Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Kelso, Daniel Malo.

Kelso

Cada vez que miro esta pintura, mi mente se transporta a parajes imposibles de plasmar con puño y letra. Resulta sumamente perturbador imaginar siquiera
en la posibilidad de que hayan caminado por la Tierra seres inteligentes que no eran humanos, y que hayan tenido el alcance de hacer lo que el ingeniero
Burquoi.

Brincar entre dimensiones como si de saltarla cuerda se tratara. así de sencillo. Y llevar el registro de cada salto en un enfermizo diario, con lujo de
detalles. Con esa idea en mente, mis amigos, les contaré de Kelso, un pueblo olvidado de Dios, donde conoceremos ese maldito diario del que les hablo:
el Maligno Verde-  

Efemérides: Pensar en Kelso me trae a la mente muchas cosas placenteras. Entre ellas, fue el año 2005 en el que me casé, y les digo, fue toda una experiencia.
En visperas de casarme escribí muchas cosas, entre cuentos, proyectos, y novelas cortas. TODO lo que creé en ese año recibió premios y me redituó en grande.
Creé a Mi infierno personal (primer premio con el que ganó una competencia), y escribí este breve cuento que tienen ante ustedes.

Véanlo como un diario. Me enorgullece decir que, gracias a este cuento, me animé a escribírla tercera (y definitiva) versión de mi argumento El Moho, al
cual titularia posteriormente Ojos Muertos.

"Levanté los ojos, y miré los iridiscentes colores que plagaban aquel firmamento irreal. Extraños pájaros de alas coriáceas y de largo pico revoloteaban
por doquier, buscando mi carne. Flores de vistosos matices adornaban aquel paisaje abigarrado. ¿Qué salió mal en la ecuación? ¡Ésta no era mi realidad!
Indudablemente, había caído en la pesadilla de una mente retorcida. Una pesadilla de la que tal vez jamás saldría..."

Ingeniero Ghas-Hul Burquoi, aproximadamente entre 160 y 225 millones de años antes del Hombre.  

o tengo idea todavía de por qué decidí venir a este maldito lugar... Quizás era por el hecho de que aquel pueblo llevaba mi nombre.

Había trabajado en California por algunas temporadas, colaborando para la construcción de las vías ferroviarias que habrían de atravesar el estado, y que
unirían a las ciudades de Los Ángeles y Salt Lake. Durante la obra, los participantes de la construcción fuimos mudos testigos del nacimiento de un pueblo,
el cual se estaba estableciendo junto a las vías del tren. Además, participé en un concurso para ver quién sería el distinguido trabajador ferroviario
que habría de blasonar con su nombre a aquel poblado. Para sorpresa mía, fui el ganador.

No entraré en detalles respecto al por qué de mi éxodo hacia el estado de Texas. El caso es que quise huír de la vorágine asfixiante que representaba la
fiebre del oro. Si. En Kelso, esa maldita fiebre lo arruinó todo. Sus pobladores descubrieron, al poco tiempo de establecerse en aquella región, que había
oro y plata en las montañas que los rodeaban. También hallaron yacimientos de hierro y otros metales útiles. Por tal motivo, mucha gente comenzó a poblar
aquella área, que aparte de poseer enormes yacimientos de metal, también contaba con mantos acuiferos. Al poco tiempo, se le denominó también Kelso a todo
el distrito. Esa región fomentaba la minería, y otras tantas cosas más que no recuerdo en estos momentos. La tranquilidad que otrora existia se había ido
a pasos agigantados. Opté por irme de Kelso, mi pueblo tocayo, sin mirar atrás, después de haber permanecido sobre sus tierras por casi veinte años.

Durante mis andanzas sobre la región sur de la unión americana, me hice amigo de un indio Sioux que se hacía llamar a si mismo Pies de Fuego. Era un piel
roja fogoso, dotado de la lozanía con la que cuentan los jóvenes a sus veintes. Puesto que el chicuelo iba de regreso a su reservación, por allá de Dakota
del Sur, lo invité para que viajáramos juntos. Dado que me encaminaba a Texas, pensé que no me caería nada mal la compañía de otra persona. El mozalbete
de espigada figura y largas piernas pertenecía al clan de los Lakota, que fueron indios Sioux aguerridos en su momento. Los ojos negros de Pies de Fuego
reflejaban el orgullo y el fuego interno que albergaba su pueblo; eran un par de discos de obsidiana, filosos y fríos. Él no confiaba en nadie. Incluso
no pude precisar con exactitud cómo fue que él aceptó acompañarme, pues yo soy blanco.

Durante varios días vagamos los dos como un par de nómadas. Siempre me asombré de la habilidad que tenía el chico para moverse en la naturaleza. Pies de
Fuego rehuía a la tecnología, a los corceles de hierro, como él les llamaba a los automóviles. Debido a esto, el chico Sioux y yo anduvimos a pie gran
parte del viaje, manteniéndonos alejados de las ciudades. Con el tiempo, el joven de tez colorada me brindó su confianza, y me bautizo como Brazo Fuerte,
lo cual me causó gracia, pero al unísono me agradó. Como no tuve hijos, empecé a ver a Pies de Fuego como a un vástago prestado por el Señor.

Las cosas iban muy bien. Habíamos planeado acerca de quedarnos un tiempo en Texas, posiblemente en su capital, y luego nos dirigiríamos a Dakota del Sur.
Pies de Fuego era huérfano de padre y madre, y como ya era mayor de edad, no le urgía volver a su tierra. De hecho, aquello le parecía una aventura. El
encanto de nuestra travesía acabó el preciso día en que pisamos el poblado de Kelso, en Texas...

Sé que suena disparatado esto, pero es la verdad. Después de atravesar varios estados, llegamos al pueblo de Kelso... Pero no era el Kelso que dejé atrás
en California, sino otro completamente diferente. Ante nosotros se extendía un enorme trigal. Era un mar de oro vegetal, y sus bruñidas olas se movían
al compás del caprichoso viento matutino. Tras esta cegadora visión reposaba un granero rojo, o al menos ese era el color que creí ver. Nos fuimos adentrando
en el rubio marasmo de trigo hasta llegar al granero, que ya lucía destartalado, y su pintura yacía erosionada gracias a las inclemencias del tiempo. En
el fondo del paisaje, pasando el granero, serpeaba un delgado sendero de tierra, el cual desembocaba como un raquítico riachuelo en lo que parecía ser
la entrada a Kelso.

Cuando Pies de Fuego posó sus ojos negros sobre el sendero, el muchacho hizo ademán de moverse, mas sintió que una fuerza invisible lo estrujaba. El chico
tembló aterrado, como un venado en temporada de caza, y me miró con las pupilas bastante dilatadas. Murmuró que aquel sitio olía a muerte... posiblemente
nuestra muerte.

En aquel paraje reinaba un silencio sepulcral. No había sonidos de aves, ni ladridos de perros, ni el mugir de las vacas al percatarse de la llegada de
forasteros. Algo andaba mal con aquel sitio... Fue entonces cuando me percaté de la presencia de numerosas figuras macilentas que pululaban entre las varas
de trigo. Comprendí que algo no andaba bien, pues esas figuras macilentas eran personas... o tal vez en otros tiempos lo fueron. Ahora vestían harapos
sucios y empolvados. Sus globos oculares lucían vidriosos, y nos contemplaban desprovistos de humanidad alguna. Entendí hasta ese preciso momento que Pies
de Fuego y yo corríamos grave peligro, así que azucé al escuálido indio para sacarlo de su estupor, y corrimos en dirección al raído granero rojo. Al llegar
al portal del edificio de madera, nos percatamos sobresaltados que un sujeto exageradamente delgado y envuelto en un traje negro estaba parado ahí, como
aguardando a que lo encaráramos.

El tipo parecía ser un menonita, de unos setenta años cuando mucho, desprovisto de cabello en su brillante calva, y con un par de espejuelos de armazón
plateado ceñidos sobre su ganchuda nariz. Sus ojos zarcos eran lo único que se movía de su famélica humanidad, y nos miraba al chico y a mí con indiferencia.
Es más... hasta podría jurar que veía a través de nosotros.

Pies de Fuego hablaba en su lengua Sioux, y como era de esperarse, no comprendí absolutamente nada de lo que dijo. Tal parecía que el mozalbete piel roja
conocía a aquel tipejo. Mis ojos fueron de mi acompañante hasta el misterioso anciano, todo en una fracción de segundo, y me sobresalté cuando un repentino
estallido de plumas negras y graznidos se cernió sobre nosotros como una tempestad. Aquel desconocido no estaba ya. Cientos de cuervos brotaban de la negrura
del granero, y sentí que ya no valía la pena buscar refugio dentro del edificio derruido. Giramos sobre nuestros talones, a sabiendas de que nos toparíamos
nuevamente con las huestes de seres macilentos... No había ni un alma a nuestras espaldas... y todos los cuervos habían desaparecido.

Por algunos segundos nos quedamos de pie, en completo silencio, recuperándonos del susto. ¿Acaso el calor y el hambre nos estaban jugando una mala pasada?
Encogiéndonos de hombros, decidimos que sea cual fuere lo que sucedió en aquel paraje, no teníamos por qué quedarnos ahí. así que nos adentramos en el
sendero de tierra, y le dimos la espalda tanto al trigal como al destartalado granero colorado. Conforme nos adentrábamos más y más en el camino, experimentamos
una paz indescriptible. Pies de Fuego incluso retomó la plática, confesándome que aquel sujeto al que miramos se parecía a un hombre del que hablaban las
leyendas de su pueblo Sioux. Por eso quedó totalmente impactado al verlo. Era algo así como la muerte, según sus antepasados. Sonreí más por educación
que por convicción a esa historia, la cual puso mis sentídos en alerta nuevamente. Ya avanzados unos metros, alcanzamos a vislumbrar la entrada de Kelso.
El rústico letrero, que rezaba una escueta bienvenida junto con el nombre del lugar, no era más que una enorme tabla de madera astillada, pintada en color
crema, con las letras en color verde pasto. Sobre el polvoriento relieve se estacionaban algunas edificaciones de madera, en condiciones muy similares
al granero abandonado que dejamos atrás. Al igual que en el trigal, el pueblo se veía abandonado por completo.

Llegamos a lo que parecía ser la avenida principal, por no decir la única que existía allí, y vimos algunos automóviles antiquísimos estacionados a ambos
lados de ella. Por su aspecto, se diría que ya tenían estacionados bastante tiempo. Sus cristales estaban rotos, y sus interiores se atestaban de hojas
secas y algunos insectos muertos. Para hacer más decrépito el aspecto de los vehículos, sus neumáticos estaban desinflados, y bajo ellos se aglutinaban
montones de basura. Los modelos de los vehículos bien podrían datar de 1900 - 190S. Me pareció bastante raro no ver ningún modelo más contemporáneo, como
un 1930 o algo por el estilo. Pies de Fuego no le prestó atención a estos detalles, pues no estaba familiarizado con los automóviles.

Así como se hallaban los autos, estaban también los edificios. No pude atisbar ningún edificio de concreto o de otro material que no fuera madera, lo cual
me intrigó en demasía. Lo primero que me llegó a la mente fue que estábamos pisando un pueblo fantasma. Ya había escuchado anteriormente, junto con los
muchachos del ferrocarril, historias relacionadas a este tipo de lugares. Eran pequeñas comunidades que se formaban de la nada, y crecían de manera desmedida.
Extraían todo lo que podían de la pobre tierra que pisaban, y una vez que se acababan las riquezas, abandonaban el territorio de inmediato, dejándolo erosionado
y desprovisto de vida. Y esa cara precisamente nos ofrecía el polvoriento Kelso.

Sinceramente, pienso que perdímos la noción del tiempo, pues cuando decidí moverme, logré vislumbrar a un gélido globo solar desplomarse a pasos agigantados
sobre el horizonte. Pies de Fuego me dijo que el pueblo no era el del problema, sino la tierra que se situaba bajo él. Conforme llegaba el crepúsculo,
acepté aterrado la afirmación del Sioux. Hierbajos parduscos crecían entre la multitud de piedras que yacían esparcidas sobre el suelo. Sendos árboles
secos adornaban algunos de los edificios. Sus ramas muertas se estiraban hacia el firmamento, como las garras negras de un horror de pesadilla.

La arquitectura del agrio lugar me trajo memorias de mi niñez, dado que estaba hecha a la usanza del viejo oeste. Pudimos otear en la penumbra de las casonas
que había muebles en su interior, pero no había rastro de sus habitantes. En las afueras de las casas, había postes para atar a los caballos, y sus respectivos
lugares para que bebieran agua. Mientras meditaba sobre esto, la noche se desplomó sobre nosotros como brea fundida. Asombrados por la rapidez con que
cayó la noche, buscamos dónde acampar. Nos adentramos en la casona más cercana a las afueras del pueblo, y nos quedamos ahí dentro, en un intento por olvidar
lo acontecido a lo largo del día.

El asunto no iba a terminar ahí. La casa en la que nos guarecimos carecía de agua potable, y de luz eléctrica. Pude hallar una lámpara de queroseno, la
cual usé para alumbrar nuestra estadía. El cuartucho en el que nos acomodamos olía a vejez, a antigüedad. Ni Pies de Fuego ni yo pudimos pegar los párpados,
debido a las horrendas imágenes que vimos horas atrás. Nos quedamos tendidos sobre nuestras cobijas, aguardando a que Morfeo doblegara nuestra voluntad
para sumirnos en el olvido. Cuál no sería nuestra sorpresa, al atisbar a través de un empolvado ventanal roto un resplandor ambarino proveniente de lo
que alguna vez fue la iglesia... Había actividad en el sacro edificio, lo cual nos espantó la escasa somnolencia que atenazaba nuestras mentes. El Sioux
extrajo de su mochila un enorme cuchillo, al parecer, hecho por sus antepasados, pues la hoja se apreciaba oscura y un tanto mellada del filo. Sin embargo,
eso no demeritaba la posibilidad de que alguien podría morir con una estocada suya. Siendo un tanto más civilizado, me armé con mi viejo revólver, y recargué
mi espalda contra el muro donde estaba el ventanal. Pies de Fuego se arrastró por el suelo como víbora, y se acomodó bajo el ventanal.

Sacando fuerzas de flaqueza, oteé a través del sucio cristal. La iglesia le mostraba al penumbroso mundo una cara espeluznante, ya que una luz ambarina
y gélida brotaba de su añejo interior. En la fachada podía distinguirse la obscena forma de una calavera gigantesca, pues los ojos eran las ventanas, y
el portal principal era la cavidad nasal. Dicho portal estaba abierto de par en par, y los rayos dorados provenientes de su interior bañaban en cascada
a los podridos peldaños de una rústica escalera que yacía postrada al pie del niveo edificio. Cuando posé mi mirada en las sombras que se trazaban al pie
de la fachada, ¡podría jurar que vi que se movían con vida propia!

Pies de Fuego también fue mudo testigo de aquel fenómeno. El chico, presa de una misteriosa fuerza, salió corriendo hacia la entrada de la casa. Atrancó
la puerta como pudo, y regresó tembloroso a mi lado. Perlinas gotas de sudor se aglutinaban en su frente, signo de que la tensión y la adrenalina ya infectaban
su raciocinio. Mi atención se desvió del muchacho, tras escuchar una voz masculina manar de la iglesia con un eco tal, que provocó que los cristales que
constituían los ventanales de la casa se cimbraran notablemente. Alguien entonaba un cántico en un lenguaje desconocido para mí. Miré extrañado a mi compañero
de viaje, y éste se encogió de hombros. Yo no era el único que no entendía.

Conforme proseguía orando aquella voz monótona, descubrí que la oscuridad que conformaba a las sombras palpitaba, y se arremolinaba dentro de sí misma.
La oscuridad reaccionaba ante la voz de aquel hombre, de eso no cabía ninguna duda. Y para mi mala fortuna, comencé a descubrír el paradero de los pobladores
de Kelso... La gente estaba atrapada en las sombras.

Transcurridos unos minutos, Pies de Fuego y yo comenzamos a sentír una languidez enorme en nuestras extremidades. Miré aterrado que un aura tenue de luz
dorada envolvía al Sioux, y dicha aura salía de él para escaparse por el ventanal que daba a la iglesia. El mismo fenómeno se daba en mi cuerpo. Nuestra
vitalidad estaba siendo robada por aquel sujeto. Seguramente la oración de aquel hombre era una ofrenda a un dios pagano, o incluso a algún demonio.

Gradualmente, un tono ceniciento nos envolvió. Decidí no quedarme ahí para unirme a las sombras, y zarandeé al indio enérgicamente para revivirlo. En silencio,
los dos caminamos apresurados hacia la puerta, y removimos el bloqueo que el piel roja había fijado minutos atrás. Una vez terminada esta faena, ambos
nos acomodamos al pie de la casona. La avenida era un pantano negro, un pantano vivo. Varios flagelos latigueaban en nuestra dirección, deseosos de atraparnos
para llevarnos a sus tenebrosas profundidades. Pies de Fuego corrió hacia la cenagosa avenida, haciendo caso omiso de mis gritos, y dio un salto increíble
sobre los tentáculos negros. El chico aterrizó precisamente en la parte de la avenida donde caía la luz de la iglesia, y asombrosamente no se hundió. Entonces
entendí que la luz era la que erradicaba a las horrendas criaturas. Yo mismo corrí en pos de la lámpara de queroseno, y la encendí en su máxima capacidad.
Lentamente, se trazó una esfera luminosa alrededor mío, la cual espantaba a las sombras. Miré alarmado que mi acción hizo que las monstruosidades se abalanzaran
sobre Pies de Fuego, quien todavía no daba crédito a lo que veía. Alcancé a rodearlo con la luz de la linterna, y el chico asíntió agradecido.

En una mano llevaba la centelleante linterna, y en la otra cargaba mi revólver. Pies de Fuego blandía su cuchillo muy seguro de sí mismo, mientras miraba
de soslayo a nuestros enemigos. Coronamos la escalinata, y nos percatamos de que las sombras dejaron de seguirnos. La voz del extraño aumentó su volumen
conforme llegábamos al umbral del sacro edificio. Una vez que traspasamos el umbral, experimentamos una sensación de apremio. Nos adentrábamos en lo desconocido,
envueltos en una tenue esfera de luz. Desde mi posición, logré vislumbrar a un individuo vestido de negro sujetando un grueso libro en sus garrudas manos.
Sus palabras eran guturales, como el francés, pero si se trataba de esa lengua, sería una versión más antigua. El enigmático sujeto aún no se había percatado
de nuestra llegada, y no detenía su cántico. Dejé la lámpara sobre una de las entelarañadas butacas, y percibí el olor penetrante que dejan las ratas tras
permanecer demasiado tiempo en un mismo lugar. Había mucho excremento de roedor sobre las butacas y el polvoriento suelo, así como arañas muertas y demás
insectos secos. Evadiendo los numerosos obstáculos que se interponían entre el hombre de negro y nosotros, por fin logramos aproximarnos a tan sólo unos
metros de él. En el preciso instante en que nos detuvimos, aquel orate acabó su perorata.

Durante todo ese instante, escudriñé con mis cansados ojos aquel lugar. Descubrí inquieto que todas las imágenes cristianas ya no estaban, y habían sido
reemplazadas por estatuas de seres horrendos. Pulpos con cuerpo humanoide; seres simiescos que poco les faltaba para caminar a cuatro patas; díablos de
largas alas; y quimeras de muchas cabezas y piernas. El libro que portaba el escuálido profanador era muy largo, como si hubiese sido fabricado e impreso
por y para seres de manos más grandes que las de un humano. El hombre se volteó para mirarnos, y vimos que se trataba del menonita que nos topamos en el
granero aquella mañana horrenda. Al mirarme, esbozó una escalofriante sonrisa, que reveló unos enormes dientes glaucos y putrefactos. Pero cuando miró
a mi acompañante, despidió un chillido de horror, y dejó caer el pesado tomo encuadernado en piel. Pies de Fuego corrió hacia el demente, y arremetió contra
él con su arma. El cuchillo rasgó el brazo izquierdo del calvo desconocido, y un chorro de sangre negra y pestilente escapó de la herida. Su quejido lastimero
cimbró el edificio, y las sombras que existían dentro del edificio comenzaron a levantarse del suelo.

Sentí perder la cordura al percatarme de la llegada de varios indios piel roja. Parecían estar hechos de brea, y se movían como si fueran borrones en el
aire. Eran decenas de ellos. Mi revólver no podría acabarlos a todos... ¿Acaso éste sería el final de la travesía?

Maldije a Dios entre dientes, recordando en una fracción de segundo todas las cosas que había hecho en mi vida. Me sacó de mi ensimismamiento el alarido
agónico de Pies de Fuego. Llegó la hora de morir, y no estaba dispuesto a irme con las manos vacías. así que encañoné al hombre calvo, el cual sujetaba
a mi joven compañero de su cuello. Tiré del gatillo en tres ocasiones, y el famélico menonita liberó a su victima de su asfixiante yugo. Pies de Fuego
se desplomó resollando sobre el polvoriento suelo, y su oponente me encaró enardecido... ¡Tenía tres plomos en su caja torácica, y el maldito se resistía
a morir!

Los fantasmagóricos seres oscuros se cernieron cerca de mi, y recordé que traía conmigo la linterna. La levanté de la butaca en la que reposaba, y la alcé
sobre mi cabeza. Realmente no sabía lo que hacía. Me guiaba una fuerza invisible y desconocida. Para ese entonces, toda la cámara estaba iluminada. Y los
vi con claridad, a cada uno de ellos.

Eran indios masacrados a balazos. En sus caras se trazaba un rictus de dolor y pena, sensaciones entremezcladas con ira e impotencia. Miré de soslayo que
Pies de Fuego se erguía ya repuesto, y encaraba por segunda ocasión al sujeto de negro. El chico lo atravesó con su cuchillo, y la negra sangre no se hizo
esperar. Salió a borbotones de las pútridas entrañas del menonita, y éste se fue de bruces al suelo. El avispado muchacho quiso tomar el libro, mas un
indescriptible dolor lo atenazó al rozar con sus dedos la superficie coriácea del tomo. Lo pateó lejos, ignorante de los gritos agónicos de su oponente
caído, y se reagrupó conmigo de inmediato. Aprecié enmudecido una quemadura en las yemas de sus dedos, como si el impío tomo hubiese estado cubierto de
ácido.

Los indios se quedaron maravillados de ver a un descendiente de ellos al lado de un hombre blanco. Le miraron ahora con esperanza, y no con pena y sufrimiento
como antes. Pies de Fuego habló en su lengua con ellos, a lo cual recibió una larga respuesta. El chico pareció palidecer a lapsos, y vi cómo algunas lágrimas
caían cual riachuelos de plata sobre sus mejillas ensuciadas por el polvo de la iglesia al terminar de escuchar lo que le dijeron los muertos. Pies de
Fuego me tradujo rápidamente una amarga historia, situada más o menos por los 1S00. Una comunidad de indios Cheyenne se acomodó en esta región, y eran
vecinos y aliados de los Sioux Lakota. Una noche, fueron masacrados en su campamento por un ejército de soldados americanos. Las mujeres fueron mancilladas,
para luego ser asesinadas; todos los demás corrieron una suerte similar. No hubo ningún sobreviviente, salvo su chamán, Hoja que Cae. En su último aliento,
el hombre santo maldijo a los americanos, y dijo que sus dioses les harían justicia, y que aquella tierra se sumiría en la oscuridad; Lo que alguna vez
fue lozano, después se marchitaría y moriría; Donde antes comía el gamo, ahora rondaría el coyote; Lo que antes fuera próspero y productivo, ahora sería
ruin y estéril. Y así falleció Hoja que Cae, muriendo una muerte lenta y dolorosa, pues sus vísceras se le salieron del cuerpo y fueron regadas por varias
partes del pueblo, como una diversión de los soldados. El caballo que alguna vez arrastrara el cadáver destrozado del chamán, había enloquecido y murió
por causas desconocidas. La tierra misma se había transformado en un páramo maldito. Pasaron muchas lunas y soles hasta que una nueva comunidad buscó asentarse
en aquel lugar. Lo llamaron Kelso, por allá de 1907. Entre los pueblerinos venía un anciano, que era descendiente del teniente Scott Callahan, quien ordenó
el exterminio de los Cheyenne. El pueblo floreció un poco, pero este hombre no venía para quedarse. El viejo Gabriel Callahan había heredado un mapa de
sus antepasados, en el cual se detallaba la exacta posición de un tesoro enterrado. Al desenterrarlo, se topó con una gruta, en la cual reposaban los cadáveres
de los Cheyenne, junto con los soldados americanos que jamás regresaron a sus hogares. Al poco tiempo de ser descubiertos, los cuerpos cobraron vida, y
asesinaron a todos los pobladores de Kelso. Solamente sobrevivió el descendiente del militar americano. Conservó un libro maldito que su antepasado había
adquirido del África, en el cual figuraban encantamientos para invocar a seres de otros planos, y que éstos cumplieran sus antojos. Con dicho tomo, el
hombre logró controlar a los muertos, y los convirtió en sus sirvientes. También halló el modo de prolongar su vida, demasiado para estándares de los humanos
normales.

Las sombras que se arremolinaban afuera son las almas en pena de los nuevos pobladores de Kelso, o de los incautos que cayeron víctimas de los hechizos
del orate. El único punto débil que poseía el brujo era que solamente podría ser lastimado por un arma que le haya pertenecido a un indio Cheyenne de aquellos
tiempos. Todo indicaba que los antepasados de Pies de Fuego no habían forjado el cuchillo después de todo, sino sus vecinos y aliados. Ahora, muerto el
hechicero, las almas atrapadas en este inhóspito lugar podrían descansar. Sin embargo, puesto que fueron muchos los años de maldad acumulada los que infestaban
la región, no era seguro deambular por ahí. Además, varios seres de otro plano se introdujeron en nuestra realidad. Sería adecuado matarlos para bien de
la humanidad, y después destruir el tomo, que tanto daño había causado.

Pies de Fuego se apoderó del tomo maldito valiéndose de un trozo de tela, y se reagrupó conmigo, no sin antes cerciorarse de la muerte del demente de negro,
y recuperar su cuchillo. Los Cheyenne nos ofrecieron una reverencia, y se desvanecieron en el aire, dejándonos solos junto con el cuerpo del hechicero.
El cadáver se convirtió en polvo, y pudimos percatarnos que la luz del alba se filtraba por los ventanales de la maltrecha iglesia.

Y así como recuerdo muy bien nuestra experiencia en Kelso, decidimos analizar aquel libro con expertos en tales menesteres. Fuimos a Dallas a que le dieran
una revisada, y nos quedamos ateridos de la sorpresa:

Para empezar, las pastas del tomo estaban hechas a base de la piel de un ser desconocido, quizás, de un reptil; La escamosa cubierta exudaba ácido sulfúrico
al exponerse a la humedad del ambiente, o al tacto; El tomo posiblemente fuera tan viejo que bien podría haber sido confeccionado cuando los continentes
eran uno solo; también lo impresionante fue que la pulpa que constituía las hojas de papel venía de una planta también desconocida para los expertos; Aunado
a todo lo anterior, se nos dijo que podía verse la clara existencia de un alfabeto perteneciente a una lengua muerta, muy similar al francés y al alemán.

Acudimos posteriormente con un experto en lenguas, y nos entregó una traducción casi perfecta del libro. Los resultados fueron más aterradores que reconfortantes.
Este maldito tomo no era más que el diario de experimentos de un científico para hacer contactos con otros planos. Si el hechicero pensaba que obtendría
la inmortalidad con él, o que conseguiría que sus deseos se hicieran realidad, estaba totalmente errado. El libro fue hecho por Ghas-Hul Burquoi, un viajero
dimensional que no pudo regresar a casa luego de ejecutar un salto desde su realidad, y se quedó atorado en nuestro espacio tiempo continuo. El científico,
de una civilización miles de años más avanzada que la nuestra, hizo experimentos durante un extenso periodo de tiempo, a prueba y error. Es muy probable
que jamás se haya topado con el camino hacia su plano, pero durante su búsqueda, abrió numerosos portales, y varias cosas de otras dimensiones se adentraron
en nuestro mundo, como unas gigantescas criaturas que residen en las profundidades de los océanos, otras más que se fueron a la que sería la selva negra
alemana, y otras que se ocultaron en lo que hoy es el Amazonas. Ghas-Hul Burquoi enumeró varias razas de aberraciones con las cuales se topó, y pudo eliminar...
pero a las grandes no consiguió contenerlas.

Ahora bien. El estúpido de Scott Callahan se apoderó del tomo durante un viaje al África, así que es seguro que colaboró para la llegada de más monstruosidades.
Después lo secundó el decrépito Gabriel Callahan, que en medio de su fanatismo, permitió que uno de esos seres invadiera su cuerpo. Esto lo hizo casi inmortal,
y envejecia al igual que el ser alienigena que residia en sus entrañas. Esto nos lleva a un pequeño gran problema:

¿A esto se deberá el desmesurado crecimiento de pueblos fantasmas en Estados Unidos? ¿Cuántas monstruosidades abismales gobernarán las profundidades de
nuestros mares, y el espesor de nuestras selvas? ¿Cuál será el nivel de gravedad del asunto aquí en América? ¿Se habrá esparcido a México o a Canadá? Y
de saber el paradero de todas estas criaturas, y de los portales que fueron abiertos y no han sido cerrados... ¿Podremos acabar con esas amenazas?

Me vine a vivir con Pies de Fuego a la reservación de los Lakota en Dakota del Sur, puesto que los míos creen que he perdído el juicio. Pero Pies de Fuego
estuvo ahí. ¡Él sabe, él sabe! Él leyó los diarios. La gente está desapareciendo a raudales. Ocurren accidentes horrendos en la madrugada en distintas
partes del mundo... Se acercan. ¡Vienen por mi!... Ellos saben que yo los descubrí. Mataron a los eruditos y al experto en lenguas.

Vienen por mí... pero no me iré con las manos vacías...

"Este diario, redactado por el finado Sr. Kelso Tanenbaum, deja muchos cabos sueltos. Hay rastros de pelea en la vieja cabaña, pero no pudimos explicarnos
quién, o mejor dicho, que, le dio fin. Sus restos fueron desmembrados y diseminados por toda su habitación, a simple vista, por alguien que cuenta en su
haber con una fuerza descomunal. No hay sangre alguna, y sus ojos desaparecieron de sus cuencas. Sus nervios ópticos no fueron lacerados... Tal pareciera
que el desconocido asesino hubiese estado interesado solamente en los ojos del finado viejo. El asesino seguramente poseía habilidades quirúrgicas para
haberle extraído los globos oculares al Sr. Tanenbaum sin dañar los nervios ópticos, los cuales fueron cauterizados con finos cortes, valiéndose de un
escalpelo, aunque el forense todavía no acierta a decirnos de qué tipo de escalpelo estamos hablando. Cabe resaltar que las manos del occiso desaparecieron
también, lo cual nos dificultó más la tarea de identificarlo. Sus placas dentales, y las pistas que dejó tras él al estar en Dallas, nos ayudaron a saber
de dónde era oriundo. De Pies de Fuego, y del mencionado tomo en este diario, no hemos sabido nada."

Sargento Matthew Dillinger, a 29 de julio de 1934.