Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Brooklin bound train: cuento.

Brooklyn Bound Train
David Hernández de la Fuente.

Por el vagón va reptando La Traviata, al tiempo que escarba en su bolso en
busca de unas monedas para el teléfono. Ella es romana, más romana que
nadie. Nació en la vía del Governo Vecchio y salió de allí un buen día con
dirección a Nueva York. A triunfar, a ser bailarina o fotógrafa, o acaso las
dos cosas a la vez.

La Traviata es delgada y morena, de edad perdida. Una mujer que hacía
silbar a los obreros desde los quince años, cuando callejeaba por Roma, ese
arcaico anagrama de amor. Ahora zigzaguea por el vagón del tren que avanza
tambaleándose hacia Brooklyn. Rebuscando en su bolso ha encontrado su
pintalabios, las dos llaves de su casa y su fajo enorme y sudado de billetes
de un dólar, pero no hay monedas.

Llegó a Nueva York hace no mucho, y tras intentarlo todo y no
conseguir trabajo, se metió de bailarina de strip tease. Ahora trabaja en un
club de alterne cerca de la calle 42, y muchas veces sólo van
turistas -porque es el típico sitio a donde ir en Midtown-, turistas
solteros
o de soltero, o tal vez conferenciantes que están de paso en la ciudad, o
que se perdieron de sus mujeres en el centro.

Se desnuda cuando el altavoz, entre canción y canción escupida,
pronuncia su nombre. Entonces baila con desgana y se desnuda casualmente,
como una gata que se lame sin prestar atención a su dueño, para acabar
enseñando su sexo abierto a todo el bar. Cuando cambia la canción y la voz
anuncia otro nombre, La Traviata recoge su ropa y después todos los billetes
de dólar arrugados que hay en el escenario, los aprieta contra sus ropas
estrujadas y se baja lentamente para afianzar sus tacones sobre el suelo.

Se sienta con un suspiro de alivio, cerrando su bolso, en uno de los
asientos del vagón. Al lado, una chica con el pelo muy corto y vestida con
ropas de segunda mano, de un mercadillo caro. Es Anna, lesbiana,
troskista -pero de buena familia-, eterna estudiante de Ciencias Políticas,
que viaja en el mismo tren con destino a Brooklyn.

Anna lleva muchos años en Estados Unidos, pero su familia viene de
Irán. Hizo la carrera en una universidad del Estado de Nueva York. Creía que
el Estado sería como la ciudad, pero resultó que no tenían nada que ver. La
pequeña ciudad donde estudió durante cuatro años fue como una reclusión en
un campamento absurdo y nevado, entre estudiantes y granjeros. Sólo le quedó
el consuelo de hacerse activista política y organizar mil eventos y
protestas por toda clase de cosas. Por suerte le dieron plaza para hacer el
doctorado en una universidad en la gran ciudad. Y aquí, aunque sigue
militando, se ha echado una novia diseñadora, sale más y se droga más.

El tren avanza con un fuerte traqueteo. Es el exprés, el que no para
en todas las estaciones. Y vuela entre las vigas que sostienen los túneles
debajo de las islas. A veces, cuando adelanta a los trenes locales, que
siempre son más lentos y perezosos, a Anna le gusta mirar por la ventana a
la gente que hay en esos vagones que, al decelerar, le muestran un coro de
caras en cámara lenta. Imagina que es una privilegiada y que toda esa gente
que queda atrás tenía que quedar por fuerza en el camino, porque a ella le
aguarda un futuro más rápido y brillante cuando acabe el doctorado. Está en
el vagón de las jóvenes promesas, de los vástagos de las mejores familias de
todo el mundo, que van a dar a Nueva York para hacerse un hueco y medrar.

Hay en Brooklyn un barrio de jóvenes profesionales, todos diseñadores
o artistas, estudiantes de máster o doctorado y periodistas de revistas de
viajes, o también pueden ser consultores, si lo ocultan lo suficiente. Casi
todos son mujeres. Es un barrio caro, pero menos que Manhattan, y "dicen que
todo el mundo se va a vivir allí". Es el sitio en el que hay que estar.
Fiestas, presentaciones de libros, reuniones de vida sana y yoga. Todos los
restaurantes espartanos y carísimos de comida biológicamente correcta que le
gustan a Anna y a sus amigas están en el barrio. Esta noche hay lo que
parece una de esas fiestas de Brooklyn, donde sus amigas lesbianas, mujeres
al cuadrado, se reúnen los fines de semana.

"Mujeres horribles, de menstruación espesa por la humedad ambiente que
cruza desde Manhattan a Brooklyn" recuerda mentalmente Daniel. Son las
espeluznantes últimas páginas que ha tenido que leer hoy. Ni siquiera la
actuación del American Ballet le ha hecho olvidar el original que ha leído
hoy. Daniel Burns es editor y nació en Vermont hace veintiocho años. Va
sentado enfrente de Anna y de La Traviata, a las que mira con interés.
Daniel, libertino y humanista, observa a las mujeres con toda su hipocresía
de chico blanco, culto y viajado. "Y mucho más... Su polla circuncidada de
americano fino ha penetrado a muchas europeas en sus viajes, y también en
Sudamérica había hecho de las suyas el gringo que hablaba todos los
idiomas". Así continuaba el manuscrito que le habían pasado, la nueva novela
de uno de tantos chicos que por haber pasado un par de meses en Europa y una
semanita en Cancún se creían unos Hemingways de hoy en día. Pero lo que
realmente le había molestado de esa novela era la sensación de proximidad
que le había hecho identificarse al momento con el protagonista. Su
educación en una buena universidad, sus novias y orgías de suburbio desde
los trece años, sus viajes de iniciación. La novela sería un bombazo y su
editorial confiaba mucho en aquel chico que escribía sobre viajes a Perú,
Azerbayán y otros lugares de nombres difíciles de pronunciar adonde suelen
ir los jóvenes americanos de hoy, tal vez por desidia o presunción.

El tren se disputa la atención de Daniel, que pasaba de la cara
intrigante de La Traviata a la juventud desahogada de Anna, meciéndose
suavemente al ritmo del traqueteo. En fin, piensa Daniel, estas dos perritas
buscan un dueño, y mira disimuladamente a las dos mujeres que se sientan
enfrente. Inconscientemente ha decidido pensar y adoptar la actitud de ese
personaje que tanto le ha molestado. Por un momento, en su imaginación se le
representa la imagen de las dos mujeres desnudas, esperándole como en un
trío amoroso. Se dirige hacia ellas lento en su ensoñación, bajándose los
pantalones. La música, que tiene en la cabeza, es un trío de Schubert: en el
ballet ha visto una insólita adaptación de ese trío. Los bailarines, dos
hombres y una mujer, se movían como si ella fuera el piano y ellos el
violonchelo y el violín. Daniel era aficionado a la música y nunca creyó que
la pieza en cuestión pudiera adaptarse para ballet. Por eso no dudó en
comprar la entrada cuando leyó en el programa que se iba a representar.

La mujer era -lo tenía claro- el piano de aquel trío. Se balanceaba
acunada por los brazos de dos bailarines. La Traviata mira a Daniel sin
gana. Le clava una mirada de pez, como las que dirige mientras se chupa un
dedo a los hombres que observan su sexo abierto. Los dos hombres estaban
vestidos con trajes del siglo XIX, muy incómodos para bailar, según pensaba
Daniel. Pero el efecto era excelente. El cello y el violín se disputaban a
la mujer piano y todo al ritmo de aquel maravilloso trío que conocía tan
bien. Se retira el violín y cede a la sensualidad de su rival. Ella -ese
piano mujer- acompaña a los dos pretendientes sin querer decir nunca no.
Afirma involuntariamente, dando cabezadas, como el pasajero que relaja los
músculos del cuello en un vagón veloz de metro. La medida rítmica de los dos
pretendientes, de cuello estrecho y levita de madera, hace que la pretendida
baile y se disipe. Así quería verse nuestro joven editor, como la doncella
circuncidada entre dos hembras que la pretenden. Las estaciones pasan más
fugazmente al cruzar de isla a isla y Daniel cierra los ojos y recuerda,
cierra los ojos e imagina: el ballet, el sexo, el leve movimiento. Y por un
momento afloja los músculos del cuello.

Al llegar a la estación de Bergen Street se separa el trío
bruscamente. Daniel y Anna bajan del tren. Ellos no lo saben pero van al
mismo lugar. Mientras tanto, La Traviata sigue su camino, aunque ha notado
que algo se ha perdido cuando Daniel y Anna han bajado del tren: quizá ella
también había tenido una ensoñación de música y tríos, aunque las ganas de
drogarse hacen que no le importe demasiado.

Calle de camino a la fiesta, llueve, pasos mojados... Anna camina
deprisa, no quiere mojarse. La capucha del impermeable, una parka verdosa
estilo "mod" raída por los años que encontró en una tienda de la calle 14,
hace que los ecos de la calle sean extraños. Escucha más nítidamente su
propia respiración y el roce de sus orejas y su pelo contra el forro de la
capucha. La calle está desierta.

Pero Daniel va detrás de Anna, más rezagado que ella. Vaciló un
momento al salir de la estación en Bergen Street. Y tuvo que cerciorarse de
la dirección que le habían dado. Se suponía que la fiesta iba a estar muy
bien. "Lo mejorcito de Brooklyn, niñas pijas que se aburren y tienen que
follarse a quien sea para matar el rato", como lo definía su alter ego de
esa odiosa novela. Daniel, empapado y sin paraguas, seguía pensando que
publicar eso estaba mal. Bastante mal. Y se odiaba a sí mismo y a sus jefes,
porque sabía que lo iba a corregir y a publicar pese a todo, como habían
hecho con las anteriores novelas de aquel tipo.

Pero Daniel va detrás de Anna, y poco a poco van dando alcance a la
chica, que camina a pasos más cortos. Anna escucha escasamente lo que sucede
en el mundo exterior a su capucha, pero se ha dado cuenta de que la calle
está desierta y alguien la sigue. Agarra instintivamente el spray
anti-agresión de su bolsillo. Daniel chapotea sin quererlo en charcos que le
sobresaltan a él y acrecientan el nerviosismo de ella. Por suerte, Daniel
adelanta a la chica de la parka verdosa con paso firme y ella respira
aliviada.

Al fin llegan, es el número 213. Una casa de dos pisos, típica de
aquel barrio de jóvenes profesionales. Cae mucha agua. Se diría que la
lluvia se derrama casi en columnas de vapor inverso. No se oye nada dentro
del número 213. Daniel vuelve a vacilar ante el portal. Se enjuga como puede
la frente y entra.

Fiesta. Música. Y tragedia antiquísima. Dos pisos llenos de gente que
bebe licores destilados en cuencos ajenos. Música nunca oída en los oídos de
Daniel, que debe ser el único resto de establishment que conserva su
occidentalidad intacta. Hay gente en el salón que baila sin reparar en las
contorsiones que imponen a sus costillas. La cocina es un refugio de humo
dulzón, de las más variadas especias y tipos de hachís, allí está el
contacto de Daniel, aquel maquetador de la editorial que siempre tiene
ojeras de sueño turbio. Y también el frigorífico, un ídolo repleto de
botellas sin etiquetar. Y unos diseñadores y estudiantes y brokers y dioses
de la noche y otras personas inútiles.

Anna ha entrado también y ha saludado a las chicas que la invitaron.
Sentada en un sillón se fuma sus primeros porros y bebe ya sin darse cuenta
la cuarta copa de licor desconocido. Las horas pasan rápido, también pasan
los chicos. Los que intentan acercarse a ella como mujer. Daniel sigue en la
cocina y no se da cuenta de que su compañera de trío imaginario está en la
fiesta hasta que ya está muy intoxicado. Ya la hora es avanzada. El trío se
perdió. Pero Daniel recuerda, en su embriaguez, la música, el cerrar de ojos
y su cuello relajado, y con la copa en la mano pasa al salón y se sienta
cerca de Anna sin dirigirle palabra. Ella también le ha visto, le ha
recordado. Pero más vagamente, sin saber de dónde ni de cuando.

Los anfitriones son de Oriente, como ella, y parecen conocerla bien.
Quizá de sus clases, o de algún comité de acción contra la guerra del
momento. Mucha gente se fue. La cocina se enfría y los cócteles ya no tienen
quien los beba. Quedan los irreductibles y los muy borrachos. Como en todas
las fiestas, los que se lo pasarán mejor o se sumirán en una tristeza
profunda y primordial hasta que alguien les lleve a casa. Pero los
anfitriones se reservan un truco para la ocasión. Son una joven pareja de
piel sana y sorprendentemente inmunes a la ebriedad. El marido abre un
armario y empieza a sacar instrumentos musicales de los más diversos tipos.
Abundan los de percusión, pero también los hay de cuerda y viento. Para
Daniel todos son desconocidos y fascinantes. Recibe uno de los de percusión
y sin hacer preguntas lo toma con seguridad, como si lo conociese de siempre
y siempre lo hubiera tocado en ocasiones semejantes.

Entonces Anna comienza a tocar un gran tambor, y Daniel piensa
inmediatamente en el piano de su trío y en los golpes rítmicos del tren y se
suma sin dudarlo a la primera melodía. No se sabe muy bien quién dirige a
los improvisados músicos. Debe de haber unos siete u ocho con distintos
instrumentos. Pero la música sale y sube. Tocan sin pensar y dejan que los
golpes de los tambores de doble percusión se vayan adueñando de sus
sentidos. Se diría que están en trance, si no fuera poner etiquetas que ni
Daniel ni Anna se pueden permitir.

En seguida, uno de los pocos invitados a los que no les ha
correspondido un instrumento, se lanza en medio de los músicos a bailar
frenéticamente, en éxtasis báquico, sumergido entre pieles de tambores. La
piel de las manos de Daniel, delicadas manos de chico blanco, comienza a
enrojecer. El danzarín se revuelve sobre sí mismo de una manera invasora,
giratoria, abusiva, pero nadie teme por él.

La magia es tal que en determinados momentos se llega a un clímax
infinito, en un crescendo sin remisión, parece que se va a llegar pronto a
la máxima intensidad. Pero esta nunca se produce y, como resultado, los
orgasmos de sonido se alargan más de lo que nadie pudiera sospechar. Los
músicos tocan con más y más fuerza, siempre en progresión, casi en procesión
de números, de tambores de piel humana. Daniel no siente las manos llegado a
este momento. Y con el espasmódico movimiento del baile y las sombras que
proyecta sobre las caras de los músicos, todos los asistentes al momento se
retrotraen muchos años. Se sienten unidos por una hermandad más que
primigenia, preuterina, eterna y casi absoluta. Daniel cierra los ojos. El
momento les despoja de todo lo accesorio. Caen los adornos. Y también las
máscaras, los artificios y, sobre todo, esos espejos de los que se ha dotado
el hombre para vivir en sociedad. El momento les convierte en humanos.
Simplemente. Humanos unidos al calor y al abrigo de una música envolvente y
simple que les transporta a la caverna de las sombras y de los chisporroteos
de caras, manos, pieles, fuegos.

Otras veces, en cambio, la música decrece poco a poco. Pierde
intensidad hasta quedar reducida a su mínima expresión. Entonces,
sutilmente, la piel enrojecida se vuelve insensible por un momento. Después
del poder demostrado en las cimas. Disminuye también el tempo. Se hace
líquido. Suave y susurrante. Los tambores se endulzan de manera increíble y
los otros instrumentos, pífano, flauta, aulós -como guste el oyente- se
hacen casi imperceptibles. En esos momentos subterráneos, en los que el
mareo de la suavidad sustituye al éxtasis violento, Daniel vuelve a cerrar
los ojos. Todo se mitiga hasta que, a un cierto punto, se oye un ulular
alucinógeno, casi lunar. Es Anna, pero nadie se da cuenta. Ella emite ese
sonido. Ulula como señal y la música vuelve a ascender. Renovada. El término
de la música se convierte en un principio regenerador. Y lo marca el gritito
gutural de una mujer despojada de nombre.

¿Cuánto tiempo transcurre? ¿Horas? ¿Cuántas? Días tal vez, pero nadie
repara en ello, ni intenta computar. ¿Cómo acaba la música, la fiesta? De
algún modo van cayendo los instrumentos. Por agotamiento quizá.
Tambaleándose se levantan y se apoyan unos en otros. Alguien habla, bebe
agua o restos de copas, pero no saben si amanece o no, o qué día amanece.
Las miradas albergan cierta vergüenza inexplicable, nadie entiende el estado
alcanzado, ni lo intenta. Se menciona la palabra taxi. Unos piden comida,
otros se pasean como muertos nerviosos, con paso desacostumbrado. La noche
se apaga.

Al rato, Daniel y Anna toman ese taxi a casa juntos. Se descubre que
los dos van a la parte alta de Manhattan y compartir es normal. Anuladas las
voluntades, ya no hacen intentos de presentarse, de hablar. Aunque no han
mediado palabra el contacto ha sido tan intenso que no hay necesidad...

No cruzan palabra en el taxi ilegal. Cruzan el puente de Manhattan y
velozmente suben por la autopista que bordea el este de la isla. No hay
palabras. Las manos duelen y las de Daniel sangran un poco, su piel se
levanta. Habrán dejado mancha en el tambor de piel de doble percusión.

Bajan juntos en la calle 116, en un lugar neutral y caminan hacia el
sur. No es instintivo, es la dirección de sus casas, como las de miles de
personas que viven cerca del campus. Pero el trío no se ha disuelto aún. El
reencuentro se produce en la calle 111th, pasado el Harlem más estudiantil.
Hay una pelea de estudiantes con sangre que mancha sus pieles de chicos
blancos del Medio Oeste. Hay brillos en la acera. Son unos muchachos
enormes, de cuellos casi borrados por el deporte, y pelean con violencia,
por una puta, dicen unos. Por una puta, informa por radio la patrulla de
seguridad del campus. Viene otro coche derrapando y haciendo chirriar
también las sirenas, porque a los guardias de seguridad del campus, que rara
vez tienen que intervenir, les encanta su trabajo. Por una puta, les
explican los chicos a los guardias, y estos a los policías que vienen a
continuación. Por una puta, está drogada. Se sonríen los policías. Por una
puta, está muerta. Toman notas, hacen fotos. Los chicos blancos, en sus
gestos amenazantes y en sus palabras, recuerdan a los negros de Harlem y
usan su lenguaje sin tapujos y su jerga de lucha. Los policías también
hablan mal. Cruza la escena Daniel con Anna a su lado, anulada, y repara en
la mujer que hay sentada en la esquina, junto a una famosa Deli del barrio.
Es delgada y morena, de edad perdida, y tiene la mano metida en su bolso,
muy quieta ahí dentro, seguramente en busca de algo. Ella es romana, más
romana que nadie. Es La Traviata y por fin ha conseguido bailar en un trío
clásico y ser fotografiada a la vez.

David Hernández de la Fuente (Madrid, 1974) es autor de los ensayos
"Lovecraft. Una mitología" (2004), "La mitología contada con sencillez" y
del libro de relatos "Las puertas del sueño" (2005), por el que recibió el
VIII Premio de Narrativa Joven de la Comunidad de Madrid. Ha sido antologado
en obras como "Inmenso estrecho. Cuentos sobre inmigración". Como traductor,
se ha especializado en literatura clásica ("Dionisíacas", 2001 y 2004,
"Cantar de Ruodlieb", 2002, Voltaire, "Micromegas", 2003, etc.) y ha
prologado, anotado y editado obras como "Cervantes y la invención del
Quijote", de Manuel Azaña. Es Licenciado en Filología Clásica, Filología
Hispánica y Derecho, y Doctor en Filología Clásica y en Sociología. Ha sido
profesor de estudios clásicos en la Facultad de Humanidades, Comunicación y
Documentación de la Universidad Carlos III de Madrid y en el Departamento de
Historia Antigua de la Universidad de Potsdam. En la actualidad es miembro
del Departamento de Historia Antigua de la Universidad Nacional de Educación
a Distancia (UNED). Colabora habitualmente en revistas de
historia y crítica literaria ("Historia National Geographic", "Revista de
Libros", etc.) y es autor de numerosos artículos de su especialidad.