Texto publicado por Belié Beltrán

Quién le da un trago a hello kity; cuento que da título a mi próximo libro. disfrútenlo.

QUIÉN LE DA UN TRAGO A HELLO KITTY
Por: Teniente Cucuyo

Olvidé por un momento la razón que me llevó al cuarto del abuelo cuando vi el rostro de Hello Kitty... Él lo compró para Laurita la tarde que fueron a Plaza, de regreso todo se descalabró en la familia.
Primero fueron los pleitos de mamá con mi hermana. La muñequita parecía tener algún adictivo; Laurita no la soltaba nunca, no hacía las tareas, sólo se movía si le permitían llevarla. La situación se desmadró el día en que la abuela encontró a Biruliña masturbándose con Hello Kitty en una mano y el pene en la otra. Su vida no fue la misma.
Lloró durante días, repetía Hello Kitty, Hello Kitty, Hello Kitty hasta el hartazgo. Su pelo, de continuo blanco y abundante pasó a ser un reguero de flecos tirados por la casa en pequeñas bolitas. Laurita dijo una vez que con Mecho tirando pelos por ahí, no necesitábamos gato en la familia.
La casa se volvió un reperpero. De no ser por mamá hubiésemos terminado viviendo en la basura. Llegó a tener que bañar a la abuela durante la primera semana de su depresión. Limpiaba dos veces al día, pero el tufo a ron y sucio parecía venir del silencio de Mecho.
El abuelo se fue a dormir a mi habitación. Cuando lo vi entrar con su botella en el bolsillo y los ojillos que me miraron cómplices, recordé los días en los que él me llevaba al baño para bañarnos juntos. Nadie entendió nunca por qué odiaba las seis de la tarde de cada día. Decidí pasar la noche con la abuela. No la dejé sola por más que insistió para que vuelva a mi cuarto. “Cuando Biruliña se vaya de él”.
”No puedes negar, eres igualito de tapao que tu pai”. Luego me dio la bendición, terminó de rezar sus oraciones, se puso de espaldas, me pidió que apague la luz. Quedé en la oscuridad, pensando que tendría que oír la respiración de máquina sin engrasar de Mecho. Maldije al maricón de Biruliña. Dormí como nunca.

Mecho no aguantó demasiado. Entre sus complicaciones de diabetes, la presión y la tristeza que se le implantó en el alma, se desgastó. Cuatro o cinco meses después a su aroma mentolado y de alcanfor se unió el de antibióticos y antidepresivos.
Mientras pudo estar consciente yo le hice compañía. Aunque a veces he pensado que se desconcertaba conmigo hasta hacer crisis. Me miraba a su lado y empezaba a temblar. Yo trataba de calmarla pero rechazaba mi contacto.
Una tarde, el grito de mamá alertó a todos de que Mecho no respiraba. Como otras tantas veces, maldije a Biruliña.
Miré la muñequita sin emoción. Me sorprendió que el abuelo la tuviera junto a la foto de Mecho. Recorrí el cuarto del viejo; la peste a ron y mariguana me apretaba el cuello, mientras caminaba hacia la ventana. Quería confirmar, más bien, aplaudir el espectáculo de mi certeza.

II.
En una de sus borracheras, algunos días o meses después de su regreso de Haití, la abuela lo conoció. Vino con él para la capital. Ella contaba todos los años, que varias noches después del nacimiento de mi mamá, él le dio, supuestamente por error, un vaso de ron, en vez del té que tomaba para los dolores. Abuela concluía su cuento siempre con el mismo estribillo.
“Biruliña lo hizo apota. Má degraciao que ese viejo, no vi nunca a nadie”.
Las noches en que la yerba y la borrachera lo ponían a delirar, juraba que Mecho era la mujer más fea de las que se lo habían dado, pero la única que él quería. Creo que sólo así, borracho, decía la verdad.
Los ojos de la abuela eran grandes, parecían los de una bruja coqueta. De adolecente solía preguntarme si la abuela Mecho tendría cocomoldán, porque nunca entendí cómo Biruliña se juntó con ella. Aunque en la foto, aparecía más agraciada. Recuerdo que por los días en los que el abuelo nos contaba los cuentos de Juan sonso y Pedro Animal, yo veía la foto de Mecho con cierta excitación; tenía la huella de haber amamantado mucho.
Durante las noches que dormí en su cama la vi desnuda un par de veces. En ocasiones se sonrojaba, pero se olvidaba de todo segundos después de decir.
“¿qué coño e lo que tanto mira?”. Luego se acostaba, dejándome su aroma de alcanfor, mentol y hembra en el aire. La abrazaba entonces hasta que me dormía.
Llegué al marco de la ventana, el aire de afuera me recordó a qué huele la brisa sin mariguana. Desde mucho tiempo no sentía el olor de cristal partido que daba respirar. Miré hacia abajo, no me sorprendí. El cuerpo de Biruliña cayó al pavimento como una cruz esvástica destrozada. Después de todo se decidió a seguir a la abuela; no creí, ni creo, que pueda alcanzarla.

III

Biruliña volvió a dormir en el cuarto de Mecho recién una semana después de que ella muriera. Aún rezaban el novenario la noche en que él se fue a encerrar. Lo vi cuando entró en la habitación, el cuello de la botella a medio vaciar sobresalía de su bolsillo derecho.
“Váyase pa su aposento”, dijo.
En unos pocos días se convirtió en un pellejo oscuro que deambulaba por la casa con su estela de yerba y ron. Mamá no conseguía hacerle comer, aunque creo que tampoco le ponía mucho empeño. Siempre he pensado que ella lo culpó de la muerte de Mecho. Sólo Laurita ignoraba la pestilencia de Biruliña para abrazarlo. Junto a Hello Kitty formaban un trío que sacaba de quicio a mamá.

La visión de Biruliña desparramado en el patio me llenó de quietud. Volví a recorrer el cuarto de la abuela, tomé la botella de ron y el Hello Kitty para tirárselos al abuelo por la ventana. Llevé a mi cuarto el retrato de Mecho, por fin nos quedábamos solos. Aspiré profundo hasta reconstruir su aroma de alcanfor, mentol y hembra.