlos a entrar en
la casa, ya que la miríada de aberraciones se apilaba con algarabía estremecedora en la acera de mi propiedad. Casi al borde de la locura, de soslayo veía
cómo los cuerpos de mis víctimas se convulsionaban asquerosamente.

Maté sin miramientos a dos diablos. Cuando lo recapacité, revisé mis manos, que yacían ennegrecidas por la sucia sangre de los demonios. El resto de los
espantos arrasó los hogares aledaños al mío. Estuve a punto de caer en estado de shock, pues una frialdad gigantesca e insoportable me atenazó el cerebro.
Me resistí a sumirme en la desesperación, y respiré con calma. El sudor frío no podía faltar, y humedeció mi cara y mis temblorosas manos. Una vez que
me aseguré del bienestar de los míos, corrí velozmente a salvar a mis mascotas, Skippy y Max, que eran mis perros Labrador. Ladraban aterrados, olisqueando
en el ambiente los infernales efluvios, y sintiendo la presencia de seres que no deberían pisar la Tierra. Por alguna extraña razón, las bestias no nos
atacaron inmediatamente. Seguramente había entre ellos un cabecilla, quien se percató de mi arma, y les ordenó a sus esbirros mantenerse alejados de mí.

Metí a los perros en la casa, y revisé que el enrejado de las ventanas y puertas estuviera en buenas condiciones. Una vez terminado esto, me resguardé
con mi familia a cal y canto. Si en algún momento dejé de ser católico, ahí mismo recuperé mi fe, y le pedí perdón de rodillas a Dios, con lágrimas en
los ojos, arrepentido por mi egoísmo al haber salvado únicamente a mi familia, y por no auxiliar a todos esos desdichados cuando tuve la oportunidad de
hacerlo. Muy en el fondo, supe que pagaría muy caro mis pecados.

5

Esa noche creo que fue la más horrenda que me tocó vivir junto a Luis, Ángel, y Alicia. Digo esto porque se trató de la primera noche de la invasión, y
la más espantosa, por no estar acostumbrados a que las huestes del averno nos visiten tan seguido. El servicio del agua potable dejó de operar misteriosamente.
El resto de los servicios quedó intacto.

Me enloquecía al ensordecerme con los ladridos histéricos de mis canes, y con el llanto y los gemidos de mi familia. Se suponía que debía ser yo el que
pusiera el orden, pero estaba fallando horriblemente. Alicia sujetó a nuestros gemelos, buscando en vano reconfortarlos. Entonces unos duros golpes vapulearon
los enrejados. Sendos chillidos infernales se hicieron presentes, y se sumó a la batahola el ladrar de mis perros, y los alaridos neuróticos de nosotros.
Sí, admito sin pena alguna que mi garganta se secó por lo mucho que grité esa noche. Y grité aún más cuando escuché la voz de Noé, llamándome desde fuera.

Era muy probable que el cabecilla del grupo haya conseguido que un usurpador se apoderara del cuerpo de Noé, porque ¿cómo era posible que el demonio supiera
mi paradero? No me iba a quedar con la duda, y tampoco permitiría que ese travestido se mofara de la memoria de mi difunto amigo. Abrí la puerta, fingiendo
demencia. Con la cruz entre mis sudorosos dedos, oteé a través de la malla del mosquitero en la penumbra.

Bendito sea el Señor, que me otorgó lucidez y bravura para no caer demente al presenciar aquello.

Aquello era un pasaje sacado del Apocalipsis. Parecía que Dante Alligheri y Gustave Doré se habían puesto de acuerdo para plasmar lo que mis torturados
ojos presenciaban. Pilas y más pilas de cadáveres alfombraban mi patio frontal y mi acera, sin mencionar el asfalto fracturado de la calle. Enormes piras
alumbraban de aquí a allá, y su combustible eran los restos de los cuerpos que los diablos no se comieron. Los automóviles que yacían estacionados en las
aceras, eran piras también, ardiendo a fuego lento, luego de haber estallado misteriosamente. Mi coche fue el único que quedaba en pie, un poco lacerado,
pero completo. Y la noche ardía, iluminada en una burda copia de lo que era el alba. Mi vecindario ardía. Todo lo que vi eran llamas. En si, el lugar hedía
a madera y carne quemada, excremento y orina, sangre y vísceras putrefactas... Mi patio olía a muerte.

Quizás mi reacción fue lenta, gracias al estupor que estrujaba mi raciocinio, mas me había olvidado por completo de la idea original que me había empujado
a la puerta... Noé.

Cuando lo recordé, mi foco de atención dejó de ser la noche. Noé estaba frente a mi. El mosquitero y la reja de protección nos separaban. ¿Qué no habría
dado yo para no ver a mi finado amigo de la infancia en semejante estado? Estaba pálido, y de la frente le corrían diminutos riachuelos carmesies de precioso
liquido vital. Sus ojos suplicaban piedad, una piedad que yo no podría darle. Habló torpemente, y noté en su timbre de voz un eco. Eran dos voces en una.
El maldito usurpador usó el cerebro de su anfitrión para dar conmigo, y estaba valiéndose de sus recuerdos para despertar mi misericordia ¡Vaya que lo
hizo el muy bastardo!

Venía solo, o al menos eso quiso que yo creyera. La ingenuidad murió en mí hacía ya bastante rato. Él pensó que me había engatusado, mas pagó cara su equivocación.
Moví el mosquitero sin quitarle el ojo de encima, sin parpadear siquiera. Él seguía hablando. A espaldas mías, Alicia y los niños me suplicaban que no
lo dejara pasar. Skippy y Max reafirmaban ese sentír con sus ladridos desesperados. Posteriormente, recorrí el pasador que atrancaba la reja de hierro.
Para ese entonces, la cara de Noé trazó una sardónica sonrisa, por no decir siniestra. Pude distinguir sus dientes, que eran ahora unas ristras de colmillos
verdes, prolongados como espinas de cactus. Ya sabía lo que tenía que hacer. Cuando la cruz se estrelló entre sus ojos huecos, el usurpador supo que había
cometido un grave error. Convulsionándose, el cuerpo se desplomó frente a mí. A los flancos del caído aparecieron algunas quimeras infernales... Se quedaron
paralizadas ahí, contemplando silenciosamente mi obra. Yo reculé un par de pasos, cerré lentamente la reja, y devolví el mosquitero a su sitio original.
La gelidez que nacía de la cruz me brindó mucha paz a lo largo de este desagradable episodio.

Cerré la puerta detrás de mí, precisamente en el momento en que los diablos se abalanzaban sobre el cuerpo de Noé para devorárselo. Alicia me miró de hito
en hito, sin atinar a comprender lo que acababa de hacer. Simplemente la miré, sonreí con cierta amargura, y me justifiqué ante ella, afirmando que hubiese
sido muy mala idea pasar la noche entera escuchando los lamentos de un hombre que ya había muerto desde la mañana...

6

Recordando la súplica de mi finado amigo antes de ser poseído por un usurpador, fui por su familia a la mañana siguiente. Antes de hacer eso, probé el
servicio telefónico, y me atendió Emma, la viuda de Noé. Tras comunicarle la mala nueva, ella ni se inmutó. Supuse que, luego de sobrevivir a la noche
de pesadilla, Emma y su hija Olivia ya se habían hecho a la idea de que Noé había perecido. ¡Claro, no le hablé de lo acaecido con el usurpador! Seguramente
me habría dado un tiro por ello.

Le informé a Emma que pasaría por ella y su hija en un rato más. Emma aceptó de mala gana al otro lado del auricular, y después colgó con fuerza la bocina.
No la vi, pero les aseguro que debió llorar mucho. De inmediato, me dispuse a prepararme para la misión de rescate. Le pedí a mi esposa que cuidara de
los niños, y que cerrara bien todas las vías de entrada. Con mi cruz en una mano, flanqueado de cerca por mi fiel Skippy, salí cabizbajo de casa temiendo
lo peor. Para mi sorpresa, la calle estaba desierta. Las cenizas de las piras humeaban aún, sus ascuas chisporroteaban de cuando en cuando, anunciando
la pronta muerte de su fuego interior. El cielo lucía plomizo, seguramente por el humo de los incendios. El paraje era digno de una zona de guerra. Cadáveres
y partes de cadáveres adornaban el panorama. El hedor y sus primas las moscas pululaban por doquier. Si llegué a desayunar algo aquel día, tengan por seguro
que lo vomité.

Las casas de mis vecinos o estaban derruidas, o todavía estaban sumidas en llamas. Los esqueletos calcinados me sonreían con sus perlinos dientes y me
miraban con sus cuencas vacías. Yo no podía suprimir los escalofríos que electrizaban mi espina dorsal al ver aquella miríada de imágenes macabras. Jamás
olvidaré cuando Skippy se hizo de un fémur humano, y lo estaba mordisqueando mientras yo buscaba supervivientes en los escombros. Pese a la asfixiante
paz que predominaba en la zona, siempre tuve una sensación de aprehensión, como si un ser omnisciente me viera desde las alturas, y se estuviera carcajeando
de mi estupidez.

El mortecino sol me miraba desde arriba, y su luz me daba más frío que calor. Al poco rato de estar buscando supervivientes, una ligera llovizna se hizo
sentír. Los ángeles lloraban desde el cielo, si es que existía el paraíso. Vi los cuerpos de bebés e infantes, apilados y quemados. Todos morimos aquel
día, y me incluyo en la muchedumbre, porque puedo asegurarles que perdí algo de mi humanidad por deambular tanto en esa vorágine de restos humanos y de
destrucción desmedida, y no sentír ya nada por mi prójimo. Cadáveres de demonios, lamentablemente no llegué a ver.

Los gorriones trinaban tristemente desde las mortecinas copas de los árboles. La lozanía que otrora vistieran, ahora no era más que un lindo recuerdo en
mi deteriorada memoria. Montañas de hojas verdes revoloteaban a mis pies, tejiendo una alfombra glauca y plástica. Skippy compartía mi desangelada actitud,
y olisqueaba desdeñosamente su alrededor. Busqué lánguidamente una chispa de vida, y lo único que conseguí ese día fue ser testigo del inicio del final
de nuestros días.

No pude evitar el meditar respecto a nuestros pecados. ¿Son ustedes creyentes? ¿Pertenecen a alguna religión? ¿No? Eso es triste. Sus hijos crecerán sin
fe, y sin ella no llegarán muy lejos. En fin, no está en mí decir eso. ¡Oh! ¿Que por qué pregunto esto? Eso es fácil de responder. Lo pregunté porque llega
un momento en que, después de evocar estos recuerdos tan nefastos, comprendes lo insignificante que eres, cobijándote siempre por la tecnología y una rutina
cotidiana. Al final, nada de eso te podrá salvar de lo que aquí sucedió. Eso lo comprendí claramente, en mi trayecto a casa de Noé. ¡Cuán frágiles somos!

Caminé frente a las mansiones ya derruídas de los ricos, miré sus lujosos coches hechos trizas como si fueran de papel aluminio, y también vi lo que les
ocurrió. Fueron usurpados. Familias enteras. La elite que habría de gobernar en este nuevo orden que apenas daba inicio. Obviamente, nosotros seríamos
el ganado, los corderos que habríamos de caminar ciegamente al matadero.

Alcancé la casa de Noé al mediodía. La llovizna se convirtió en lluvia, y Alicia me llamó al celular. Me informó que unos desconocidos quisieron entrar
a casa, pero ella no les abrió. Era muy probable que hayan sido usurpadores, pues los demonios normales no se mostraban a la luz del sol, hecho que descubrí
tras haber vagado cómodamente durante varias horas por las calles de mi decadente vecindario. Esta noticia me puso en alerta, dado que podrían atacarme
los usurpadores valiéndose de sus disfraces de humanos.

De una de las mansiones, salió a encararme una mujer vistiendo una bata roja de seda, y ropa interior de encaje en color negro. La mujer estaría apenas
en sus cuarentas, y tenía una figura que habría llamado la atención de muchos hombres, incluyéndome a mi. La mujer bebía un Martini, y me miraba despectivamente.
Poco parecía importarle el chubasco que caía sobre nosotros, y eso se me hizo anormal. Skippy empezó a gruñir inquieto. Era una de ellos, pensé. Decidí
tomar ventaja de la situación, haciéndome pasar por un usurpador. La rubia mujer me platicó, con un asqueroso aliento sulfuroso, que ya habían terminado
su labor de limpieza en aquel sector, y era muy probable que en breve regresaran a poblar sus nuevas casas. Le sonreí a manera de complicidad, y le comenté
que miré una casa cerca de ahí, donde aún vivian impuros. Ella me miró extrañada, y pareció molestarse, a tal grado que perdió la compostura. Distinguí
que una figura con forma de ofídio se paseó bajo la piel de su hermosa frente, y la mujer, con sus ojos abiertos de par en par, parpadeó de forma vertical
con unos párpados verdes moteados en negro detrás de sus verdaderos párpados humanos. Poco faltó para que me echara a correr. Realmente no supe de donde
saqué fuerzas para no sucumbir ante el horror.

La lluvia amainaba, y le confesé que lo antes dicho no era motivo para que se molestara, pues nuestro lider de grupo ya había contemplado un plan de acción
para erradicar a los infieles que habitaban la casa de hierro. Ella se relajó, y se bebió el resto de su Martini. Pude percibir la gran lengua amarillenta
que salió de sus hermosos labios, y que relamió sedienta el vaso que sujetaba tranquilamente. Mientras hacía eso, acaricié el morro de mi inquieto y mojado
sabueso, que estaba ansioso de abalanzarse sobre la diablesa. La dama se deshizo del vaso, que fue a romperse en un millar de astillas de cristal sobre
el asfalto. Para aquel entonces, el agua de la lluvia había humedecido demasiado su bata, y podía notar cómo sus pezones se endurecían bajo la húmeda tela.
Ella se percató de mi mirada, y me sonrió a modo de coqueteo. Luego, se acercó a mí, y me dijo que quería copular conmigo. Se abrió la bata un poco, para
mostrarme sus senos, que por cierto debieron de haber sido muy hermosos, y digo esto porque no los vi en su totalidad. A ella le parecía divertido tentarme.
Le excitaba que yo imitara tan bien a los impuros. Agradecí su ofrecimiento, y hasta podría confesar que tuve una erección, mas ésta desapareció al recordar
con quien estaba negociando. Ella se movía como un gorrión. Cada movimiento se componía de un solo movimiento brusco. Parecía como si ella se moviera por
fotografías, pero faltaban algunas en la proyección.

Al hacer esto, la diablesa se irritó demasiado. Me confesó enardecida que nadie la había rechazado antes. Yo le respondí que siempre hay una primera vez,
y esto la exasperó todavía más. Di un pequeño salto hacia atrás, en el preciso momento en que dos tentáculos terminados en puntas de hueso salían disparados
hacia mí, al parecer, desde los pezones de la tipa. Viendo que evadí su ataque, la diablesa optó por liberarse de su disfraz, y encaré al ente más horrendo
que había visto hasta ese día.

La piel de la humana se hizo jirones, para revelar a una masa gelatinosa de color verde, con numerosas ronchas amarillas y velludas. De esa gelatina, numerosos
tentáculos terminados en punta de hueso latigueaban el aire. Luego me percaté que ¡las ronchas eran párpados, y los vellos eran pestañas! ¡Dios, no sabía
si sentír pánico o tener asco! Para colmo de males, la criatura de pesadilla extrajo unas patas muy similares a las de una cucaracha, ¡y comenzó a perseguirme!

Basta agregar que hasta el avispado Skippy huyó de la monstruosidad reptante. Los fieros instintos del perro no estaban preparados para encarar a un ser
de ese tipo. Definitivamente eso no podía estar, o mejor dicho, no debía estar pisando este plano de existencia. El horror reptante nos persiguió varias
manzanas, mas no pudo darnos alcance. Fui lo suficientemente suspicaz como para no adentrarme en el área residencial de los ricos con un horror como ese
pisándome los talones, pues ellos pertenecen al mismo gremio. Habría sido un suicidio hacer eso. Rodeé el camino andado, y por fin llegué a la casa de
Noé. La lluvia amainó un poco más cuando Olivia, la única hija de Noé, salió a recibirme. La abracé contra mi pecho por unos segundos, sintiendo su cuerpecillo
trémulo vibrar por el miedo y la congoja. Luego salió Emma, cuchillo en mano. Skippy corrió hacia ella, y la mujer no hizo más que hincarse a llorar. Acarició
la melena dorada de Skippy, y el can le lamió las lágrimas. Juntos retomamos el camino de regreso a casa, en completo silencio.

Ahí, encerrados y protegidos de las huestes infernales, preparamos un plan de ataque. Tomamos todo aquello que fuera de hierro, y lo adecuamos de tal manera
que sirviera como un arma. Trozos de reja, clavos, marcos de fotografías, tornillos... Piensen en todo lo que les llegue a la mente relacionado con hierro.
Pues todo eso lo transformamos en armas. A mis hijos les di las pistolas de clavos galvanizados que usaba en labores de carpintería, y a mi mujer le confeccioné
una lanza. A la viuda de Noé y a su pequeña hija les asigné armas iguales a la de Alicia. Una vez reunidos, artillados, y ya más tranquilos, acordamos
las labores que desarrollaría cada uno de los integrantes de nuestra familia, o grupo de guerrilleros, insurgentes, o como ustedes prefieran etiquetarnos.
Entre dichas encomiendas, la primordial fue la de reciclar todo el hierro que se pudiera en la cercanía para hacer más armamento.

Emma realmente se esforzaba por no denotar su gran dolor por la pérdida de Noé. Olivia, su escuálida hija, no ocultaba su desaliento, y siempre lloraba
desconsoladamente. La viuda de Noé había perdído peso. Cuando recién la conocí, tenía una belleza avasalladora. Su cabello era largo y lacio, toda una
cascada de lustrosa caoba. Ahora, no era más que una mata de hilos marchitos y sucios. Exhibía muchos raspones en los antebrazos y rostro, amargos recuerdos
que le dejó la primera noche de la invasión. Sus ojos color marrón perdieron su chispa, y por más que Alicia se esforzaba por animarla, sus esfuerzos no
fueron recompensados.

Olivia, pese a estar sumida en una titánica depresión, imitaba a su madre con orgullo. La niña morena se sumergía en la rutina de la recolección de hierro
para olvidar su dolor. De hecho, cada uno de los integrantes de la casa vivía su infierno personal. Lo que cotidianamente hacíamos, ya no tenía cabida
dentro de esta media vida que llevábamos. Si queríamos visitar los sitios que antaño frecuentábamos, ahora estaban invadidos por los usurpadores y sus
guardianes. En la televisión, hablaban de lo acontecido en el mundo exterior, y lo sucedido aquí jamás llegó a la pantalla chica. Era bastante irritante
ver los noticieros con sus corresponsales diciendo una sarta de mentiras. Nunca vimos la verdad de los hechos, salvo en una esporádica ocasión. Uno de
los corresponsales, que mostraba un semblante pálido, le gritó a las cámaras que liberaran a su familia. Según lo poco que salió al aire, especulé que
él daba falsas noticias por temor a que mataran a su secuestrada esposa e hijos. Los guardias de seguridad lo apresaron, mientras se cortaba el audio,
y un mensaje de DISCULPE LAS MOLESTIAS, QUÉDESE CON NOSOTROS era desplegado en lugar de la antigua transmisión. Ese pobre infeliz ya no volvió a aparecer
en ese noticiero. Un nuevo reportero ocupó la vacante del rebelde, y que curioso... El tipo se movía como un gorrión. Me acordé mucho de la diablesa que
me atacó la otra vez.

Luego de ese fiasco, Alicia y yo dejamos de usar el televisor. Descubrímos a prueba de acierto y error que los diablos estaban empleando mensajes subliminales
en los programas. Los niños se portaban de forma rara, y hablaban casi siempre de que querían salir de compras a la calle como antes, ir a la escuela,
y acudir a la iglesia. O sea, querían hacer cosas que siempre habían detestado. De algún modo, esos mequetrefes les querían modificar su conducta para
quién sabe qué fines.

Sería muy drástico de mi parte decir que dejamos de ver la televisión totalmente, pues no fue así. Olivia, en una ocasión, anduvo navegando con el control
remoto por los diversos canales, y por obra de la casualidad, descubrió un canal pirata. En la imagen aparecía una pareja de sujetos, vestidos en ropa
informal. Su aspecto no era muy pulcro, más su lenguaje era una antítesis de lo que denotaba su facha. Lo que me asombró al instante era que uno de los
sujetos era el reportero rebelde que botaron del canal tres. Lucía más avejentado, y bajo sus ojos colgaba un par de bolsas de piel violácea. Le habría
venido muy bien una afeitada, y a su compañero una buena ducha, porque se apreciaba que ambos anduvieron huyendo.

No, en verdad que no sé qué fue de ese par. La aparición del dúo en la televisión no fue la primera. Para ser exactos, ellos interrumpían la señal de algún
canal o se metían en canales desocupados, por un lapso no mayor de ocho minutos diariamente. En esas breves cápsulas informativas, los reporteros insurgentes
nos hablaron de una rebelión que se estaba dando allá fuera. Nos desplegaron mapas donde pudimos ver los avances de las batallas, que lamentablemente no
fueron demasiados. Reafirmaron una verdad que nosotros ya conocíamos, que hablaba de la debilidad de los monstruos ante el hierro. En alguna ocasión nos
mostraron cuerpos de diablos y de usurpadores, y cadáveres de una clase de parásitos con apariencia de sanguijuelas, y que eran controlados por los usurpadores,
según esto, para rastrear y cazar a sus presas. Duraron al aire como un mes transmitiendo, a eso de la medianoche. Tal vez los descubríeron los invasores
y dieron cuenta de ellos, o bien alguien los traicionó. Eso definitivamente jamás lo sabremos. Sin embargo, el hecho de que nos enteráramos que sí había
una resistencia contra estos mal nacidos nos alegró bastante. Supimos esperanzados que en la región todavía existían casas como la nuestra, que no sucumbieron
ante los embates de los demonios. Eso me motivó a buscar con mayor detenimiento a nuestro alrededor.

7

Espero no se ofendan por lo dicho anteriormente, caballeros. Supongo que ustedes han venido aquí por la verdad y, aunque les incomode, he de revelárselas.

Así les digo. Tanto en la televisión, como en la radio, los hechos macabros que ocurrieron en esta ciudad pasaron desapercibidos tanto al resto del país,
como al resto del mundo. Y podría decirse que las cosas recuperaron un poco su semblanza cotidiana, ya que la gente del ayuntamiento comenzó a limpiar
las calles, y a reparar las casas destruidas. De los desaparecidos no se supo nada, o al menos eso creí.

Luis y Ángel afirmaron muy seguros de sí mismos que la gente huyó a un sitio seguro lejos de aquí. Alicia pensó que a lo mejor los supervivientes se agazapaban
de los demonios en los drenajes de la ciudad. Yo opiné que posiblemente mucha de esa gente hubiese perecido, y el resto se vendió a los demonios. Puesto
que averigüé que ellos son inteligentes, no se me haría raro que, aparte de querernos como su alimento, también podrían disponer de nosotros como esclavos.
El claro ejemplo me lo puso el ya desaparecido reportero rebelde del canal tres. Emma se limitó a encogerse de hombros, y se guardó sus conjeturas para
sí misma. Por alguna extraña razón, llámenle sexto sentído, intuición, o corazonada... Yo nunca sentí a la viuda de mi amigo como parte de nuestro equipo.
Y con su insípida actitud arrastró consigo a Olivia.

8

¿Que si cómo jodidos llegaron, me preguntan? ¿Cómo saberlo con exactitud? Nadie quiso decir palabra alguna. Transcurridas unas semanas, los sacerdotes
y el obispo Isidoro pidieron a través de los medios de comunicación que nos arrepintiéramos y que fuéramos a las iglesias a pedir perdón por nuestras faltas,
mas no se consiguió gran cosa con eso. Las parroquias se atestaron de católicos salidos del vacío, y los cristianos inundaron los caminos con la Palabra
del Señor... No sucedió nada, y tampoco se volvió a saber nada de los que pisaron las iglesias y templos.

En la primera semana desde que pisaron nuestro territorio, los demonios nos tomaron por sorpresa, y nos hicieron jirones en cuestión de horas. Los usurpadores
de cuerpos se apoderaron de nuestros gobernantes y gente importante de la ciudad. La minoría, la elite de la ciudad, se había transmutado a una nueva forma
diabólica. Nosotros, la mayoría, no éramos más que la carne de cañón, el alimento para los ejércitos del averno.

No fue fácil salir de casa, déjenme decirles. Estábamos sitiados. Teníamos que hacer toques de queda, y guarecernos al caer la noche, pues ese era el momento
en que ellos aprovechaban para salir a cazar. Gracias a que nuestros ventanales y puertas están enrejados con hierro, ellos jamás pudieron meterse a nuestro
bastión. Tuvimos que resistirnos a la tentación de abrirle a los extraños pues, al saberse en problemas, buscaban nuestro auxilio. Como era de suponerse,
eran seguidos muy de cerca por los diablos. Nuestra casa fue la única que siguió en pie luego del que ahora llamamos día del Juicio. Nuestros perros eran
capaces de olfatear la nauseabunda esencia de un demonio a varios metros de distancia. Era tal su aroma (aunque nosotros no podíamos captarlo), que nuestras
mascotas se sobresaltaban instantáneamente.

En una ocasión, salí a buscar agua para beber y para usos de la casa. Skippy me acompañó como era la costumbre. Max, mi otro perro Labrador, se quedó en
la casa junto con Alicia y los demás. Emma, que estaba muy ocupada limpiando un atizador de hierro, se quedó vigilando la puerta de entrada, en tanto que
su hija le ayudaba a mis hijos a hacer más armas. Debo reconocer que Alicia y yo nos equivocamos al no capacitar debidamente a los recién llegados, pues
tanto Emma como Olivia no estaban familiarizadas con nuestro modo de proceder en lo referente a la seguridad doméstica. La viuda de Noé dejó abierta la
puerta principal por mucho tiempo, y eso resultó ser su perdición.

Según me contó mi esposa, Max ladraba aterrado, sintiendo la cercanía de uno de ellos. Un anciano macilento penetró la estancia a paso muy lento, y se
le quedó mirando a los presentes. Tendría como setenta y tantos años, hecho que no preocupó a Emma. Alicia sujetó una vara de hierro, y mis muchachos se
apoderaron de las pistolas de clavos galvanizados. Mientras eso sucedía, el viejo le pidió ayuda a Emma, quién dejó lo que estaba haciendo para atender
al hombre desconocido. Él afirmó, con la doble voz que caracteriza a los de su estirpe, que se había perdído. Emma fue la que encaró al recién llegado,
de forma ingenua.

Las acciones se sucedieron una tras otra en un parpadeo, y Alicia reaccionó demasiado tarde. Inexplicablemente, la tráquea de Emma vio la luz del sol.
Su sangre cayó en cascadas sobre su raído mandil de cocina, y ella todavía no alcanzaba a comprender lo que le estaba pasando. Hizo ademán de hablar, pero
un chorro ensalivado de su propia sangre la ahogó. El usurpador disfrazado de anciano reculó un paso, y arqueó su espalda un poco. Olivia chilló fuera
de sí al momento en que los brazos de su madre, que tanto la habían escudado de los males del mundo, y que tanto la habían reconfortado en situaciones
difíciles, cayeron cercenados. Los borbotones de sangre que manaban de las horrendas heridas mancharon la alfombra y el sillón, y Alicia ya nada pudo hacer
para salvarle la vida a la pobre de Emma.

¡Pobre Emma! Al menos ya está descansando al lado de Noé... ¡No, déjenme! Estaré bien. Es sólo que no puedo recuperarme todavía de esa amarga experiencia.
Mis hijos dieron cuenta del bastardo con sus pistolas de clavos, y lo enviaron a su tierra, presos de ira y terror. Alicia intentó sacar de su shock nervioso
a Olivia, mas no logró gran cosa. Su mundo estaba cayéndose a pedazos frente a ella, tal y como fue destrozada su propia madre. Al poco rato, volví de
mis andanzas, con mucha agua y algunos víveres. Me quedé helado en el umbral de la puerta al observar el desorden y la sangre en el piso. Los ojos de Emma
todavía miraban desorbitados a un horror que le había aterido el alma poco antes de perecer. Se había desplomado de espaldas sobre la alfombra, y la sangre
que supuraba de sus heridas formó grotescamente en el suelo un par de alas escarlata. La garganta de la dama yacía abierta, y trozos de su tráquea salían
de la carne lacerada y suave. El usurpador reposaba sentado en un sillón, con un par de asquerosos brazos esqueléticos salidos de su esternón. Los niños
no le dieron la oportunidad de transformarse por completo.

Tras ver aquello, me llegó una imagen funesta a la cabeza: Que alguno de nosotros regresaba de una misión, con uno de ellos dentro. Sólo imagínense la
carnicería que podría darse en un lugar tan cerrado como una sala. Decidí capacitar a los sobrevivientes de la casa. Puesto que Alicia es doctora, no le
costó ningún trabajo atender las heridas de los niños. Yo me encargué de sacar a Olivia de su estupor pues, tras la sangrienta muerte de su madre, se había
sumido en un ensimismamiento abismal. Y así, la muerte de los padres de Olivia acabó por hundirla en un ostracismo del cual la nena nunca se recuperó.
Aunque esa verdad pesaba en el aire, la nena se acercaba mucho a mí. Pienso que, como yo convivía mucho con su padre cuando este vivía, ella de algún modo
nos relacionaba. Me sonreía en ocasiones, pero jamás volvió a hablar. Alicia y yo practicamos en ella los pocos trucos de sicología infantil que teníamos,
y lo único que logramos fue hacer que la jovencita conciliara el sueño más a menudo.

¿Y qué les puedo decir de mis hijos? Por Dios... Él solamente sabe cuánto los amo. En incontables ocasiones charlé por separado con cada uno de ellos,
para zarandearlos y hacerlos reaccionar respecto a los hechos infernales que nos azotaban con una furia inusitada. Y me culpaban por haberles mentido,
por prometerles que las cosas saldrían bien, por asegurarles que los monstruos eran producto de la imaginación. Gradualmente, el ídolo se desplomaba de
la gracia de sus propios hijos.

Alicia tampoco me exoneró de mis pecados. Me echó en cara mi obsesión por buscar supervivientes, y agregó que estaba descuidando demasiado el hogar...
aparte de que andábamos un tanto distanciados sentimentalmente. Me atrevería a asegurar que la muerte de Emma marcó una resquebrajadura irreparable en
el corazón de mi familia. Posteriormente descubrí, para mi tranquilidad, que estaba errado. --