Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Las tres vasijas, parte tercera.

LAS TRES VASIJAS 

Parte III 

Roberto Vilmaux 

El lugar era un páramo desolado. El sol primaveral no alcanzaba para iluminar el paraje sombrío. Don Mario caminó por la orilla del arroyo con la vista
fija en el suelo. Llegó hasta los restos de un muelle, cuyas maderas podridas habían caído sobre un bote de chapa oxidado. Dejó atrás el arroyo y se internó
entre lo que fue una plantación de álamos. Los árboles estaban secos, muertos irremediablemente. Las dos primeras filas habían sido arrancadas de su base
como si un vendaval hubiera azotado la zona y los troncos yacían sobre el piso.

Desde hacía más de ocho años no crecía una hoja. Toda la vegetación se había secado, la plantación abandonada, lo mismo que las pocas casas que había en
esa zona, que formaba un triángulo entre el arroyo El Ceibal y otros dos arroyuelos sin nombre. Un silencio temeroso reinaba entre los habitantes de esa
sección del Delta sobre lo que había ocurrido en aquel sitio. Nadie se atrevía a admitir que algo sobrenatural era el causante de las muertes de animales,
plantas y personas.

El hombre se detuvo. Revolvió entre una pila de hojas secas mezcladas con una sustancia viscosa de color negro y encontró lo que buscaba. El último fragmento
de la vasija. Aquella vasija que había causado todo ese desbarajuste. Lo guardó, junto con el resto, en una bolsa que llevaba colgada de su hombro, y continuó
su marcha inspeccionando la zona.

Él estaba ahí para solucionar el problema. Pero no estaba seguro. Había postergado por más de un año, con diferentes excusas, su llegada al sitio. Desde
el episodio de la segunda vasija. Pero día a día sentía la presión que ejercían sobre él los poderes superiores. Su mente se llenaba, contra su voluntad,
de imágenes de aquel ser, y eso le producía un profundo dolor. Finalmente no pudo resistir más, y ahora debía enfrentarse a él cara a cara, aunque no tenía
confianza en el triunfo.

Transitaba un sendero ya casi oculto por el paso del tiempo. Conocía ese lugar. Había estado allí, mucho tiempo atrás. Con otra apariencia. En otro cuerpo.
Un hombre viejo y delgado, de largos cabellos, un tembetá colgando de su labio inferior y su nariz perforada y atravesada con fino hueso. La tribu había
vivido en esa zona y él con ellos. Debajo de la lomada por la que transitaba, se encontraban los restos de aquella cultura, incluido su cementerio.

Llegó a la casa cuando anochecía. Había sido abandonada a medio terminar. Construida en ladrillos huecos sobre una base de casi dos metros de altura y
sostenida por unos pilotes gruesos en cada extremo del cuadrilátero. El techo de chapa estaba cubierto de hojas secas. Subió por una sencilla escalera
hecha con troncos ayudándose con las manos.

Un fuego ardía en el interior de la casa. Las llamas salían de un tacho ubicado en el centro de una de las habitaciones. Algunos muebles, como unas viejas
sillas y una mesa, habían quedado del precipitado abandono de sus pobladores. Sobre la mesa, solo iluminado por el resplandor del fuego, un joven de unos
treinta años cortaba unas verduras que seguidamente iban a parar a una olla. El joven manipulaba los utensilios con una sola mano, la izquierda, ya que
carecía de la otra.

Esa mano faltante estaba ligada a la historia de las vasijas.

Su nombre era Antonio. Don Mario lo había adoptado como su ayudante, como una manera de resarcirlo por las heridas sufridas. También le había enseñado
cosas que casi ninguna persona viva sabía. Y le había quitado el sentido del miedo. De otra forma no podría estar esa noche allí.

Así y todo, Antonio se encontraba nervioso. Se asomaba cada rato a la ventana y casi no hablaron durante la cena. Luego vinieron unos mates y una petaca
de whisky y eso distendió un poco las cosas.

—¿Que apariencia tiene el ser de la vasija? — Preguntó cuando la petaca se vació en sus dos terceras partes. Don Mario se tomó un tiempo para contestar.

—Es mejor que no lo sepas. —Hizo una pausa mientras le pasaba el mate. —No es un espíritu, al salir de la vasija se "materializó". En todos estos años
encerrado ha perdido mucho de su poder inicial., por lo que tomó ese aspecto horrendo que tiene. Pero es muy fuerte, ahí radica su poder. En la fuerza.
No será fácil vencerlo.

— ¿Cómo vas a meterlo otra vez en la vasija, si es de carne y hueso?

—No es exactamente, ni carne, ni hueso. Sería difícil explicarte de que está formado. Sólo es bien tangible. Pero en cuanto a volver a envasarlo, primero
debo atraparlo con eso. —Don Mario señaló una red que colgaba de una pared.- Luego voy a necesitar alguna ayuda.

—¿Qué tengo que hacer? —

—No hablaba de tu ayuda. Mañana te vas para la otra casa y me esperas allá sin hacer nada. Esto te supera. Y mucho.

Antonio iba a replicar cuando sintió un ruido afuera. Se asomó a la ventana. Estaba todo profundamente oscuro. No podía ver si había algo debajo de la
casa porque la plataforma, que termina a un metro y medio de la casa, se lo impedía.

—Está rondando por ahí desde hace casi una hora. —

Don Mario continuó con el mate sin moverse de su lugar. —

Pero no te preocupes, he hecho algunas cosas para que no nos moleste. Al menos por esta noche. Pero las defensas servirán solo para una vez. Vamos a dormir.
Mientras podamos.

Antonio tenía mil preguntas más para hacerle pero ya no se sentía con ánimo para hablar. La idea de aquel ser estaba a pocos metros de ellos, en la oscuridad
de la noche le había formado un nudo en la garganta.

No pudo pegar un ojo en toda la noche.

A la mañana siguiente Don Mario partió para el interior de la isla. La vasija había sido reconstruida en algún momento durante la noche. Mientras el hombre
se marchaba, Antonio subió a su bote y se alejó del lugar. Supuestamente, fuera de los límites de esa zona estaría a salvo. El demonio no había salido
todavía de ese triángulo, bastante amplio, ubicado al sur del Paraná Guazú y al oeste del Paraná Miní, cuyos lados eran el arroyo Del Ceibal y otros dos
arroyuelos que buena parte del año eran innavegables.

Una hora después se encontraba en la otra casa. Ésta también había sido abandonada y sus cuatro habitaciones estaban peladas, sin un solo mueble.

Se sentó en el pequeño pórtico a fumar.

Pasaron veinticuatro horas.

No había noticias de Don Mario.

Caminó por la vieja plantación de álamos sin encontrar rastros de Don Mario. Lo inquietaba mucho su ausencia y había decidido ir a buscarlo. En su única
mano llevaba una pistola calibre 22, que, imaginaba, no iba a servir de nada en ese lugar, pero lo hacía sentir más seguro.

Todo el sitio estaba plagado de cosas extrañas. De alguna manera Don Mario, le había implantado un sentido para poder percibir esos espíritus que iban
y venían. Estaban por todos lados y sabía que algunos no eran inofensivos, pero parecían no tener intensiones de molestarlos.

Era una buena señal que no le doliera la mano ausente, eso significaba que el demonio no estaba cerca. Cuando se encontraba en una situación complicada,
sentía una puntada de dolor que se ubicaba más allá de donde terminaba su brazo.

Dejó atrás las últimas filas de la plantación y se encontró en un terreno yermo, donde crecía un pasto amarillento. Más adelante se extendía una zona con
restos de cortaderas secas y cada tanto aparecía algún bosquecillo que la bestia había destruido como al resto de la vegetación. Se alimentaba de la savia
de las plantas y las secaba irremediablemente, luego excretaba una sustancia viscosa de color negro que contribuía a acabar con lo que quedaba.

Siguió caminando y al fin llegó a un sitio donde el suelo estaba fangoso primero, y luego se encontró pisando el agua directamente. Había una laguna delante
de él. Algo flotaba cerca de la costa, entre unos juncos que habían escapado a la destrucción general. Se dio cuenta de que estaba pisando algo y se agachó
a observarlo. Era el látigo de Don Mario. Sentía cierta repulsión por el arma, con ella le habían cortado la mano. Iba a tomarla cuando una punzada de
dolor en su mano faltante encendió la luz de alarma. Un ruido a su espalda lo hizo girar en redondo.

Estaba frente al ser de la vasija.

En su mente no encontró ningún ser vivo con que compararlo.

Tenía la altura de un caballo pequeño, pero era más largo. Cuerpo robusto de color verde amarronado, con una pelambre negra, que más que pelo parecían
espinas, y que recorría su lomo desde la cabeza a la cola. A los costados de su cuerpo también tenía manchones aislados de ese pelo. Sus patas macizas
terminaban en pies membranosos de los que sobresalían tres poderosas garras. Las patas delanteras eran más largas que las traseras, por lo que caminaba
un tanto inclinado hacia atrás. Su cara redonda, de la que sobresalía una nariz ganchuda, como un pico de loro, parecía incrustada en el cuerpo, ya que
casi carecía de cuello. Ojos de felino, redondos, amarillentos. Y cuando abrió la boca, Antonio pudo ver dos filas de afilados dientes, separado entre
si.

Todo ocurrió tan rápido que casi no se dio cuenta de lo que pasaba. La bestia se acercó a él. Intentó dispararle pero la pistola se trabó. El látigo de
Don Mario le dio los segundos necesarios para arrojarse a la laguna. Dos golpes dieron de lleno en la cara del animal y pudo ver como se desprendía un
pedazo de nariz.

Sintió el chapoteo de las patas mientras se sumergía en el agua fría y oscura. El fondo de la laguna estaba cubierto de espesas algas. Contuvo todo lo
que pudo la respiración mientras se alejaba del lugar, arrastrándose, agarrado de las plantas acuáticas. El ser no lo siguió. Sentía rechazo por el agua.
Antonio se asomó cuidadosamente dos veces a respirar y pudo verlo corriendo por el contorno de la laguna.

Así continuó hasta que el frío le agarrotó los músculos. Esperaba haber engañado a la bestia. Dejó que su cuerpo flotara y fue saliendo a la superficie.
Algo rozó su cuerpo. Apenas se movió. Giró la cabeza lentamente esperando lo peor. Casi da un salto en el agua. A su lado flotaba otro cuerpo.

Era Don Mario.

Se encontraba otra vez en la casa ubicada en el extremo del triángulo. Hacía mucho frío. La noche era oscura y un silencio de muerte reinaba en toda la
región. No había nada que produjera ruidos. Hasta los espíritus que rondaban la zona habían desaparecido. Estaba solo, acurrucado en un rincón de la casa,
envuelto en una frazada.

Sintió un ruido y siseos, abajo. Algo subía por la escalera. Lo que subía, se detuvo.

Pasaron unos segundos interminables.

Luego se produjo un estrépito cuando la bestia irrumpió en la habitación. La puerta, junto con restos de mampostería, salió volando y se estrelló contra
la pared opuesta.

Antonio no perdió tiempo, golpeó dos veces con el látigo. La filosa cuerda se hundió en el cuerpo del animal produciéndole profundas heridas de las que
manaba un líquido amarillento. Esto lo enfureció más. Lanzó un penetrante aullido que hizo temblar las paredes. De un sólo zarpazo partiría en dos a esa
cosa que se le enfrentaba. Y luego se lo tragaría sin masticar. Sería un buen bocado.

Otro estruendo y el techo se desplomó.

Chapas, hojas secas y algo más, cayeron sobre la bestia. La casa se inclinó hacia un costado, y casi al mismo tiempo dos pilotes que sostenían la plataforma
se partieron y toda la construcción se vino abajo.

Antonio alcanzó a salir por la ventana y saltó quedando aferrado a una rama en un árbol. Abajo, entre escombros y chapas que volaban pudo ver como Don
Mario había atrapado al ser de la vasija con su red.

Don Mario se había recuperado pronto de las heridas sufridas cuando la bestia lo sorprendió. Antonio lo había sacado del lugar y, con mucho esfuerzo, llevado
hasta la casa segura. Más esfuerzo le costó convencerlo de ser él mismo el señuelo para atrapar al ser. No iba a poder vencerlo por la fuerza y tampoco
podría atraparlo en medio del campo, era astuto y demasiado fuerte.

Finalmente accedió y la trampa fue preparada. Don Mario desplegó todos sus hechizos para despejar el lugar de espíritus molestos y permaneció inmóvil y
oculto por las hojas del techo durante dos días.

Y en el último instante creyó que todo estaba perdido cuando la bestia se detuvo sobre la escalera, dudando. 

Estaba amaneciendo. Don Mario caminó por el pasto arruinado, llevando a la rastra la red que envolvía a la bestia. Por un extraño mecanismo la red se contraía
a cada momento y aplastaba al ser, que ahora era una bola de unos treinta centímetros de diámetro. Detrás, alejado, iba Antonio.

Llegaron a la lomada por la que había transitado Don Mario unos días atrás. Sobre la cima estaba la vasija reconstruida. Antonio miraba sorprendido lo
que ocurría desde la base. 

La tierra se abrió alrededor de la vasija. Tres cabezas se asomaron desde el pozo. Rostros ancianos, pálidos, de cabellos muy largos. Adornos coloridos
colgaban de sus orejas y narices. Pronto los cuerpos de los tres espíritus estuvieron sobre la superficie. Vestían a la usanza de los indios Chaná, que
habían vivido en aquella zona. Junto con Don Mario rodearon a la vasija y a la bola en que se había transformado la bestia, que cada vez era más pequeña.

Antonio se distrajo cuando se percató que a su lado, y rodeando el túmulo estaban los espíritus de toda la tribu. Ancianos, hombres, mujeres, niños. Miró
sorprendido el espectáculo. Algunos eran más nítidos que otros, que casi eran transparentes. Permanecían inmóviles mirando la escena y parecían ignorar
su presencia. No se atrevió ni a moverse. Cuando volvió a fijar la vista arriba, uno de los ancianos estaba arrodillado junto a la vasija. La bestia había
desaparecido. El espíritu del anciano colocó la tapa, tomó el recipiente en sus manos y casi al instante los tres bajaron otra vez al pozo. De algún modo
la tribu se fue con ellos, porque cuando Antonio miró a los costados, ya no estaban.

Don Mario bajó de la lomada y se acercó a él. Lo tomó de un hombro y se alejaron del lugar.

El sol se asomó por entre las copas de los árboles lejanos.

—Trabajo terminado. — Dijo.

En sus largos años vividos debería haber aprendido que el trabajo nunca se terminaba.  

Fin del libro.